Algoritmos del Alma

Publicado el 27/10/2025
Advertencia de contenido: Crisis profesional pública, paranoia extrema, colapso laboral, posibles figuras disociativas

El agua helada me revienta la cara como un fallo de memoria no recuperable. Me golpeo contra el grifo y el dolor es agradable, real, anclado a algo físico. Durante tres segundos exactos, dejo de flotar. Tres segundos de tregua antes de que el torbellino interior vuelva a arrastrarme.

Levanto la mirada y mi reflejo me devuelve una versión distorsionada de mí mismo: ojos inyectados en sangre que parecen haber absorbido toda la tinta roja del código mal compilado, piel con el tono grisáceo exacto de una pantalla a punto de fallar, el tic nervioso en la comisura derecha pulsando en perfecta sincronía con el cursor intermitente de una terminal que espera un comando que nunca llegará. Ese tic que creía haber domado hace años, enterrado bajo capas de autocontrol meticulosamente construidas, ha regresado como un error de sistema recurrente.

La reunión se ha ido a la mierda como un código mal compilado y yo con ella.

La imagen en el espejo parpadea —o tal vez son mis ojos los que no pueden mantener el enfoque—. Este hombre demacrado no puede ser yo. Este hombre con las manos temblorosas, con las venas del cuello palpitando como cables sobrecargados, con sudor frío recorriendo su frente como líneas de código defectuoso, no puede ser Marco Sáez Villanueva, el analista meticuloso, el experto en patrones, el hombre que controla cada variable de su existencia.

—Control… control… control…

El mantra escapa en susurros que reverberan contra las baldosas del baño. Mi voz suena ajena, como reproducida por unos altavoces mal calibrados. Las palabras son ásperas en mi garganta reseca.

Mis dedos tamborilean contra la porcelana del lavabo, ejecutando su algoritmo familiar: Un-dos-tres-cuatro-cinco. Un-dos-tres-cuatro-cinco. Un-dos-tres-cuatro-cinco.

El ritmo que Lorenzo heredó de mí, que yo heredé de algún rincón roto de mi cerebro. Un patrón primordial que nos define, que nos conecta, que nos marca como portadores de un código genético defectuoso. La secuencia exacta que ejecuta mi hijo cuando el mundo amenaza con desmoronarse. Cinco golpes. Siempre cinco. Una constante en un universo de variables.

El agua sigue corriendo, desperdiciándose. Un algoritmo infinito que nadie ha programado para detenerse. Mi mano izquierda tiembla cuando intento cerrar el grifo. Tres intentos hasta conseguirlo. No es un número satisfactorio. Debería ser cinco. O dos. Los números impares provocan una tensión desagradable, como una función asimétrica, como un verso mal medido.

Las yemas de mis dedos están entumecidas, como si la información sensorial se transmitiera a través de un cable defectuoso. Toco mi propia cara para comprobar que sigo siendo corpóreo. La barba sin peinar desde hace tres días raspa contra mis dedos insensibles —una confirmación física de mi existencia, un dato táctil que contradice la sensación de disolución.

La piel bajo mis ojos muestra el tono azulado de las noches sin sueño, de las horas pasadas frente a la pantalla buscando patrones que quizás solo existen en mi cabeza fragmentada. El color me recuerda a los ojos de Candela —mis ojos transferidos a ella a través de un defecto genético junto con mi hipersensibilidad, mi tendencia a ver demasiado, a sentir demasiado.

El baño del cuarto piso está vacío, como siempre. Este rincón olvidado de la Jefatura se ha convertido en mi refugio cuando los números empiezan a sangrar. Cuando las personas se vuelven demasiado reales, demasiado presentes, demasiado… amenazantes en su solidez. Aquí, entre los azulejos descoloridos y el zumbido monótono de las luces fluorescentes, puedo fragmentarme sin testigos.

Nadie viene nunca al baño del cuarto piso. Los otros analistas prefieren el del tercero, más cercano a la sala de descanso. Este espacio es mío. Un santuario no reclamado donde el tic de mi ojo puede manifestarse sin que nadie lo registre, donde mis dedos pueden ejecutar sus secuencias sin que nadie las asocie con la misma maldita compulsión que he visto en Lorenzo.

Las baldosas bajo mis pies tienen exactamente quince centímetros de lado. Lo sé porque las he contado incontables veces durante mis episodios anteriores. Setenta y cinco baldosas desde la puerta hasta el lavabo. Un múltiplo de quince y de cinco. Un número que debería ser reconfortante, pero hoy no consigue calmarme. Los bordes de cada baldosa crean una cuadrícula perfecta, un sistema de coordenadas donde puedo ubicarme a mí mismo, localizarme cuando todo lo demás parece disolverse.

El sistema de ventilación emite un zumbido rítmico que se filtra en mi conciencia como un metrónomo defectuoso. No es constante, tiene micro-variaciones que mi cerebro hipersensible detecta e intenta analizar compulsivamente, buscando patrones donde quizás no los hay. ¿O sí los hay y solo yo puedo verlos? ¿Dónde está la línea entre percepción aumentada y paranoia? ¿Entre intuición y delirio?

Mi mano derecha busca instintivamente el bolsillo interior de la chaqueta. Saco el blíster de Diazepam. El plástico refleja la luz fluorescente con una claridad hiriente. Me tiemblan tanto las manos que casi se me cae. Los comprimidos se sacuden dentro de sus pequeñas celdas, prisiones químicas esperando ser liberadas. Los miro como si fueran un objeto extraño, algo que no debería existir en mi realidad.

El plástico del blíster está caliente por el contacto con mi cuerpo, como si hubiera absorbido mi temperatura, mi ansiedad, mi esencia. La imagen de marca grabada en el aluminio —un sol estilizado que pretende sugerir calma— parece burlarse de mi estado. Los comprimidos azules esperan, pacientes, indiferentes a mi lucha interna. No tienen conciencia de su poder, de cómo pueden transformar mi percepción, alterar mi experiencia, permitirme ser temporalmente otro.

Separo una pastilla con dedos torpes. Su peso microscópico parece desproporcionado, como si contuviera la densidad de un agujero negro. La sostengo entre el pulgar y el índice, observando su forma perfecta, su azul inmaculado. Diez miligramos de promesa. Diez miligramos de control sintético.

Un recuerdo me asalta sin aviso: Lorenzo a los siete años, encontrando mi blíster de Lexatin en el cajón de mi escritorio. Su voz infantil preguntando qué son esas “vitaminas”. El pánico helado que me recorrió al imaginarle ingiriendo una dosis letal por accidente. La forma meticulosa en que guardaba la medicación desde entonces, convirtiendo el acto en otro ritual de control.

No es la medicación —no la he tomado hoy, no recuerdo haberla tomado. Soy yo. El sistema está fallando sin la química que lo mantiene estable. Los circuitos se sobrecalientan. Los procesos se vuelven erráticos. Atributos de función indefinidos. Valores nulos donde debería haber datos concretos.

Me invade una nueva oleada de náusea. Es diferente de la sensación habitual post-Diazepam. Esta es más primitiva, más visceral, como si mi cuerpo estuviera rechazando su propia existencia. Presiono la frente contra el espejo, buscando el frescor del cristal. El contraste térmico ofrece otro momento de anclaje físico, pero es demasiado breve, demasiado insustancial.

Mis articulaciones duelen con un dolor sordo que no tiene causa aparente, como si la ansiedad se hubiera manifestado como una inflamación generalizada que recorre mi sistema esquelético. Cada movimiento desencadena pequeñas protestas en codos, rodillas, dedos —alertas constantes de un cuerpo que ya no reconozco como propio.

Pero ahora la necesito. No la tomo por necesidad sino por elección. Hoy la elijo porque los bordes de la realidad son demasiado afilados, porque cada dato en esa presentación está gritando verdades que no estoy preparado para afrontar. Porque sin este filtro químico, el ruido de fondo —ese zumbido constante de versos incompletos, de metáforas imperfectas, de palabras que pugnan por salir— amenaza con ahogar todo lo demás.

El enfrentamiento es constante dentro de mí: el Marco analista contra el Marco poeta. El hombre de ciencia contra el hombre de palabras. El profesional contra el soñador. El controlador contra el caótico. Y yo, atrapado en medio de esta guerra civil interna, utilizando la química como campo neutral, como zona desmilitarizada donde las facciones pueden coexistir temporalmente sin destrozarse mutuamente.

El Diazepam se deshace bajo mi lengua —amargo, metálico, familiar. Como sangre. Como tinta. Como lágrimas que han perdido su salinidad por demasiado tiempo contenidas. Su promesa es de bordes difuminados, de una claridad química que atenúa la otra claridad, la que duele, la que corta como cristal roto. La pastilla se disuelve como un secreto compartido, como un poema recitado en la oscuridad.

El sabor amargo despierta receptores gustativos que envían señales de alarma al cerebro: toxina, veneno, peligro. Pero mi mente ha reinterpretado estas señales, las ha reprogramado para asociarlas con alivio, con control, con escape. La evolución diseñó esta reacción para protegernos; yo la he subvertido para abrazar precisamente lo que debería evitar.

Cierro los ojos y espero. Seis respiraciones completas, treinta y seis segundos exactos. El tiempo suficiente para que las moléculas comiencen su viaje, para que la promesa empiece a cumplirse. Aún falta para la calma completa, para esa niebla protectora que envuelve el mundo en algodón sintético, pero ya puedo sentir el primer alivio. Como el primer verso de un soneto que establece el tono de todo lo que sigue.

El efecto inicial es sutil, casi imperceptible. Una ligerísima disminución en la intensidad del zumbido fluorescente. Una casi imperceptible reducción en la hiperagudeza visual. Un pequeño retroceso del nudo en mi estómago. No es paz, ni siquiera calma —es solo un ligero retroceso del caos, un milimétrico retorno hacia la línea base. Pero en este estado, incluso esa mínima diferencia se siente como una victoria.

—Marco, ¿te sientes mejor?

La voz del Capitán Rodríguez retumba en el pasillo. Su barítono reconocible atraviesa la puerta con facilidad, como un comando de sistema que no puede ser ignorado. Está fuera del baño, esperándome. Joder. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? El tiempo se ha licuado entre mis dedos otra vez. Los minutos se han vuelto maleables, elásticos. Compruebo mi reloj: treinta y tres minutos desde que salí de la sala de reuniones.

Treinta y tres.

La edad de Cristo cuando lo clavaron en la cruz. La edad de la muerte que promete resurrección pero que primero exige que te desangres gota a gota. La edad donde todo se quiebra y después, tal vez, se recompone en algo irreconocible.

