Depuración del Código
La luz del hospital me desgarra los ojos como si me inyectaran cloro directamente en el nervio óptico. El techo desfila en una secuencia mal editada, manchado de fluorescencia industrial que rebota contra las paredes de un blanco imposible. Tres días. Setenta y dos putas horas desde que colapsé en el salón del piso de Sandra, cuando mi sistema nervioso hizo implosión como un edificio minado desde sus cimientos químicos. Setenta y dos horas que solo existen como fragmentos dislocados en mi memoria: mi cuerpo retorciéndose sobre sí mismo, convulsionando como un títere con los hilos enredados en movimientos imposibles. Las voces de Sandra llamando a Laura con urgencia. Laura llegando con los niños, gritando instrucciones como la enfermera que es. Lorenzo contando los segundos entre espasmo y espasmo. Candela escondida tras el sofá desgastado de Sandra.
Esta vez no fue elección. Esta vez fue mi cuerpo tomando la decisión por mí.
Una enfermera —según su placa, se llama Pilar— ajusta el gotero con meticulosa precisión. Sus movimientos son mecánicos, ensayados, una coreografía de eficiencia estéril repetida miles de veces. Escucho el goteo del suero contra el plástico: un-dos-tres segundos entre gota y gota. Constante. Predecible. El ritmo perfecto de un cuidado calculado que no se permite ni un milímetro de desvío. Ha tratado a cientos como yo: adictos que se creían funcionales hasta que el sistema colapsa.
—¿Cómo nos encontramos hoy? —pregunta con esa falsa alegría profesional que usan los sanitarios con los casos perdidos, esa voz entrenada que nunca sube ni baja más de dos semitonos—. El médico pasará dentro de poco. Sus constantes han mejorado mucho desde ayer. Los números están mucho mejor.
Mis constantes. Como si mi desintegración pudiera medirse con un puto tensiómetro. Como si el caos químico y psíquico que me recorre pudiera reducirse a números en una pantalla. Frecuencia cardíaca. Presión arterial. Saturación de oxígeno. Todas esas métricas que pretenden cuantificar lo incuantificable: el derrumbe completo de un hombre que lleva media vida fingiendo que no se está desangrando por dentro.
—Mi familia —la garganta me arde, y las palabras rasgan como cristales rotos. Cada sílaba es un trozo de vidrio que me desgarra la tráquea en su ascenso. Mi voz suena extraña, como si perteneciera a otro cuerpo—, ¿dónde están?
—Su esposa salió hace media hora —responde mientras anota algo en una tableta. Sus dedos se deslizan por la pantalla con una precisión indiferente—. Ha pasado aquí toda la noche. No quiso irse ni cuando tuvo las convulsiones más severas. Tuvimos que insistirle para que fuera a descansar un poco.
El recuerdo me golpea sin aviso y mi cuerpo responde antes que mi mente. La respiración se corta, las manos se aferran a las sábanas, un sudor frío brota en mi nuca: Mi cuerpo retorciéndose sobre esta misma cama como un feto despellejado sobre una plancha ardiente, la espuma en mi boca formando burbujas sucias que estallan en saliva y bilis. Los gritos de Laura mezclándose con las alarmas de las máquinas en una sinfonía de pánico y esterilidad. Las primeras horas fueron un infierno líquido, con mi sistema nervioso convertido en una red de cables pelados que chisporrotean al contacto con el oxígeno. Son solo fragmentos ahora, esquirlas de memoria incrustadas en una bruma de dolor y desorientación que se extiende como un pantano tóxico.
—¿Convulsioné durante la noche? —pregunto, aunque temo la respuesta.
—Tres episodios —responde sin alterar su tono profesional—. El primero fue el más severo. Casi dos minutos. Los siguientes fueron decreciendo en intensidad y duración.
No recuerdo nada. Solo las primeras, en el piso de Sandra, permanecen como esquirlas de memoria. Mi memoria es un disco duro corrupto, con sectores enteros marcados como inaccesibles. Mi cuerpo recorrido por corrientes eléctricas incontrolables mientras Laura observaba. La vergüenza me inunda como un virus informático que corrompe cada archivo de mi sistema.
—¿Y mis hijos?
—Su amiga se los llevó anoche, después de la visita —explica Pilar. Su voz se suaviza ligeramente—. El niño no quería marcharse. Decía algo sobre secuencias y patrones que necesitaba registrar. Insistía en quedarse para documentar los intervalos entre… sus episodios.
Lorenzo. Mi reflejo algorítmico. Mi heredero de patrones obsesivos. La imagen de mi hijo intentando convertir mi descomposición en datos cuantificables me perfora el pecho como un taladro industrial. La culpa me abre el tórax como dedos podridos haciendo palanca en mis costillas para lamer directamente mis órganos. Me vio convulsionar en el suelo de aquel piso ajeno, me vio vomitar mientras mi abismo químico autoprescrito vomitaba sus últimos restos fuera de mi cerebro, me vio reducido a un amasijo de carne temblorosa mientras la ambulancia llenaba la estrecha calle de Lavapiés con sus luces azules que rebotaban contra las ventanas en patrones estroboscópicos. Y después, nada. Y su respuesta fue intentar encontrar el algoritmo en mi decadencia. Mi hijo, intentando procesar el horror convirtiéndolo en secuencias numéricas predecibles. Exactamente como yo lo habría hecho.
—¿Y mi hija? —pregunto, con la garganta tan seca que las palabras apenas logran formarse.
—La pequeña estaba asustada. Se aferraba a su cuaderno de dibujos. No hablaba mucho, pero no dejaba de mirarle fijamente mientras sostenía esos dibujos contra su pecho. Como si quisiera protegerlos. O como si le protegieran a ella.
Candela. Mi princesa de siete años que ve emociones en los colores. Que dibuja lo que no puede expresar con palabras. La vergüenza se expande como una mancha de aceite por todo mi sistema nervioso. Mis hijos, testigos de mi autodesmontaje, cartógrafos infantiles de la desintegración paterna.
La puerta se abre con un siseo hidráulico. Entran dos hombres de bata blanca. El más bajo, calvo y con gafas metálicas de montura fina, consulta una tableta con gesto concentrado. El otro, alto y con barba cuidadosamente recortada, lleva un bloc de notas antiguo, analógico. Como mis versos. Sus pasos son silenciosos sobre las baldosas, como si hubieran aprendido a moverse sin alterar el frágil equilibrio del sufrimiento ajeno.
Reconozco los pasos del doctor Álvarez antes de verlo. Después de tres días, ya distingo el ritmo particular de cada médico.
—Buenos días, señor Sáez. Este es el doctor Hernández, psiquiatra especialista en adicciones.
Adicciones. La palabra rebota en mi cerebro como una bala perdida. Yo no soy un adicto. Los adictos no controlan su consumo. Yo dosificaba cada pastilla con precisión milimétrica, calculaba cada combinación como una ecuación matemática. Elegía conscientemente cada estado alterado.
