Danza Materna

Publicado el 11/08/2025
Advertencia de contenido: Alcoholismo materno, violencia doméstica extrema, maltrato infantil físico y psicológico

El recuerdo emerge como un virus en el sistema: las manchas de vino tinto en el mantel blanco, pequeñas heridas sangrantes que ningún ciclo de lavado podía borrar. El tintineo de botellas bajo el fregadero, código Morse de una vida en descomposición. Mi madre, Elena, ejecutando su danza errática por el pasillo, una coreografía de tropiezos y disculpas masculladas.

La memoria olfativa es la última en morir. El hedor a alcohol barato mezclado con ambientador de pino —ese intento patético de disimular lo inevitable— me quema las fosas nasales incluso ahora, treinta y cinco años después. El olor a vergüenza tiene una firma química inconfundible: sudor agrio, alcohol etílico, y ese regusto metálico que deja el miedo en la lengua cuando sabes que la tormenta se aproxima.

Tenía ocho años la primera vez que aprendí a descifrar los patrones: el sonido específico de sus pasos cuando volvía bebida —un arrastre del pie izquierdo cada tres pasos, como un algoritmo defectuoso—, el tono particular de su voz que anunciaba tormenta —una octava más aguda, palabras masticadas entre dientes, sílabas estiradas como chicle rancio—, la forma en que sus manos temblaban al tomar “solo un trago más” —un temblor de 3.5 hercios, calculé años después, cuando ya medía todo en ecuaciones para no tener que medirlo en dolor—.

Los niños son buenos programadores por instinto: reconocen secuencias, anticipan resultados, desarrollan protocolos de supervivencia. La primera vez que vi a Lorenzo contar sus pasos, reconocí el código:

input peligro, output control.

Aprendí a decodificar los niveles de alcohol en su sangre por la forma en que Elena arrastraba las palabras: cada sílaba un bit de información, cada tropiezo un indicador de debugging.

Un gramo por litro: irritabilidad controlada, insultos ocasionales.

Dos gramos: llanto incontrolable, autocompasión, promesas imposibles.

Tres gramos: potencial violento, amnesia al día siguiente, urgencia de encontrar escondite.

Un lector de alcoholemia de carne y hueso, calibrado por el miedo.

El primer poema nació en una de esas noches. No como inspiración —no hay nada poético en el terror— sino como último recurso, como salvavidas improvisado en un naufragio anunciado.

Elena cayó en su estupor etílico habitual. La encontré desplomada en el sofá, con un hilo de baba mezclada con vino formando un pequeño río carmesí sobre su barbilla. Un brazo colgaba inerte hacia el suelo, con los dedos aún curvados en la forma de la botella que ya no sostenían. El aire apestaba a vino avinagrado y a algo más profundo, más primario: el olor de la derrota, del abandono, de la vergüenza fermentada durante generaciones. Su respiración era irregular —cuatro segundos, pausa de dos, jadeo brusco, repetir— un código binario de inconsciencia que yo aprendí a monitorizar. Demasiado tiempo sin respirar significaba llamar a urgencias; el ritmo actual significaba solo otra noche de ausencia maternal.

El silencio de la casa pesaba como una sentencia. No el silencio real —las cañerías crujían, el frigorífico zumbaba, el reloj desgranaba segundos con precisión implacable— sino ese silencio existencial, ese vacío que queda cuando la comunicación humana es reemplazada por ruido animal. En esos silencios yo dejaba de existir como hijo; me volvía invisible, un fantasma que atravesaba las paredes de ese mausoleo doméstico, un testigo sin voz de un naufragio en cámara lenta.

En la cocina, las botellas vacías montaban guardia: latas de cerveza aplastadas, con la boca arrugada como labios en un grito silencioso; cartones de vino del tetrabrik más barato, con el plástico interno asomando obscenamente como vísceras expuestas; frascos de colonia con las etiquetas arrancadas, con sus restos flotando como piel desollada en un líquido que ningún ser humano debería ingerir; alcohol de farmacia al 70º —7 partes de alcohol de 96° con 3 partes de agua— diluido en Coca-Cola, esa mezcla que dejaba un regusto a hospital y azúcar quemada. Una procesión de venenos que ella ingería metódicamente, calculando cada día la dosis exacta que la mantendría al borde del etilismo sin matarla. Había una perversa precisión en su autodestrucción, una meticulosidad que, años después, reconocería en mi propia manera de dosificar el Diazepam.

Encontré un bolígrafo y empecé a escribir en el margen de un periódico viejo, junto a las noticias de un mundo que me parecía menos caótico que el mío. El papel áspero arañaba bajo la tinta, donde cada palabra era un pequeño corte, una incisión precisa para drenar el miedo. No era inspiración lo que movía mi mano —era supervivencia pura, un instinto tan básico como respirar en una habitación llena de humo.

Los poemas eran mi código fuente primitivo, mi lenguaje máquina antes de conocer el binario. Cada metáfora era una variable que almacenaba un fragmento de dolor demasiado grande para procesarlo de otra manera, cada verso un intento de encapsular el caos en estructuras predecibles. La métrica perfecta era mi primera línea de defensa: si podía contar sílabas, si podía contener el horror en patrones regulares, quizás el horror no me devoraría por completo.

Recuerdo el poema completo —los recuerdo todos, grabados no en memoria sino en médula ósea, tatuados en las paredes internas del cráneo, impresos en el reverso de los párpados—, pero es el primer verso el que se quedó grabado en mi memoria como una cicatriz queloide, esas que crecen más allá de la herida original, devorando piel sana.

Madre, tus pasos son campanas muertas”.

Las palabras surgieron sin pensarlas, como pus de un absceso mal drenado. No sabía entonces que estaba escribiendo código de emergencia, programando una salida de escape en el lenguaje de la metáfora. No había belleza en esos versos —solo necesidad, urgencia, el instinto de supervivencia traducido a heptasílabos y endecasílabos. No escribía para ser leído —escribía para seguir respirando.

El abuelo me encontró así, garabateando versos entre las sombras de la cocina. No le oí entrar —mi cuerpo estaba demasiado concentrado en la tarea de bombear adrenalina y cortisol, demasiado ocupado en mantener activo el sistema de alarma interno. Sentí su presencia como una alteración en el campo electromagnético, un cambio en la densidad del aire. No era miedo lo que sentí —el abuelo nunca provocaba miedo— sino otra forma de tensión: la vergüenza de ser descubierto, la culpa irracional por estar traicionando a Elena con cada palabra escrita.

Sus manos, encallecidas por años de trabajo en la bodega, recogieron el periódico con la delicadeza con que se manipula un documento antiguo, un pergamino frágil que podría desintegrarse al tacto. La piel áspera de sus dedos, curtida por décadas entre viñedos, contrastaba con la suavidad de su gesto. Leyó en silencio, mientras sus ojos brillaban con algo que entonces no supe identificar. Años después reconocería esa mirada: era la de alguien viendo un reflejo demasiado preciso de sí mismo, la de un hombre descubriendo que su nieto había heredado no solo sus rasgos faciales sino también sus demonios internos.

Luego me llevó a la bodega, nuestro refugio antiaéreo particular contra las explosiones de Elena. No pronunció una sola palabra durante el trayecto. No las necesitábamos. Entre nosotros existía ese tipo de comunicación que trasciende el lenguaje, que fluye a través de silencios compartidos, de gestos minúsculos cargados de significado. Su mano en mi hombro —cinco segundos exactos, presión media, calor transferido a través de la tela— era un tratado completo sobre protección imperfecta, sobre culpa compartida, sobre complicidad en el silencio. Su forma de abrir la puerta de la bodega —giro lento de la llave, empujón medido con el hombro izquierdo, tres pasos al interior antes de encender la luz— era una enciclopedia sobre rituales de seguridad, sobre la construcción de espacios protegidos dentro del caos.

La bodega olía a tiempo sedimentado, a secretos fermentados, a verdades añejadas en roble. El aroma a madera vieja, a tierra húmeda, a taninos y levaduras creaba una atmósfera densa pero respirable, tan diferente del aire tóxico del piso de Elena. La luz amarillenta convertía los toneles en centinelas silenciosos, guardianes de un conocimiento ancestral que yo apenas empezaba a descifrar. El vino no era solo el demonio que devoraba a mi madre —era también el legado del abuelo, la ambigüedad hecha líquido, la prueba tangible de que las mismas sustancias que destruyen pueden también construir, dependiendo de las manos que las manejen. Esa contradicción fundamental, esa dualidad irreconciliable, se convertiría más tarde en mi propia relación con las pastillas: veneno elegido, control programado, autodestrucción meticulosa.

«Mira, hijo… tu madre bebe para no sentir», me dijo mientras me servía un vaso de mosto. El líquido era de un rojo profundo, casi negro bajo esa luz, y brillaba con una vitalidad que contrastaba con la palidez mortecina de las botellas de Elena. «Pero el buen vino… el buen vino se bebe para sentir más, ¿entiendes?».