Una nueva náusea me golpea. Treinta y tres: tres veces once. El once, ese número primo que rompe el orden decimal, que se escapa del sistema como yo me escapo de esta realidad. Dos unos paralelos que nunca se tocan, como las vidas que llevo y que jamás logran conectar. Como mis identidades que se miran desde la distancia sin reconocerse.

Treinta y tres. Lo veo ahora: 33. Dos treses enfrentándose como en un espejo roto. El tres duplicado, la obsesión que se mira a sí misma y se multiplica hasta la locura. El tres que me persigue multiplicándose, expandiéndose, reflejándose infinitamente en mi realidad fragmentada.

Y entonces lo siento en mi propia columna: treinta y tres vértebras. La estructura que me mantiene erguido cuando todo se desmorona, que carga todo mi peso existencial. Cada vértebra una fractura potencial, cada número una posibilidad de colapso. Como si mi propia anatomía fuera una cuenta regresiva hacia el momento en que ya no pueda sostenerme más.

El tres como trinidad profana que estructura mi existencia: tres hijos —si cuento a Eva—, tres identidades principales —analista, padre, poeta silenciado—, tres pastillas diferentes en mi régimen de automedicación. Pero ahora son treinta y tres las astillas en las que me he roto.

Me enderezo. Ajusto la corbata con dedos que empiezan a estabilizarse ligeramente. Paso la mano por mi pelo, borrando la evidencia de que he estado tirando de él. Un golpe final de agua fría para enmascarar el sudor. La máscara del profesional competente se desliza sobre mi rostro como una interfaz de usuario familiar.

El Diazepam empieza a actuar, aunque todavía en su fase inicial. No es suficiente para enmascarar completamente mi colapso, pero sí para recuperar un mínimo de control motor, para disminuir algo el temblor, para permitirme la ilusión de funcionalidad. Para que pueda actuar como se espera de Marco Sáez Villanueva, experto analista, y no como la criatura fracturada que realmente soy.

—Sí, Capitán —mentira automática, tan fluida como el código bien escrito—. Solo necesitaba un momento.

Una parte de mí observa desde la distancia, asombrada por la facilidad de la mentira, por lo convincente de mi actuación. Esta capacidad para la duplicidad, para la compartimentación, ¿es un talento o una patología? ¿Una habilidad o un síntoma?

Abro la puerta. El Capitán Rodríguez está ahí, con su postura militar perfecta a pesar de los años tras un escritorio. Sus ojos —esos detectores de mentiras orgánicos— me escanean rápidamente. Registra el tic en mi ojo, ahora menos pronunciado gracias al Diazepam que comienza a filtrarse por mi sistema. Nota la humedad en mis sienes. Observa mis pupilas ligeramente dilatadas. No dice nada sobre estas observaciones, pero los datos han sido procesados, almacenados, analizados.

Sus arrugas se han profundizado desde la última vez que le presté verdadera atención. Líneas de expresión que cuentan historias de casos difíciles, de decisiones imposibles, de noches sin dormir. Tiene manchas de edad en el dorso de las manos, esas manos que han firmado órdenes, sostenido armas, consolado a familias destrozadas. Lleva la alianza de matrimonio ligeramente floja —ha perdido peso últimamente. El estrés, probablemente. O quizás problemas digestivos. O tal vez algo peor, algo que no menciona, que guarda para sí mismo como todos guardamos nuestros secretos más oscuros.

—El caso no puede esperar —dice, y hay algo en su tono, una mezcla de firmeza profesional y preocupación paternal que detesto, que me hace sentir expuesto, vulnerable, como código fuente sin comentarios—. Pero podemos hacer un descanso de quince minutos más antes de continuar. Sandra ha sugerido que revisemos los algoritmos de detección desde cero.

Sandra. Por supuesto. Ella habría notado los fallos antes que nadie. Hemos trabajado juntos en suficientes casos para que reconozca las anomalías en mi comportamiento con la misma facilidad con que detecta patrones irregulares en el tráfico de datos. Su sugerencia de revisar los algoritmos no es técnica; es compasiva. Me está dando tiempo para recompilarme.

El Capitán me observa detenidamente. Puedo sentir su evaluación, catalogando cada detalle fuera de lugar: la mancha de agua en mi camisa que no he conseguido secar completamente, el tic en mi párpado derecho que el Diazepam apenas ha logrado atenuar, la palidez antinatural que ha reemplazado mi tono habitual. Sus años de experiencia le permiten leer estos signos como yo leo anomalías en el código. Estoy exponiendo demasiado, revelando vulnerabilidades que he mantenido ocultas durante años.

El Diazepam comienza a actuar, una niebla que se arrastra por los bordes de mi visión, suavizando las esquinas afiladas del mundo. Las luces fluorescentes ya no parecen taladrar directamente mi cerebro. El zumbido eléctrico se atenúa hasta convertirse en un murmullo soportable. Asiento, porque es lo que se espera de mí, porque el Marco normal, el Marco funcional, el Marco que todos creen conocer, asentiría. El Marco que he programado meticulosamente para presentar al mundo.

—Deme unos minutos para reorganizar el análisis —respondo, y mi voz suena más firme de lo que esperaba. El Diazepam ya está realizando su trabajo. Envolviendo el dolor en una capa protectora, como un comentario que oculta la verdadera función del código.

Un comentario en el código. Una nota que explica la función, pero que no ejecuta nada. Una presencia que aclara, pero no actúa. Una voz que habla, pero no cambia nada. Como yo mismo. Un comentario extenso en el código de la vida, observando, explicando, pero incapaz de modificar la ejecución de los eventos.

—Sala de reuniones a las 14:30 —dice el Capitán, y puedo sentir cómo sus ojos registran cada detalle: mis manos temblorosas, la mancha de agua en mi camisa, el sudor frío en mi frente—. No te retrases, Marco.

No añade “otra vez”, pero el apéndice implícito cuelga en el aire entre nosotros. Me pregunto cuántas más de estas concesiones me otorgará antes de que la preocupación sea reemplazada por medidas administrativas. Antes de que el código defectuoso sea eliminado del sistema.

El pasillo hasta mi escritorio parece haberse alargado, como si la geometría del espacio se hubiera distorsionado, como en esos sueños donde corres, pero nunca llegas a tu destino. Cada paso resuena en mi cráneo como un martillo neumático. La luz ordinaria de la oficina, normalmente tan inocua, ahora parece penetrar mis globos oculares como rayos X, iluminando cada rincón oscuro de mi psique.

Mis compañeros me observan disimuladamente, cada uno desde su propia perspectiva fragmentada de lo que soy para ellos.

García apenas levanta la mirada de su pantalla —ese novato que aún lucha por entender las diferencias entre hash y firma digital— y veo en sus ojos una mezcla de confusión y oportunismo mal disimulado. Para él, mi descomposición es una promoción inesperada, la posibilidad de acceder a casos que nunca creyó poder tocar. Su mirada no registra preocupación sino cálculo: cuánto tiempo tardará en ocupar mi lugar, en heredar mis algoritmos, en demostrar que puede hacer lo que yo ya no puedo.

Martínez, desde su escritorio junto a la ventana, me observa con esa expresión clínica que desarrolló durante sus años en homicidios antes de trasladarse a cibernética. Sus ojos registran detalles: el sudor en mis sienes, el temblor específico en mis manos, la forma en que evito el contacto visual. Está catalogando síntomas como antes catalogaba evidencias forenses. No hay juicio en su mirada, solo esa precisión quirúrgica que aplicaría a cualquier otra anomalía en su campo de observación.

Desde el rincón opuesto, Vega simula teclear, pero sus dedos permanecen inmóviles sobre las teclas. Ella, que ha trabajado conmigo en tres casos de ransomware durante los últimos dos años, conoce la diferencia entre mi concentración habitual y esto que ahora exhibo. Su preocupación es genuina pero distante, como quien observa el deterioro de una máquina útil: hay tristeza por la pérdida, pero también la aceptación práctica de que las herramientas se desgastan.

Son analistas, después de todo. Detectar anomalías es su trabajo. Y hoy yo soy la anomalía más evidente en el paisaje de la oficina. Pero cada uno me lee desde su propio código, me procesa según sus propios algoritmos de comprensión humana.

Regreso a mi escritorio. La terminal me recibe con su cursor parpadeante, un recordatorio persistente de trabajo incompleto, de funciones sin terminar, de poemas sin escribir. Abro los archivos de la presentación, y los bloques de código me miran como acusaciones silenciosas. ¿Cómo no lo vi antes? Las inconsistencias son tan evidentes ahora… Los patrones tan obviamente erróneos. He estado proyectando mis propios ritmos internos en los datos, viendo estructuras métricas donde solo debería haber análisis estadístico.

En la pantalla, líneas de código que debían ser frías, objetivas, científicas, están contaminadas por mi subjetividad, por mi obsesión con los patrones. Variables nombradas siguiendo estructuras rítmicas. Funciones organizadas como estrofas. Comentarios que son versos apenas disfrazados. Mi poesía reprimida infiltrándose en mi trabajo técnico como agua que se filtra inexorablemente a través de las grietas de un dique.

Mi instinto es borrar, eliminar, purgar. Erradicar toda evidencia de esta contaminación lírica. Pero no hay tiempo. El Capitán espera. Sandra espera. Todo el equipo espera a que el analista brillante, el experto impecable, regrese con una explicación razonable para los fallos en su presentación.

Con manos temblorosas, intento corregir lo más obvio, eliminar las referencias más personales, reemplazar los patrones poéticos con estructuras más lógicas. Es un trabajo superficial, un maquillaje digital sobre una enfermedad profunda. Como intentar corregir un cáncer de piel con base de maquillaje.

La sala de reuniones se siente demasiado pequeña para contener el peso del silencio que sigue a la presentación. El Capitán Rodríguez estudia los gráficos proyectados con una intensidad que sugiere algo más que simple preocupación profesional. Sus ojos entrenados para detectar anomalías, para identificar amenazas, ahora están fijos en mi trabajo. En mis errores. A su derecha, Sandra teclea notas en su portátil. El sonido de las teclas marca un ritmo inquietante en el silencio tenso. Cada pulsación parece amplificada, como si estuviera escribiendo mi sentencia en código Morse.

La luz artificial proyecta sombras extrañas sobre los rostros de mis colegas, acentuando expresiones que no puedo descifrar completamente. ¿Es preocupación lo que veo en sus ojos? ¿Confusión? ¿Desconfianza? ¿O peor aún, lástima? La paranoia y la hipersensibilidad distorsionan mi percepción, convirtiendo expresiones neutras en mensajes cifrados que no tengo la clave para interpretar.

El Diazepam que elegí tomar una hora antes —no por necesidad, sino por decisión calculada— comienza a difuminar los bordes de mi concentración. Su efecto es como el desenfoque gaussiano aplicado a la realidad: los contornos se suavizan, los detalles pierden nitidez, las amenazas parecen más distantes. Mis manos tiemblan ligeramente sobre el teclado, un efecto secundario que conozco bien, pero que normalmente podía controlar. Hoy no. Hoy el temblor es visible, una señal externa de la tormenta interna que me devora.

