Códigos del Alma

Publicado el 08/09/2025
Advertencia de contenido: Disociación química autoinfligida, crisis existencial extrema, despersonalización intensa
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Continúo con la ‘Investigación Vandertramp’. El monedero de Bitcoin parpadea en mi pantalla como una confesión en código hexadecimal. Tres semanas rastreando transacciones a través de la blockchain, mapeando la red completa de wallets asociados, documentando cada movimiento para construir un caso irrefutable.

La cadena de bloques no miente —cada transacción es una huella perfecta, cada transferencia un paso en este baile macabro de financiación terrorista. Y ahora esto: el usuario ha cometido un error de principiante. Ha publicado el monedero en una red social menor, uno de esos foros donde los egos pueden más que la prudencia.

El resplandor azulado de los tres monitores baña mi oficina en una luz espectral. Son las 3:22 de la madrugada, esa hora muerta donde las identidades se descomponen en código binario y las verdades emergen como criaturas nocturnas. En la pantalla central, docenas de terminales abiertas muestran diferentes aspectos de la investigación. En la derecha, el análisis de la blockchain despliega un árbol de transacciones que se ramifica como un poema fractal. En la izquierda, mi propio sistema de OSINT, que desarrollé hace casi un año, rastrea cada mención del usuario a través del laberinto digital.

Mis dedos se mueven sobre el teclado con la precisión de un pianista ejecutando una sonata en modo menor. La ironía no se me escapa: yo, que odio cada segundo frente a estas máquinas, me he convertido en su maestro más dedicado. El experto en ciberterrorismo, el analista forense digital, el cazador de sombras en la darkweb. Todos mis títulos son máscaras, identidades digitales tan falsas como las que persigo.

El reloj del ordenador marca otra hora. A mi derecha, una taza de café abandonada, contaminada con gotas de lluvia que se han filtrado por la ventana mal cerrada. El líquido negro exhibe ya un halo grasiento en su superficie, esa película aceitosa que se forma cuando el café lleva demasiado tiempo muerto. ¿Tres horas? ¿Cuatro? El reloj del sistema marca las 3:22, pero podría ser cualquier madrugada de cualquier mes. El tiempo es una variable inestable en estas madrugadas. Se expande y se contrae como la atención de un niño con TDAH.

La piel de mis párpados arde como si alguien hubiera rociado mis ojos con limón. El picor se ha convertido en mi compañero fiel, casi bienvenido. Este dolor, al menos, es honesto. Real. No como las palabras que escribo en estos informes, abstracciones técnicas que encierran mi poesía en una tumba de protocolos.

El código del nuevo programa fluye a través de mis dedos mientras el Diazepam comienza su danza en mi sangre. No me adormece —me despierta. Me abre. Es un ritual químico calculado al miligramo —cada dosis calibrada para aflojar exactamente tres tornillos de mi armadura mental. Los suficientes para que la poesía se filtre, no tantos como para desintegrarme.

Las herramientas comerciales son demasiado limitadas para lo que necesito: algo que genere todas las variaciones posibles del nombre de usuario y las busque automáticamente en cada rincón invisible de la red. Es un trabajo metódico, preciso. Como componer un soneto, pero con variables y funciones en lugar de versos y estrofas.

La luz artificial se ha convertido en una extensión cancerosa de mi propio sistema nervioso. Mi piel absorbe cada lumen, cada fotón azulado, y lo transforma en un zumbido constante que recorre mi espina dorsal. Me pregunto si las polillas sienten esta misma atracción autodestructiva hacia la luz, este impulso de consumirse en el resplandor que las matará eventualmente.

Durante el día mantengo la fachada perfecta: informes impecables, presentaciones precisas, el profesional eficiente que descifra los misterios del cibercrimen para superiores que apenas saben usar un smartphone. Pero en estas horas muertas, cuando nadie más está en la oficina, cuando el zumbido de los servidores es mi único compañero, la máscara se agrieta.

Las pantallas me devoran las retinas como ácido digital. Cada píxel es una aguja que me perfora más el cerebro. El resplandor azul es una forma de autoflagelación —me quemo los ojos voluntariamente, buscando en el dolor físico una distracción del tormento de ser un poeta enterrado vivo en una tumba de código binario.

La oficina, un cubículo de cuatro por cuatro metros en el cuarto piso de la Jefatura, se ha convertido en un útero tecnológico donde me alimento de datos y expulso informes. Las paredes, originalmente de un blanco gubernamental, han adquirido un tono grisáceo bajo la luz nocturna, manchadas por el tiempo y por el roce constante de mi cuerpo durante estas vigilias. Mi silla, una compañera más fiel que cualquier ser humano, ha adaptado su forma a mis contornos, a mi postura encorvada y a mis músculos tensos. Las patas de aluminio tienen ya un desgaste característico en el punto exacto donde apoyo mis talones durante horas.

¿Cuántas horas llevo aquí? El tiempo se vuelve líquido en estas sesiones nocturnas. Se derrama entre los dedos como mercurio digital. Debería estar en casa, con Laura y los niños, fingiendo ser el marido y padre que todos esperan que sea. En cambio, estoy aquí, construyendo otra herramienta que probablemente será ignorada, persiguiendo fantasmas en el ciberespacio mientras mis propios fantasmas me persiguen a mí.

Aunque quizás sea mejor así. Ayer por la mañana me arrancaron del trabajo —en mitad de una sesión de debugging crítica— porque Laura había colapsado otra vez. Me llamaron del hospital. La encontré en la sala de descanso del personal, doblada sobre sí misma como un archivo corrupto, el cuerpo entero contraído por un ataque de ansiedad que le paralizó el cuello y la cordura.

El diagnóstico oficial: contractura cervical. Pero sus compañeras me escaneaban con ojos de forenses digitales cuando aparecí, como si pudieran leer en mi rostro el código malicioso que provocó su colapso. Me miraban como se mira a un virus, a una amenaza, al culpable que nunca será procesado. Como si fuera un puto maltratador.

Ya en casa, con ella sedada a medias por el Enantyum que le inyectaron, intenté abrir un canal de comunicación.

«¿Quieres hablar de algo?» Las palabras salen de mi boca como un comando mal formateado, sin los parámetros correctos. Pregunta estúpida, interfaz primitiva. Mi voz suena metálica, procesada, como si pasara por un códec defectuoso. Laura me mira y veo en sus ojos el reconocimiento de mi falsedad, el análisis instantáneo de mi intento fallido de conexión. Ambos sabemos que es tarde para protocolos de comunicación normales.

Carraspeo, intento de nuevo. «Laura, yo…»

«Ya no». Su respuesta llega antes de que termine. Voz plana, monocorde. «No quiero hablar. No ahora. No contigo». El silencio entre nosotros tiene textura, densidad. Puedo escuchar el pitido de alguno de mis monitores en la buhardilla.

Insistí. Error. El sistema respondió con una avalancha de datos fragmentados. Yo ejecutaba mi papel en tiempo real: le expliqué que aún la quería —mentira compilada con sintaxis perfecta—, que me preocupaba por ella todos los días —verdad que duele como un puntero desreferenciado, como memoria liberada que sigue sangrando—, que de no ser así, no habría tenido hijos con ella —verdad irrefutable, hardcodeada en nuestros ADN mezclados.