Hernández da un paso adelante, estudiándome. Su mirada es clínica, pero no fría. Hay algo en ella que me recuerda al abuelo: esa capacidad de ver a través de las capas de autoengaño que he ido superponiendo durante años hasta crear una armadura impenetrable. Una mirada que parece leer el código fuente de mi psique y no solo las rutinas superficiales que ejecuto para los demás.
—He estado revisando su historial —dice, y su voz tiene ese timbre grave, medido, como si cada palabra hubiera sido pesada antes de pronunciarla—. El patrón de automedicación que ha desarrollado es… extraordinario. Pocos consumidores de benzodiacepinas e hipnóticos sobreviven tanto tiempo mezclando estas dosis.
Consumidor. No paciente. No adicto. Consumidor. La palabra me irrita como un algoritmo mal escrito. Como si hubiera estado comprando putas lechugas en el mercado y no envenenándome sistemáticamente durante dos décadas con una precisión que ni los propios fabricantes contemplaron.
—No es adicción —gruño, y las palabras escapan sin filtro como datos corruptos—. Era elección. Cada pastilla. Cada dosis. Cada combinación. Todo calculado.
Hernández anota algo en su bloc. La punta del bolígrafo rasga el papel con un sonido que me taladra los tímpanos. Sin el Diazepam amortiguando mis sentidos, cada sonido se amplifica hasta volverse intolerable. Puedo escuchar el rumor de las conversaciones en el pasillo, el zumbido de los fluorescentes, el latido de mi propio corazón amplificado por los monitores. Todo me llega sin procesar, sin filtrar, en una avalancha sensorial que amenaza con abrumarme.
—La línea entre elección y necesidad se vuelve irrelevante cuando el sistema nervioso desarrolla dependencia —responde con una calma irritante, como si estuviera comentando el tiempo—. Sus análisis muestran niveles tóxicos recurrentes a lo largo de los años. La crisis convulsiva del domingo por la noche no fue casualidad. Era prácticamente inevitable dada la interacción prolongada de las sustancias.
Domingo. El día que todo explotó. El día que Laura y los niños vieron cómo me desmoronaba en tiempo real, sin la protección de la buhardilla, sin el escudo de la noche, sin el refugio de la química elegida. Estaba en el piso de Sandra, intentando explicarle lo que recordaba de lo ocurrido en el hotel Miranda, cuando Sandra detectó los primeros signos. Llamó a Laura. «¿Hace cuánto que no tomas nada, Marco?», preguntó, y su voz sonaba lejana, como filtrada por agua sucia. No pude responder. El tiempo ya no existía. Laura llegó con los niños; no tenía con quién dejarlos y llevaba días sin verme. Y entonces algo falló. Una conexión neuronal que se interrumpió. Un cortocircuito en algún rincón de mi maltrecho cerebro. No recuerdo el momento exacto. Solo fragmentos. Mi cuerpo derrumbándose junto a la mesa de la cocina. El vaso de agua estrellándose contra el suelo. Los gritos de Laura. Lorenzo intentando sostenerme. Candela llorando. Y después, oscuridad. Una oscuridad que no había elegido, que no había dosificado, que no había programado en mi rutina nocturna.
—Su amiga, Sandra —continúa Hernández, pasando una página de su bloc—, nos ha proporcionado información valiosa sobre los eventos previos. Mencionó algo sobre una situación en el trabajo, una crisis relacionada con ciertos archivos que investigaba. Un colapso durante una presentación. Una huida repentina.
Sandra. Por supuesto. La única que sospechaba desde hace semanas. La que encontró fragmentos poéticos en mi código. La que me recogió en el hotel Miranda. Le habrá hablado sobre mi colapso en la presentación, sobre mi huida de la oficina, sobre el hotel y las más de cuarenta y ocho horas de silencio en las que desaparecí de la faz de la tierra. Pero no todo —o tal vez sí.
La pistola. Los trozos del espejo. Mi intento fallido de silenciarme definitivamente.
La habitación parece estrecharse alrededor de mí. Las paredes blancas se acercan como los bordes de una imagen que se comprime, perdiendo resolución. El aire se vuelve denso, casi sólido. Sin la química en mi sangre, la ansiedad se despliega como un virus sin cortafuegos, infectando cada rincón de mi sistema.
—Trabajo como analista forense —respondo, y cada palabra es un esfuerzo descomunal que me deja exhausto—. A veces… a veces los patrones no tienen sentido. A veces la realidad se corrompe. Los datos mienten. Todo miente.
—Sandra también mencionó que encontró elementos personales en tu trabajo. Nos habló sobre… algo de “escritura creativa” en su código —dice el doctor, y hay algo en su tono que sugiere genuino interés, no mera curiosidad clínica—. Esa integración entre la precisión técnica y la expresión artística… Es una forma de canalización bastante inusual. Como si hubiera desarrollado un sistema de comunicación encriptado consigo mismo.
La vergüenza me quema la piel como ácido sobre metal. Sandra ha estado protegiéndome todo este tiempo. Ha ocultado las úlceras verbales que encontró en mi código, ha limpiado los rastros digitales de mis fragmentaciones poéticas. Desde que los descubrió hace meses, ha mantenido mi secreto mientras me observaba desmoronarme poco a poco, como quien observa un edificio agrietándose antes del derrumbe definitivo.
—Nadie debía verlos —murmuro, más para mí mismo que para ellos—. Eran privados. Personales. Nunca debieron estar allí.
—Y, sin embargo, estaban —responde Hernández—. Y según Sandra, eran notables. Un talento considerable, enterrado en las entrañas del código donde nadie podría encontrarlo. Excepto ella.
Me observa con esa mirada penetrante que parece atravesar todas mis defensas.
—Su jefe, un tal Capitán Antonio Rodríguez —continúa—, ha expresado su preocupación. Parece tener un gran aprecio por usted. Más allá de lo profesional.
El Capitán. La última imagen que tengo de él es su rostro confundido mientras yo huía del edificio, incapaz de completar una presentación básica, desmoronándome frente a todo el equipo. El sudor frío empapándome la camisa. Las manos temblando sobre el teclado. Los datos mezclándose, confundiéndose, rebelándose contra mis intentos de organizarlos. El pánico apoderándose de cada función ejecutiva de mi cerebro.
—¿Ha venido? —pregunto, y la idea me produce náuseas. El Capitán viéndome así, reducido a este despojo humano conectado a tubos y monitores.
—Estuvo aquí ayer, brevemente —responde Hernández—. Sandra le explicó lo básico: síndrome de abstinencia severo por benzodiacepinas. Muy profesional en su explicación, debo añadir. Ni una palabra sobre… aspectos más personales.
El alivio es breve, pero intenso, como un rayo de sol entre nubes de tormenta. Sandra me ha protegido. Ha preservado lo que queda de mi dignidad profesional, de mi carrera. Es más de lo que merezco, pero no me sorprende. Sandra siempre ha sido así: leal hasta la médula. Como ese día en la bodega, cuando por fin le mostré el maletín con los fragmentos del espejo roto y la pistola inservible. Después de que me recogiera a la salida del hotel Miranda, guardando mi secreto como quien guarda un arma cargada.