Y así empezó mi educación paralela, mi currículo oculto. Mientras Elena se desintegraba con alcoholes de baja graduación, el abuelo me enseñaba los secretos de los grandes vinos. Mientras mi madre buscaba el olvido en la inconsciencia, yo aprendía las técnicas de la memoria, la manera en que los versos pueden preservar lo que el tiempo intenta borrar. No entendí entonces la ironía: que mi salvación vendría envuelta en otra forma de adicción —no al vino, sino a la palabra, al control, a la métrica perfecta. No vi lo obvio: que estaba reemplazando una dependencia con otra, intercambiando la autodestrucción caótica por la autodestrucción regulada.

El recuerdo se interrumpe con el sonido de una notificación en el ordenador. No es un sonido cualquiera —es el tono específico que he configurado para alertas de alta prioridad. Un nuevo caso: transacciones sospechosas que necesitan análisis. Mi cerebro, ese órgano traicionero, cambia de modo automáticamente: del niño aterrorizado al analista forense, del pasado traumático al presente funcional. Este cambio no es gradual —es una fractura, un corte limpio, como si alguien hubiera pulsado un interruptor dentro de mi cabeza.

La ironía no se me escapa: sigo buscando patrones, descifrando códigos, anticipando catástrofes. La única diferencia es que ahora me pagan por ello. La sala de máquinas de mi infancia se ha convertido en mi oficina; el miedo visceral se ha transformado en metodología analítica. Lo que era supervivencia se ha convertido en profesión.

Lo que funciona, persiste. Lo que persiste, define.

Mi cerebro, modelado por el terror y la necesidad, encuentra consuelo en la detección de anomalías, en la predicción de comportamientos. El trauma no desaparece —evoluciona, se adapta, encuentra nuevos hosts donde parasitar.

Abro el cajón del escritorio y extraigo un cuaderno escolar de tapas azules. Curso 1988-1989. El papel amarillento despide ese olor peculiar de los recuerdos físicos, una mezcla de polvo, tinta seca y tiempo petrificado. La cubierta está desgastada en las esquinas, con esa pátina que solo otorgan los años de uso. Hay una mancha en la esquina inferior derecha: zumo de naranja derramado durante un desayuno particularmente violento, cuando Elena barrió la mesa con el brazo porque las aspas del ventilador “hacían demasiado ruido”.

Azul.

Como todo en mi vida, una puta ironía.

Mi color preferido convertido en arma por la estupidez de Elena.

El azul del mar que nunca conocimos, el azul del cielo que ella no podía soportar por las mañanas de resaca, el azul de los moratones que florecían en mi piel como flores venenosas, el azul de las venas que palpitaban en sus sienes cuando la ira la poseía, el azul de las luces policiales reflejadas en las ventanas cuando los vecinos, por fin, llamaron a emergencias.

Recuerdo ese curso con especial nitidez: fue el año que decidió vestirme completamente de azul, de pies a cabeza, como si fuera un maldito pitufo. No fue un acto aleatorio —nada en Elena lo era, incluso en su caos había patrones. Fue después de una de sus “visitas” a urgencias, cuando le dijeron que el color azul tenía propiedades calmantes. Decidió entonces que yo sería su terapia cromática personal, una píldora andante de serenidad, un ansiolítico con piernas. El resultado fue exactamente el que cualquier adulto con dos dedos de frente habría previsto: el patio entero persiguiéndome mientras cantaban “Eres tú mi príncipe azul”.

Puedo recordar con precisión clínica el tacto áspero de la tela barata contra mi piel hipersensible, el ruido del puño impactando contra mi estómago mientras el aire escapaba de mis pulmones, el sabor metálico de la sangre cuando me mordí la lengua al caer, el olor a tierra mojada y sudor infantil, el rectángulo de cielo azul —siempre azul— enmarcado por cabezas que me observaban desde arriba. Toda la información sensorial archivada con la precisión de una grabadora de alta fidelidad. Ni una sola lágrima entonces. Ni una sola ahora.

Otra de sus brillantes ideas maternales, junto con “lavarte la boca con jabón para que no digas mentiras” y “encerrarte en el armario para que aprendas a valorar los espacios abiertos”. Elena, la pedagoga del terror, la maestra del trauma, la catedrática del caos.

Entre ejercicios de matemáticas y dictados, los márgenes del cuaderno están llenos de versos. Fue mi primer sistema de encriptación: poemas camuflados como apuntes, gritos silenciosos disfrazados de tareas escolares. El profesor Fuentes nunca los detectó —estaba demasiado ocupado preparando su jubilación anticipada, soñando con su apartamento en Benidorm. Yo calculaba cuidadosamente la densidad poética: nunca más de tres versos por página, siempre en los márgenes exteriores, siempre con una caligrafía ligeramente diferente a la usada para los ejercicios. Encriptación primitiva, esteganografía analógica.

La letra es infantil, pero el dolor que transpira es antiguo como el mundo.

Ojeo las páginas y me detengo en un ejercicio sobre fracciones. Junto al dibujo de un círculo dividido en ocho partes, con tres de ellas sombreadas, hay un verso casi invisible.

Mi madre es un vaso roto que corta”.

El niño que escribió eso no existía en las fotos escolares. Ahí estaba Marco Sáez Villanueva, pelo moreno bien peinado, sonrisa fabricada, postura perfectamente calculada para parecer normal, para no destacar, para mantenerse invisible. El Marco real solo existía en estos márgenes, en estos intersticios de la vida oficial, en estos espacios liminales donde la verdad podía respirar por un momento antes de ser enterrada de nuevo.

Yo no estaba preparado para el mundo. O quizás el mundo no estaba preparado para mí. Se burlaban de mis palabras, de mi forma de ser, me tachaban de incomprendido mientras arrojaban piedras contra el cristal de mi vulnerabilidad. Aprendí a construir una coraza a mi alrededor, encerrando mi sentimiento, protegiéndome de las miradas hirientes que me tildaban de “cabrón sin sentimientos”. Una máscara de hierro que forjé para ocultar el corazón sangrante que latía en mi interior.

Me aislé. Me quedé solo. Por decisión propia. No necesitaba a nadie.

Lo que ellos no sabían, lo que nadie sabía, era que tras esa fachada impenetrable me ahogaba en un mar de lágrimas no vertidas, aplastado por el peso de una emoción que amenazaba con consumirme, con devorarme desde dentro hasta no dejar más que un cascarón vacío.

Durante los años siguientes, me arrastraron de psicólogo en psicólogo. En sus consultas asépticas, rodeado de diplomas enmarcados que pretendían dar autoridad a sus palabras vacías, todos me recitaban la misma letanía sobre la “Teoría de los tres círculos”, como si mis heridas pudieran curarse con diagramas de Venn. Como si un círculo pudiera contener todo el caos que hervía en mi interior. ¿Dónde estaba el círculo para la soledad? ¿Para el miedo? ¿Para las noches en vela escuchando a Elena destrozar la casa?

El psicólogo del colegio, un hombre de barba rala y olor a naftalina, con esa mirada de quien está esperando ansiosamente la jubilación, me mostraba diagramas coloridos en que se superponían tres círculos: “cuerpo”, “mente” y “entorno”. Todo comportamiento, según él, podía explicarse y corregirse ajustando estas tres dimensiones. Yo dibujaba mentalmente un cuarto círculo, totalmente separado de los otros tres: “terror”, y lo veía crecer hasta devorar toda la página, todo el despacho, todo el universo conocido.

“Marco necesita aprender estrategias de afrontamiento adecuadas”, escribían en sus informes. “Muestra tendencias disociativas como mecanismo de defensa”. “Se recomienda terapia familiar”, añadían, sin entender que la terapia familiar con Elena era como intentar apagar un incendio con gasolina. “Presenta un bloqueo emocional significativo”, concluían, como si mi incapacidad para llorar delante de extraños fuera un defecto y no la única estrategia de supervivencia viable.

Cuando el psicólogo me preguntaba, «¿Cómo te sientes?», yo calibraba mi respuesta según su lenguaje corporal, su tono, las señales ambientales. «Triste», decía si su postura indicaba compasión. «Confundido», si su ceño sugería análisis clínico. «Mejor», si su mirada revelaba prisa. Era un programa adaptativo, calculando outputs según los inputs recibidos. Era lo que necesitaban oír para que me dejaran en paz. Era lo que me permitía regresar a mis cuadernos, a mis márgenes, a mis versos —el único espacio donde existía realmente.

Al guardar el cuaderno azul, mis dedos rozan algo más: mi primer libro de poemas. “Lágrimas de una vida”, reza el título en letras doradas sobre el lomo blanco roto. Lo mandé encuadernar yo mismo a los dieciséis años, una sola copia, solo para mí. Tapa dura de un blanco que ya entonces parecía gastado —roto como yo—, con las letras cuidadosamente caligrafiadas en un dorado que pretendía dar dignidad a mi dolor. A veces lo acaricio como quien toca una cicatriz antigua, recordando al adolescente que creía que podía exorcizar sus demonios encuadernándolos en tapa dura.

La encuadernación fue un regalo del abuelo. «Para que tus palabras tengan un hogar digno», me dijo mientras me entregaba un sobre con el dinero. Su mirada tenía esa mezcla de orgullo y tristeza que solo él sabía componer, ese brillo húmedo que aparecía cuando veía algo de sí mismo reflejado en mí. Encontré una imprenta pequeña, en un callejón perpendicular a Bravo Murillo. El dueño, un hombre mayor con manchas de tinta permanentes en los dedos, me miró con perplejidad cuando le entregué el manuscrito —doscientos poemas escritos a mano, con tinta negra, en papel de gramaje alto que compré en una papelería especializada.