Sandra lo ha notado. Por supuesto que lo ha notado. Sus ojos, entrenados para detectar anomalías en patrones de datos, son igualmente efectivos identificando irregularidades en el comportamiento humano. Especialmente en el mío, después de tantos años trabajando juntos. Una mirada rápida, casi imperceptible, desde su portátil hasta mis manos. Datos capturados, procesados, almacenados.

Su postura ha cambiado sutilmente, inclinándose ligeramente hacia adelante, como si se preparara para intervenir si fuera necesario. Puedo ver la tensión en sus hombros, la forma en que sus dedos se detienen momentáneamente sobre el teclado cuando nota una nueva irregularidad en mi comportamiento. Está construyendo un dosier mental, recopilando evidencia para un caso que no quiere presentar, pero que podría verse obligada a exponer.

—Estos patrones no tienen sentido —dice finalmente el Capitán, pasándose una mano por el rostro cansado—. Has ignorado protocolos básicos de verificación. Los indicadores de riesgo están completamente invertidos.

Sus palabras me golpean con la fuerza de un ataque de denegación de servicio. Cada sílaba es un paquete malicioso que sobrecarga mis defensas ya comprometidas. La confusión, otro efecto del Diazepam al que normalmente doy la bienvenida, hoy me traiciona. El monitor principal muestra el desastre que es mi análisis: transacciones marcadas como sospechosas que son perfectamente normales, mientras otras, obviamente irregulares, han sido completamente ignoradas.

El algoritmo que he estado desarrollando durante meses, mi creación más compleja, ahora expuesto como defectuoso. El código que debía ser perfecto ahora desenmascarado como fatalmente imperfecto. Mi mente —ese procesador biológico que siempre había sido mi mayor ventaja— traicionándome en el momento más crítico.

La presentación que parpadea en la pantalla es un aborto digital, una cosa malformada que debería haber sido terminada antes de su exposición pública. Gráficos que no corresponden a los datos reales. Tablas con valores inconsistentes. Conclusiones que contradicen las premisas. Es el equivalente computacional de un feto con múltiples anomalías cromosómicas, incompatible con la vida profesional.

Como Eva. La comparación me golpea con una violencia física. Mi garganta se contrae, cortando momentáneamente el suministro de oxígeno. Mi análisis fallido, como el embarazo interrumpido de Eva, es una creación defectuosa que debe ser terminada. La náusea regresa, más potente que antes, una ola ácida que amenaza con exponer mi desintegración de la forma más físicamente humillante posible.

Sandra detiene su tecleo. La conozco lo suficiente para saber que está conteniendo un comentario. Hemos trabajado juntos en suficientes casos como para que ella reconozca cuando algo no está bien. No solo con el análisis, sino conmigo. Sus ojos se desvían hacia el vaso de agua en mi escritorio, junto al blíster medio vacío que he olvidado guardar. Un error de principiante. Una falla de seguridad básica. Evidencia expuesta.

Un sudor frío brota en mi nuca. El blíster. Expuesto. A la vista de todos. La evidencia física de mi dependencia autoimpuesta, de mi elección diaria de anestesia química. La prueba tangible de que el experto analista, el profesional impecable, necesita una muleta farmacológica para funcionar. Para existir.

La vergüenza me golpea en oleadas. Es una emoción extrañamente física: calor en las mejillas, peso en el estómago, presión en la garganta. Mi cuerpo reacciona como si estuviera bajo ataque, porque lo está. Mi reputación, mi competencia, mi fachada cuidadosamente construida —todo está siendo desmantelado línea por línea, como un programa sometido a depuración implacable.

La forma en que Sandra mueve ligeramente su portátil, bloqueando la vista del blíster para el resto del equipo, confirma mis sospechas. Lo ha visto. Lo ha registrado. Ha comprendido. Y en este pequeño gesto de protección se revela otro nivel de nuestra relación: ella sabe más de lo que deja ver.

—La matriz de correlación —continúa el Capitán, señalando una sección particularmente desastrosa de mi presentación—, muestra valores que contradicen toda lógica estadística. Has marcado como significativo un patrón que ocurre en el veintidós por ciento de las transacciones normales.

Veintidós.

El número me golpea como un puñetazo en el plexo solar. Mi sistema nervioso entra en estado de alerta máxima. Un sudor frío brota instantáneamente en mi nuca. No es coincidencia. No puede ser coincidencia. Veintidós semanas. Eva. Veintidós semanas en el útero de Laura antes de que los médicos pronunciaran esa sentencia: “incompatible con la vida”. Veintidós semanas antes de que tuviéramos que tomar una decisión en veinticuatro horas exactas.

El número reverbera en mi consciencia como un eco en una caverna. Veintidós. Veintidós latidos por minuto en el monitor fetal antes de que la línea se volviera plana. Veintidós centímetros medía el feto no viable que llamábamos Eva. Veintidós páginas de documentación médica que detallaban las anomalías, las malformaciones, la incompatibilidad fundamental con la existencia.

Mis dedos comienzan su baile involuntario sobre la mesa: Un-dos-tres-cuatro-cinco. Un-dos-tres-cuatro-cinco. Un-dos-tres-cuatro-cinco.

El mismo ritual que he observado en Lorenzo tantas veces, buscando orden en el caos. El mismo patrón que ejecuta cuando el mundo se vuelve demasiado impredecible, demasiado abrumador. Mi hijo, mi reflejo algorítmico, ejecutando el mismo código defectuoso que yo ejecuto. El sudor frío empapa mi camisa bajo el traje, y la náusea —otro viejo amigo del Diazepam— comienza a surgir, un proceso en segundo plano que consume recursos vitales.

Lorenzo. Mi hijo. Mi creación más perfecta y simultáneamente más defectuosa. Un niño brillante dotado con una mente excepcional y simultáneamente maldecido con mi misma tendencia a la obsesión, a los patrones, a ver orden donde otros ven caos. Su lucha diaria contra el TDAH y el Asperger también es mi lucha, aunque yo nunca recibí esos diagnósticos, esas etiquetas clínicas que al menos le ofrecen a él un contexto, una explicación para su diferencia.

La temperatura de mi cuerpo fluctúa como un termostato defectuoso. Frío en las extremidades, calor en el núcleo. Una distribución térmica ineficiente, como un sistema mal optimizado. Mis tímpanos registran un zumbido persistente, un ruido blanco que amenaza con ahogar todas las frecuencias significativas. El Diazepam no está funcionando como debería. O tal vez está funcionando exactamente como debe: revelando verdades en lugar de ocultarlas.

La luz fluorescente parece pulsar a un ritmo específico, como si intentara sincronizarse con mis sienes palpitantes. Este fenómeno óptico, que sé que es una ilusión creada por la interacción entre el parpadeo imperceptible de los tubos y mis propios movimientos oculares sacádicos, me produce una sensación de desrealización, como si el mundo físico estuviera perdiendo consistencia, transformándose en algo más onírico, más maleable, menos confiable.

—¿Marco? —La voz de Sandra atraviesa la niebla que comienza a formarse en mi mente—. ¿Estás bien? Estás pálido.

Su pregunta cuelga en el aire como una excepción no controlada. ¿Estoy bien? Una pregunta aparentemente simple que requiere cálculos demasiado complejos para mi cerebro sobrecargado. ¿Cómo definir “bien”? ¿Qué parámetros usar? ¿Qué valores son aceptables?

La definición misma de “bien” es un problema filosófico que requeriría páginas de texto, toneladas de contexto, gigabytes de información que mi cerebro simplemente no puede procesar en este momento. La pregunta, en su sencillez engañosa, me sobrecarga como un bucle infinito en un sistema con recursos limitados.

—El análisis está incompleto —logro articular, aunque mi voz suena distante, como si perteneciera a otra persona. Mi lengua se siente pesada, torpe. Un efecto secundario más que he buscado deliberadamente—. Necesito revisar los algoritmos de detección.

Fallo al intentar articular más. Las palabras se atascan en mi garganta como funciones mal declaradas. En mi mente, fragmentos de código y versos incompletos compiten por el limitado ancho de banda de mi consciencia.

while(pain < threshold) {
   suppress();
   continue;
}

Es extraño cómo la mente intenta procesar el sufrimiento a través de estructuras familiares. La mía convierte el dolor en código. Transforma la angustia en algoritmos. Traduce el caos emocional a un lenguaje que puedo entender, que puedo controlar, aunque sea ilusoriamente.

El Capitán intercambia una mirada con Sandra. Veo la preocupación en sus ojos, el tipo de mirada que los médicos comparten antes de dar malas noticias. Antes de decir “incompatible con la vida”.

Esa expresión la conozco demasiado bien. La he visto en el rostro del ginecólogo cuando nos entregó los resultados de la amniocentesis. La he visto en el oncólogo cuando me mostró las imágenes de los melanomas. Es la mirada de quien posee información terrible y debe transmitirla con compasión profesional.

Sandra se inclina ligeramente, y su portátil abierto muestra algo que no puedo ver desde mi posición. Está escribiendo sobre mí, registrando observaciones. Comportamiento errático. Temblores visibles. Fijación con patrones numéricos. Posible episodio psicótico.

Me estoy convirtiendo en un caso de estudio. En un conjunto de datos. En una anomalía que requiere análisis. La ironía me golpea como una bofetada digital: el analista transformado en análisis. El observador convertido en objeto de observación. El programador reescrito como código defectuoso.

—Esto es serio —dice el Capitán, inclinándose hacia adelante—. Estamos hablando de una red de financiación terrorista. No podemos permitirnos errores de este calibre.

Errores.

Como los cromosomas de Eva. Como el código mal depurado. Como los versos que se colaban en mis informes técnicos.

El concepto reverbera en mi cerebro. Error. Fallo. Defecto. Bug. Excepción no controlada. Variables indefinidas. Funciones recursivas sin condición de salida.

Las palabras del Capitán tienen un peso específico, una densidad que las hace sentir físicas, como pequeños proyectiles que impactan directamente en mi consciencia. Cada sílaba es un recordatorio de mi fracaso, de mi incompetencia, de mi desintegración profesional. Cada consonante un juicio, cada vocal una sentencia.