—El médico ya ha tramitado tu baja por tres semanas —continúa el doctor, adoptando repentinamente un tono más personal—. El Capitán Rodríguez ha gestionado los aspectos administrativos para que todo se procese sin complicaciones y ha ordenado la retirada temporal del arma reglamentaria, mínimo seis meses. Protocolo estándar en estos casos.
Mi arma. La que no usé en el hotel porque estaba demasiado sucia, demasiado descuidada, como todo en mi vida. La que falló cuando la necesitaba. Una puta metáfora perfecta que ni yo mismo podría haber escrito con todo mi tiempo y química disponibles.
—¿Qué le han dicho a mi familia? —pregunto, y la respuesta importa más de lo que quiero admitir. Hay una parte de mí que aún se aferra a la posibilidad de preservar algún fragmento de la imagen que he proyectado durante años.
—La verdad médica —responde Hernández, mirándome directamente—. Síndrome de abstinencia severo por interrupción brusca de benzodiacepinas e hipnóticos. Crisis convulsiva. Necesidad de desintoxicación supervisada. —Hace una pausa medida, como quien prepara el terreno para algo delicado—. Su esposa ya sabía lo de los cuadernos, lo de la poesía. Eso facilitó algunas conversaciones.
Laura. Los cuadernos. La invasión final de mi santuario. La revelación de todos mis secretos, de todas mis coartadas, de todas mis mentiras por omisión. Mi corazón se acelera bruscamente y la máquina a mi lado emite un pitido insistente. El doctor Álvarez se acerca con la autoridad silenciosa de quien maneja cuerpos y no personas.
—Vamos a dejarlo descansar —dice con firmeza profesional—. Parece que aún está procesando mucha información. Doctor Hernández, podemos continuar más tarde.
Pero la puerta se abre y ella entra, como convocada por mis pensamientos. Lleva el pelo recogido en una coleta improvisada, ojeras profundas de un violeta enfermo, y la misma ropa arrugada que llevaba cuando me derrumbé en el piso de Sandra. No se ha cambiado. No se ha ido a casa. Ha estado aquí estos tres días infernales, viendo cómo me arrancaban las máscaras una a una, cómo la química abandonaba mi cuerpo llevándose consigo todas las defensas que construí durante tantos años. Es un testimonio viviente de su sufrimiento, de su sacrificio. Sus ojos me estudian con una mezcla volátil de emociones —preocupación clínica y una rabia contenida que amenaza con desbordarse. Sus manos aferran con fuerza un cuaderno azul desgastado, mis primeros poemas, como quien sostiene evidencia incriminatoria.
—Laura —su nombre en mi boca suena como una disculpa, como una confesión, como una súplica. Tres sílabas que contienen veinticuatro años de silencios.
Los médicos intercambian una mirada y salen discretamente, dejándonos solos. Laura permanece junto a la puerta, como si temiera acercarse demasiado. Como si yo fuera radiactivo. En sus manos reconozco uno de mis cuadernos: tapas azules, bordes gastados, páginas que sobresalen como heridas abiertas. Mi primer libro de poemas. El más crudo. El que escribí a los siete años, mientras escuchaba a Elena romper botellas contra las paredes de nuestra casa. El que nunca, nunca debió leer.
—El médico dice que lo peor ya ha pasado —dice finalmente, y su voz fluctúa entre la enfermera profesional y la esposa traicionada—. Las convulsiones han cesado. El riesgo vital está controlado. —Su tono se vuelve cortante, clínico— Deberías recuperar la función neuromotora normal en unos días, aunque la recuperación completa llevará semanas. A diferencia de lo que quedará de nuestra familia.
El veneno en sus últimas palabras contradice la aparente neutralidad médica de su diagnóstico. Sus ojos reflejan la magnitud de la traición descubierta: que el hombre con quien ha compartido cama durante veintidós años era en realidad un extraño. Un impostor que mantenía su verdadero yo secuestrado en una buhardilla, drogado con pastillas minuciosamente elegidas, vertiendo versos que ella nunca debía leer.
—¿Los niños? —pregunto, porque necesito saber qué daños he infligido a las dos únicas personas que me importan más que mi propio sufrimiento.
—Con Elena —responde, con una sonrisa tensa que no llega a sus ojos. La mención de mi madre hace que su mandíbula se tense visiblemente—. Sandra los llevó allí para pasar las noches, cuando las convulsiones empeoraron. Tu madre está encantada, por supuesto. Siempre buscando formas de demostrar que es mejor que yo. —Se detiene, modulando su tono—. Pensé que sería mejor… que no vieran…
No termina la frase. No hace falta. Que no vieran a su padre convertido en un despojo humano, sacudiéndose como un animal agonizante mientras el veneno químico abandonaba su sistema en oleadas epilépticas de miseria y vergüenza.
Elena. Mi madre alcohólica, ahora sobria. Cinco años sin beber. La mujer que me enseñó el poder destructivo de las adicciones, a quien juré no parecerme jamás. La mujer que destrozó mi cuaderno de poemas cuando tenía once años, arrancando las páginas una a una mientras me llamaba “mariconcito de mierda”. Otra ironía en una vida plagada de ellas, como un manuscrito mal editado donde el autor repite el mismo motivo inadvertidamente: mi madre sobria cuidando de mis hijos mientras yo pago el precio por pastillas que ella ni siquiera necesitó para causar tanto daño.
—¿Por qué? —La pregunta de Laura no necesita contexto, no necesita elaboración. Contiene todas las preguntas posibles, comprimidas en esas dos sílabas que explotan como una granada en la habitación. Su voz oscila entre el dolor profundo y la furia apenas contenida.
¿Por qué las pastillas? ¿Por qué los poemas secretos? ¿Por qué Sophia? ¿Por qué el silencio? ¿Por qué la mentira? ¿Por qué no confiar en ella ni una sola puta vez en todos estos años?
—¿Por qué pudiste compartir esa parte de ti con un cuaderno, con unas pastillas, con esa puta buhardilla, pero no conmigo? ¿Por qué mi dolor nunca fue suficiente para ti?
—Miedo —respondo, y la palabra es ridículamente insuficiente, pero es lo único que puedo ofrecer. Es la raíz podrida de todo, el motor primario de mis decisiones—. Terror absoluto a ser vulnerable, a que me vieran como realmente soy. A que vieran al poeta y no al analista, al sensible y no al fuerte, al roto y no al íntegro.
—La primera vez… —comienzo, y cada palabra es un esfuerzo titánico que envía ondas de agotamiento a través de mi cuerpo traicionado— la primera vez que mostraron mis poemas, me despedazaron vivo. En la Academia, el instructor Ramírez encontró mi cuaderno. Lo leyó frente a toda la compañía. Arrancó las páginas una a una. “¿Así que tenemos un poeta maricón entre nosotros?”, dijo. Trescientos cadetes riéndose. Mis versos esparcidos por el suelo como vísceras, como partes de mi alma descuartizada en público.