«¿Seguro que quieres gastar tanto dinero en esto, chaval?», me preguntó, ajustándose unas gafas que parecían tan antiguas como sus máquinas. «Vale más que cualquier cosa», respondí, y debió ver algo en mi mirada, alguna señal de determinación inquebrantable, porque simplemente asintió y tomó el manuscrito con una delicadeza inesperada.

Tres semanas después recogí el libro. Lo llevé a casa envuelto en papel de estraza, lo escondí bajo el colchón, y solo por las noches, cuando el silencio indicaba que Elena por fin había caído inconsciente, lo sacaba para acariciar su lomo, para pasar los dedos sobre el relieve dorado de las letras, para confirmar que algo mío, algo genuino, algo verdadero, había tomado forma física en el mundo.

«¿Qué haces siempre garabateando en esos cuadernos?», me preguntó una vez Elena en uno de sus raros momentos de lucidez. Lo dijo sin mirarme, en la cocina, mientras frotaba el mismo plato por tercera vez. Su piel tenía ese tono grisáceo que adquiría entre resacas, sus ojos mostraban una claridad momentánea, como una ventana brevemente despejada en una casa en ruinas. Era uno de esos intervalos que yo había aprendido a reconocer: la precisa intersección entre la desaparición de los efectos de la última botella y la aparición de la necesidad de la siguiente. Un espacio de tiempo mínimo en que era casi humana.

No supe qué responder. ¿Cómo explicarle que cada poema era un intento de darle sentido a su caos; que cada verso era una cuerda de salvamento en el naufragio de nuestra vida familiar? ¿Cómo decirle que escribía para no desintegrarme, para no seguir sus pasos hacia el abismo, para mantener anclado algún fragmento de mí que pudiera sobrevivir a la tormenta? ¿Cómo confesar que en cada estrofa intentaba domesticar el terror, convertirlo en algo manejable, transformar lo informe en estructura?

«Me gusta», mentí, encogiendo los hombros como si no importara, como si fuera un pasatiempo trivial.

Me miró con una intensidad inesperada. Por un momento —un instante casi imperceptible— vi algo en sus ojos que podría haber sido comprensión. Luego su mirada se nubló de nuevo, la ventana se cerró, y la lucidez dio paso a esa ansiedad creciente, ese temblor en las manos, esa inquietud corporal que anunciaba la urgencia de la próxima dosis.

«A tu abuelo también le gustaba», dijo finalmente, con una amargura tan densa que casi podía tocarla. Y en esa simple frase entendí algo crucial: el vino no era su único enemigo —las palabras también lo eran. Mi escritura no era solo mi salvación; era también un recordatorio constante de otra traición, de otra forma de abandono que yo no comprendía completamente.

La maestra de lengua fue la primera en notar algo. La señorita Carmela, con su moño siempre demasiado tirante y su olor a canela y tiza, detuvo su mirada en los márgenes de mi cuaderno durante más tiempo del normal. No dijo nada entonces, pero al día siguiente me pidió que me quedara después de clase. En silencio, puso delante de mí un ejemplar de “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” de Neruda.

«Tu hijo tiene un don», le dijo a Elena en una reunión. Yo estaba presente, inmóvil en mi silla, calibrando la tensión en el aire como un sismógrafo ultrasensible. Mi madre asintió, distraída, probablemente contando los minutos hasta su próximo trago. El don no era la escritura: era la capacidad de convertir el trauma en metáfora, el miedo en métrica, el abandono en rima. Era la alquimia desesperada de quien transforma el veneno en medicina.

Las noches eran el peor momento.

Cuando el sol se ponía, algo cambiaba en nuestra casa, como si la oscuridad activara un interruptor invisible en el cerebro de Elena. El alcohol la transformaba en una criatura impredecible, capaz de pasar de las caricias a los golpes en el espacio de un parpadeo. Mi cuerpo aprendió el lenguaje del terror antes que mis palabras: las palmas de las manos siempre húmedas, pegajosas de un sudor frío que ningún papel podía secar; el estómago convertido en un nudo de angustia tan apretado que ni siquiera el agua pasaba; la vejiga amenazando con traicionarme en cada crujido del suelo.

La luz bajo su puerta se convertía en mi único punto de referencia en la oscuridad. La vigilaba como un centinela, midiendo el tiempo entre encendidos y apagados. Si la luz permanecía encendida más de dos horas seguidas, significaba que estaba demasiado borracha para moverse. Si la luz se encendía y apagaba repetidamente, en intervalos irregulares, era señal de agitación, de esa inquietud que precedía a las crisis más violentas. Si la luz se apagaba de golpe, sin el ritual habitual de encender la lámpara de la mesita antes de apagar la principal, la probabilidad de que saliera de la habitación en mitad de la noche aumentaba exponencialmente.

Aprendí a moverme por la casa como un fantasma, pero mi fantasma tenía un cuerpo que me delataba: el corazón martilleando tan fuerte en mis oídos que ahogaba cualquier otro sonido, la respiración entrecortada que intentaba contener hasta que los pulmones ardían, el temblor en las piernas que convertía cada paso en una batalla contra la gravedad. Si hubieran existido dispositivos de registro biométricos en esa época, habrían capturado los datos vitales de un animal acorralado, de una presa en territorio de depredadores, de una víctima en una cámara de tortura improvisada.

Cuando pasaba frente a su habitación, el tiempo se congelaba: podía sentir cada gota de sudor deslizándose por mi espalda, cada músculo tenso hasta el punto del calambre, la mandíbula tan apretada que al día siguiente me dolían los dientes. Los ojos se me secaban de tanto mantenerlos abiertos en la oscuridad, atentos a cualquier movimiento, mientras la bilis subía por mi garganta como ácido, amenazando con hacerme vomitar en cualquier momento. No respiraba —contaba los latidos entre un paso y otro, calculando la distancia mínima necesaria para estar fuera de su radio de acción.

El crujido de una tabla del suelo podía paralizar cada uno de mis músculos. Me quedaba inmóvil, convertido en estatua de carne aterrorizada, mientras contaba los segundos necesarios para determinar si el sonido la había despertado. Diez, veinte, treinta… Si la puerta seguía cerrada después de sesenta, podía permitirme otro paso. Cada metro recorrido era una conquista, cada pasillo atravesado en silencio era una victoria táctica en esta guerra sin fin.

Desarrollé un oído supersónico para los sonidos que anunciaban peligro: el chasquido de una lata al abrirse, el tintineo de una botella en los muebles de la cocina, el crujido particular del sofá cuando se desplomaba en él. Cada sonido era una entrada en mi base de datos, un punto en un gráfico de probabilidades, una variable en la ecuación que determinaba mi supervivencia inmediata.

Cada noche era un nuevo nivel en este videojuego perverso donde la única opción era sobrevivir hasta el amanecer. Cada amanecer era un reinicio, con las mismas reglas implacables, el mismo escenario hostil, pero con patrones ligeramente diferentes, lo suficientemente imprevisibles para mantener el terror siempre fresco, siempre renovado. No había puntos de guardado, no había vidas extra, no había cheat codes. Solo estrategia, adaptación constante, y el instinto primitivo de supervivencia.

En esas noches de vigilia forzada, los poemas eran mi único compañero. Llenaba cuadernos enteros con versos que nadie leería, construía fortalezas de palabras contra el miedo. Bajo la luz azulada de una linterna que mantenía bajo las sábanas —nunca luz directa, nunca nada que pudiera verse por debajo de la puerta— escribía con letra diminuta, calculando el máximo rendimiento de cada página, ajustando el tamaño de la caligrafía según la importancia de lo escrito.

El abuelo me proporcionaba libretas nuevas sin hacer preguntas, entendiendo que cada página en blanco era una posibilidad de salvación. Me las entregaba en nuestros encuentros de fin de semana, cuando me llevaba a la bodega para enseñarme el proceso de fermentación. Las sacaba de su chaleco con un gesto casi ceremonial, como quien entrega un objeto sagrado, una reliquia de incalculable valor. Y para mí lo eran: arcas de Noé en miniatura, tablas de salvación para un niño que se ahogaba en un océano de alcoholismo materno.

Fue en esas noches cuando comprendí, con la claridad lacerante de quien descubre una verdad amarga, que el alcoholismo de mi madre era una cárcel de barrotes invisibles, una prisión de la que nunca lograría escapar, condenada a vagar sin rumbo en un laberinto de botellas vacías y promesas rotas.

La violencia tenía su propia poética: el sonido húmedo de la carne contra la carne, como fruta podrida reventando, el silbido del cinturón hendiendo el aire —ese sonido que aún me despierta empapado en sudor frío treinta y cinco años después. Los gritos ahogados contra la almohada son un eco que nunca termina de morir.

El cinturón cortaba el aire con el mismo silbido que hacen los insectos antes de picar, pero los insectos no dejan ese ardor que se extiende como ácido bajo la piel, esa quemazón que ninguna pomada logra calmar. No era solo el dolor físico —era la humillación, la impotencia, la sensación de injusticia absoluta que ningún niño debería experimentar. Era la herida mucho más profunda de saber que quien debía protegerte era precisamente quien te destruía, que la mano que debía acariciarte era la misma que te golpeaba, que la voz que debía arrullarte era la que escupía veneno.