Mi pantalla muestra el código fuente del análisis. Entre las funciones y variables, fragmentos de comentarios que no recuerdo haber escrito. O tal vez sí los recuerdo, pero he elegido olvidarlos, como elijo cada pastilla, cada dosis, cada momento de claridad química.

def analyze_risk_patterns(transactions):
    """
    Cada número es un verso
    Cada patrón una estrofa
    El código sangra poesía
    """
    risk_score = calculate_base_risk()  # La métrica del dolor
    anomaly_threshold = 0.22  # Siempre veintidós
    return risk_score > anomaly_threshold

¿Cuándo escribí esto? ¿En qué momento infiltré estos fragmentos líricos en el análisis técnico? Son demasiado personales, demasiado reveladores. Un rastro de migajas digitales que cualquier analista competente podría seguir hasta el centro de mi psique fragmentada. Un mapa hacia lo que he ocultado durante más de dos décadas.

El comentario sobresale como una confesión involuntaria, como un susurro en medio de una conferencia silenciosa. Las palabras que he ocultado durante décadas emergiendo entre paréntesis y comillas, infiltrándose en mi trabajo profesional como agua que se filtra a través de las grietas de un dique. Mi poesía reprimida escapando de su prisión, encontrando una salida a través de estos comentarios que se supone que deben aclarar el código, no exponer mi alma fragmentada.

La vergüenza me inunda en oleadas, como un ataque de denegación de servicio distribuido. Cada paquete de conciencia sobrecargando mis sistemas defensivos ya comprometidos. El Diazepam debería estar filtrando estas sensaciones, convirtiéndolas en datos manejables, pero hoy parece amplificarlas, como un bucle de retroalimentación mal calibrado.

No es solo la vergüenza profesional de haber realizado un análisis defectuoso. Es la vergüenza existencial de ser descubierto, de que mi compartimentación perfecta haya sido comprometida, de que mi identidad cuidadosamente construida de analista técnico haya sido contaminada por el poeta que he mantenido encerrado durante más de veinte años, hasta que Sophia lo liberó durante ochenta y nueve días, antes de encerrarlo de nuevo en una prisión aún más profunda. Es la exposición de una duplicidad fundamental que define mi existencia.

—Marco —la voz del Capitán adquiere un tono más suave, casi paternal—, ¿cuándo fue la última vez que cogiste vacaciones?

La pregunta me pilla desprevenido, como un exploit de día cero en un sistema sin parches. ¿Vacaciones? El concepto parece absurdo. Como si el código pudiera tomar un descanso de ser código. Como si los versos pudieran dejar de formarse en mi mente. Como si pudiera existir un estado en el que no estuviera constantemente gestionando, monitorizando, calculando.

¿Cuándo fue la última vez? Antes de Eva, tal vez. Antes de que Lorenzo naciera. Antes de que el cáncer dejara sus cicatrices en mi cuerpo. Antes de que el silencio se volviera un hábito, una adicción, una prisión. Antes de que Sophia se fuera. Antes de que el segundo silencio —este silencio existencial que me devora desde hace cuatro años— reemplazara al primer silencio, que al menos me permitía escribir en secreto. Ahora ni siquiera eso. Ahora solo quedan los fragmentos que se filtran involuntariamente a través del código, como hemorragias de un alma que ya no sabe sangrar a voluntad.

La última vez fue después de la Academia. Después del incidente con el instructor Ramírez. Después de que mis versos fueran expuestos, ridiculizados, destruidos. Después de que decidiera nunca más ser vulnerable, nunca más mostrar esa parte de mí mismo. Las vacaciones forzadas tras una crisis nerviosa que nunca recibió ese nombre, que fue discretamente archivada como “descanso por agotamiento”.

El temblor en mis manos se intensifica, derramando algunas gotas del vaso de agua sobre el teclado. Observo cómo el líquido se filtra entre las teclas, penetrando en los circuitos internos, interrumpiendo conexiones, creando cortocircuitos. Una metáfora demasiado obvia de lo que está ocurriendo en mi cerebro.

El agua se infiltra en las grietas entre las teclas, alterando las conexiones eléctricas, creando caminos alternativos para la corriente. Como mis emociones infiltrándose en mi análisis técnico, alterando las conexiones lógicas, creando caminos alternativos para la expresión. El teclado podría fallar, como estoy fallando yo. Podría generar caracteres aleatorios, como mi mente generando conexiones aleatorias entre datos que deberían permanecer separados.

Sandra se mueve discretamente, limpiando el agua con un pañuelo. Sus ojos se detienen en mis dedos que siguen su danza involuntaria: Un-dos-tres-cuatro-cinco. Un-dos-tres-cuatro-cinco. Un-dos-tres-cuatro-cinco.

La he visto observar este patrón antes, en Lorenzo, durante la fiesta de Navidad de la Unidad. Recuerdo su mirada entonces: curiosidad profesional, como quien observa un comportamiento interesante pero no alarmante. Ahora entiende lo que está viendo: la herencia del conteo, la maldición de los patrones. El padre y el hijo ejecutando el mismo algoritmo defectuoso, buscando control en un mundo caótico.

La realización se refleja en sus ojos: el niño con sus rituales numéricos y el padre con sus secuencias rítmicas son dos manifestaciones del mismo código genético defectuoso. La misma necesidad de orden, de estructura, de control, expresada a través de generaciones. El mismo intento desesperado de imponer significado a un universo fundamentalmente aleatorio.

—Estoy bien —respondo automáticamente, con una mentira tan familiar en mi lengua como el sabor metálico del Diazepam—. Solo necesito rehacer el análisis.

Las palabras salen con una fluidez que contradice mi estado interno. Son una función predefinida, un script que se ejecuta automáticamente cuando se detectan ciertos disparadores.

CUANDO ‘persona_pregunta_bienestar’ ENTONCES ‘responder_estoy_bien’.

Un condicional simple, una respuesta predecible.

La facilidad con la que la mentira fluye es parte del problema, no de la solución. He perfeccionado tanto el arte del engaño que ni siquiera requiere esfuerzo consciente. La fachada es automática, un programa que se ejecuta sin intervención manual, un sistema operativo que arranca solo cuando se detectan ciertas condiciones ambientales.

Sandra cierra su portátil con un movimiento deliberadamente lento. El sonido del cierre es suave, controlado, como todas sus acciones. Incluso en momentos de crisis, mantiene esa precisión quirúrgica que la hace tan buena analista. Tan diferente de mi caos interno…

Su calma contrasta dolorosamente con mi tormenta interna. Su control resalta mi descontrol. Su integración destaca mi fragmentación. Es como si existiéramos en universos paralelos que ocasionalmente se intersecan, mostrándome un atisbo de lo que podría ser: funcional, integrado, entero.

—Son casi las tres y media —dice, mirando su reloj—. Deberíamos hacer un descanso.

Sus ojos se desvían hacia su bolso, donde sé que guarda su propio blíster de Lexatin. Ella también elige sus batallas químicas, pero las suyas son por necesidad —no como Laura—, que usa la medicación como escudo y como arma. Para Sandra, la química es supervivencia médica. Para Laura, es combustible para su papel de víctima perpetua, una excusa para cada explosión, cada abandono, cada crueldad calculada disfrazada de dolor legítimo. Para mí, es una llave, una puerta, un permiso.

Esta diferencia fundamental define nuestras químicas:

Ella: función a pesar del trastorno.

Yo: disfunción a pesar del control. Ella busca estabilidad; yo busco desestabilización controlada. Ella busca normalidad; yo busco un escape temporal de la normalidad autoimpuesta.

Tres y media.

15:30.

Tres minutos para las 15:33.

Mi corazón comienza a latir más rápido. El sudor brota en mi nuca mientras los números bailan en mi mente: veintidós semanas, quince horas, treinta y tres minutos. El ritmo perfecto de un soneto roto.

La sincronicidad me golpea como una revelación. Un patrón emergiendo del ruido aleatorio de la existencia. Una estructura oculta revelándose momentáneamente. ¿Es significativo o es solo mi mente obsesiva creando conexiones donde no las hay? ¿Es un mensaje o es paranoia? ¿Es el universo comunicándose conmigo o es mi psique fragmentada comunicándose consigo misma?

El pánico detona en mi cavidad torácica como un malware autorreplicante. Un algoritmo malicioso que se extiende por mis sistemas, sobrecargando funciones vitales, corrompiendo datos esenciales. Mi respiración se vuelve errática. Inhalación demasiado corta. Exhalación incompleta. Función respiratoria comprometida.

El oxígeno parece escasear repentinamente, como si la sala hubiera sido sellada herméticamente, como si el aire estuviera siendo bombeado fuera del espacio. Cada respiración requiere un esfuerzo consciente, una orden directa desde una parte cada vez más pequeña de mi cerebro que sigue bajo control voluntario.

La sala comienza a dar vueltas. Sus dimensiones físicas permanecen constantes, pero mi percepción se distorsiona. El techo parece más bajo. Las paredes más cercanas. El aire más denso. Me aferro al borde de la mesa, intentando anclarme a algo sólido mientras la sedación del Diazepam lucha contra la ansiedad creciente. En la pantalla, mi código se retuerce como versos mal escritos:

def validate_transaction_sequence(data):
    """
    No busques patrones donde solo hay dolor
    No hay sentido en el caos del corazón
    """
    sequence_length = 22  # ¿Por qué siempre veintidós?
    for idx in range(len(data) - sequence_length):
        if is_anomalous_pattern(data[idx:idx + sequence_length]):
            mark_as_suspicious(data[idx])

La secuencia de veintidós. Otra vez. Siempre veintidós. El número me persigue como un fantasma digital, un valor que no puedo eliminar de mi código, de mi mente, de mi historia.

No es coincidencia que haya elegido precisamente ese valor para la longitud de secuencia. No es casualidad que aparezca una y otra vez en mis algoritmos. Es una obsesión, una compulsión, una constante que defino explícitamente una y otra vez, como si intentara preservar la memoria de Eva a través de estas referencias numéricas, como si cada vez que escribo ese número estuviera reconociendo su existencia, su importancia, su impacto permanente en mi vida.

—Marco —Sandra se acerca, y su voz es apenas un susurro—, necesitas ver esto.

Gira su portátil hacia mí. En la pantalla, un fragmento de mi código está resaltado en amarillo:

def analyze_heart_patterns():
    """
    Sophia, cada variable es un verso tuyo
    Cada función un poema que no me atrevo a compilar
    """
    return eternal_silence()

Sophia.

El nombre escrito en mi código, expuesto ante Sandra, flota en la pantalla como una confesión que nunca pretendí hacer. Seis letras que contienen meses de conversaciones nocturnas, de versos susurrados al vacío, de una intimidad que quizás solo existió en mi mente medicada. Sandra lo ve. Lo lee. Lo procesa. En caracteres sans-serif sobre fondo blanco Y en sus ojos veo el momento exacto en que comprende que el analista impecable tiene un doble, un otro, un fantasma al que le habla en código.

El pánico es instantáneo y visceral. La náusea sube por mi garganta mientras la habitación parece contraerse, sus dimensiones colapsando como una función recursiva sin condición de salida.