El recuerdo es tan crudo que casi puedo sentir el sol de julio quemándome la nuca mientras la humillación me consumía. El pánico de ver mi interior expuesto, mi vulnerabilidad convertida en espectáculo. La risa colectiva, esa trituradora de almas. Las páginas volando por el patio como palomas descuartizadas. Mi poesía expuesta, profanada, desacralizada.
—Así que elegí el silencio —continúo, y cada palabra es un esfuerzo contra años de autocontención—. Enterré al poeta. Me convertí en lo que esperaban: eficiente, técnico, controlado. Programé una versión de mí mismo que no doliera, que no sangrara, que no sintiera.
Laura se sienta por fin al borde de la cama, y su espalda es rígida como una sentencia, con los hombros echados hacia atrás en esa postura que adopta cuando se prepara para la batalla emocional. Lo suficientemente cerca para intimidar, lo suficientemente lejos para mantener control. El cuaderno tiembla en sus manos, pero su rostro es una máscara cambiante: el dolor único que se siente incomprendido y la agresividad latente que se prepara para atacar.
—Después vinieron las otras cosas —murmuro—. Eva. Mi abuelo. El cáncer… —Mi voz se quiebra al recordar cada herida, cada fractura en mi sistema operativo mental—. Era demasiado. No sabía cómo procesarlo. Los poemas se acumulaban dentro como tumores verbales, pero no podía dejarlos salir. No podía arriesgarme a que me vieran así. No podía permitirme ser… ese.
Laura mira el cuaderno, pasando un dedo por la tapa desgastada como si fuera la prueba de un crimen imperdonable.
—Las pastillas te permitían ser quien realmente eres, pero solo en secreto —dice, su voz mezcla de desdén y dolor profundo mientras abre su bolso y extrae un pequeño pastillero metálico, decorado con flores grabadas—. Como Elena con el alcohol, aunque ella lo usaba para olvidar y anestesiarse.
Con movimientos precisos, casi rituales, extrae dos pastillas diferentes, las examina bajo la luz y las traga sin agua, con la facilidad de quien ha perfeccionado un gesto a través de años de repetición.
—Como yo con mi medicación —continúa, guardando el pastillero con un chasquido que resuena en la habitación—, que tomo sin esconderme de nadie, para sobrevivir al vacío que Eva dejó. —Sus ojos se endurecen mientras se pasa la lengua por los labios, eliminando cualquier residuo amargo—. La diferencia es que yo nunca oculté mi dependencia. La exhibo como una medalla, como una prueba de mi dolor. Diferentes drogas, diferentes propósitos, pero tú y Elena siempre tan parecidos. Yo al menos tengo el valor de sangrar a la vista de todos.
La comparación me atraviesa como un bisturí. Nunca lo había visto así. Mi “elección” no era tan diferente del alcoholismo de Elena o de la dependencia de Laura a sus antidepresivos. Diferentes venenos para el mismo dolor hereditario. El veneno de los Sáez, pasado de generación en generación como un código genético defectuoso.
—La diferencia —añade, y su voz se convierte en acero afilado— es que yo nunca oculté mi medicación. Nunca fingí estar bien cuando me desmoronaba por dentro. Nunca construí habitaciones secretas donde esconderme. Cuando perdí a Eva, me rompí frente a ti, frente a todos. —Se inclina hacia mí, invadiendo mi espacio—. Tomé pastillas para sobrevivir, Marco. Tú las tomaste para ser un cobarde glorificado, para crear poesía que nunca tuviste el valor de mostrar. Para fingir que eras alguien que no eras, aunque solo fuera en la oscuridad.
Sus palabras son cuchillas de precisión quirúrgica, abriendo heridas que llevan décadas supurando en silencio. La rabia en su voz no logra ocultar el dolor abismal que la sustenta, lo que lo hace aún más insoportable.
—No me enfada que las tomaras —continúa, y su mirada permanece fija en la mía sin permitirme escape—. Me enfada que me robaras la oportunidad de conocerte. Que construyeras esa buhardilla como un monumento a tu cobardía para esconder al verdadero Marco, como si mi dolor no fuera suficientemente profundo para comprenderlo, como si mi pérdida no me calificara para ver tu verdadero rostro, como si no mereciera conocer al hombre con quien dormía cada noche.
El monitor cardíaco a mi lado comienza a pitar con más rapidez. Sin el filtro químico del Diazepam, cada emoción es una avalancha descontrolada. Mi corazón late contra mi caja torácica como un animal enjaulado que intenta escapar, y la máquina traiciona mi agitación interna con su pitido constante.
—¿Y ahora qué? —pregunto, porque no sé qué más decir. Porque estoy terriblemente perdido en esta nueva realidad donde ya no puedo esconderme—. ¿Qué queda después de… esto?
Laura mira el cuaderno en sus manos, luego a mí. Su rostro muestra el cansancio acumulado de tres días sin apenas dormir, pero también una intensidad voraz, como un depredador que por fin tiene a su presa acorralada.
—Eso depende —responde—. De si estás dispuesto a sangrar donde yo pueda verlo. De si puedes soportar que yo sea testigo de tu dolor, cuando tú has sido un espectador silencioso del mío durante catorce años. De si puedes vivir sin tus preciosas divisiones mientras yo he estado abierta en canal desde que perdimos a Eva. De si puedes soportar ser visto como realmente eres, no solo por mí, no solo por los niños, sino por ti mismo.
La idea es aterradora. Veinticinco años construyendo defensas, levantando muros, manteniendo compartimentos estancos en mi mente. ¿Puedo abandonar todo eso? ¿Puedo existir sin mis divisiones internas, sin mis fronteras cuidadosamente vigiladas, bajo la mirada implacable de Laura?
—Sandra ha estado aquí todos los días —dice Laura, y su voz viaja impregnada de un resentimiento apenas disimulado—. Ha estado protegiendo tu posición en la Guardia Civil. Moviéndose desde el primer día, anticipando lo que vendría. Ella y el Capitán han construido una versión… sanitizada de lo que pasó. Colapso por estrés laboral. Agotamiento. Nada sobre el hotel Miranda. —Su boca se tuerce en una sonrisa amarga—. Todos tan dispuestos a protegerte, como siempre.
El hotel Miranda. Donde todo culminó. Donde la pistola falló porque estaba tan descuidada como el resto de mi vida. Donde los cristales del espejo se transformaron en jueces mudos de mi última humillación, reflejando infinitamente al miserable que sostenía el arma inútil. Donde Sandra me encontró, recogió mis pedazos rotos y me sacó de allí, guardando mi secreto como quien guarda evidencia comprometedora.
—¿Cómo…? —no puedo terminar la pregunta. No encuentro las palabras para preguntar lo que necesito saber.