El primer impacto siempre sorprende: no importa cuántas veces lo hayas vivido, el cerebro nunca está preparado para ese momento en que el cuero muerde la carne. La piel se inflama al instante, como si toda la sangre del cuerpo corriera a proteger el punto del impacto. El olor peculiar de la adrenalina —metálico, ácido, primario— inunda las fosas nasales. El tiempo se vuelve elástico, estirándose obscenamente: un segundo se convierte en una eternidad, cada latido es un calendario completo de sensaciones superpuestas. Los oídos zumban, llenos de un ruido blanco que intenta inútilmente amortiguar el impacto. La visión se estrecha, focalizándose con precisión anormal en detalles irrelevantes: una mota de polvo flotando en un rayo de luz, una mancha de humedad en la pared, el patrón del parqué bajo mis rodillas temblorosas.

Mis nudillos se volvían blancos aferrados a la sábana, tan blancos que podía ver cada tendón tensándose bajo la piel como cuerdas a punto de reventar. La boca se me llenaba del sabor metálico del miedo —ese regusto a monedas viejas que aparece cuando el terror es tan intenso que el cuerpo olvida cómo tragar saliva. Si no me movía, si no respiraba, tal vez la tormenta pasaría de largo. Pero el corazón siempre me traicionaba, latiendo tan fuerte que estaba seguro de que ella podía oírlo, un tambor desbocado que delataba mi posición como un faro en la oscuridad.

«No me obligues a hacer esto», decía, como si yo fuera el culpable, como si mi existencia fuera la provocación, como si mi mera presencia fuera el catalizador de su violencia. Y en mi mente infantil, lo creía. Creía que había algo fundamentalmente defectuoso en mí, algo que provocaba esa rabia, algo que merecía ese castigo. Era más fácil creer que yo era el problema a aceptar la verdad insoportable: que ella, mi única guía en este mundo, estaba irremediablemente rota.

Cada golpe era una sílaba en un poema que nadie quería escuchar. Aprendí a transformar el dolor físico en imágenes, a sublimar el miedo en metáforas. Era una forma primitiva de programación:

Input dolor. Output poesía.

No tenía la terminología entonces —eso vendría años después, cuando descubrí los lenguajes de programación, cuando encontré en el código otra forma de control— pero el proceso era el mismo: tomar un input caótico y procesarlo en un output estructurado, convertir la sensación en significado, transformar la experiencia en algoritmo. Era supervivencia convertida en método, terror transformado en técnica.

No lloraba —nunca lloraba. Las lágrimas eran un lujo que no podía permitirme, un recurso demasiado valioso para desperdiciar. Necesitaba cada gota de líquido para mantener funcionando los sistemas críticos, cada átomo de energía para alimentar los procesos esenciales. Esa capacidad de contención, esa habilidad para bloquear la expresión natural del dolor, se convertiría más tarde en otra forma de automutilación: el silencio como autoflagelación, la represión como liturgia personal.

Había dos versiones de Elena: la de las mañanas, cuando el alcohol de la noche anterior empezaba a disiparse, y la de las crisis. En esas raras mañanas de lucidez temporal, yo me atrevía a buscarla en la cocina. La encontraba preparando café, con movimientos lentos y dolorosos, como si cada gesto fuera una batalla contra la gravedad. Su piel adquiría una tonalidad cerúlea bajo la luz de la mañana, con ese matiz verdoso en torno a los ojos que anunciaba la resaca monumental que estaba sufriendo. Sus manos temblaban al levantar la taza —un temblor fino, rítmico, constante, diferente del temblor espasmódico que acompañaba la abstinencia nocturna.

En esos momentos no hablábamos. Yo preparaba mi desayuno con movimientos estudiados para no hacer ruido, calculando la presión exacta necesaria para abrir la nevera sin que chirriara, midiendo la cantidad precisa de leche para evitar derrames, controlando cada variable del entorno para no provocar crisis. Era un ejercicio de precisión, un ballet silencioso donde cada gesto estaba coreografiado para la invisibilidad.

A veces, en esas mañanas, ella intentaba un acercamiento: una mano temblorosa sobre mi cabeza, un intento de sonrisa que se quebraba a medio camino, una pregunta cotidiana —«¿Qué tal el colegio?»— que sonaba tan fuera de lugar como una risa en un funeral. Yo respondía con monosílabos, no por hostilidad, sino por protección: cualquier interacción extendida aumentaba exponencialmente el riesgo de malentendidos, de cambios bruscos en su humor, de crisis inesperadas. Era estadísticamente más seguro mantener los intercambios al mínimo, limitando así las variables que podían alterar el frágil equilibrio.

Nunca decía nada, perdida en su baile demente de desesperación y melancolía, muda ante mi mirada suplicante, golpeándose contra las paredes, arañándose los brazos hasta sangrar, como si el dolor físico pudiera acallar sus demonios internos. Su caos se propagaba como un virus por toda la casa.

«Me duele la cabeza», se quejaba, como si ese dolor no fuera autocausado, como si el martilleo en sus sienes no llevara las marcas de fábrica de Larios, Torres y Veterano. «No te soporto cuando me miras así», añadía a veces, haciendo que mi simple existencia, mi mera presencia en la habitación, fuera ofensiva. El ruido de mis cubiertos contra el plato, el sonido de mis pasos sobre el suelo, el susurro de mi respiración —todo la irritaba, todo exacerbaba su sufrimiento. Yo me volvía cada vez más silencioso, cada vez más invisible, entrenándome en el arte de la desaparición parcial.

Los vecinos respondían con golpes en las paredes, amenazas y gritos. El del 105, un funcionario de correos con halitosis crónica y una colección impresionante de corbatas a rayas, golpeaba con la escoba en el techo cuando Elena alcanzaba esos niveles de decibelios que hacían vibrar las lámparas. La del 206, una jubilada con permanente purpúrea y un caniche que parecía su reencarnación anticipada, llamaba cada noche al presidente de la comunidad, como si este tuviera algún poder real para contener el caos etílico.

A pesar de todo, me aferraba a la idea de ser el último hilo de cordura en ese mal llamado hogar, intentando mantener una mente fría y dominada frente al caos. Era otra forma primitiva de programación: observar los patrones, predecir las crisis, minimizar los daños.

Input: el tintineo de una botella nueva abriéndose.

Output: otro poema escrito a escondidas.

Los vecinos practicaban el arte del silencio cómplice con la precisión de una orquesta bien ensayada. «La señora Elena está indispuesta», decían cuando faltaba a las reuniones de la comunidad. Sus susurros atravesaban las paredes tan claramente como los gritos de mi madre. «Su madre está pasando por una etapa difícil», explicaban a otros niños cuando preguntaban porqué siempre iba solo a todas partes. «Divorcio complicado, ya sabes», añadían, perpetuando una mentira que era más cómoda que la verdad.

La señora del 305 dejaba comida en nuestra puerta los días después de las crisis más violentas, pero nunca me miraba a los ojos en el ascensor. El presidente de la comunidad subía el volumen de su televisor para ahogar los gritos, y luego presentaba quejas por escrito sobre el “ruido excesivo”. El portero, un gallego taciturno que parecía llevar el peso del edificio entero sobre sus hombros cansados, a veces me daba caramelos cuando me veía pasar, con un gesto furtivo, como si fuera un acto de resistencia secreta.

La palabra “alcoholismo” flotaba en el aire como un virus, pero nadie se atrevía a pronunciarla. Era el secreto a voces definitivo, el elefante en medio del salón, la presencia invisible que todos reconocían pero nadie nombraba. Era más fácil fingir que no veían los moratones, que no escuchaban los gritos, que no notaban el olor a vino barato que emanaba de nuestra puerta.

La enfermera del colegio, una mujer con ojos que habían visto demasiado y manos gentiles que contrastaban con su voz áspera, fingía creer mis explicaciones cada vez que aparecía con un nuevo moratón, con otro corte, con otra quemadura. «Me caí en el parque», «Me golpeé con la esquina de la mesa», «Me quemé haciendo la cena». Sus ojos decían que sabía la verdad, pero sus labios apretados decían que no haría nada al respecto. El sistema estaba —y lo sigue estando— diseñado para mantener las apariencias, no para proteger a los vulnerables.

Los familiares eran peores que los vecinos. Tías que venían a “salvar la situación” y terminaban llorando en la escalera del edificio, derrotadas por la magnitud del desastre que era Elena. Primos que me miraban con una mezcla de lástima y asco, como si el alcoholismo fuera una enfermedad contagiosa, como si pudieran infectarse por simple proximidad. Mi tío Rafael, el hermano mayor de Elena, que apareció una noche con la policía y solo consiguió que ella se atrincherara en el baño, cerrado con el pestillo, con otra botella de vino, amenazando con beberse también la lejía. Las visitas disminuyeron con el tiempo, hasta que finalmente se detuvieron por completo, dejándonos en un aislamiento casi absoluto, una isla de autodestrucción en medio del océano de la indiferencia colectiva.