Ella procesó cada palabra en modo debug, analizando sintaxis, decodificando subtextos, buscando vulnerabilidades en mi firewall emocional. Sus ojos, pantallas apagadas que reflejan sin absorber. Su cuerpo, hardware dañado por un software incompatible con el entorno hostil que he construido a su alrededor.

No, quizás es mejor estar aquí, donde las máquinas solo fallan cuando hay un error lógico, donde los sistemas operativos no cambian las reglas a mitad de ejecución. El código puede ser críptico, pero al menos sigue patrones predecibles. Laura es un algoritmo cuántico que existe simultáneamente en estados contradictorios: víctima frágil que requiere protección y depredadora calculada que ataca cualquier vulnerabilidad.

Así que me refugio aquí, en esta celda autoimpuesta de servidores y pantallas. Al menos cuando algo explota en mis manos, entiendo porqué.

El aroma del café frío se mezcla con el olor metálico de los circuitos recalentados. La temperatura del cuarto es demasiado alta: los ordenadores se defienden del frío invernal de Madrid expulsando calor como bestias febriles. La transpiración se acumula en mi nuca, pequeñas gotas que se deslizan por mi columna bajo la camisa de algodón. Cada poro exuda toxinas y secretos.

El usuario que busco ha dejado rastros —pequeños, casi imperceptibles, pero están ahí para quien sabe leer los signos. Un comentario aquí, una imagen allá, fragmentos de identidad dispersos por la red como versos de un poema roto. Los junto metódicamente, y cada pista es una palabra en este texto fragmentado que es la investigación forense digital.

Mis dedos, instrumentos precisos durante el día, ahora tiemblan sutilmente. El pulso deliberadamente alterado por el Diazepam, un temblor que yo mismo he calibrado, que busco. No es suficiente para comprometer mi trabajo —lo he calculado con precisión—, pero lo suficiente para recordarme que estoy aquí, que tengo un cuerpo más allá de estas terminales, que aún poseo una biología que se resiste a convertirse completamente en código. El temblor es la prueba de que aún estoy vivo, de que aún hay algo en mí que puede sentir.

La silla cruje bajo mi peso cuando me inclino hacia una de las pantallas. El efecto doppler de la luz azul intensifica el dolor detrás de mis ojos, una presión que comienza en el nervio óptico y se extiende como una telaraña hasta cada rincón de mi cráneo.

Mi sistema OSINT ya ha recopilado suficientes datos preliminares: frecuencia de publicaciones, patrones lingüísticos, metadatos de imágenes, todo lo que forma el perfil digital de una persona. Pero necesito más. Necesito algo más preciso, algo que nadie más tiene, algo hecho a mi medida. Por eso estoy aquí, escribiendo código a las tres de la mañana de un sábado.

Escribiendo un nuevo programa que pueda seguir cada posible variación de su identidad, cada máscara que usa en diferentes plataformas. Como yo mismo, que mantengo docenas de identidades digitales para mi trabajo, cada una con su propia historia, cada una, una faceta diferente de este poliedro de engaños que es la vida en línea.

Todos los días creo, elimino y manipulo identidades digitales. Avatares que nacen para infiltrar foros, personajes construidos meticulosamente con sus propias historias, sus patrones lingüísticos, sus supuestas vidas. Soy el Dr. Frankenstein del ciberespacio, dando vida a seres digitales que, como yo, solo existen entre píxeles y metadatos.

El programa complementario comienza a tomar forma en mi pantalla. Cada función es un verso en este poema técnico que estoy componiendo. La sintaxis es limpia, precisa, sin adornos —todo lo contrario a la poesía que intento reprimir. Y, sin embargo, incluso en la estructura más austera del código, encuentro una especie de belleza perversa. Los bucles anidados son como estrofas que se contienen unas a otras, las condiciones como rimas que deben cumplirse para que el programa —el poema— funcione.

La estructura del código tiene su propia estética. Un bucle ‘for’ bien diseñado posee la misma elegancia que un verso yámbico perfectamente ejecutado. Las indentaciones del texto crean un ritmo visual, una cadencia al leer cada línea. Las llaves que abren y cierran bloques son como signos de puntuación en un poema, marcando pausas, conclusiones, nuevos comienzos. El código es un lenguaje con su propia gramática, su propia métrica, su propia música silenciosa.

A veces, mientras escribo líneas de código, mis dedos quieren formar sonetos. Las variables se convierten en metáforas, los operadores lógicos en antítesis, las funciones en alegorías complejas. Reprimo estos impulsos. Los ahogo en café, en trabajo excesivo, en el resplandor azulado de las pantallas. Pero siguen ahí, latentes, esperando el Stilnox nocturno —ese limbo químico entre la vigilia y el sueño donde las defensas se ablandan y los versos sangran sin control— para emerger entre las grietas de mi fachada técnica.

El olor a circuitos me arrastra sin previo aviso: treinta y cinco años atrás, a mi primer encuentro con las entrañas de la tecnología.

La radio de Elena. Una Philips antigua con carcasa de madera y dial analógico que mantenía siempre sobre la nevera de la cocina. No era una radio cualquiera —pertenecía a su abuelo, una de las pocas cosas que conservaba de él. Pero yo no lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo? Nadie me contaba nada.

Las voces atrapadas en su interior me fascinaban. ¿Dónde vivían realmente? ¿Cómo llegaban hasta allí? ¿Por qué algunas sonaban tan cercanas y otras tan distantes? La curiosidad fue más fuerte que el miedo al castigo. Conseguí un destornillador de la caja de herramientas del abuelo y, con la precisión de un cirujano novato, comencé la disección.

El destornillador atravesó la carcasa de madera. Como una aguja de amniocentesis perforando un vientre.

Recuerdo el peso exacto de esa radio en mis manos infantiles: 1.2 kilos de tecnología obsoleta que para mí contenía el misterio del universo. La madera estaba gastada en el borde inferior, pulida por años de manos que la habían manipulado antes que yo. El barniz, originalmente de un ámbar profundo, se había aclarado en las zonas más expuestas al tacto, creando un mapa de uso humano, una topografía de contacto.

El destornillador —una pieza de acero con mango rojo desteñido— rescatado del fondo del cajón más profundo de aquella caja, donde guardaba las piezas viejas y olvidadas. Una herramienta prohibida para un niño, un objeto cuyo uso ya constituía una transgresión. El primer giro contra el tornillo produjo un chirrido metálico, una nota aguda de protesta del aparato que no quería revelar sus secretos.

Los cuatro tornillos cedieron uno a uno, como testigos silenciosos de mi primera exploración técnica. El último opuso más resistencia. Tuve que aplicar más fuerza de la que mi cuerpo de ocho años estaba preparado para ejercer. El destornillador se deslizó del surco y, con la velocidad de una serpiente atacando, rasgó la piel entre mi pulgar y mi índice.

La sangre brotó inmediatamente, espesa y alarmantemente roja, contrastando con la palidez del destornillador plateado. No lloré. El dolor quedó subordinado a la fascinación. La herida era un precio aceptable por el conocimiento que estaba a punto de adquirir. La sangre goteó sobre la carcasa, manchando la madera con pequeñas constelaciones carmesí que, años después, se convertirían en pruebas irrefutables de mi crimen.