—Sandra no habló directamente de lo que pasó en el hotel —responde Laura, y sus ojos siguen clavados en mí como dagas—. Pero cuando volvisteis de la bodega del abuelo, vi cómo te miraba. La forma en que se llevó de casa ese maletín tuyo con tanto cuidado, como si contuviera algo radioactivo. —Su voz se vuelve cortante—. Luego el médico mencionó las heridas en tus manos… las mismas que vi vendadas cuando llegaste. ¿Crees que soy estúpida, Marco? ¿Crees que no reconozco un intento de suicidio después de tantos años en urgencias? No hacía falta ser analista forense para unir los puntos, Marco.
La habitación se llena de un silencio que nos mastica las gargantas como vidrio molido. Su expresión se transforma, una mezcla volátil de furia y vulnerabilidad herida.
—Ibas a abandonarnos —su voz tiembla, y por un instante devastador veo que sus ojos se humedecen, el dolor auténtico abriéndose paso a través de su armadura—. Como Eva nos abandonó.
Aparta la mirada bruscamente y su respiración se entrecorta mientras lucha por contener el sollozo que le trepa por la garganta. Sus dedos aferran el cuaderno azul con tanta fuerza que sus nudillos se tornan blancos. Cuando vuelve a mirarme, apenas segundos después, la vulnerabilidad ha desaparecido como si nunca hubiera existido, reemplazada por una frialdad calculada.
—Como si no fuera suficiente perder a alguien una vez —continúa con su voz ahora firme y cortante—, tenías que hacerme revivir el infierno. ¿Tienes idea de lo que eso le habría hecho a los niños? ¿O estabas demasiado ocupado con tu precioso dolor poético para pensar en ellos? —Se inclina hacia mí, con el control recuperado y con una proximidad que es una invasión deliberada—. ¿Sabes lo que habría tenido que explicarles? ¿Las palabras exactas que habría tenido que usar para describir cómo su padre prefirió morir antes que seguir con nosotros?
—¿Puedo ver a los niños? —pregunto finalmente.
—Están fuera —responde, y su rostro se suaviza ligeramente al mencionarlos, su único punto vulnerable genuino—. Sandra los ha traído del piso de Elena hace un rato. Están en la sala de espera. Lorenzo no ha dejado de trabajar en lo que él llama “el proyecto”. —Una sombra cruza su rostro—. Se parece tanto a ti que duele mirarlo. Candela tiene nuevos dibujos para ti. Siempre tan dispuesta a perdonar, tan diferente a su madre.
—Quiero verlos —digo, y es la primera cosa que digo con absoluta certeza desde que desperté. Es lo único de lo que estoy seguro en este nuevo mundo desprotegido donde me encuentro.
Laura se levanta y va hacia la puerta, con cada movimiento cargado de tensión contenida. La observo mientras camina, notando lo gastada que parece, como un cable pelado a punto de provocar un incendio. No es solo el agotamiento de estos tres días. Es el desgaste acumulado de años convirtiendo su dolor en identidad, de sostener un matrimonio con un hombre que nunca estuvo completamente presente, que guardaba lo mejor de sí mismo para sus sesiones nocturnas de química y poesía, mientras ella sangraba públicamente día tras día.
Cuando abre la puerta, Lorenzo entra primero, con su portátil bajo el brazo y esa expresión de concentración intensa que reconozco como propia. La ha heredado de mí, junto con tantas otras cosas que ahora me aterran. Detrás, Candela abraza una carpeta llena de dibujos contra su pecho. Sus ojos —mis ojos— están enrojecidos de tanto llorar. Tiene el pelo revuelto, sin sus habituales coletas perfectas. Pero lo que más me golpea es su expresión: no es miedo, como esperaba. Es curiosidad. Como si estuviera ante un nuevo fenómeno que necesita analizar y comprender.
Lorenzo se detiene a unos pasos de la cama, evaluando la situación con su meticulosidad habitual. Sus ojos recorren los monitores, procesando los datos que muestran. Siempre analizando, siempre buscando patrones, siempre tratando de convertir el caos en algo predecible.
—Tus constantes vitales han mejorado —dice en lugar de un saludo—. La frecuencia cardíaca está en 68 pulsaciones por minuto. La presión arterial es 118/75. Los niveles de benzodiacepinas en sangre han disminuido un 89.7% en las últimas 72 horas.
Mi hijo, traduciendo su preocupación a datos precisos, convirtiendo el caos emocional en estadísticas manejables. Reconozco el mecanismo porque es exactamente lo que yo haría. Lo que he hecho desde el incidente de la Academia: traducir sentimientos a cifras, emociones a algoritmos, dolor a ecuaciones resolubles.
—He estado trabajando en algo —continúa, acercándose con cautela—. Un… un proyecto de análisis.
Abre el portátil y lo gira hacia mí. En la pantalla hay algo que nunca había visto antes: no es código puro, sino una especie de interfaz gráfica que muestra constelaciones de puntos interconectados por líneas de colores variables. Es como un mapa estelar digital, pero cada punto no es una estrella, es una palabra. Cada conexión no es una distancia, sino un patrón semántico. El sistema muestra relaciones que se expanden y contraen como un organismo vivo, formando racimos y redes que parecen respirar en la pantalla.
—Es un analizador de patrones poéticos —explica, con ese tono ligeramente didáctico que usa cuando habla de algo técnico, pero hay una fragilidad nueva en su voz—. He estado introduciendo tus poemas, categorizándolos por tema, métrica, período…
Se detiene, como si temiera mi reacción. Como si temiera haberme ofendido de alguna manera. Como si temiera que el viejo Marco, el que escondía su poesía como un secreto vergonzoso, fuera a emerger y castigarlo por su intromisión.
—He analizado la recurrencia léxica, la distribución de campos semánticos, las estructuras sintácticas y rítmicas —continúa, ganando confianza ante mi silencio—. También he mapeado la evolución temporal. Los poemas sobre la abuela Elena siguen un patrón matemático diferente a los de Eva o el abuelo. Y los poemas sobre… sobre tus pastillas… sobre la química elegida… tienen una estructura que parece predecir tus crisis.
Las palabras se atascan en mi garganta. Mi hijo no solo ha descubierto mis poemas, ha construido un programa entero para analizarlos, para encontrar patrones que ni yo sabía que existían. Ha aplicado su mente algorítmica a mis derrames verbales, encontrando una lógica matemática en lo que yo consideraba puro caos emocional.
—Los más intensos —continúa Lorenzo, señalando un racimo particular de nodos brillantes en la pantalla— aparecen en los poemas sobre Sophia. Sea quien fuera, transformó completamente tu estructura métrica. Es como si hubiera reprogramado tu sistema poético desde adentro.
Sophia… algún día tendré que explicarles quién fue. O qué fue.