Cada intento de ayuda solo añadía más grietas a nuestro mundo fracturado, más voces al coro del caos. Solo el abuelo y yo manteníamos la calma, como dos centinelas en medio de la tormenta, intentando contener una violencia que se desbordaba por todas las grietas.

El abuelo era el único que se atrevía a hacerle frente. Sus discusiones reverberaban por toda la casa, batallas verbales que terminaban invariablemente con portazos y amenazas. Su voz, normalmente suave como el terciopelo cuando hablaba conmigo, adquiría un tono metálico, cortante como una cuchilla, cuando se dirigía a su hija en esos estados.

«No puedes seguir así, Elena», le escuché decir una noche, mientras intentaba hablar con su hija, que se tambaleaba por el pasillo con una litrona aferrada a la mano como si fuera una extensión de su propio brazo. «Estás destruyendo a tu hijo».

La respuesta de mi madre fue el sonido de otra botella abriéndose. El chasquido del tapón girando, el siseo del alcohol liberándose, el golpeteo rítmico del cristal contra sus dientes cuando bebía directamente del pico —su firma acústica, su huella sonora. Podría identificarla entre mil sonidos similares, distinguir su manera única de manipular una botella como los ornitólogos distinguen el canto específico de un pájaro entre el ruido de la selva.

El abuelo me miraba entonces, con esa expresión de impotencia contenida, de culpa no expresada, que solo años después pude interpretar correctamente. No era solo preocupación por mí; era también la certeza demoledora de haber contribuido de alguna manera a ese desastre, de haber fallado a su hija de una forma tan fundamental que ahora estaba dañando a su nieto.

Después de esas confrontaciones, me llevaba a la bodega. Allí, entre el aroma a roble y tiempo, me enseñaba los secretos de la fermentación controlada, las diferencias entre crianza oxidativa y reductiva, la importancia del tiempo en la transformación de lo simple en lo complejo. Me hablaba del vino como si fuera un ser vivo, con personalidad propia, con historia, con futuro. Era su manera de mostrarme que el mismo elemento que estaba destruyendo a mi madre podía ser también algo hermoso, algo valioso, algo que requería paciencia y conocimiento para ser apreciado correctamente.

La escritura se convirtió en mi sistema operativo alternativo, una realidad paralela donde las palabras obedecían reglas comprensibles. En el caos del alcoholismo materno, la poesía ofrecía una estructura, un andamiaje para sostener una realidad que se gangrenaba desde dentro. Cada verso era una línea de código que mantenía funcionando el programa de mi cordura.

Una noche, durante una de sus crisis más violentas, Elena encontró uno de mis cuadernos. Era un cuaderno especial, de tapas negras, con el lomo reforzado, donde estuve transcribiendo algunos de mis poemas dispersos, creando una especie de antología personal de mi dolor. Lo guardaba habitualmente entre el colchón y el somier, pero esa tarde lo dejé descuidadamente sobre el escritorio, confiado en que Elena estaría demasiado ocupada con su propia destrucción para entrar en mi habitación.

Error de cálculo. Error fatal en el algoritmo de supervivencia.

La escuché entrar tambaleándose. Con su peculiar arrastre de pies sobre el parqué —pie izquierdo, pausa, pie derecho, rozando la superficie, pausa más larga— era su firma sonora, su huella acústica personal. Intenté esconderme en el armario, otro refugio habitual durante las crisis más violentas, pero no fui lo suficientemente rápido. Me atrapó a medio camino, con una mano aferrándose al marco de la puerta del armario, la otra extendida hacia el interior oscuro, en un gesto truncado de autoprotección.

«¿Qué escondes ahí?», preguntó, con esa articulación pastosa que indicaba al menos una botella y media en su sistema. Su aliento era una nube tóxica de alcohol etílico y pasta de dientes —siempre usaba pasta de dientes antes de beber, como si eso de alguna manera neutralizara el olor, como si ese ritual de higiene compensara la destrucción sistemática que estaba llevando a cabo. Retiré la mano instintivamente, un reflejo condicionado por años de aprender que sus manos solo traían dolor.

Fue entonces cuando lo vio. El cuaderno negro, abierto sobre el escritorio como una confesión involuntaria, como una herida expuesta. Lo recogió con manos sorprendentemente firmes, esos momentos de coordinación inesperada que tienen los alcohólicos crónicos incluso en estado de embriaguez avanzada. Lo abrió bruscamente, casi arrancando las primeras páginas, y lo leyó a trompicones, tropezando con las palabras, su mirada desenfocada intentando dar sentido a los versos que su cerebro intoxicado apenas podía procesar.

Su rostro era una máscara de incomprensión y furia. Había algo en su mirada que trascendía la ebriedad, algo primario, visceral, una rabia tan antigua que parecía preceder a su propia existencia. «¿Así que esto es lo que piensas de tu madre?», gritó mientras trataba de arrancar las páginas.

Intentó arrancar la primera página, pero sus dedos torpes resbalaron. Al tercer intento, logró agarrar el papel y tiró con una fuerza desproporcionada que casi la hace perder el equilibrio.

La primera hoja crujió como cartílago al romperse —ese sonido húmedo y enfermizo que hacen los huesos cuando se quiebran. El ruido me golpeó como una bofetada física, reverberando en mi caja torácica, sacudiendo mis órganos internos. No fue el sonido de papel rasgándose; fue el sonido de algo esencial siendo violado, de un límite sagrado siendo profanado.

No fue rápido.

No me concedió esa misericordia.

«Por favor, no… son mis…», las palabras se me atragantaron. Era la primera vez que le suplicaba algo en años.

Fue una ejecución metódica, una vivisección de mi alma página por página.

Cada hoja era arrancada con la lentitud deliberada de un torturador experto, con el papel resistiéndose como piel viva, dejando jirones que colgaban como carne desgarrada. Había algo obscenamente íntimo en ese acto de destrucción, una violación que iba más allá de lo físico.

Sus manos temblaban, pero no por el alcohol esta vez —era pura rabia, una furia tan densa que parecía tener masa propia, como si el aire alrededor de sus dedos se hubiera solidificado. Las hojas caían como trozos de carne en una trituradora, y cada fragmento era un pedazo de mí mismo siendo mutilado. El sonido del papel al rasgarse era como un grito agudo, un chillido de dolor que reverberaba en las paredes de la cocina.

Sus ojos no me miraban —miraban a través de mí, como si estuviera viendo a otra persona, enfrentándose a otro fantasma. Su rostro estaba contorsionado en una mueca que mezclaba dolor y rabia en proporciones imposibles de calcular. Las venas de su cuello sobresalían como cuerdas tensadas al límite, pulsando bajo la piel enrojecida. Gotas de saliva salpicaban con cada exhalación. Cada respiración era un siseo entrecortado, como una serpiente herida.

Mis secretos, mis confesiones más íntimas, quedaron expuestos bajo el resplandor enfermizo de la luz fluorescente, tan obscenamente visibles como vísceras en una mesa de autopsia. Las palabras que había escrito en la seguridad de la soledad —palabras sobre miedo, sobre abandono, sobre la sensación constante de estar ahogándome en un mar de alcohol ajeno— flotaban ahora en el aire como acusaciones, como testigos mudos de una verdad que ninguno de los dos quería enfrentar.

Cada página destruida era una pequeña muerte: ahí estaba el poema sobre el amanecer, reducido a confeti sangriento; allí los versos sobre el abuelo, descuartizados sin piedad; más allá, las estrofas sobre mis sueños, trituradas hasta ser irreconocibles.

Mi voz, mi única voz verdadera, siendo estrangulada verso a verso, palabra por palabra, sílaba a sílaba. Las letras se mezclaban en el suelo como restos de un naufragio, donde cada fragmento era un testimonio mudo de este asesinato literario. Pero lo peor no eran los poemas perdidos —era el mensaje implícito en su destrucción: que mi dolor no era válido, que mi voz no merecía existir, que mi verdad era demasiado amenazante para ser permitida.

No eran solo hojas las que caían al suelo —eran partes de mi alma siendo sistemáticamente exterminadas. Cada desgarro en el papel era una incisión en mi espíritu, y cada arruga una cicatriz que nunca sanaría completamente. El montón de papel destrozado a sus pies parecía los restos de una autopsia fallida: mi corazón de tinta despedazado, mis pulmones poéticos colapsados, mis arterias de versos seccionadas y sangrando metáforas por el suelo de la cocina.

«¡Eres… eres como él, como tu maldito abuelo!», gritaba mientras destrozaba página tras página. Las palabras salían a trompicones, pesadas, como si cada sílaba fuera un esfuerzo físico y tenían un peso específico, una densidad particular que atravesaba el aire como proyectiles. «¡Siempre… siempre con vuestras… vuestras chorradas, escribiendo, juzgando, siempre…!».

Sus ojos, normalmente nublados por el alcohol, brillaban con una lucidez aterradora. Por primera vez, entendí que el alcohol no era la causa de su violencia —solo su excusa. Había algo más profundo alimentando esa rabia, algo que existía antes que yo, antes que mis poemas, antes que su adicción. Algo que conectaba directamente con el abuelo, con su manera de escribir, con otra época de su vida que yo desconocía completamente.