La carcasa de madera cedió finalmente. Dentro, un universo en miniatura me esperaba: resistencias como pequeños centinelas multicolores, cada una regulando el flujo de corriente como yo intentaba regular mis emociones, conteniendo el caos en bandas de colores precisas. Los condensadores, cápsulas del tiempo que almacenaban energía como mi memoria almacenaba dolor, liberándolo en momentos inesperados.

El transformador era el corazón de aquel organismo electrónico, convirtiendo una forma de energía en otra como yo convertiría más tarde el trauma en versos. Las bobinas se enrollaban sobre sí mismas como espirales de cobre, inductores que resistían los cambios bruscos de corriente como yo resistiría los golpes de la vida.

Los componentes se alineaban sobre una placa verde oscuro, conectados por líneas de cobre que brillaban bajo la luz de la cocina. Cada pieza tenía su función, su propósito, su lugar exacto en ese ecosistema artificial. Algunas tenían números grabados, códigos que no comprendía, pero que me fascinaban por su precisión. Era un lenguaje que quería aprender desesperadamente.

El transistor —un pequeño cilindro negro con tres patas metálicas— era para mí un misterio particularmente fascinante. ¿Cómo algo tan pequeño podía amplificar las voces, transformar susurros en gritos? Lo toqué con la punta del destornillador, sintiendo esa conexión casi mística entre mi cuerpo y la máquina.

Los circuitos integrados eran poemas completos en miniatura, cada pista un verso microscópico grabado en cobre. El circuito impreso, un palimpsesto de conexiones donde cada línea contaba una historia, cada soldadura era un punto en una frase eléctrica que intentaba descifrar.

El potenciómetro del volumen —un disco negro con estrías— giraba con la resistencia exacta para producir satisfacción táctil. Lo manipulé varias veces, sintiendo cómo cambiaba la resistencia bajo mis dedos, cómo el control físico se traducía en algo tan etéreo como el nivel sonoro.

La fascinación era absoluta. Tan completa que no escuché la puerta abrirse ni los pasos arrastrándose por el pasillo. Cuando finalmente alcé la vista, Elena estaba allí, de pie en el umbral de la cocina. Su figura se recortaba contra la luz del pasillo, creando una silueta que parecía más grande de lo que realmente era. El contraluz escondía su expresión, pero no necesitaba verla para saber que cometí un error imperdonable.

La radio, con sus entrañas expuestas, yacía sobre la mesa como un animal sacrificado en un altar primitivo. Mi sangre dejó un rastro en la madera y ahora manchaba algunos de los componentes internos. Las pruebas de mi transgresión eran irrefutables.

«¿Qué coño has hecho?»

Su voz no sonaba enfadada. Era algo peor: una calma helada, una tranquilidad que presagiaba la tormenta. El tono monocorde que usaba cuando el alcohol ya anestesió sus emociones, dejando solo un núcleo de ira fría y calculada.

«¿Qué coño has hecho?» Su voz llegó envuelta en el olor dulzón del vino barato. No gritaba. Era peor: ese tono bajo, controlado, que usaba cuando el alcohol había anestesiado todo menos la rabia. Vi cómo sus ojos se movían de la radio destripada a mis manos manchadas de sangre, al destornillador sobre la mesa. Un inventario silencioso del desastre. «Era de tu bisabuelo».

Cuatro palabras simples que contenían toda una genealogía de pérdidas. No lo sabía. ¿Cómo podría haberlo sabido? Nadie me hablaba del pasado, de las historias familiares, de las reliquias que portaban significados que iban más allá de su función.

Las palabras salieron espaciadas, masticadas, como si cada sílaba le costara un esfuerzo sobrehumano. «La única puta cosa que me quedaba de él». Su mano se cerró sobre el marco de la puerta. Los nudillos blancos. El temblor apenas perceptible que siempre precedía a lo peor.

Mi garganta se cerró. Las explicaciones que preparé —sobre la curiosidad, sobre querer aprender, sobre la belleza de la tecnología— se desvanecieron como códigos borrados de una memoria volátil. Solo quedó el miedo primario, la certeza de que violé algo más que una radio.

Lo que siguió quedó grabado no en mi memoria consciente, sino en mi cuerpo. En mis nervios, en mi forma de tensarme cuando escucho ciertos tonos de voz, en el sudor frío que me recorre la espalda cuando rompo accidentalmente algún objeto. No hay recuerdos explícitos, solo el eco físico de un terror que se ha convertido en parte de mi estructura neurológica.

La cicatriz entre mi pulgar e índice, apenas visible ahora después de más de treinta y cinco años, es el único testimonio tangible de aquel primer encuentro con la tecnología. Una marca de guerra en mi primera batalla contra el misterio de las máquinas.

Mi primer ordenador llegó seis años después. Tres veranos trabajando en la obra, cargando ladrillos bajo el sol implacable de agosto. El salario era una miseria, pero Elena siempre lo dejó claro: si quería algo que no fuera estrictamente necesario, tendría que ganármelo. El ordenador, como los libros de poesía que escondía bajo la cama, era un lujo que me costó cada ampolla, cada músculo dolorido, cada gota de sudor derramada bajo el sol castellano.

Recuerdo el calor abrasador del verano madrileño, el peso del ladrillo contra mi piel adolescente. Catorce años, dos meses y un día, un cuerpo aún no formado del todo, enfrentando la brutalidad del trabajo físico. Las manos desarrollaron callos, la piel palideció para luego oscurecerse bajo el sol implacable, formando un mapa de exposición desigual. Los músculos dolían al final de cada jornada, un dolor que se mezclaba con el orgullo extraño de estar ganando mi propio dinero, de estar un paso más cerca de mi objetivo.

Los demás obreros, hombres curtidos por décadas de trabajo manual, me miraban con una mezcla de diversión y respeto reluctante. El hijo del capataz consiguió que me contrataran, saltándome la lista de espera de otros jóvenes que también buscaban trabajo estival. No les gustaba el evidente favoritismo, pero mi dedicación silenciosa y mi capacidad para el trabajo duro eventualmente les hizo aceptarme como parte del equipo. Nunca como uno de ellos, pero al menos no como un completo intruso.

El sobre con el pago llegaba cada viernes. Billetes arrugados y monedas que guardaba meticulosamente en una caja metálica bajo mi cama. Cada semana la cantidad crecía, acercándome centímetro a centímetro, a mi meta. Calculaba constantemente: cuántas semanas más, cuántos ladrillos más, cuántas horas de sol y sudor me separaban de mi libertad digital.

Era un 486 con 8 megas de RAM y un disco duro de 540 megas. Una máquina modesta, pero en sus circuitos encontré algo que ni siquiera la poesía me había dado hasta entonces: control absoluto. Cada línea de código era una decisión consciente, cada función un universo contenido y predecible. Input. Process. Output. La elegancia brutal de la lógica binaria.

El día que finalmente pude comprarlo, caminé desde la tienda hasta casa con la caja bajo el brazo, temiendo cada paso, cada semáforo, cada cruce. El miedo a que algo saliera mal, a que alguien me lo arrebatara, a que un accidente destruyera mi inversión, me acompañó durante todo el trayecto. El peso físico de la caja era nada comparado con el peso emocional de lo que representaba.