Su dedo recorre las conexiones como un ciego leyendo braille, siguiendo las líneas invisibles que conectan mi fragmentación con mi poesía, mi química con mis versos, mi silencio con mis gritos internos. Mi hijo ha encontrado el algoritmo en mi caos, el método en mi locura, el código subyacente a mi aparente desintegración.
—Y yo he estado dibujando lo que encuentra Lorenzo —dice Candela, acercándose a la cama—. Mira, papá.
Extiende sus dibujos sobre la cama, y lo que veo me deja sin aliento. No son simples dibujos infantiles. No son los unicornios y princesas que solía hacer. Son mapas emocionales complejos, traducciones visuales de mis estados internos. En cada página, Candela ha transformado mis versos en un lenguaje cromático sofisticado: tonos azules fríos para los poemas sobre Elena, en composiciones que sugieren líquido contenido en recipientes frágiles. Rojos y naranjas ardientes para los del abuelo, dispuestos en espirales que se comprimen hacia un centro oscuro. Negros y púrpuras para Eva, formando una figura fetal estilizada que parece flotar en un vacío cósmico. Y un espectro fragmentado para los poemas sobre mi química elegida, formas geométricas que se descomponen y recomponen como un caleidoscopio enloquecido.
Y en el centro de todo, un espiral violeta y dorado que representa los poemas sobre Sophia, con líneas radiantes que conectan con todas las demás temáticas. Sophia, el catalizador, el virus que infectó todos mis sistemas y desató la crisis que me trajo aquí.
—Los colores ya no lloran, papá —dice Candela, señalando áreas específicas del dibujo con una precisión que me aterroriza en una niña de siete años—. Antes, cuando los dibujaba, salían siempre tristes. Pero ahora hablan entre ellos. Se están curando.
Miro a mis hijos con asombro y horror. Mientras yo me desintegraba en una cama de hospital, ellos han estado cartografiando mi alma fragmentada, mapeando mis fracturas, buscando algoritmos de reconstrucción en mi caos interno. Han estado intentando repararme, cada uno con sus herramientas: Lorenzo con su lógica implacable, Candela con su intuición cromática. Mis hijos, convertidos en ingenieros de rescate de un padre que se ha estado desintegrando frente a ellos durante años.
—¿No estáis… —Dejo que las palabras se pudran antes de llegar a mis labios, fermentando en el ácido de mi garganta, demasiado amargas para ser pronunciadas—… enfadados? ¿Asustados? Después de verme así, en el suelo…
Lorenzo sacude la cabeza. Su expresión es seria, adulta, demasiado madura para sus once años.
—Estabas enfermo —responde con una lógica implacable—. El síndrome de abstinencia de benzodiacepinas produce crisis convulsivas en el 20-30% de los casos severos. La suspensión brusca de Diazepam tras uso prolongado genera convulsiones tónico-clónicas en aproximadamente el 23.7% de los pacientes. No era tu culpa. Era química, no voluntad.
—Yo sí tuve miedo —admite Candela, con esa franqueza brutal propia de los niños—. Cuando te caíste en la cocina y empezaste a sacudirte. Había mucha espuma. Y hacías ruidos raros. —Se detiene, mirando sus dibujos—. Pero luego entendí que eran los colores saliendo de ti después de estar encerrados tanto tiempo. Como cuando agitas una botella de refresco y al abrirla explota todo.
La comparación me deja sin palabras. Mi hija, traduciendo el trauma a metáforas que puede manejar. La sabiduría de los niños condensada en analogías simples pero profundas. Verme convulsionar por abstinencia de benzodiacepinas, convertido en “colores saliendo después de estar encerrados”. Una simplificación perfecta y devastadora.
—Lo que intentamos decir —interviene Lorenzo, ajustándose las gafas con ese gesto que ha copiado inconscientemente de mí— es que comprendemos los patrones. Yo los veo en números. Candela los ve en colores. Y tú… tú los traduces a versos. Diferentes lenguajes para el mismo código.
La garganta se me cierra como si tuviera alambre oxidado enroscado en la tráquea, estrangulando cada intento de palabra. Sin el filtro químico del Diazepam, el impacto emocional de este momento me atraviesa sin ninguna protección. Mis hijos no solo me han visto desmoronarme, sino que han comprendido la arquitectura de mi desintegración mejor que yo mismo. Han visto a través de mis máscaras hacia el código subyacente, hacia los patrones primordiales que ni yo mismo podía articular.
—No quiero que tengáis que hacer esto —logro decir, con la voz quebrada por la emoción—. No quiero que tengáis que rastrear mis patrones, mapear mis silencios, temer mis crisis. No es vuestro trabajo arreglarme.
—No lo hacemos porque tengamos que hacerlo —responde Lorenzo, sorprendiéndome con su claridad—. Lo hacemos porque queremos entenderlo. Porque somos parte de esto. —Se detiene, y por primera vez veo al niño bajo la fachada analítica—. Lo hacemos porque eres nuestro padre, y porque te queremos. Incluso cuando te rompes.
Sandra aparece en la puerta. Lleva ropa casual, no el uniforme de la Guardia Civil, y su rostro muestra el cansancio de quien ha estado gestionando un desastre sin descanso. Su mirada se detiene en los dibujos de Candela, en la pantalla del ordenador de Lorenzo, en mi expresión devastada. No parece sorprendida. Como si hubiera anticipado esta escena, como si hubiera sabido desde el principio que llegaríamos a este punto.
—El Capitán está aquí —anuncia, y hay una formalidad en su tono que contrasta con su apariencia civil—. Quiere verte, pero solo si estás preparado.
Miro a Laura, que asiente levemente. No tiene sentido posponerlo. La humillación ya es completa. Que el Capitán me vea así será solo una nota a pie de página en el manuscrito de mi vergüenza.
—Está bien —digo, intentando incorporarme ligeramente en la cama.
Sandra sale y regresa un momento después con el Capitán Rodríguez. No lleva uniforme, sino una camisa azul clara y pantalones oscuros, pero su presencia sigue irradiando esa autoridad natural que siempre le ha caracterizado. Cuando ve a los niños, su expresión se suaviza ligeramente, transformándose de jefe a tío honorario, ese papel que ha desempeñado en las escasas reuniones sociales de la Unidad.
—¿Podríais dejarnos unos minutos? —les pide con esa calidez que siempre reserva para los momentos importantes, esa que me ha mostrado en tantas crisis a lo largo de los años.
Lorenzo y Candela miran a Laura, que asiente. Recogen sus cosas y salen con Sandra, dejándonos a Laura, el Capitán y a mí.
—Marco —dice, y su voz tiene esa cualidad que puede ser tanto paternal como intimidante—. Menudo susto nos has dado.
No hay reproche en su tono, solo una preocupación genuina que hace que la vergüenza se intensifique. Sería más fácil si estuviera enfadado, si me reprendiera, si se comportara como el superior jerárquico que es. Pero este Capitán humanizado, preocupado, es mucho más difícil de afrontar.
—Antonio, yo… —comienzo, pero levanta una mano para detenerme.