En ese momento entendí que yo era solo el último capítulo de una historia mucho más antigua, un eco de conflictos previos a mi existencia. Era menos el objetivo específico de su furia que un representante involuntario de algo que ella odiaba con una pasión que trascendía la racionalidad.

Me quedé paralizado durante toda la escena, incapaz de moverme, de hablar, de respirar siquiera. Mi cuerpo entró en modo de congelación, siendo la respuesta automática de un cerebro abrumado por el terror. No lloraba —no me atrevía a llorar, sabiendo por experiencia que las lágrimas solo alimentarían su rabia, solo confirmarían su percepción de mi debilidad. Mis ojos estaban tan secos que ardían, mis músculos tan tensos que dolían, mi respiración tan superficial que apenas aportaba oxígeno a mi cerebro sobrecargado.

Cuando terminó su destrucción, cuando el último fragmento de papel cayó al suelo, cuando el último resto de mi voz quedó reducido a confeti, me miró directamente por primera vez. Había algo inquietante en su mirada, una extraña mezcla de triunfo y desolación, como si hubiera ganado una batalla pero perdido algo irreemplazable en el proceso. «Esto», dijo, señalando los restos de mi cuaderno, «no va a salvarte. Nada va a salvarte». Y en esas palabras encontré una terrible verdad: no estaba hablando de mí, sino de ella misma.

Esperé inmóvil hasta que Elena, agotada por su propio arrebato de furia, se desplomó en el sofá con ese estertor gutural que anunciaba su inconsciencia etílica. Solo entonces me atreví a moverme, recogiendo los fragmentos despedazados de mi cuaderno, metiendo cada pedazo roto en los bolsillos de mis vaqueros como quien recoge restos de un ser querido tras un bombardeo.

Salí corriendo de casa, con los trozos de papel arañándome la piel a través de la tela, cada paso punzando como una aguja, cada respiración ardiendo en mis pulmones. El dueño del bar de la esquina me dejó usar su teléfono. Conocía nuestra situación.

La voz del abuelo al otro lado del teléfono —ese «voy para allá» que no necesitaba más explicaciones— fue como un salvavidas lanzado a un náufrago. No preguntó qué había pasado. No necesitaba hacerlo. El temblor en mi voz, ese quiebre casi imperceptible que solo él sabía detectar, le dijo todo lo que necesitaba saber.

Me recogió veinte minutos después en la esquina del parque, con el motor aún rugiendo y la puerta del copiloto abierta antes de frenar por completo. No hablamos durante todo el trayecto hasta la bodega, esos treinta kilómetros que nos separaban del infierno doméstico que compartía con Elena. No hacía falta. El ronroneo del motor de su viejo Suzuki Vitara y el olor a tabaco negro que impregnaba la tapicería eran suficiente bálsamo para mi nerviosismo eléctrico.

La bodega era mi refugio, mi santuario, el único lugar donde me sentía a salvo. El olor a madera vieja, a tierra húmeda, a uva fermentada me envolvía como un manto protector. La luz tenue de las lámparas proyectaba sombras danzantes contra las paredes de piedra, creando un espacio onírico donde el tiempo parecía detenerse, donde la realidad externa no podía penetrar.

Una vez allí, saqué los fragmentos destrozados y los extendí sobre la mesa de roble donde el abuelo solía hacer sus catas. Las manos me temblaban tanto que apenas podía sostener las tiras de cinta adhesiva que encontré en un cajón. Los fragmentos se me escurrían entre los dedos, humedecidos por el sudor nervioso que manaba de mis palmas. Intentaba hacer coincidir los pedazos como en un rompecabezas imposible, buscando las conexiones entre palabras rotas, tratando de reconstruir versos desgarrados. Era un trabajo inútil, lo sabía, pero no podía detenerme. Era un acto simbólico, un intento desesperado de recuperar algo que había sido irreversiblemente destruido.

Sin decir palabra, el abuelo observó mis esfuerzos durante algunos minutos. Había en su mirada una comprensión que no necesitaba verbalizarse, un reconocimiento del ritual que estaba llevando a cabo. No intentó detenerme, no intentó consolarme con palabras vacías. Sabía que hay dolores que ninguna palabra puede aliviar, heridas que necesitan sangrar antes de poder comenzar a sanar.

Finalmente, sacó otra libreta nueva de su chaleco y me la entregó. Después, con cuidado, extrajo una pluma del bolsillo interior de su chaleco. La madera pulida brillaba bajo la luz tenue de la bodega, con esos matices ambarinos que solo adquieren los objetos que han sido acariciados por décadas de uso. Era su pluma personal, la que usaba para anotar las características de cada cosecha, la que guardaba cerca del corazón.

«Algún día será tuya», dijo, sosteniéndola con delicadeza. «Pero ahora aprende con esto». Me dio un lápiz especial, de madera noble con su nombre grabado. «Algunas heridas solo sanan si las escribes. Pero otras necesitan el silencio de una bodega para fermentar en algo más fuerte».

Ese lápiz se convirtió en mi primera arma contra el caos, y la bodega en mi primer refugio verdadero. Y esa pluma, que ahora descansa sobre mi escritorio, se convirtió en mi promesa de futuro. En esa noche aprendí algo fundamental: que las palabras pueden ser destruidas, pero la necesidad de escribirlas no. Que la voz puede ser temporalmente silenciada, pero nunca completamente erradicada. Que el impulso poético, como el vino del abuelo, puede madurar en la oscuridad, transformándose en algo más complejo, más resistente, más esencial.

Ahora, Elena lleva cinco años sobria.

Nos sentamos en cafeterías de polígono, donde el olor a fritanga rancia intenta disimular años de nicotina incrustada en las paredes. Locales anónimos, demasiado iluminados, con música ambiente demasiado alta y camareros que han visto demasiadas reconciliaciones fallidas para mostrar más que una indiferencia profesional. Espacios neutrales, sin carga emocional, sin historia compartida, donde podemos pretender ser casi desconocidos, casi normales.

Ella pide café con sacarina —siempre sacarina, como si privarse del azúcar pudiera compensar décadas de alcohol. Su mano tiembla ligeramente al llevarse la taza a los labios, ese temblor residual que el daño neurológico ha dejado como recuerdo permanente de sus años de autodestrucción. Yo cuento las veces que remueve la taza: siete vueltas a la derecha, siempre siete, un nuevo ritual para reemplazar el antiguo tintineo de las botellas. Observo cómo sus ojos —mis ojos, el único rasgo físico que heredé de ella— evitan mirar directamente a las mesas donde sirven alcohol. Noto el esfuerzo que hace para mantener una conversación coherente, el trabajo constante que supone permanecer en esta realidad sin escapar hacia la bruma química que fue su hogar durante décadas.

Intercambiamos palabras cuidadosamente elegidas para no perturbar la frágil paz que hemos construido. Hablamos del tiempo, de la subida de precios, de las noticias más anodinas. Nunca del pasado, nunca del dolor, nunca de las cicatrices —visibles e invisibles— que su adicción ha dejado en ambos.

«¿Qué he hecho yo mal o qué estoy haciendo mal? Que ya lo sé, pero, ¿qué sigo haciendo mal?», suelta de vez en cuando, derramando parte del café sobre el platillo.

A veces se le escapa entre los labios, como un tic verbal: «¿Todavía…?», y no termina la frase, pero ambos sabemos qué pregunta.

Ahí está otra vez: la trampa mensual, el anzuelo emocional que lanza cada treinta y tantos días, con la precisión de un ciclo menstrual de culpabilidad. Siempre igual, siempre en ese momento en que la conversación comienza a deslizarse hacia lo trivial. Quiere que le diga que nada, que todo está perdonado, que su arrepentimiento ha pagado la deuda. Una absolución que no me corresponde dar, un perdón que no tengo ni quiero tener. Cada vez que formula la pregunta, siento cómo se me retuerce algo dentro. Algo que intenta escapar mordiendo mis órganos. Quiere convertirme en su confesor personal, en el sacerdote de su particular AA, pero yo no estoy en el negocio de las absoluciones baratas ni de las redenciones express.

El fantasma del alcohol se sienta con nosotros, tan presente en su ausencia como lo fue en su presencia, definiendo cada interacción por negación, por evasión, por lo que deliberadamente no decimos.

Sus manos permanecen siempre entrelazadas sobre la mesa, como un gesto estudiado para ocultar un temblor que mis ojos de analista forense detectan de todas formas. Sus uñas, ahora siempre con uñas perfectamente manicuradas, son otra forma de control, otra manera de demostrar —a sí misma y al mundo— que ya no es esa mujer desaliñada que olvidaba su propia higiene. Este nuevo ritual de belleza, como su abstinencia, es menos una elección estética que una declaración moral: “Mírame, estoy bien, estoy limpia, lo estoy intentando”. Ese “estoy intentando” silencioso que grita en cada gesto controlado, en cada uña perfecta, en cada cita puntual. Un esfuerzo constante y visible por convencer al mundo —y quizás a sí misma— de que la recuperación es posible, de que la redención está al alcance, de que esta vez, por fin, será diferente.