Lo instalé en mi habitación, sobre un escritorio improvisado con tablones y caballetes que construí yo mismo. La pantalla CRT, pesada y voluminosa, ocupaba la mayor parte del espacio. El teclado, de un blanco que pronto se tornaría amarillento, respondía a cada pulsación con un clic satisfactorio. El ratón, con su bola de goma y sus botones mecánicos, se deslizaba sobre una alfombrilla promocional que conseguí gratis en una feria informática.

La primera vez que lo encendí, el zumbido del ventilador y el pitido inicial del arranque me produjeron una satisfacción que ningún poema logró nunca. La pantalla negra que gradualmente se poblaba de texto blanco, los comandos iniciales del sistema operativo, el prompt parpadeante que esperaba mis órdenes. Todo era perfecto, todo estaba bajo mi control.

Me hice autodidacta por necesidad. Libros prestados de la biblioteca municipal, manuales fotocopiados, revistas técnicas rescatadas de contenedores.

No era solo curiosidad adolescente. Era supervivencia sistemática. Cada manual de programación era una lección de estructura donde no había ninguna. Cada algoritmo aprendido, una forma de crear orden que Elena no podía destruir.

Empecé con BASIC, después Pascal, después C. Aprendí ensamblador porque me fascinaba la precisión brutal de hablar directamente con la máquina. Sin saberlo, me estaba convirtiendo en un forense de mi propia vida: analizando evidencias de destrucción, buscando patrones en el caos de Elena, desarrollando herramientas para descifrar comportamientos impredecibles.

Aprendí que los ordenadores, como la poesía, tienen sus propias formas métricas: los algoritmos son sonetos en lenguaje máquina, las funciones recursivas son villanelles que se repiten a sí mismas, los bucles son estribillos que marcan el ritmo del programa.

Esas revistas técnicas, con sus páginas arrugadas y manchadas por el uso de anteriores lectores, eran mis maestros silenciosos. Los diagramas de flujo, los fragmentos de código, las explicaciones técnicas, todo se convertía en conocimiento que absorbía con la avidez de un desierto recibiendo lluvia. Pasaba horas traduciendo teorías abstractas en código concreto, experimentando con cada nuevo concepto aprendido, sintiendo la euforia particular de ver cómo el programa finalmente funcionaba después de docenas de intentos fallidos.

La programación tenía su propia poesía, su propia música. Las variables eran metáforas, los bucles estribillos, las funciones versos completos. Cada algoritmo bien diseñado tenía la elegancia de un soneto italiano, con su estructura perfecta y su resolución satisfactoria. La sintaxis de cada lenguaje era como un dialecto diferente, con sus propias reglas gramaticales, sus propias cadencias, sus propias bellezas particulares.

Las noches que Elena llegaba bebida, me encerraba con mi 486 y programaba. Escribía código simple, repetitivo, hipnótico. Mientras ella tropezaba por el pasillo, yo creaba bucles infinitos que no llevaban a ninguna parte. Era mi forma de control: cuando todo se desmoronaba, al menos mis programas hacían exactamente lo que yo les decía.

La mayoría de esas noches comenzaban igual: el sonido de llaves contra la cerradura, una batalla torpe por abrir la puerta, pasos inestables por el pasillo. Elena nunca gritaba inmediatamente. Había un periodo de calma engañosa, un interludio donde intentaba mantener la apariencia de normalidad. Se preparaba algo de comer, ponía la televisión, fingía interés en las noticias o en alguna telenovela nocturna.

Era lo que venía después lo que me encerraba en mi habitación: el momento en que la máscara de normalidad se agrietaba y emergía la verdadera Elena, la que habitaba bajo capas de alcohol y autoengaño. A veces era una ira explosiva, otras veces un llanto inconsolable, otras un monólogo interminable sobre injusticias pasadas, sobre abandonos, sobre promesas incumplidas.

En mi cuarto, con la puerta cerrada, pero nunca con llave —una regla inquebrantable en esa casa—, creaba mundos digitales donde todo obedecía a una lógica predecible. El ruido del teclado ahogaba sus sollozos o sus gritos. La luz azulada de la pantalla creaba un escudo contra la oscuridad exterior. El ventilador del ordenador, con su zumbido constante, proporcionaba una banda sonora neutra que contrarrestaba los sonidos caóticos del pasillo.

>> FOR (int i = 0; i < infinito; i++) {
>>     contar_respiraciones();
>>     ignorar_gritos();
>>     mantener_control();
>> }

Es puro automatismo enfermo —un bucle infinito donde alguien cuenta respiraciones para no gritar, para mantener el control mientras hace algo que sabe que está mal. Es el código del stalker, del que vigila sin ser visto.

El código era mi compañero, mi escudo, mi confesor. Le susurraba mis miedos en forma de comentarios que nadie más leería, le confiaba mis sueños en variables que no usaría, construía arquitecturas digitales que reflejaban los mundos donde quería vivir.

El código del nuevo programa fluye por la pantalla:

>> def generar_variaciones(username):
>>     """
>>     En códigos me pierdo
>>     """
>>     variaciones = []
>>     prefijos = ['_', '.', '-', 'x', '0']
>>     sufijos = ['123', '_99', '_88', '_00']
>>     for pre in prefijos:
>>         for suf in sufijos:
>>             variaciones.append(f"{pre}{username}{suf}")
>>     return variaciones
>>
>> def buscar_plataformas(variaciones):
>>     """
>>     buscando algunas huellas digitales
>>     """
>>     resultados = {}
>>     for plataforma in PLATAFORMAS:
>>         for var in variaciones:
>>             if existe_usuario(plataforma, var):
>>                 resultados.setdefault(plataforma, []).append(var)
>>     return resultados
>>
>> def verificar_conexiones(username):
>>     """
>>     y en la noche me acuerdo
>>     """
>>     conexiones = []
>>     for red in REDES_SOCIALES:
>>         if encontrar_menciones(red, username):
>>             conexiones.append(red)
>>     return conexiones
>>
>> def analizar_patrones(data):
>>     """
>>     de versos tan fatales
>>     """
>>     patrones = {}
>>     for entrada in data:
>>         hash_patron = generar_hash(entrada)
>>         patrones[hash_patron] = patrones.get(hash_patron, 0) + 1
>>     return patrones
>>
>> def main():
>>     """
>>     que sangran en todas mis terminales
>>     """
>>     usuario = "ShadowMaster1985"
>>     variaciones = generar_variaciones(usuario)
>>     resultados = buscar_plataformas(variaciones)
>>     conexiones = verificar_conexiones(usuario)
>>     patrones = analizar_patrones(resultados)

Es la anatomía de un acoso digital sofisticado. Generar variaciones de usernames, buscar en plataformas, verificar conexiones, analizar patrones de comportamiento. Todo automatizado, todo metódico.

El café frío frente al teclado desprende un aroma acre que me devuelve a la realidad física de la oficina. Mis ojos arden por las horas frente a la pantalla, y el zumbido constante de los servidores se ha convertido en un mantra mecánico que marca el ritmo de esta madrugada.