—Sandra me ha explicado la situación —dice—. Estás de baja médica durante tres semanas, renovable si es necesario. El arma queda retenida por un mínimo de seis meses, protocolo estándar.
Asiento, procesando la información a través de la niebla que aún nubla parcialmente mi mente. Tres semanas. Como si tres semanas bastaran para deshacer dos décadas de fragmentación autoinfligida.
—Sobre la investigación —continúa—, hemos reasignado tus casos. Sandra ha corregido las inconsistencias en el análisis de la red de financiación. El operativo sigue en marcha. No te preocupes por eso ahora.
Una pequeña parte de mí se relaja. Al menos no he saboteado meses de trabajo con mi colapso. Al menos parte de mi trabajo sigue adelante sin mí. Es un pensamiento egoísta, lo sé, pero me agarro a él como a un fragmento de mi antigua identidad.
—Tu puesto sigue ahí —añade, y hay algo en su tono que suena a promesa—. Cuando estés listo. Si quieres volver.
El “si” resuena en la habitación como una campana de bronce. Ninguno de nosotros sabe si volveré a ser el analista forense que era antes. Si esa versión fragmentada, pero funcional de Marco sobrevivirá a esta demolición completa. Si, una vez expuesto, el código subyacente podrá recompilarse en algo reconocible.
—Gracias —es todo lo que puedo decir.
—Marco —dice, sentándose a mi lado con la familiaridad de quien ha compartido mil batallas—. Nos has tenido a todos con el alma en vilo. Sandra ha estado aquí día y noche, y yo apenas he pegado ojo desde que me enteré. —Su mano encuentra mi hombro, un gesto de camaradería que trasciende los rangos—. No me vengas con disculpas ahora. Lo importante es que estás aquí, y que vamos a superar esto. Todos nosotros.
Hay algo en su tono, en su mirada, que me desconcierta. Una comprensión que parece ir más allá de la situación inmediata. Como si supiera exactamente por lo que estoy pasando. Como si hubiera estado allí él mismo, en esa frontera entre la fragmentación y la desintegración completa.
—Laura —se vuelve hacia mi esposa, con esa calidez que lo caracteriza fuera del uniforme—, perdóname por no haber notado antes lo que estaba pasando. Marco no es solo mi mejor analista, es familia. Y he fallado en protegerlo, en darme cuenta a tiempo.
Hay un dolor real en sus palabras, una culpabilidad que no esperaba, como si se considerara parcialmente responsable de mi colapso.
—No se castigue, Capitán —responde Laura con una sonrisa profesional deslumbrante, y su voz transformada en un registro melodioso que apenas reconozco, como si hubiera activado un programa distinto—. Los niños están bien. Son más fuertes de lo que parecen. Y entendemos lo ocupado que ha estado usted con la Unidad.
Sus manos, que minutos antes me sujetaban con fuerza casi dolorosa, ahora se mueven con una gracia estudiada mientras habla. El Capitán asiente, visiblemente aliviado por su comprensión. En cuanto se gira para revisar el monitor junto a mi cama, el rostro de Laura se endurece por un instante, sus ojos fijos en mí como dagas afiladas, antes de recuperar su máscara de serenidad cuando el Capitán vuelve a mirarla.
—Nos aseguraremos de que Marco tenga todo el apoyo necesario en casa —añade con una dulzura que solo yo sé descifrar como falsa—. Todos cuidaremos de él.
El Capitán esboza una sonrisa agradecida, sin captar la amenaza velada en esa última frase que para mí resulta tan clara como un grito.
—El doctor Hernández me ha explicado que se trata de un caso complejo —dice, mirándome nuevamente—. No solo abstinencia física, sino… otras cuestiones más profundas.
“Otras cuestiones”. El arte del eufemismo militar aplicado a mi desintegración personal. Mi colapso existencial, mi crisis identitaria, mi fragmentación psíquica… Todo reducido a “otras cuestiones”, como un informe minimizando daños colaterales.
—Día a día, Marco, así lo tomaremos —continúa, con esa mezcla de firmeza y afecto que le ha ganado la lealtad de toda la Unidad—. No porque la Guardia Civil haya invertido en ti, sino porque te lo has ganado con creces. No dejamos atrás a nuestra gente. No dejamos atrás a nuestros amigos.
La última palabra cae como una gota de agua en un estanque, creando ondas que se propagan en todas direcciones. “Amigos”. No subordinados. No recursos. Amigos. Es una palabra que el Capitán usa raramente, y nunca a la ligera.
—Marco necesitará tiempo —interviene Laura—. No solo para la desintoxicación física, sino para… para reordenar muchas cosas.
—Por supuesto —asiente el Capitán—. Las tres semanas son solo el comienzo. Lo importante ahora es tu recuperación, Marco. Todo lo demás puede esperar.
Se levanta, dando por terminada la visita, pero se detiene junto a la cama.
—Volveré la próxima semana —dice—. Sandra me mantendrá informado. Y Marco… —hace una pausa, como si buscara las palabras exactas— esto no define quién eres. Recuérdalo.
Cuando el Capitán sale, siento cómo una tensión que no sabía que estaba reteniendo se libera. Es como si un proceso en segundo plano que consumía recursos del sistema finalmente se cerrara, liberando memoria para otras funciones. Laura coge mi mano temblorosa, pero su agarre es demasiado fuerte, casi doloroso.
—¿Ves? —dice, con una sonrisa que no llega a sus ojos—. Todo el mundo dispuesto a protegerte. A perdonarte. Como siempre.
—Todo está cambiado —respondo—. Nada volverá a ser igual.
—No —admite, y por un instante veo el dolor puro detrás de la máscara de rabia—. Pero tal vez sea hora de que pruebes mi medicina, Marco. Vivir con las heridas abiertas a la vista de todos. Tal vez sea hora de que aprendas lo que es existir sin escondites, como he tenido que hacer yo desde que Eva se fue.
Sandra regresa, esta vez sin los niños. Su expresión es una mezcla de preocupación profesional y algo más personal que no puedo descifrar completamente.
—Los he llevado a la cafetería —explica—. Lorenzo quería mostrarte más cosas de su proyecto, pero le dije que necesitabas descansar. Estaba reticente, pero conseguí convencerlo. Le prometí que podría venir mañana con su ordenador.
Se sienta en la silla que acaba de dejar el Capitán, asumiendo el relevo. Hay un agotamiento en su postura que habla de noches sin dormir, de preocupación constante, de un esfuerzo sostenido para mantener unidas las piezas de un sistema que se desmorona.
—Voy a limpiar tus archivos personales del servidor —dice en voz baja, inclinándose ligeramente hacia mí—. Los fragmentos poéticos en el código, los comentarios… Todo. Nadie más los verá. Haré una copia de seguridad para ti, cuando estés listo.
La gratitud me inunda con una intensidad que no esperaba. Sin mi armadura molecular amortiguando mis emociones, cada sentimiento se multiplica exponencialmente, como si se hubieran quitado todos los limitadores de mi sistema afectivo.