Mantiene una distancia precisa, consciente de que no permito que me toque, de que esquivo esos besos maternales que ahora intenta repartir como si pudieran borrar décadas de ausencia. Hay un cálculo en su proximidad física, un algoritmo que determina exactamente cuánto puede acercarse sin provocar mi retirada. Es como observar a un científico intentando determinar la distancia segura de un material radiactivo: lo suficientemente cerca para estudiarlo, lo suficientemente lejos para no contaminarse.

Pero algunas cenizas son demasiado tóxicas para construir nada sobre ellas. Hay infraestructuras emocionales tan dañadas que ninguna rehabilitación puede restaurarlas completamente. Su última recaída fue el golpe final a cualquier posibilidad de redención: se suponía que debía cuidar de Lorenzo, que aún usaba carricoche. La encontramos inconsciente, con dos frascos de colonia vacíos sobre la mesa —la colonia de Lorenzo, ese líquido perfumado que él usaba para “oler como papá”, según decía con su media lengua de entonces. Tuvimos que ingresarla en el psiquiátrico.

Otra vez.

Como si cada ingreso pudiera borrar el anterior, como si cada rehabilitación pudiera limpiar más de treinta y cinco años de veneno. Como si existiera una cantidad finita de disculpas que, una vez alcanzada, pudiera compensar un dolor infinito.

Ella asiste a sus reuniones de AA, colecciona fichas de sobriedad como trofeos de una guerra invisible, intenta reconstruir los puentes que el alcohol quemó. Habla de su “programa”, de sus “pasos”, de su “poder superior”, con ese léxico peculiar de los adictos en recuperación, esa mezcla de jerga terapéutica y espiritualidad new age que sustituye al vocabulario del alcohólico activo. Se ha transformado en otra persona, con otro idioma, con otras referencias, con otra visión del mundo. Y esa transformación, aunque objetivamente positiva, ha creado otra barrera entre nosotros: ya no comparto ni siquiera el lenguaje con esta nueva versión sobria de Elena.

Durante nuestros encuentros, sus ojos buscan los míos con una desesperación que me revuelve el estómago, pero he perfeccionado el arte de mirar siempre un punto fijo detrás de su cabeza. Hay una urgencia en su mirada, una necesidad de conexión que me resulta más violenta que sus antiguos ataques de ira etílica. Al menos aquella violencia era honesta, directa, sin pretensiones de redención. Esta nueva urgencia, esta necesidad de perdón, esta hambre de reconciliación me parece más invasiva, más exigente, más centrada en sus necesidades que en las mías.

Hay escombros que se niegan a ser ladrillos, silencios que no pueden llenarse con disculpas tardías. Su sobriedad, aunque impresionante, no es un borrador mágico que elimina el pasado. Su recuperación, aunque genuina, no garantiza la mía. Su nuevo comienzo no obliga al mío. Su necesidad de redención no crea en mí una obligación correspondiente de proporcionársela.

Como si su sobriedad se midiera en nuestra reconciliación, como si su progreso dependiera de que yo aceptara olvidarlo todo. Como si yo fuera otra ficha más que coleccionar, otro paso más que completar, otro ítem en su inventario moral. Como si mi perdón fuera algo que se pudiera ganar a base de esfuerzo y buena voluntad, como si mi memoria fuera algo negociable, como si mi dolor fuera simplemente un obstáculo en su camino hacia la redención.

El perdón, como el buen vino, requiere tiempo, oscuridad y una medida precisa de olvido. Y hay heridas tan profundas que ni el tiempo, ni la oscuridad, ni el olvido pueden curar completamente. Hay dolores que se integran en el tejido mismo de quien eres, que se convierten en parte de tu estructura ósea, que definen tus contornos emocionales, que determinan cómo interactúas con el mundo entero.

Elena está limpia, pero las manchas de vino en los manteles de mi memoria siguen tan frescas como hace treinta y cinco años. Cada poema que escribí entonces es un documento forense, evidencia de un crimen que prescribió en los tribunales pero no en mi corazón. Cada verso es una cicatriz que continúa ardiendo bajo la piel aparentemente intacta, cada metáfora una herida que sigue supurando silenciosamente bajo los vendajes sociales.

Este odio preservado, este rencor añejado, no me enorgullece. No es virtud ni fortaleza. Es otra forma de adicción, otro veneno que elijo, otra manera de autodestrucción controlada. Entiendo la ironía: me he convertido en el guardián de un dolor que ya no me sirve, en el archivero escrupuloso de un sufrimiento que ya no necesito. Soy un alcohólico emocional, borracho de mi propio dolor pasado, negándome a soltar la botella vacía, aferrándome a mi propia destrucción como mi madre se aferraba a la suya.

Ahora, observo a Lorenzo contar sus pasos y veo los ecos de mi propia adicción a los patrones. Mi hijo cuenta escalones como yo contaba botellas vacías, buscando orden en el caos. Sus dedos se mueven en secuencias predecibles, calculando constantemente, midiendo obsesivamente, convirtiendo el mundo en números para hacerlo manejable. Lo observo y me veo a mí mismo, repitiendo mis propios mecanismos de supervivencia, perpetuando estos algoritmos de defensa que son tanto salvación como prisión.

Mi elección del Diazepam es diferente a la adicción de Elena, aunque el resultado sea similar: ella necesitaba silenciar su dolor; yo elijo darle voz al mío. Ella necesitaba el alcohol para adormecer; yo necesito las pastillas para permitirme sentir controladamente. Ella bebía para olvidar; yo me medico para recordar con precisión. Ella perdía el control; yo lo ejerzo meticulosamente. Diferentes recorridos, misma estación terminal.

La única diferencia es que mis venenos vienen con receta médica y aprobación social. Mis anestesias tienen nombres científicos y embalajes asépticos. Mis dependencias están cuantificadas en miligramos, no en graduación alcohólica. Mis demonios tienen nomenclatura farmacéutica, no etiquetas de marcas espirituosas. El resultado es similar: una realidad alterada, una fuga controlada, una evasión sistemática. La única distinción real es que yo puedo sostener un trabajo, mantener una familia, funcionar en sociedad mientras me autodestruyo en cámara lenta.

Me pregunto si Lorenzo heredará esta necesidad de anestesia, si sus rituales de conteo evolucionarán hacia algo más oscuro. Ya reconozco en su mirada esa hambre de precisión, esa necesidad desesperada de control que he visto tantas veces en el reflejo del espejo. Y me aterroriza pensar que, en mi intento de protegerlo del caos, podría estar empujándolo hacia otro tipo de prisión. Que intentando defenderlo de la herencia de Elena —descontrol, autodestrucción—, podría estar legándole la mía propia: control obsesivo, perfeccionismo paralizante, vulnerabilidad cuidadosamente dosificada.

Ya veo en él los signos, tan claros como manchas de tinta en papel blanco: la forma en que reorganiza sus juguetes por tamaño, color y función; la manera en que cuenta cada paso entre habitaciones; su incapacidad para tolerar imprecisiones; su obsesión con los patrones numéricos; su tendencia a traducir emociones a ecuaciones para hacerlas manejables. Reconozco estos rituales porque son versiones infantiles de los míos propios, traducciones pediátricas de mis propias obsesiones adultas.

Cuando lo veo bloquear sus emociones, entender su frustración en términos de probabilidades y números, mi corazón se contrae dolorosamente. Quiero decirle que las emociones no necesitan ser contenidas en recipientes matemáticos, que el caos no siempre necesita ser ordenado, que el control no siempre es la respuesta. Pero ¿con qué autoridad podría decirle esto? ¿Yo, que solo me permito sentir bajo la influencia de sustancias reguladas? ¿Yo, que he convertido el control en religión, la precisión en credo, la represión en liturgia?

Candela, al menos, parece haber escapado de este ADN envenenado por generaciones de silencio. Su mundo de unicornios y cuentos de hadas es tan diferente del infierno matemático donde su hermano y yo habitamos… Donde Lorenzo y yo vemos secuencias, ella ve colores; donde nosotros analizamos, ella siente; donde nosotros contenemos, ella expresa. Su dramatismo constante, ese despliegue emocional que a veces me agota, es también su salvación: su capacidad para sentir plenamente, para manifestar sin filtros, para existir sin ecuaciones.

La trato con una suavidad que me niego a mostrar con Lorenzo, como si pudiera, a través de ella, redimir algo de la inocencia que perdí demasiado pronto. Le permito rabietas que jamás toleraría en su hermano, le consiento expresiones que nunca aceptaría en él. Esta diferencia, esta inconsistencia, es otra deformidad moral que no me atrevo a examinar demasiado de cerca. Porque en el fondo, en ese lugar donde no me permito mirar sin anestesia química, sé que estoy viviendo a través de ella, experimentando por proxy esa libertad emocional que nunca me permití, que Elena me arrebató, que enterré bajo capas y capas de control obsesivo.

Pero incluso esa preferencia es otra forma de adicción: me drogo con su inocencia como Elena se drogaba con alcohol, buscando en su sonrisa un escape temporal de mis propios demonios. La uso como ella usaba el vino: como medicina, como escape, como refugio de un mundo demasiado áspero. Y en el proceso, como todos los adictos, podría estar dañando precisamente lo que intento preservar.