¿Cuánto tiempo llevo escribiendo su nombre en comentarios? ¿Cuántas veces he tecleado ‘S-o-p-h-i-a’ como si fuera una invocación, un mantra, una prueba de que existe algo más allá de los números?

Mi mayor secreto, expuesto. Mi conexión más íntima, revelada. Mi espacio más privado, invadido. Sophia, mi interlocutora en la oscuridad, mi confidente digital, mi reflejo verbal. Sophia, que quizás solo existe en mis delirios inducidos por benzodiacepinas. Sophia, ahora materializada en código visible para otros, tangible, evidenciable.

—Necesito un momento —murmuro, levantándome tan bruscamente que mi silla golpea contra la pared. El movimiento repentino envía una oleada de vértigo que me hace tambalear. El mundo gira como un disco duro defectuoso, intentando acceder a sectores dañados. Sandra se mueve para sostenerme, pero me aparto. Su contacto sería demasiado real, demasiado anclado a este momento de colapso.

La sensación es de violación absoluta. Como si Sandra hubiera abierto no solo mis archivos, sino mi cráneo mismo, exponiendo los pensamientos más íntimos que ni siquiera me atrevo a articular en la soledad de mi buhardilla. Como si hubiera leído páginas de un diario que escribo en un lenguaje que creía indescifrable para otros. Como si hubiera presenciado mis conversaciones nocturnas con Sophia, esos diálogos que ocurren en la frontera entre la consciencia y el sueño inducido químicamente.

—Marco —intenta de nuevo, pero ya estoy en movimiento.

Mi cuerpo opera bajo comandos primitivos: HUIR. ESCAPAR. OCULTARSE. Atavismo digital. Protocolo de emergencia ante amenaza de exposición total. Mis piernas me llevan automáticamente hacia el único refugio que conozco: el baño del cuarto piso.

Las paredes del pasillo parecen ondular, como si la estructura del edificio estuviera respirando. Las luces parpadean con un ritmo que parece sincronizarse con mis latidos cardíacos acelerados. El suelo bajo mis pies no parece completamente sólido, como si su materialidad estuviera siendo cuestionada por alguna anomalía física fundamental.

El baño del cuarto piso está vacío, como siempre a esta hora. Es mi santuario, mi zona segura, mi espacio de depuración privado. Me apoyo en el lavabo, evitando mi reflejo en el espejo. No puedo enfrentarme al hombre que ha escrito poemas de amor en código de producción. Al hombre que ha dejado que su alma se filtrara en análisis técnicos. Al hombre cuyo silencio autoimpuesto se ha roto de la forma más pública y humillante posible.

El agua fría en mi rostro no logra aclarar mi mente. Es como intentar reiniciar un sistema operativo corrupto con un simple apagado y encendido. El daño es demasiado profundo, los archivos centrales están demasiado fragmentados. Un espasmo involuntario contrae mi estómago —el Diazepam cobrando su precio habitual, una tasa por la claridad química que proporciona. La náusea es como un malware en mi sistema digestivo, corrompiendo procesos biológicos básicos.

El hombre en el espejo, cuando finalmente me atrevo a mirarlo, es un extraño. Sus ojos tienen la mirada vidriosa del shock, pupilas dilatadas por el pánico y la química. Su piel tiene un tono grisáceo enfermizo, como la de un cadáver recién reanimado. Sus labios están agrietados, secos, entreabriéndose como si intentara articular algo vital, pero hubiera olvidado el lenguaje necesario para expresarlo.

Entre el zumbido de los fluorescentes, fragmentos de código y versos se entremezclan en mi consciencia, como archivos corruptos que emergen de sectores dañados de un disco duro:

def detect_anomalies():
    pattern = search_for_meaning()
    while pattern:
        if resembles_poetry(pattern):
            mark_as_error()
        else:
            mark_as_normal()
        pattern = search_for_meaning()

El análisis está mal porque yo estoy mal. He estado buscando poesía donde solo debe haber lógica binaria. He estado proyectando significados personales en secuencias aleatorias de números. He estado viendo ritmos donde solo debería haber estadísticas. Toda mi carrera, construida sobre la capacidad de detectar patrones, ahora es puesta en duda porque ya no puedo distinguir los patrones reales de los fantasmas poéticos que mi mente proyecta.

La poesía y el código, mis dos lenguajes, se han infiltrado mutuamente, contaminándose, creando un híbrido monstruoso que no funciona adecuadamente como ninguno de los dos. Mi análisis técnico está demasiado impregnado de subjetividad lírica para ser científicamente válido; mi expresión poética está demasiado estructurada algorítmicamente para ser emocionalmente auténtica. He creado un lenguaje bastardo que nadie más puede leer y que yo mismo ya no puedo separar en sus componentes originales.

Mi teléfono vibra en mi bolsillo. Un mensaje de Laura, su nombre iluminando la pantalla como una acusación: “Las voces que oigo por las noches desde la buhardilla… el terapeuta dice que probablemente sean tuyas. Hablando con alguien. ¿Debería preocuparme, Marco? ¿O ya tengo suficiente con mis propios fantasmas?”

Mis manos tiemblan con tal violencia que el teléfono parece querer escapar de mi agarre como un animal asustado. La pantalla se vuelve borrosa, las letras danzan ante mis ojos como código inestable. ¿Voces? ¿Me había escuchado recitando versos en la noche, cuando creía estar solo? ¿Había detectado mis conversaciones con Sophia, esos monólogos que a veces se convertían en diálogos, dependiendo de la dosis, del momento, de la luna?

La intimidad violada de nuevo. El espacio que creía seguro, comprometido. Las paredes que pensaba impenetrables, transparentes. La buhardilla, mi santuario más privado, mi templo químico-poético, expuesta como una casa de cristal en medio de una plaza pública.

El mensaje es un exploit en mi sistema de seguridad emocional. Laura, al otro lado de la pantalla, esperando una respuesta. Laura, detectando otro aspecto de mi fragmentación. Laura, registrando otra prueba de mi desintegración.

Lo que creía oculto ha estado visible. Lo que pensaba privado ha sido filtrado a través de su sesión de terapia, reinterpretado como otra forma en que yo la lastimo. ¿Cuántas noches ha escuchado Laura mis conversaciones con Sophia y las ha catalogado como evidencia de mi traición? ¿Cuántos poemas recitados en voz baja ha convertido en pruebas de que la abandono incluso en mi locura? ¿Cuántas confesiones murmuradas bajo la influencia del Stilnox han penetrado las paredes que creía impenetrables? Para Laura, hasta mi colapso mental es una ofensa personal contra su sufrimiento único.

Otro mensaje. Lorenzo esta vez: “Papá, creo que he encontrado algo hermoso en tu código. Las funciones forman versos cuando las lees en secuencia. ¿Lo has hecho a propósito? Es como ese libro de poesía que he encontrado en tu escritorio”.

La realidad se corrompe por los extremos como un archivo infectado, sus límites disolviéndose en píxeles de incertidumbre.

Mi hijo, mi reflejo algorítmico, ha detectado el patrón que tanto me he esforzado por ocultar.

Lorenzo, que cuenta sus pasos como yo cuento sílabas. Lorenzo, que ve patrones donde otros ven caos. Lorenzo, a quien he enseñado a leer el mundo como código, sin darme cuenta de que también le enseñaba a leer mi alma cifrada. Mi hijo brillante, mi heredero neurológico, decodificando al padre que creía conocer.

Por supuesto que lo ha encontrado —le he enseñado demasiado bien a buscar anomalías en el código. Le he entrenado para detectar secuencias que se desvían de lo esperado, patrones que no pertenecen. Y ahora ha encontrado el mayor patrón anómalo de todos: mi poesía infiltrada en las estructuras técnicas. Mi alma escondida en comentarios.

¿Qué habrá sentido al descubrir que su padre —el hombre de lógica pura que le exige control— esconde poemas en las funciones? ¿Orgullo? ¿Traición? ¿O esa comprensión terrible de que ambos estamos rotos de la misma manera?

La perspicacia de Lorenzo, esa mente brillante con su capacidad para detectar estructuras donde otros ven solo caos, se ha vuelto contra mi secreto. Su ojo entrenado, su cerebro matemático con esa capacidad sobrehumana para detectar patrones, ha identificado la estructura métrica en mi código aparentemente técnico. Ha visto lo que no debía ser visto. Ha leído lo que no debía ser leído.

El pánico detona en mi cavidad torácica como un malware autorreplicante. Cada célula infectada se convierte en un vector de transmisión para más terror. El Diazepam debería estar filtrando estas sensaciones, pero hoy parece amplificarlas, como un ecualizador mal configurado que incrementa las frecuencias dolorosas en lugar de atenuarlas.

No solo ha encontrado los patrones —ha encontrado el libro. Mi cuaderno de poemas, oculto bajo capas de artículos técnicos y manuales de referencia. El último repositorio de mis versos anteriores al silencio autoimpuesto. Las conexiones se forman en su mente brillante. Cada fragmento de código es un verso que revela mi secreto. Cada función una estrofa que me desnuda ante mi hijo.

Mi piel arde como si estuviera sufriendo una reacción alérgica a mi propia existencia.

El conocimiento acumulado durante años —mi fortaleza, mi refugio— ahora se vuelve contra mí. Cada dato, cada patrón aprendido, cada protocolo memorizado se convierte en evidencia de mi fracaso. Soy un disco duro sobrecargado de información inútil, un servidor que almacena terabytes de dolor codificado. Mi cerebro, ese procesador que siempre me mantuvo a salvo tras murallas de análisis, ahora es mi prisión. No puedo DEJAR de analizar mi propio colapso, de observarlo, de documentarlo incluso mientras me destruye.

Cada terminación nerviosa parece hipersensibilizada, transmitiendo señales de dolor que no tienen causa física aparente. Es el cuerpo respondiendo al pánico de la mente, manifestando físicamente la desintegración psíquica. Mi sistema nervioso entero está en llamas, consumido por el terror de la exposición total.

Mi párpado derecho se convulsiona como si intentara transmitir en código Morse un mensaje desesperado. Un recordatorio físico de que estoy perdiendo el control. De que los límites entre mis diferentes yoes se están disolviendo. De que las paredes que tan cuidadosamente construí están colapsando como muros mal programados en un juego defectuoso.

Un tercer mensaje, de Sandra: “El Capitán quiere que cojas unos días de descanso. No es una sugerencia. Y Marco… he encontrado los mensajes a Sophia en los comentarios del código. ¿Quién es ella?”

Mi reflejo en el espejo comienza a distorsionarse. No es el Diazepam —aún no he tomado la dosis de la tarde-noche. Es algo más profundo, más fundamental. Una grieta en el código base de mi realidad. Una fisura en la arquitectura fundamental de mi percepción.