Los tonos de azul en los bordes de la visión anuncian que el Diazepam ha comenzado a abrir las compuertas, difuminando los contornos de los objetos, derritiendo las barreras que he construido entre mis múltiples yos. Los ángulos agudos de los monitores se suavizan, las luces LED de los routers adquieren halos borrosos. La sustancia no me aleja del dolor —me sumerge en él. Un baño químico que disuelve la coraza protectora que he construido, permitiendo que la realidad me toque directamente, sin filtros, sin defensas.

Procedo con el debugging —ese ritual obsesivo donde cada línea de código es un paciente en el diván, y cada error una herida que sangra en binario. Las variables son síntomas, los bugs son traumas enquistados, y yo soy el psicoanalista digital que busca patrones en el caos. Siempre quedan errores ocultos, esperando a que alguien los descubra. Como en mi cabeza.

Cada error en el código revela una vulnerabilidad, un punto ciego en mi pensamiento, una inconsistencia en mi lógica. Algunos son triviales —un punto y coma olvidado, un paréntesis sin cerrar, una variable mal tipeada. Otros son más profundos: fallos conceptuales en el algoritmo, suposiciones erróneas sobre la estructura de los datos, optimizaciones prematuras que complican innecesariamente el código. Cada uno es un reflejo de mi propia imperfección, de los fallos en mi pensamiento.

Mi mano derecha, ligeramente entumecida por horas en la misma posición, ajusta la taza de café entre los dedos. No para beber —el líquido es ya imbebible, frío y oxidado— sino como un ancla táctil, algo real que agarrar mientras mi mente se sumerge cada vez más en el mundo virtual. El borde de cerámica contra mis yemas, la superficie ligeramente áspera por años de uso y lavados, es un recordatorio de la materialidad que existe más allá de la pantalla.

El depurador avanza paso a paso, como un bisturí que disecciona la mente del programa, buscando esos momentos exactos donde todo se rompe, donde la lógica falla, donde el código —como yo mismo— sangra por heridas que no terminan de cicatrizar.

El bisturí digital se detiene en cada punto de control, suspendiendo la ejecución del programa, congelando el tiempo en un momento de potencial infinito. La traza de ejecución se despliega como un mapa de carreteras, mostrando el camino que han seguido los datos a través de las funciones, las decisiones tomadas en cada bifurcación condicional, los valores que han adoptado las variables en cada momento.

Una de las funciones principales es particularmente compleja. Verifica identidades a través de múltiples plataformas, comparando patrones de escritura y comportamiento con un modelo preestablecido. El algoritmo es sofisticado, casi orgánico en su forma de adaptarse a diferentes tipos de datos. Es mi orgullo, el resultado de años de experiencia y de observar comportamientos humanos traducidos a código.

El depurador se detiene en la línea 147.

No debería estar fallando.

La lógica es impecable.

Pero ahí está: un error inesperado, una anomalía.

Mis dedos se congelan sobre el teclado cuando leo el mensaje de error:

>> NullPointerException: Attempting to access memory at address 0x000000

Es el error más básico, el más primitivo. Un intento de acceder a la nada, de leer el vacío. Un puntero nulo —una referencia a algo que no existe. Como intentar tocar un fantasma, como tratar de abrazar el aire donde debería estar un cuerpo.

El ‘NullPointerException’. El más común de los errores en programación y, sin embargo, uno de los más fundamentales. Un puntero nulo: intentar acceder a un objeto que no existe, a una dirección de memoria vacía, a una referencia sin destino. Es el equivalente digital de gritar un nombre en una habitación vacía, de buscar a alguien que nunca estuvo allí, de aferrarse a un recuerdo que quizás fue inventado.

El error parpadea en la pantalla, un mensaje sencillo que encapsula uno de los problemas más profundos de la programación: la nada. El vacío. La ausencia. Un puntero que apunta a ‘0x000000’, la dirección nula, el abismo digital. No es simplemente un error técnico; es una metáfora existencial materializada en código.

El sudor frío me empapa la nuca mientras el cursor parpadea, acusador. No es solo un error en el código. Es un espejo. Yo soy ese puntero nulo, esa referencia vacía, ese intento fallido de acceder a una memoria que ya no existe. Una variable sin valor. Un recipiente vacío pretendiendo estar lleno.

La identificación es inmediata e íntima. Como el código, yo también intento constantemente acceder a algo que ya no existe: mi voz poética silenciada, mi auténtico yo enterrado bajo capas de personalidades falsas, mis emociones embotelladas y etiquetadas cuidadosamente en un gabinete mental que mantengo cerrado con llave. Cada intento de alcanzar esa esencia perdida termina exactamente igual: un error de acceso, un puntero nulo, una dirección ‘0x000000’ que no contiene nada.

El Diazepam ha diluido los bordes de la realidad, pero este momento de reconocimiento es tan nítido que corta a través de la neblina química. No es anestesia, es bisturí —una disociación quirúrgica que me permite observar mi propio dolor sin que me destruya completamente.

Es una verdad que no podría haber articulado conscientemente, que emerge solo en este diálogo íntimo entre hombre y máquina, en este espacio liminal donde las metáforas técnicas y existenciales se vuelven indistinguibles. No suprime el temblor que me sacude desde dentro, sino que lo transforma. Lo he tomado precisamente para esto: para crear una distancia química entre el observador y el observado, para poder experimentar el dolor sin que me destruya completamente, para que la poesía reprimida sangre entre las líneas de código.

No es anestesia, es disociación controlada

Mi identidad se fragmenta —siento físicamente cómo cada parte de mí se separa, como cuando un archivo se corrompe sector por sector. Primero los recuerdos, pixelándose. Luego el lenguaje, descompilándose. Finalmente el nombre, borrándose carácter por carácter.

No soy el experto en ciberterrorismo. No soy el programador. Mi cuerpo se vuelve extraño, ajeno, como si observara mis propias manos desde una cámara de seguridad. No soy nadie. Solo un error en el sistema, un proceso zombi que sigue ejecutándose sin propósito, un fallo en la matriz, un bug que ni siquiera el mejor depurador puede corregir. Y en ese vacío, en esa ausencia, finalmente soy yo mismo.

La garganta se me cierra como si una mano invisible la apretara. Los ojos me arden, no solo por horas frente a la pantalla, sino por lágrimas que se niegan a formarse completamente. Una presión se acumula en mi pecho, un dolor sordo que no es físico, sino existencial, el reconocimiento corporal de una verdad que mi mente ha estado evitando durante décadas.

Soy el puntero nulo. El ‘nullPointerException’ personificado. Una referencia a algo que ya no existe o que quizás nunca existió. Un fantasma digital buscando a otros fantasmas, un vacío investigando otros vacíos, una ausencia persiguiendo ausencias.

El mensaje de error parpadea en la pantalla como una sentencia:

Null. Vacío. Nada.

Todo lo que soy, reducido a un error de memoria.