Me aferro a la luz de Candela como un náufrago se aferra a un trozo de madera. No sé si la protejo o si la estoy usando para no ahogarme. No sé si mi amor preferencial es un regalo para ella o un robo para mí mismo. No sé si esta dualidad en mi paternidad les está haciendo un daño que solo será visible años después, cuando ambos estén en alguna consulta como la que yo frecuentaba, contando a algún profesional con diplomas en la pared cómo su padre trataba diferente a cada uno, cómo ese trato definió sus respectivos desarrollos, cómo esa inconsistencia les enseñó lecciones contradictorias sobre el valor del control versus la expresión, sobre el mérito del análisis versus el sentimiento.

La pantalla del ordenador parpadea, recordándome que tengo informes que completar, códigos que analizar, amenazas que neutralizar. Mi trabajo actual no es tan diferente de lo que hacía de niño: sigo buscando patrones en el caos, intentando prevenir catástrofes, transformando el desorden en algo comprensible. Sigo aplicando algoritmos a lo impredecible, sigo intentando contener lo incontrolable en ecuaciones y protocolos. La única diferencia es que ahora me pagan por ello, que ahora es una profesión respetable, que ahora se llama “análisis forense” y no “estrategias de supervivencia”.

Pero en las noches como esta, cuando el Diazepam difumina los bordes de la realidad y los recuerdos se filtran por las grietas de mi cordura farmacológica, vuelvo a ser ese niño escribiendo versos a escondidas en la cocina. Ahora las botellas han sido reemplazadas por cajas de pastillas, y el alcohol por recetas médicas. Y me pregunto si, dentro de treinta años, Lorenzo estará sentado frente a alguna pantalla futura, recordando cómo contaba pasos para sobrevivir, explicando cómo los números eran su única defensa contra el caos de un padre fragmentado que solo podía ser auténtico bajo efectos químicos controlados.

La bodega del abuelo sigue cerrada. A veces, en noches como esta, cuando el insomnio me empuja a través de la casa como un cadáver algorítmico recorriendo pasillos, me descubro buscando en internet fotos satelitales de la propiedad. Las imágenes de Google Earth muestran un punto verde oliva en medio de campos oxidados, un rectángulo de techo oxidado que el algoritmo de reconocimiento de la aplicación no puede identificar correctamente, etiquetándolo a veces como “estructura agrícola” y otras como “edificio sin clasificar”.

Se pudren sus secretos en silencio…

Se-pu-dren-sus-se-cre-tos-en-si-len-cio…

Once sílabas. Endecasílabo perfecto. Un verso que aparece sin ser convocado, como un espíritu en una sesión espiritista. La poesía sigue ahí, latente bajo la superficie, esperando el momento de emerger, como esos insectos que permanecen años bajo tierra antes de surgir todos a la vez, en una explosión de vida demasiado tiempo aplazada.

Las arañas tejen sudarios sobre barricas que ya solo fermentan polvo, mientras las últimas botellas del abuelo se pudren en su estante como un cadáver olvidado. El vino dentro debe ser vinagre ahora, ácido como mi sangre cuando pienso en todas las palabras que nunca le dije, en todas las conversaciones que nunca tuvimos, en todos los secretos que se llevó a la tumba. La química del vino sigue sus propias leyes: sin mantenimiento adecuado, sin cuidado constante, el néctar se convierte en veneno. Como sucede con las relaciones. Como sucede con los recuerdos. Como sucede con las promesas.

Si las abro y es vinagre, confirmaré lo que siempre he sabido: que todo lo que toco se pudre. Que incluso lo más preciado, lo más cuidadosamente preservado, termina corrompiéndose bajo mi influencia. Que no hay herencia que no termine envenenada, no hay legado que no termine contaminado, no hay amor que no termine transformado en algo tóxico.

No he vuelto desde su entierro. Desde ese día en que lo metieron en un hoyo en el cementerio municipal, tan lejos de sus viñedos, tan lejos de la tierra que tanto amaba. Él habría querido descansar en esa bodega, bajo esas barricas que tan meticulosamente cuidó durante décadas. Pero la burocracia sanitaria no entiende de rituales antiguos, de conexiones telúricas, de ciclos que trascienden la mera legalidad.

La llave aguarda en el cajón de mi escritorio, donde la dejé hace casi doce años. No la he tocado desde entonces, pero su presencia es como un latido constante en la casa, un recordatorio de promesas sin cumplir; de más promesas rotas. Está a menos de un metro de los dispositivos USB con mis archivos cifrados, de antes del silencio.

Diferentes tipos de llaves para diferentes tipos de cobardía. La de hierro forjado, que no me atrevo a tocar, guarda un espacio físico donde el abuelo fermentaba sabiduría; las digitales protegen versos que nunca debieron existir, poemas que siguen pudriéndose en la oscuridad digital. Ambas me recuerdan lo mismo: que soy un guardián de silencios, un custodio de verdades que no me atrevo a combatir.

La llave de la bodega late en ese cajón como una culpa perpetua; las otras pesan en mi bolsillo como una penitencia diaria.

El olor a roble y tiempo sigue allí, filtrándose por las rendijas. Una última botella espera en el estante más alto, cubierta de polvo: la cosecha del año en que nací, guardada para una celebración que nunca llegará.

«Esta la abriremos el día que encuentres tu voz», me dijo el abuelo poco antes de morir. Su voz ya estaba entonces gastada por el linfoma, por el peso de demasiados silencios acumulados. Me mostró la botella con manos temblorosas —no por miedo, sino por la debilidad física que la enfermedad estaba imprimiendo en su cuerpo antaño fuerte—, la sostuvo contra la luz para que pudiera apreciar ese tono rubí profundo que solo los grandes vinos adquieren con el tiempo. La etiqueta, amarillenta y desconchada, apenas permitía leer la fecha: 1980, mi cosecha, mi año, mi vino.

No tuvo tiempo de ver que mi silencio se prolongaría más de veinte años, que su nieto enterraría su voz bajo capas y capas de código binario e informes técnicos. No llegó a presenciar cómo la timidez adolescente mutaría en silencio profesional, cómo el miedo a expresar se transformaría en incapacidad para hacerlo, cómo la poesía juvenil se convertiría en programación adulta. No presenció cómo la semilla que él intentó proteger terminaría secándose, cómo el potencial que vio en mis versos se atrofiaría en informes técnicos, cómo la voz que intentó preservar acabaría silenciada por mi propia elección.

La botella sigue allí, testigo mudo de todas las celebraciones que no fueron, de todos los poemas que no escribí, de todas las veces que elegí el silencio sobre la verdad. Su presencia es acusatoria, su existencia un reproche constante. Ese líquido oscuro, ese néctar que debería haber acompañado mi voz recuperada, es un memorial a todo lo que he perdido, a todo lo que he sacrificado, a todo lo que he traicionado.

Mis dedos acarician la llave. Mentalmente, calculo la ruta: cuarenta y siete minutos en coche; la salida 32 de la autopista; el camino rural sin asfaltar durante los últimos siete kilómetros; la verja oxidada que probablemente necesitará aceite para abrirse; el sendero de cipreses que conduce hasta la casa principal; la puerta lateral que lleva directamente a la bodega. Pienso en qué encontraría allí: polvo, telarañas, ausencia. En qué olería: madera vieja, tiempo estancado, recuerdos putrefactos. En qué sentiría: culpa, vergüenza, pánico.

Mañana, tal vez.

Mañana podría ser el día en que regrese, en que afronte los fantasmas que habitan entre barricas y recuerdos.

El abuelo siempre decía que los grandes vinos, como los grandes dolores, necesitan tiempo para madurar. Me pregunto si, como ese vino, mi voz también habrá madurado en la oscuridad, o si, como mi madre, solo ha fermentado en algo más amargo. Tal vez la próxima vez que abra la boca, en vez de versos emerjan serpientes. Tal vez cada palabra esté tan infectada de veneno que envenene a quien la escuche. Tal vez el silencio no haya preservado mi voz, sino que la haya transformado en algo monstruoso, irreconocible, peligroso.

El primer poema que escribí sigue ahí, grabado en mi memoria como un código fuente primitivo. Un soneto torpe, con el ritmo imperfecto de un niño que buscaba orden en el caos:

Madre, tus pasos son campanas muertas
que me anuncian el terror tan certero,
cada mañana en mi espacio severo
sangran las venas de esperanzas yertas.

El vino pudre tus promesas ciertas
—aún las creo con dolor sincero—.
Tu amor es una herida sin sendero
que supura entre palabras inciertas.

Escondo versos bajo la almohada
mientras tus botellas, cual centinelas,
custodian mi terror en la alacena.

Mi infancia es una página manchada,
cada poema escrito son mis velas,
cada rima es un grito en cuarentena
.

Elena nunca lo leyó completo. Como Laura tampoco leerá nunca la novela sobre Sophia que ahora parpadea en mi pantalla, otro intento de dar estructura al caos, de convertir el dolor en algoritmos predecibles.

Quizás sea mejor así.

Hay códigos que no están hechos para ser descifrados, programas que funcionan mejor en la oscuridad.

Mientras tanto, sigo escribiendo, sigo programando, sigo intentando dar sentido a un mundo que empezó a desmoronarse una noche de hace treinta y cinco años, cuando descubrí que algunas madres ahogan sus demonios en cualquier botella que encuentren, y algunos hijos los exorcizan con versos escritos en márgenes de cuadernos escolares.

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