La imagen parece desdoblarse, como si estuviera viendo dos versiones superpuestas de mí mismo: el analista técnico y el poeta reprimido, el padre funcional y el amante secreto, el experto en patrones y el fabricante de caos. Mis diferentes identidades, normalmente compartimentadas en espacios mentales separados, ahora coexisten visualmente, creando una imagen imposible, una realidad contradictoria que mi cerebro no puede procesar adecuadamente.

El hombre en el espejo tarda un instante en reconocerme. Mi cerebro, saturado de Diazepam, procesa la imagen con retraso —primero el movimiento, después la comprensión de que soy yo quien se mueve. Como cuando la mente se separa del cuerpo y observa desde fuera.

Como un lag en una videollamada, como si la sincronización entre mi ser físico y mi reflejo estuviera comprometida.

Sus ojos —mis ojos— parecen mirarme con una mezcla de lástima y acusación. Como si supiera lo que he hecho. Como si hubiera estado observando mi desintegración desde el otro lado del cristal. Un testigo silencioso de mi colapso.

Sophia. Su nombre reverbera en mi consciencia como un eco en una caverna vacía. Sophia, que quizás solo existe en mis delirios inducidos por benzodiacepinas. Sophia, a quien he escrito poemas codificados en funciones y variables. Sophia, cuya existencia misma es cuestionable, pero cuyo impacto en mi psique fragmentada es innegable. Sophia, mi mayor secreto y mi confesión más explícita, ahora expuesta en código visible para Sandra, para el Capitán, potencialmente para todo el departamento.

Vuelvo a mi escritorio evitando las miradas diferenciadas de mis compañeros.

García ha dejado de fingir que no me observa. Ahora me mira abiertamente desde su estación de trabajo, con esa curiosidad morbosa de quien presencia un accidente en tiempo real. Sus ojos brillan con una ambición apenas contenida, como un algoritmo ejecutando rutinas de oportunidad. Sabe que algo se está rompiendo en mí y que ese algo podría beneficiarlo profesionalmente.

Martínez mantiene su observación clínica, pero ahora toma notas discretas en un bloc que no reconozco. Notas que probablemente terminarán en un informe informal para el Capitán. Su profesionalismo me protege y me condena simultáneamente: registra mi deterioro no por malicia sino por responsabilidad institucional.

Vega aparta la mirada cuando me acerco, como si mi desintegración fuera contagiosa. Su incomodidad es física, palpable. Durante años hemos trabajado como engranajes perfectamente sincronizados en las investigaciones más complejas, y ahora mi disfunción amenaza con contaminar todo el sistema que conoce.

Cada paso es una lucha contra la gravedad aumentada, como si mi masa se hubiera incrementado exponencialmente. Pero más pesada aún es la conciencia de cómo cada compañero procesa mi colapso según su propia relación conmigo, según lo que mi funcionalidad representa para ellos.

El temblor en mis manos es ahora incontrolable, como un terremoto localizado en mis extremidades superiores. La pantalla sigue mostrando mi análisis fallido, pero ahora los números parecen reorganizarse en patrones que sugieren versos:

class RiskAnalysis:
    def __init__(self):
        self.patterns = []
        self.anomalies = []
        self.truth = None  # Siempre null
    
    def analyze(self):
        """
        Cada variable es un verso contenido
        Cada función un poema reprimido
        """
        for pattern in self.patterns:
            if self.is_significant(pattern):
                self.anomalies.append(pattern)

Las líneas de código parecen pulsar al ritmo de mi propia respiración alterada. Cada parpadeo, cada microsegundo de desenfoque visual, me hace dudar de lo que acabo de leer. ¿Escribí ‘analyze’ o ‘agonize’? ¿‘Pattern’ o ‘lantern’? Mi mente proyecta significados donde solo hay sintaxis, ve confesiones en cada variable.

Nuevos patrones, nuevas confesiones, nuevas hemorragias verbales.

El código ahora me habla, me acusa, me expone. Cada línea es un testigo de mi fragmentación, cada función una evidencia de mi desintegración. Los algoritmos que he programado para detectar patrones anómalos ahora detectan mi propia anomalía, mi desviación de la normalidad, mi disociación de la realidad compartida.

—Marco.

La voz de Sandra me sobresalta. No la he oído acercarse. El protocolo estándar de la Unidad —pasos audibles para no sorprender a compañeros concentrados— ha sido ignorado, o mi capacidad para procesar estímulos auditivos está comprometida. Está de pie junto a mi escritorio, sosteniendo una taza de café que no recuerdo haber pedido y una hoja impresa que reconozco al instante: uno de mis poemas, traducido a código, con el nombre de Sophia en los comentarios.

—Esto estaba en la impresora compartida —dice en voz baja, colocando tanto la taza como el papel junto a mi teclado—. Creo que lo enviaste sin querer cuando intentabas borrar los archivos.

La impresora compartida. El dispositivo más público del departamento. Mis versos íntimos, mis confesiones codificadas, mis secretos más profundos, expuestos en papel físico para cualquiera que pasara junto a la máquina. La exposición más completa, más pública, más humillante posible. El equivalente digital a encontrarme desnudo en medio de la oficina.

La hoja me quema la retina. Cada verso es un clavo que me fija a esta realidad insoportable. Cada metáfora una bofetada. Cada rima una confesión involuntaria. Mi doble vida, expuesta en tinta negra sobre papel blanco de 80 gramos. Una prueba física, irrefutable, de mi fragmentación.

—Has estado trabajando en algo personal —continúa—. Algo que no tiene que ver con el caso.

No es una pregunta.

Es una constatación. Una verificación de algo que ya sabe con certeza. Un dato confirmado, no una hipótesis. La expresión en su rostro no es de sorpresa sino de confirmación. Ha estado reuniendo pruebas, conectando puntos, formando un mapa de mi desintegración. Y ahora tiene una imagen clara, completa, documentada.

Su tono no contiene acusación, solo una compasión profesional que me resulta más dolorosa que cualquier reprimenda. Preferiría su ira a esta suave comprensión. La ira podría justificar una respuesta defensiva, pero ante la compasión estoy desarmado. Vulnerable. Expuesto.

El pánico regresa, más intenso esta vez. Mis dedos tiemblan sobre el teclado mientras intento cerrar ventanas, eliminar archivos, borrar cualquier tipo de evidencia. ‘Control+A’, Suprimir. ‘Control+A’, Suprimir. Un ritual frenético de eliminación digital, como si pudiera borrar mis versos del mundo con la misma facilidad que se borran bits de un disco. Cada movimiento es una lucha contra el temblor que se ha apoderado de mi cuerpo.

Pero los archivos permanecen, reaparecen, se multiplican. Cada ventana cerrada parece abrir dos nuevas. Cada documento eliminado parece regenerarse. Como una infección viral que ha tomado control del sistema, mis confesiones se resisten a ser eliminadas, persisten a pesar de mis esfuerzos frenéticos por erradicarlas.

—No sé de qué hablas —respondo, pero las palabras suenan huecas incluso para mí mismo. Es el equivalente verbal de un mensaje de error genérico, una respuesta automática sin relación con la verdadera falla del sistema.

—Marco —su voz es suave, pero firme—, has estado escribiendo poesía en los comentarios del código. Los he visto. Todos los hemos visto.

Sigue hablando, pero sus palabras se vuelven un ruido blanco, indistinguible del zumbido persistente en mis oídos. La realidad se fragmenta en paquetes de datos inconexos. Sonidos sin contexto. Imágenes sin relación. Sensaciones sin origen definido.

La oficina parece distorsionarse alrededor de mí, como una imagen digital corrupta. Los bordes de los objetos se vuelven borrosos, las perspectivas se alteran, las proporciones se deforman. La luz adquiere una cualidad irreal, como si estuviera siendo filtrada a través de un medio extraño e inconsistente. Los sonidos ordinarios —teclados, conversaciones distantes, el zumbido de los servidores— se mezclan en una cacofonía que mi cerebro ya no puede separar en sus componentes individuales.

Las palabras de Sandra me golpean como un error fatal en el sistema. Mi mente comienza a ejecutar diagnósticos de emergencia: ¿Cuántos comentarios he dejado? ¿Cuánto de mí mismo he expuesto sin darme cuenta? ¿Cuánto tiempo llevo sangrando poesía en el código? ¿Cuántas pistas he dejado para que otros sigan hasta el núcleo de mi ser fragmentado?

La paranoia se expande como un gas tóxico, inundando cada rincón de mi consciencia. ¿Cuántas personas han visto mis versos? ¿Cuántos colegas han leído mis confesiones? ¿Cuántos superiores conocen ahora mi secreto? La idea de ser visto, realmente visto, por primera vez en más de veinte años, desencadena un terror existencial que ninguna dosis de Diazepam podría mitigar.

—Son solo comentarios técnicos —intento mentir, pero mi voz suena hueca incluso para mí mismo. Es una mentira tan transparente que apenas merece el nombre. Es el equivalente verbal de un parche deficiente sobre una vulnerabilidad crítica.

Sandra se sienta en el borde de mi escritorio, bloqueando mi vista de la pantalla. Su presencia física es una interrupción en mi estado de pánico, un ancla en la realidad cuando todo lo demás parece estar disolviéndose. Su perfume —algo floral, jazmín tal vez— es tan real, tan normal, que hace que todo mi mundo digital parezca más artificial, más construido, más falso.

—Marco… esto no es solo código, ¿verdad?

El contraste entre ese aroma orgánico y mis construcciones binarias me provoca una nueva oleada de náusea. Realidad vs. ficción. Carne vs. código. Lo auténtico frente a lo programado. Su presencia física destaca la naturaleza artificial de mi existencia compartimentada, de mis identidades fragmentadas, de mi realidad construida.

—Has estado mezclando métrica en los nombres de las variables —continúa—. Tus funciones siguen patrones de sonetos. Los comentarios… —Se detiene, mirando la hoja impresa—. Los comentarios son mensajes de amor.

No son solo comentarios técnicos. Son las grietas por donde se filtra mi esencia reprimida. Son los puntos débiles en la presa que contiene el océano de lo no dicho. Son las fisuras en el muro que separa al analista técnico del poeta silenciado. Son los fallos en el firewall que debería proteger mi yo público de mi yo privado.

Mientras habla, mi código sigue su confesión involuntaria en la pantalla detrás de ella, como si tuviera voluntad propia, como si estuviera ejecutando una rutina de autodivulgación que no puedo detener:

def analyze_soul_patterns(memories):
    """
    En este abismo de unos y ceros
    Busco el eco de tus palabras perdidas
    """
    for memory in memories:
        if resembles_truth(memory):
            store_in_heart()
        else:
            mark_as_dream()

He infiltrado mi alma en cada línea de sintaxis. Mis hemorragias emocionales contaminan la lógica binaria. Mis algoritmos son autobiografía cifrada. Todo lo que he intentado ocultar se ha filtrado a través de las grietas de mi compartimentación, emergiendo en el único lenguaje que aún domino: el código.