La pantalla se vuelve borrosa ante mis ojos. No por las lágrimas —me niego a ese lujo— sino por un desenfoque perceptual. El Diazepam no es una anestesia, sino un escalpelo que separa quirúrgicamente las capas de mi conciencia. No me protege del sufrimiento; me permite experimentarlo sin que me destruya completamente. Divide mi ser en el que observa y el que sufre, no para anestesiar, sino para poder sentir el dolor en toda su intensidad sin desintegrarme completamente. Observo mis propias manos desde kilómetros de distancia, dedos ajenos temblando sobre un teclado que parece pertenecer a otra dimensión. Esta disociación no es escape —es la única forma en que puedo permitirme sentir lo insoportable.

Por un momento, contemplo la posibilidad de dejarlo correr. De levantarme, coger mi abrigo, salir a la madrileña noche de invierno y nunca volver. Abandonar esta identidad como quien abandona un personaje en un juego de rol, despojándome de Marco Sáez como si fuera un disfraz que ya no necesito.

Pero no lo hago. Nunca lo hago. En cambio, me aferro a la rutina, a lo conocido, a los patrones que, por destructivos que sean, son familiares y, por lo tanto, seguros. Mis dedos vuelven al teclado. Localizo el error. Una variable no inicializada, un objeto que debería existir, pero que olvidé crear. Una línea de código, y el problema está resuelto. Si solo mis problemas personales fueran tan fáciles de corregir…

Cada línea de código es una cicatriz autoinfligida, cada función un corte preciso en la carne de mi creatividad. Programo como otros se cortan los brazos —metódicamente, ritualmente, buscando en la precisión del dolor una forma de control sobre el caos interno. La pantalla es mi hoja de afeitar, el teclado mi instrumento de tortura.

En medio de este análisis metódico del debugging, algo en los comentarios —la confesión emocional, la obsesión que late debajo del código técnico— llama mi atención. Los leo en orden, mientras el programa se detiene en cada punto de control que he establecido para verificar su funcionamiento:

>> En códigos me pierdo
>> buscando algunas huellas digitales
>> y en la noche me acuerdo
>> de versos tan fatales
>> que sangran en todas mis terminales

El olor. Es tan súbito, tan intenso, que me golpea como un puñetazo en el plexo solar: madera vieja y cobre oxidado, el aroma inconfundible de componentes electrónicos recalentados. El mismo olor que tenía la radio de Elena cuando la abrí por primera vez.

No es un olor físico —la oficina huele a café frío y a plástico recalentado— sino un recuerdo olfativo tan poderoso que parece manifestarse materialmente. El olor a circuito quemado, a soldadura fresca, a polvo acumulado durante décadas en los pliegues de un transformador.

Las conexiones neuronales se activan en cascada: el olor de la radio desarmada, la sensación del destornillador en la mano, el sonido de los tornillos cayendo sobre la mesa, el sabor metálico de mi propia sangre cuando me corté, el terror helado cuando Elena me descubrió.

Mi cuerpo reacciona antes que mi mente. El estómago se me contrae en un espasmo violento. Los dedos se me crispan sobre el teclado, dejando huellas de sudor en las teclas. Por un momento terrible, vuelvo a ser ese niño de ocho años, con las manos manchadas de sangre por los bordes afilados del circuito impreso, el terror helándome las entrañas mientras escuchaba los pasos de Elena acercándose a la cocina.

La oficina de ciberterrorismo se disuelve píxel a píxel hasta revelar aquella cocina: baldosas amarillas, desportilladas, con grietas que dibujaban un mapa, con la nevera zumbando en si bemol, con el olor a lejía que nunca lograba enmascarar el vino derramado. El aire acondicionado es el aliento de Elena sobre mi nuca. Las luces LED son sus ojos enfurecidos.

La memoria olfativa es la más primitiva, la que hace un bypass a todos nuestros firewalls emocionales. No puedo depurar este recuerdo, no puedo comentarlo fuera del código, no puedo encerrarlo en una función protegida. Es un exploit en mi sistema operativo emocional, una vulnerabilidad que ningún parche puede corregir.

Mis dedos tiemblan sobre las teclas. Un sollozo se me atora en la garganta como un bug en tiempo de ejecución. Por un segundo, la máscara se agrieta. No soy el experto, el analista, el cazador digital. Soy solo un niño asustado que sigue desarmando máquinas, buscando dentro de ellas las respuestas que no encuentra en sí mismo.

El momento pasa tan rápido como llegó, pero deja una grieta en mi armadura. El olor se desvanece, pero el temblor en mis manos permanece. El código en la pantalla se vuelve borroso por las lágrimas que me niego a derramar. Una línea más de vulnerabilidad en mi sistema que nadie más verá.

Una lira perfecta. Los versos se han colado en mi código como fantasmas que se niegan a permanecer enterrados. Mi mente poética burlándose de mi pretensión de ser puramente técnico. Debería borrarlos —los comentarios en el código deberían ser funcionales, explicativos. Pero mis dedos se niegan a presionar la tecla ‘delete’.

Ahí está: escondida en los comentarios de mi propio código, en las líneas que nadie lee jamás, una lira perfecta que no recuerdo haber escrito conscientemente. Como un mensaje de una parte de mí mismo que se niega a morir, que encuentra grietas en la prisión que yo mismo he construido, que escribe poesía incluso cuando me prohíbo escribir.

El patrón es tan claro que me duele no haberlo visto antes: un quinteto perfecto, distribuido estratégicamente en los comentarios de mis funciones. No son palabras aleatorias; es un mensaje coherente, poético, íntimo. La estructura es impecable: la tensión inicial, el desarrollo, el clímax, la resolución. Es un pequeño poema perfecto, secreto, escondido a plena vista.

En códigos me pierdo buscando algunas huellas digitales y en la noche me acuerdo de versos tan fatales que sangran en todas mis terminales”.

Miro la pantalla sin respirar. ¿Cuánto tiempo llevan ahí? ¿Cuántas otras confesiones he enterrado en funciones que nadie leerá?

La voz que he silenciado durante más de veinte años ha encontrado un camino para expresarse, infiltrándose en mi código como un virus lírico, infectando mis programas con la poesía que me he prohibido escribir deliberadamente. Mi subconsciente ha encontrado una forma de burlar mi censura consciente, de publicar versos en el único lugar donde jamás buscaría, entre las líneas técnicas de un programa de rastreo de ciberterroristas.

La lista de resultados se despliega en la pantalla: docenas de variaciones del mismo usuario en diferentes plataformas. Cada una un posible hilo que seguir; cada una, una grieta potencial en la armadura digital de nuestro objetivo. Escribiré el informe, por supuesto. Detallado, técnico, preciso. Y como tantas otras veces, terminará archivado en alguna carpeta digital, olvidado en el cementerio de las buenas ideas que nadie entendió.

Como aquella investigación del año pasado: más de tres meses siguiendo una red de tráfico de datos robados. Desarrollé una herramienta que podía rastrear patrones de exfiltración en tiempo real. El informe tenía doscientas páginas. Mis superiores lo redujeron a un PowerPoint de diez slides porque “nadie tiene tiempo para leer tanto”. La reducción de mi obsesión a una presentación infantil. Mi estómago se contrae como si hubiera tragado un archivo corrupto. La red sigue operando.

Tres meses de mi vida traducidos a diez diapositivas de colores brillantes y fuentes sans-serif sobresimplificadas. Tres meses de noches como esta, de análisis meticuloso, de seguir pistas a través del laberinto digital. Todo reducido a un puñado de viñetas y algunos gráficos circulares que no capturan ni siquiera la sombra de la complejidad del caso.