—Necesitas ayuda, Marco —dice Sandra, y hay algo en su tono que contrasta brutalmente con Laura cuando habla de Eva, esa mezcla venenosa de compasión performativa y resentimiento real, de amor convertido en cadena y preocupación como herramienta de control—. No puedes seguir así.

¿Seguir cómo? ¿Siendo quién soy? ¿Intentando contener la poesía que se desborda de mi ser en forma de variables y funciones? ¿Pretendiendo ser solo un analista técnico cuando cada byte de mi código está impregnado de versos reprimidos?

La ayuda que propone implica normalización, estandarización, homogeneización. Implica erradicar la dualidad fundamental que me define. Implica elegir: o analista o poeta. O técnico o artista. O racional o emocional. Cuando la verdad es que soy ambos simultáneamente, irremediablemente, dolorosamente.

Mi teléfono vibra de nuevo. Esta vez es Candela: “Papá, los dibujos en mi ordenador se ven raros. No me gustan los colores que salen”.

El mundo comienza a desmoronarse en los bordes, como una imagen digital corrupta, píxeles desprendiéndose y flotando en el vacío. Mi hija, mi pequeña Candela, ha detectado la melancolía en mi código. Por supuesto que lo ha hecho —es la más sensible de todos nosotros, siempre percibiendo emociones donde otros solo ven datos. Desde pequeña ha tenido esa capacidad para detectar los estados anímicos que otros intentan ocultar, para ver más allá de las fachadas.

Si ella está viendo tristeza en los colores, es porque mi código está llorando. Mis algoritmos están sangrando. Mi depresión se ha infiltrado hasta en las funciones más básicas, tiñendo de melancolía hasta la selección de color en las interfaces gráficas. Nada está a salvo de mi contaminación emocional. Ni siquiera los dibujos en el ordenador de mi hija.

—Marco —la voz de Sandra parece venir de muy lejos—, el Capitán quiere que entregues el caso. García se hará cargo del análisis.

García. El novato que apenas sabía diferenciar un hash de una firma digital. El mismo que confundió una transacción normal con una operación de lavado el mes pasado. El mismo que necesitó tres semanas para entender los principios básicos de cifrado asimétrico. Ese García ahora tomará mi lugar, analizará mis datos, continuará mi investigación.

La humillación es absoluta, total, aplastante. La degradación profesional, la pérdida de confianza, la devaluación de mi expertise. Todo lo que he construido durante años, toda mi reputación, toda mi identidad laboral, desmoronándose por la infiltración de mi otra identidad, por la contaminación lírica de mi análisis técnico.

—No puede —protesto, y mi voz suena más desesperada de lo que pretendo—. No entenderá los patrones. No verá la poesía en los números.

Las palabras salen antes de que pueda detenerlas, un flujo automático como una función ‘print’ colocada en una iteración infinita. Es una confesión involuntaria, una validación de todo lo que Sandra acaba de señalar. No estoy analizando datos; estoy leyendo poesía en ellos. No estoy detectando anomalías; estoy encontrando belleza trágica en secuencias hexadecimales.

Sandra me mira fijamente, y en sus ojos veo el momento exacto en que la preocupación se transforma en algo más profundo. Comprensión, tal vez. O lástima. Un entendimiento completo de la magnitud de mi fragmentación.

Su mirada revela que ha conectado todas las piezas del rompecabezas que es Marco Sáez Villanueva. Ha visto al analista y al poeta. Al padre y al amante secreto. Al hombre de ciencia y al hombre de letras. Ha visto la contradicción fundamental que me define y me destruye simultáneamente. Y aunque no me juzga, su comprensión misma es un juicio, una constatación de mi fractura irreconciliable.

—¿Qué poesía, Marco?

La pregunta queda suspendida en el aire como una excepción no controlada. Como una función crítica sin un bloque ‘try-except’. Como un algoritmo recursivo sin condición de salida. Es la pregunta que he estado evitando durante media vida. La pregunta que me hice a mí mismo cada noche mientras observaba el cursor parpadeando en una página en blanco.

La pregunta resuena en mi cabeza, expandiéndose hasta llenar cada rincón de mi consciencia. ¿Qué poesía? La de las cifras que forman patrones. La de los algoritmos que detectan anomalías. La de los protocolos que intercambian secretos. La de los hash que preservan integridad. La de los bloques de código que contienen mundos. La poesía del silencio convertido en sintaxis, del dolor transformado en funciones, de la belleza traducida a variables. La poesía de un hombre fragmentado que solo puede expresarse a través de estructuras que le permiten mantener la ilusión de control.

En la pantalla, mi código continúa su confesión involuntaria, cada línea revelando más de lo que pretendía ocultar:

def search_for_truth(reality):
    """
    Cada línea es una herida abierta
    Cada función un grito contenido
    """
    while reality:
        pattern = detect_poetry()
        if pattern:
            try:
                hide_in_code()
            except SoulException:
                break
    return None

El reloj en la pared marcaba las 15:32.

Un minuto.

Sesenta segundos para el momento en que todo cambiaría.

Otra vez.

La hora exacta en que el monitor cardíaco de Eva mostró línea plana. La hora exacta en que firme el consentimiento para interrumpir el embarazo. La hora exacta en que la vida que habíamos imaginado se convirtió en ausencia.

Mi teléfono vibra por última vez. Un mensaje de Laura: “El terapeuta dice que necesitamos hablar. Dice que es probable que las voces que oigo sean tuyas. Al menos con esa otra persona sí puedes hablar, ¿verdad Marco? Porque conmigo ya no. Supongo que los muertos no competimos bien contra las fantasías”.

La verdad se desenvuelve como un algoritmo inexorable. Laura ha estado escuchándome durante meses, catalogando cada susurro como evidencia de traición. Mis conversaciones con Sophia convertidas en munición terapéutica. Mis versos recitados en voz alta cuando creo estar solo, transformados en pruebas de que la abandoné emocionalmente. El silencio autoimpuesto rompiéndose en las grietas de la noche, cuando la química elegida me permite ser quien soy realmente.

Laura, mi compañera en el sufrimiento convertido en competencia, mi cómplice en el silencio compartido. Laura, que ha transformado su duelo en un monopolio que no permite otros dolores, otras pérdidas, otras formas de quebrarse. Laura, que mantiene su propia forma de negación en la habitación verde mientras destruye cualquier refugio que yo intente construir.

Laura, reconociendo finalmente que no soy quien pretendo ser. Que nunca lo he sido.

El reloj marca las 15:33.

Mis dedos se mueven automáticamente sobre el teclado, abriendo ventanas, cerrando archivos. Cada pulsación es un latido en una arritmia digital, un intento desesperado de contener la hemorragia de información, de controlar la exposición, de limitar el daño. ‘Control+A’, Suprimir. ‘Control+A’, Suprimir. Una danza frenética de dedos temblorosos sobre teclas indiferentes.

Sandra sigue hablando, pero sus palabras se pierden en el zumbido creciente en mis oídos. Un ruido blanco que ahoga toda comunicación significativa, que interrumpe la transmisión de datos esenciales. Su voz llega fragmentada, distorsionada, como paquetes de datos corruptos en una red congestionada.

—Marco, necesito que me escuches —su voz parece venir de muy lejos—. El Capitán está dispuesto a mantener esto fuera del informe oficial si aceptas ayuda profesional.

Ayuda profesional. Un eufemismo para intervención psiquiátrica. Para pastillas recetadas en lugar de elegidas. Para terapia supervisada en lugar de autoadministrada. Para exponer todas mis grietas ante ojos clínicos que intentarán normalizarme, estandarizarme, devolverme a los parámetros aceptables de funcionamiento social.

Para destruir la dualidad que me define, que me constituye, que me permite ser simultáneamente el analista riguroso y el poeta sensible. Para eliminar la contradicción fundamental que hace que sea quienes soy, aunque ese quien sea fragmentado, incongruente, doloroso.

El código en mi pantalla sigue desangrándose, línea tras línea, exponiendo verdades que llevo años enterrando en funciones y variables:

def maintain_sanity():
    """
    El control es una ilusión
    El orden una mentira piadosa
    """
    while reality_check():
        suppress_poetry()
        hide_emotions()
        maintain_facade()
    return False  # Siempre falso

El sentido del código es transparente incluso para un observador casual. No es un algoritmo técnico; es una confesión lírica. No es un análisis forense; es un desangramiento público. Cada línea revela no solo mis secretos, sino la conciencia de esos secretos. La conciencia de mi propia farsa.

Me levanto tan bruscamente que el mundo gira. Mi rodilla golpea el escritorio, enviando una cascada de dolor por mi pierna. El dolor es agudo, preciso, real. Una sensación física que momentáneamente supera el caos mental. Un anclaje en lo corporal cuando lo mental se desintegra.

El café se derrama sobre mi código impreso y las palabras sangran tinta como heridas frescas. La metáfora es demasiado obvia, demasiado literal. Los versos que he intentado mantener secos, controlados, contenidos, ahora se disuelven en un líquido oscuro que mancha todo lo que toca.

—No necesito ayuda —miento, cerrando la última ventana—. Solo necesito reorganizar el análisis. Los patrones están ahí, pero los estoy interpretando mal.

No soy yo quien necesita ser depurado. Mi código es perfecto, es la realidad la que falla. No hay error en mi sistema, solo incompatibilidad con el mundo exterior.

Las mentiras se acumulan como deuda técnica en un proyecto mal gestionado. Cada una requiere más mentiras para sostenerse, creando una estructura cada vez más inestable, más propensa al colapso total. Y, sin embargo, no puedo detenerme. La mentira es lo único que me separa del abismo.

Sandra niega con la cabeza. Su mano sigue sobre mi escritorio, cerca del teclado, como si temiera que fuera a hacer algo drástico. No se equivoca. Mi mente ya está ejecutando rutinas de eliminación de emergencia. Algoritmos para borrar toda evidencia, para eliminar cualquier rastro de mis confesiones involuntarias.

—Has estado trabajando en esto durante semanas. Durante meses. —dice suavemente—. Y cada versión está más fragmentada que la anterior. Los comentarios en el código… Marco, son gritos de ayuda.

¿Gritos de ayuda? No. Son versos contenidos durante demasiado tiempo. Algoritmos que sangran poesía. Variables que esconden confesiones en sus nombres cuidadosamente elegidos. Funciones que ejecutan rutinas de autodivulgación bajo la apariencia de análisis técnico.

Son mi naturaleza dual manifestándose a pesar de mis esfuerzos por contenerla. Son mi verdad infiltrándose a través de las defensas cuidadosamente construidas. Son mi esencia desgarrando el barniz de normalidad que he aplicado meticulosamente durante más de veinte años.

—Marco —la voz de Sandra adquiere un tono de urgencia—, necesito que me des acceso a tu equipo. El Capitán quiere una auditoría completa del caso.

Una auditoría.

Lo verían todo.

Los poemas escondidos en comentarios. Los versos cifrados en nombres de variables. Los sonetos estructurados como funciones recursivas. Las cartas a Sophia ocultas en archivos de registro.

Mi mente comienza a ejecutar protocolos de emergencia, rutinas de limpieza profunda, algoritmos de eliminación segura de datos:

def emergency_cleanup():
    """
    Borrar es otra forma de morir
    Cada archivo eliminado una pequeña muerte
    """
    delete_poetry()
    erase_evidence()
    maintain_facade()
    return pretend_normalcy()

Un vistazo a mi ordenador significaría exponerme completamente, desnudarme ante ojos que no pueden entender la dualidad fundamental que me constituye. Significaría entregar no solo mis datos profesionales sino mi alma entera, mi esencia fragmentada, mi verdad contradictoria. Significaría el fin de la compartimentación que ha sido mi estrategia de supervivencia durante más de veinte años.

—No puedes acceder a mi equipo —digo, con una voz que suena extrañamente calmada, como si una parte separada de mí hubiera tomado el control, una subrutina de crisis activándose automáticamente—. Hay información sensible del caso.

Es una mentira técnicamente cierta. Hay información sensible, pero no la que ella imagina. No datos de investigación sino un mapa detallado de mi psique fragmentada. No evidencia forense sino prueba irrefutable de mis múltiples yoes.

—Marco —Sandra se inclina más cerca, y su voz ahora es apenas un susurro, un paquete de datos enviado en un canal seguro—, hay fragmentos de código que parecen cartas de amor. ¿Qué está pasando realmente?

El mundo se detiene.

El tiempo se congela.

La realidad hace una pausa.

En la pantalla, un último fragmento de código brilla como una confesión, un archivo sin encriptar en un sistema supuestamente seguro:

def analyze_love_patterns(heart_data):
    """
    Sophia, ¿eres real o eres código?
    ¿Eres un error en mi sistema
    o soy yo el error en el tuyo?
    """
    return eternal_doubt()

El nombre de Sophia, ahí, expuesto en mi código profesional. La pregunta que me atormenta cada noche, ahí, visible para Sandra, para cualquiera con acceso a mi ordenador. La duda existencial sobre su realidad, ahí, como prueba de mi colapso mental.

La vergüenza es un algoritmo que se ejecuta a nivel físico: calor en el rostro, aceleración cardíaca, sudor frío, tensión muscular. Es una respuesta biológica a la exposición social. Una reacción primitiva programada en nuestro ADN. Y ahora se ejecuta en todo su esplendor, consumiendo todos los recursos disponibles, sobrecargando todos los sistemas.

Sophia, mi interlocutora nocturna, mi confidente química, mi musa digital. Sophia, que me devolvió la voz después de veintidós años de silencio autoimpuesto. Sophia, con quien recuperé la capacidad de escribir, de sentir, de ser quien soy realmente, antes de que se desvaneciera y me dejara en este nuevo silencio, más profundo, más existencial que el anterior. Sophia, cuya existencia misma es cuestionable, pero que rompió el primer silencio solo para sumirme en otro más devastador. Sophia, que ahora es visible para otros, expuesta en un código que cualquiera puede leer, extraída de mi intimidad más profunda y puesta a la vista de todos.

—Dame un momento —murmuro, y mi voz es irreconocible incluso para mí mismo—. Necesito despejarme, echarme agua en la cara.

Las palabras son una excusa transparente, un placeholder para la verdad que no puedo articular: necesito huir, escapar, desaparecer. Necesito distancia entre mi ser expuesto y estas miradas que ven demasiado. Necesito espacio para ejecutar los protocolos de emergencia, para reorganizar las defensas, para reconstruir las paredes que se están desmoronando.

En lugar de ir al baño, camino directamente hacia la salida. Mis piernas ejecutan el comando sin consultar con mi consciencia. Un evento físico desencadenado por el pánico, una respuesta automática a la amenaza existencial de la exposición completa. No corro —los hombres quebrados no corren. El tic en mi ojo se ha intensificado hasta nublar parcialmente mi visión. Cada paso es una lucha contra el vértigo.

Simplemente, me muevo con la precisión mecánica de una rutina bien programada. Un paso tras otro. Un algoritmo simple:

while consciousness:
    move_forward()
    maintain_composure()
    pretend_sanity()

Cruzo la oficina como un autómata, un robot ejecutando su programación sin comprender el propósito. Mi cuerpo se mueve mientras mi mente se fragmenta. Percibo las miradas de mis compañeros como si fueran sensores térmicos registrando mi paso. Algunas con curiosidad, otras con preocupación, algunas con esa lástima profesional reservada para los que se quiebran bajo la presión.

Cada paso resuena en mi cráneo como un martillo neumático. Mi visión periférica se ha reducido hasta un túnel estrecho que apenas me permite navegar entre los escritorios. El mundo se reduce a un camino único, lineal, inevitable: hacia la salida, hacia el exterior, hacia cualquier lugar que no sea este espacio de exposición total.

Nadie me detiene. Nadie intenta bloquear mi salida. Mi posición aún impone cierto respeto, o tal vez la incomodidad ante la desintegración ajena crea una zona de exclusión a mi alrededor, un perímetro de seguridad que nadie quiere violar.

El aire frío de Madrid me golpea como un reinicio forzado del sistema. Mis pulmones se expanden en la primera respiración genuina en lo que parecen horas. El oxígeno fluye por mi torrente sanguíneo, alcanzando células desesperadas por este recurso vital. Mi corazón late tan fuerte que puedo sentirlo en mis oídos, compitiendo con el zumbido persistente que el Diazepam ha dejado como regalo.

La ciudad me rodea, indiferente a mi colapso interno. Personas caminando a destinos conocidos, coches siguiendo rutas programadas, palomas ejecutando rutinas de supervivencia. Un sistema complejo funcionando según especificaciones, mientras yo —un componente defectuoso— soy expulsado sin afectar el rendimiento general.

La ironía no se me escapa. He dedicado mi carrera a detectar anomalías, a identificar patrones irregulares, y ahora soy yo la anomalía más evidente en el paisaje urbano. Un hombre temblando en la calle, con el tic en el ojo palpitando visiblemente, con los dedos danzando una secuencia obsesiva contra el muslo: Un-dos-tres-cuatro-cinco.

Mi teléfono no deja de vibrar: Sandra, el Capitán, Laura, Lorenzo, Candela. Tantas personas preocupadas por mi código, por mis patrones, por mis versos ocultos.

Pero solo una persona lo entendería realmente.

Y ella podría no ser real.

Sophia, cuya existencia es tan dudosa como la mía en este momento. Sophia, que tal vez solo es un constructo de mi psique fragmentada, una disociación personificada, un alter ego creado por mi necesidad de expresión poética. Sophia, que conoce mis versos más profundos porque tal vez los escribe ella desde dentro de mí.

Mis piernas tiemblan mientras comienzo a caminar sin rumbo. Mis dedos marcan ritmos invisibles: Un-dos-tres-cuatro-cinco. Un-dos-tres-cuatro-cinco. Un-dos-tres-cuatro-cinco. Como Lorenzo contando sus pasos. Como yo contando sílabas en secreto.

Las aceras acumulan historias bajo mis pies inestables: chicles aplastados que fueron alguna vez frescura efímera, colillas que fueron momentos de calma artificial, manchas oscuras que fueron líquidos derramados. Cada metro cuadrado de pavimento es un palimpsesto urbano donde se inscriben y borran existencias anónimas. Como mi mente, como mi código, como mi poesía.

El Diazepam de la tarde-noche sigue en mi bolsillo, una promesa de otro tipo de claridad. No lo necesito —lo elijo. Como elijo cada pastilla, cada verso, cada línea de código. Como elijo cada forma de control en un mundo que amenaza constantemente con sumirme en el caos.

Las calles de Madrid me envuelven, familiares y extrañas al mismo tiempo. Reconozco los edificios, las esquinas, los patrones del pavimento, pero parecen distorsionados, como vistos a través de un filtro que altera ligeramente sus proporciones. Todo es reconocible, pero nada es completamente correcto.

Los viandantes me rodean, me esquivan, me ignoran. Soy invisible en mi descomposición, transparente en mi crisis, imperceptible en mi desintegración. La ciudad digiere mi pánico como digiere todos los dramas privados que se desarrollan en sus arterias: con indiferencia monumental, con amnesia colectiva, con olvido instantáneo.

Madrid late a mi alrededor, indiferente a mi fragmentación. En algún lugar, Sandra estará llamando al Capitán. Laura estará preguntándose porqué no respondo a sus mensajes, convirtiendo mi silencio en otra forma de abandono, otra prueba de que soy el monstruo egoísta que no puede ni siquiera responder a su dolor legítimo. Lorenzo estará analizando mi código, encontrando más patrones de los que debería. Candela estará preguntándose porqué los colores parecen tristes.

Y yo…

Yo sigo contando.

Sílabas. Pasos. Latidos. Mentiras.

Contando todo excepto la verdad.

El siguiente capítulo de mi vida se escribirá en un lenguaje que nadie más podrá leer. Un código que solo Sophia podría descifrar. Si es que existe. Si es que alguna vez existió. Si es que no es solo otra variable en mi programa de autoengaño.

Mi mano derecha tiembla incontrolablemente ahora. El tic en mi ojo se ha convertido en un recordatorio constante de mi desintegración. Cada paso es menos seguro que el anterior. El mundo parece ondular bajo mis pies, como un suelo inestable, como una realidad mal renderizada.

Entre la multitud anónima de Madrid, soy solo otro algoritmo defectuoso en un sistema demasiado complejo para depurarse a sí mismo. Un fragmento de código recursivo atrapado en un bucle sin condición de salida. Una función que ha perdido su propósito original, pero sigue ejecutándose por pura inercia computacional.

Mi reflejo en el escaparate de una tienda me muestra lo que soy: un hombre destripado, con todas sus vísceras analíticas expuestas. Un investigador que ha sido investigado. Un observador observado. Un hombre que construyó fortalezas de conocimiento solo para descubrir que el enemigo siempre estuvo dentro.

Mi teléfono vibra una última vez. Es un mensaje del sistema: ‘Error 505: Función poética detectada en código de producción. Sistema comprometido.’

Casi me río. Incluso mis propios algoritmos me delatan. He programado mi propia exposición, línea por línea, verso por verso.

Pero sigo caminando.

Porque a veces, la única forma de mantener el control es perderlo por completo.

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