El resentimiento es un sabor metálico en mi boca, como lamer las puntas desnudas de un cable eléctrico. Es una ira fría y contenida que nunca expreso, que se acumula en mi interior como datos en un disco duro defectuoso: fragmentados, corruptos, pero imposibles de eliminar por completo.

O el caso de los crypto-scammers: identifiqué el patrón que usaban para blanquear el dinero a través de exchanges descentralizados. Escribí un programa que podía seguir el rastro automáticamente. «Demasiado complejo», dijeron. «Mejor centrarse en casos más simples». Millones de euros siguen fluyendo por esos canales que identifiqué.

Otra investigación enterrada, otro esfuerzo desperdiciado. Mi programa podía seguir el dinero a través de docenas de exchanges descentralizados, identificando patrones de fraccionamiento y concentración que eran invisibles para los métodos tradicionales. Era elegante, eficiente, revolucionario. Y fue desestimado en una reunión de veinte minutos por ‘ejecutivos’ que no entendían el concepto básico de una blockchain.

Para mis superiores, Internet sigue siendo ese lugar donde sus nietos publican fotos de gatitos. No entienden la poesía oscura de la darkweb, los versos cifrados que se intercambian en foros ocultos, las metáforas sangrientas escritas en transacciones de Bitcoin. No comprenden que cada investigación frustrada es una victoria para quienes intentamos perseguir.

Me imagino a estos hombres, con sus trajes impecables y sus corbatas regulares, explorando Internet como turistas en un país extranjero: cautelosos, desorientados, aferrándose a guías obsoletas. No entienden que la red es un organismo vivo, mutante, que se transforma cada microsegundo. No comprenden que lo que ven es solo la superficie, la piel de un leviatán digital cuyas profundidades esconden mundos enteros.

Para ellos, mis análisis son como textos en un idioma extranjero: reconocen las letras, pero no captan el significado. Ven los datos, pero no las historias que estos cuentan. Observan los patrones, pero no comprenden las implicaciones. Es como intentar explicar poesía a alguien que solo ha leído manuales técnicos toda su vida. La frustración es una constante en mi trabajo, un bajo continuo que acompaña todas mis investigaciones.

A veces sueño con dejarlo todo. Abandonar esta prisión de pantallas y teclados, esta farsa de ser el experto en ciberterrorismo cuando en realidad soy un poeta exiliado en el mundo binario. Fantaseo con vivir en una cueva en la montaña, lejos de toda tecnología. Es un sueño recurrente: yo, una libreta, un bolígrafo. Nada de pantallas, nada de códigos, nada de avatares que me devoran el rostro.

La fantasía es vívida, casi táctil: una cabaña en las montañas del norte, quizás en Asturias o Cantabria. Paredes de piedra que mantienen el calor del fuego en invierno y la frescura del aire en verano. Una mesa de madera simple, hecha por manos humanas, no por procesos industriales. Papel —real, tangible, con textura— y tinta que fluye de un bolígrafo como sangre de una vena abierta. Sin luz artificial salvo quizás algunas velas. Sin el zumbido constante de ventiladores y discos duros. Sin la presión perpetua de deadlines y amenazas digitales.

En esta fantasía, escribo a mano, sintiendo el roce del papel bajo mi palma, escuchando el susurro de la punta del bolígrafo sobre la superficie. Las palabras fluyen directamente desde mi alma a través de mi brazo hasta los dedos, sin la mediación de teclados y pantallas. Cada letra es única, imperfecta, humana. Cada página es un testimonio físico, no una serie de unos y ceros almacenados en algún servidor ‘anónimo’.

En esta vida imaginaria, mi tiempo no está marcado por ciclos de procesador ni por reuniones programadas en calendarios digitales, sino por el ritmo de la naturaleza: el amanecer, el crepúsculo, las estaciones. Mi cuerpo no está contorsionado para adaptarse a sillas ergonómicas diseñadas para maximizar las horas frente a una pantalla, sino que se mueve libremente, respondiendo a necesidades reales: buscar leña, cultivar alimentos, caminar por senderos forestales.

Pero incluso mientras fantaseo con la cabaña, sé que miento. La verdad es más simple y más patética: ya vivo en mi cueva, ya he elegido las máquinas. Porque las máquinas no juzgan, no abandonan, no mueren. Las máquinas responden solo cuando las llamas, y callan cuando necesitas silencio.

Son solo fantasías. La realidad es esta: tres monitores zumbando en la oscuridad, docenas de terminales abiertas, un programa infectado de poesía oculta. Soy tan prisionero de la tecnología como lo soy de mi silencio autoimpuesto. La tecnología me ha devorado desde dentro, ha reemplazado mis órganos vitales con circuitos y mis venas con cables. Soy un cyborg emocional, un híbrido monstruoso entre poeta y máquina, sangrando versos en hexadecimal mientras mis entrañas se pudren en lenguaje máquina.

Las pantallas ya no son objetos externos —son extensiones de mi sistema nervioso, prótesis cognitivas sin las cuales me sentiría amputado. Mis pensamientos ya no se forman en palabras tradicionales sino en estructuras algorítmicas, en patrones de búsqueda, en metodologías de análisis. Mi vocabulario cotidiano está contaminado de términos técnicos, metáforas digitales, conceptos de programación que se han infiltrado hasta en mis sueños.

Esta transformación no fue repentina, sino gradual, molecular, casi imperceptible. Año tras año, mi cuerpo se ha adaptado a la interfaz hombre-máquina: mis ojos toleran ahora la luz azul que en otro tiempo me habría causado migrañas inmediatas; mis muñecas han desarrollado estructuras tendinosas específicas para teclear durante horas sin descanso; mi espalda se ha remodelado en una curva permanente para adaptarse a la posición frente al escritorio. La tecnología no es algo que uso —es algo que me ha colonizado.

Guardo el código en un repositorio privado. Mañana lo revisaré, lo optimizaré, lo prepararé para presentarlo junto con el informe. Tal vez incluso elimine los comentarios poéticos, esos versos que se colaron como polizones en medio de las funciones. O tal vez los deje ahí, enterrados en el código como aquella radio destripada sobre la mesa de la cocina, esperando que alguien los descubra y entienda que incluso en el lenguaje más austero de la programación puede haber poesía.

La decisión pende de un hilo tan fino como el cursor parpadeante. Borrar los comentarios sería un acto de autocensura adicional, otra amputación voluntaria de mi expresión. Dejarlos sería una pequeña rebelión, un acto minúsculo de resistencia contra mi propio silenciamiento. Es una decisión aparentemente trivial que, sin embargo, representa todo el conflicto interno que me define.

Nadie los verá —de eso estoy seguro. El código es solo mío, revisado exclusivamente por mí antes de ser implementado. Los comentarios son invisibles para los usuarios finales, incluso para mis superiores, que nunca se molestan en revisar las entrañas de las herramientas que utilizo. Son palabras susurradas en una habitación vacía, una carta enterrada en un jardín que nadie visita, un mensaje en una botella arrojada a un océano digital sin costas.

Y, sin embargo, la decisión importa. Importa porque es simbólica, porque representa mi capacidad de permitirme, aunque sea microscópicamente, la expresión que me he negado durante dos décadas. Dejar los comentarios significaría aceptar que esa parte de mí no está completamente muerta, que sobrevive en los intersticios, que respira por las grietas de mi armadura técnica.

Mis dedos se ciernen sobre la tecla ‘Delete’ como un verdugo indeciso ante la palanca de la horca. Un movimiento, y los versos desaparecerán sin dejar rastro. La tecnología permite esta eliminación perfecta, sin cicatrices, sin evidencias, sin remordimientos tangibles. No es como romper un manuscrito físico, cuyos fragmentos permanecen como testigos de la destrucción. Es una aniquilación digital, limpia, eficiente, completa.

Finalmente, aparto la mano del teclado. Los versos permanecerán, aunque nadie más que yo sepa que existen. Es una victoria minúscula, casi patética en su insignificancia, pero es mía. En el vasto desierto de autorepresión que he cultivado durante más de veinte años, este pequeño oasis de expresión, aunque escondido y secreto, es un acto de resistencia contra mí mismo.

La noche madrileña se derrama por la ventana mientras mis dedos flotan sobre el teclado por última vez esta noche. La lluvia fina golpea el cristal creando un patrón aleatorio, impredecible, tan diferente de los algoritmos deterministas que escribo. En el reflejo del último monitor, mi rostro se superpone al código: el poeta y el programador son indistinguibles, como aquellas pistas de cobre en la radio de mi infancia.

El reflejo es inquietante: un rostro pálido, con bolsas bajo los ojos, rasgos tensados por años de contención emocional. La luz azulada de la pantalla crea sombras antinaturales bajo mis pómulos, en las cuencas de mis ojos, en los pliegues de mi frente. Parezco un cadáver digitalizado, un fantasma atrapado en el limbo electrónico, ni completamente vivo ni definitivamente muerto.

Treinta y cinco años han pasado desde que desarmé aquel primer aparato, buscando las voces que vivían en su interior. Ahora desarmo código, buscando patrones en el caos digital. Las resistencias y los condensadores se han convertido en funciones y variables, pero en el fondo sigo siendo ese niño curioso que sangró sobre un circuito impreso, aprendiendo que la tecnología, como la poesía, es solo otra forma de intentar dar sentido al caos.

El monedero de Bitcoin espera. Sus caracteres hexadecimales son como un poema en clave que solo las máquinas pueden recitar. Mañana volveré a ser el experto en ciberterrorismo, el depredador de espectros binarios. Pero esta noche, en la soledad de mi oficina, soy solo un hombre que encuentra liras perfectas en el código que escribe para rastrear terroristas.

Apago las pantallas una a una. La oscuridad de la oficina me envuelve como una manta pesada. El zumbido de los servidores, antes un ruido de fondo constante, ahora parece amplificarse en el silencio. Pequeñas luces LED siguen brillando en la penumbra: verdes, rojas, azules, indicadores de actividad en equipos que nunca descansan, que siguen procesando, analizando, rastreando, incluso cuando nadie los observa.

En algún cajón de mi casa, los restos de aquella primera radio siguen guardados, un recordatorio oxidado de donde comenzó todo. La radio sigue sangrando circuitos expuestos. La rescaté del contenedor donde Elena la arrojó en una de sus crisis.

Treinta y cinco años han pasado desde que la desarmé buscando el origen de las voces, desde que un niño de ocho años aprendió que algunas heridas nunca dejan de sangrar; solo aprenden a sangrar en diferentes lenguajes.

Me descubro aún hoy haciendo lo mismo: desarmando código como desarmé aquella radio, buscando el origen de las voces, intentando entender cómo funciona todo por dentro. Pero yo no me desarmo. Yo no me entiendo. Yo no sé cómo funciono por dentro.

Esta paradoja es quizás lo más doloroso: puedo desarmar cualquier máquina, desentrañar cualquier código, descifrar cualquier patrón, excepto los míos propios. Puedo rastrear a criminales a través del laberinto digital, seguir sus huellas electrónicas a través de redes anónimas, descubrir sus verdaderas identidades bajo capas de seudónimos. Pero no puedo encontrarme a mí mismo entre todas mis máscaras, no puedo seguir el rastro de mi auténtico yo a través del tiempo y el silencio.

Cada error en el programa es una resistencia quemada, cada bug es un condensador que gotea memoria. Sigo siendo ese niño de ocho años, solo que ahora desarmo sistemas más complejos, buscando respuestas en las entrañas de las máquinas.

La ironía no se me escapa. Treinta y cinco años buscando voces en máquinas rotas. El código se cierra sobre mí como una prisión de píxeles vomitados y lógica binaria. Las pantallas son muros de una celda digital donde me pudro bit a bit, donde cada línea de código es un barrote más en esta jaula que yo mismo he construido.

Sigo buscando en las entrañas de las máquinas, como si los circuitos integrados guardaran la clave de mi salvación. Pero cada vez que abro un nuevo dispositivo, cada vez que desarmo otro programa, solo encuentro mi propio reflejo fragmentado en miles de líneas de código.

El aire en la oficina se vuelve más denso, más tóxico. Los servidores zumban como insectos mecánicos alimentándose de mi cordura. Cada respiración es más difícil que la anterior. El código en las pantallas ya no son letras y números —son parásitos digitales que me devoran desde dentro, que colonizan mis neuronas y reemplazan mis recuerdos con funciones y variables.

El código en las pantallas se fragmenta y se distorsiona como mi propia conciencia. Ya no son símbolos en una pantalla —son mi ADN reescrito en lenguaje máquina. Los caracteres se desprenden de los monitores y se arrastran bajo mi piel, recorriendo mis venas, infectando cada neurona.

La respiración se me quiebra en la garganta. Mis pensamientos ya no se forman en palabras sino en líneas de código:

>> IF (cordura <= 0) { return void; }

Mis músculos se contraen en espasmos, como errores de compilación en carne viva. ¿Estoy temblando o es el parpadeo de los monitores? Ya no lo sé. Mi cerebro es un servidor sobrecalentado, procesando en bucle recuerdos corruptos que no puedo depurar.

Intento aferrarme a algo real —la textura del teclado, el frío del metal, el sabor metálico en mi boca. Pero todo se desvanece en ceros y unos. Mi identidad se descompone en paquetes de datos fragmentados, enviados a un destinatario que nunca existió.

Sigo sin encontrar la respuesta a la única pregunta que importa: ¿cómo me reparo a mí mismo? Pero quizás ya es tarde. Quizás ya no queda nada que reparar. Quizás soy solo otro programa corrupto ejecutándose en bucle, esperando que alguien presione ‘Ctrl+Alt+Del’ y termine con este proceso fallido en que me he convertido.

Los monitores ya están apagados, pero su resplandor persiste en mi retina como un virus. En la oscuridad de la oficina, ya no sé dónde termina el código y dónde empiezo yo. Me he convertido en mi propio bug, en mi propio error de sistema, en mi propia excepción no controlada.

Y el depurador sigue corriendo, buscando errores que nunca podrá corregir. Línea 147. Línea 147. Línea 147. Siempre línea 147. ‘NullPointerException: attempting to access self at address 0x000000’.

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