—Gracias —logro decir, y es insuficiente para expresar lo que siento—. Por limpiar mis archivos. Por protegerme frente al Capitán. Por evitar que todo se derrumbe profesionalmente mientras yo me desmoronaba personalmente. Por todo.
Sandra me mira con una intensidad que me resulta casi insoportable sin el filtro benzodiacepínico. Sus ojos parecen ver directamente a través de todas mis defensas, hasta el código fuente de mi ser.
—Mi hermano también ocultaba cosas —dice, y su voz adquiere un tono más personal, más íntimo de lo que jamás le había escuchado—. Ecuaciones, patrones, teorías. Las escondía en cuadernos que solo él podía descifrar. Cuando las pastillas ya no pudieron contenerlo, empezó a escribirlas en las paredes. En los muebles. En su piel. Cuando lo internaron, lo primero que pidió fue papel y lápiz. Dijo que si no escribía las ecuaciones, se volverían contra él. Dijo que los números arañaban el interior de su cráneo desde dentro.
La imagen es demasiado familiar. Demasiado cercana a mis propios rituales nocturnos. A mis propias necesidades imperiosas de vaciar el exceso sobre el papel para que no me consuma desde dentro.
—Los médicos no entendieron que escribir era su forma de mantenerse cuerdo —continúa—. Pensaron que era parte de su delirio y se lo prohibieron. —Se detiene, y puedo ver el dolor antiguo en sus ojos, una herida que nunca ha cicatrizado completamente—. Tres días después intentó cortarse las venas con los cristales rotos de sus gafas. No para morir, sino para silenciar los números que le gritaban desde dentro. Eso es lo que me dijo cuando pudo hablar otra vez: que los números le dolían físicamente si no los escribía.
El silencio que sigue es denso, cargado de significados no dichos. Laura aprieta mi mano con más fuerza, estableciendo un puente físico entre Sandra y yo, entre su historia y la mía.
—Tu psiquiatra parece entender que la escritura no es el problema —añade Sandra—. Que es tu forma de procesar. De dar sentido al caos. Eso ya es un comienzo mejor que el que tuvo mi hermano.
—¿Cómo está él? —pregunto, y la pregunta parece aliviarla, como si llevara tiempo esperando que alguien se interesara por su carga personal.
—Sigue internado —responde—. Cinco años ya. Tiene días buenos donde reconoce mi voz al teléfono, me pregunta por cosas específicas, como si fuera completamente normal. Otros días solo susurra series matemáticas: “Uno, uno, dos, tres, cinco, ocho, trece…” durante horas. Ha llenado cuadernos enteros con la misma ecuación: 23x + 14 = salvación. Los psiquiatras no saben qué significa el veintitrés para él.
Otro espejo. Otro reflejo de lo que podría haber sido mi destino si la pistola hubiera funcionado, si hubiera elegido el silencio definitivo como respuesta final a este caos. La imagen del hermano de Sandra, atrapado en su propio sistema cerrado de ecuaciones, me golpea con una claridad renovada. Es exactamente lo que me esperaba si continuaba por el mismo camino.
—No cometas su error —dice Sandra, y hay una intensidad en su mirada que me atraviesa como un rayo láser—. Él eligió las ecuaciones sobre la realidad. Eligió perderse en patrones en vez de enfrentarse al dolor. No permitas que Lorenzo siga ese camino. No permitas que tú mismo lo sigas.
La imagen de Lorenzo contando compulsivamente, buscando ecuaciones fracturadas en mis versos, me golpea con claridad renovada. Mi hijo. Mi reflejo algorítmico. Ya está recorriendo el camino que yo he pavimentado durante dos décadas. Ya está aprendiendo a esconderse en patrones, a buscar refugio en ecuaciones, a fragmentar la realidad en secuencias numéricas manejables.
—No lo haré —prometo, y por primera vez, es una promesa que pretendo cumplir.
Sandra se levanta, satisfecha por ahora.
—Volveré mañana —dice—. Necesito coordinar algunas cosas con el Capitán sobre tu situación laboral.
Cuando Sandra sale, Laura y yo quedamos envueltos en un silencio cargado de resentimientos antiguos y verdades nuevas.
—¿Qué pasará con la buhardilla? —pregunto finalmente—. Con los cuadernos. Los archivos. Mi… santuario.
Laura considera la pregunta, y sus ojos brillan con algo peligroso.
—Ese santuario se acabó —responde con finalidad cortante—. Ese búnker donde te escondías de mí, de los niños, de la vida real… se terminó. Tal vez la buhardilla pueda existir, pero como un espacio abierto, un lugar donde puedas crear sin ocultarte. Donde puedas ser tú mismo a plena luz del día, no solo bajo el efecto de las pastillas y en la oscuridad. Un lugar donde tus hijos puedan verte escribir. Donde yo pueda ver quién eres realmente, no solo las migajas que decidías compartir.
La idea de que mi buhardilla —ese espacio que ha sido simultáneamente mi prisión y mi santuario durante más de veinte años— se transforme de esa manera, es tan aterradora como una sentencia de muerte. Un espacio abierto en lugar de una cárcel personal.
—¿Y mis versos? —la vergüenza aún quema al decirlo en voz alta—. ¿Los poemas?
—Son tuyos para compartirlos, o no —responde, con un destello de crueldad satisfecha—. Pero ahora sé que existen. Ya no puedes fingir que esa parte de ti es invisible. Ya no puedes fragmentarte según te convenga, en versiones distintas según con quién estés. —Su voz se suaviza peligrosamente—. El silencio te ha costado casi la vida, Marco. Y casi me ha costado a mi esposo. Casi ha costado a mis hijos su padre. El silencio ya no es una opción.
Recuerdo algo que el abuelo escribió en su carta, las palabras que encontré en la bodega aquel día: “El silencio también puede ser una forma de cobardía. El vino, como la poesía, como la verdad, necesita luz para ver su color”.
—Tengo miedo —admito, y es quizá la confesión más honesta que he hecho en mi vida adulta—. De quién seré desnudo de química. De lo que haré cuando los versos fluyan sin contención. De cómo afectará todo esto a Lorenzo y Candela.
—Bueno —dice Laura, y por un instante veo una satisfacción oscura en sus ojos—. Ahora sabes cómo me he sentido yo cada día desde que Eva murió. Bienvenido a mi mundo, Marco. Un mundo sin químicas que amortigüen, sin escondites donde refugiarse. Un mundo donde el dolor es público y el consuelo es un lujo.
Asiento, incapaz de hablar. La verdad es demasiado cruda para ponerla en palabras.
La puerta se abre nuevamente y el doctor Hernández entra con su bloc de notas. Su expresión es grave pero no severa.
—Disculpen la interrupción —dice—. Es hora de la evaluación psiquiátrica, pero puedo volver más tarde si lo prefieren.
—No —respondo, y la decisión se siente correcta—. Quiero que Laura se quede. Es hora de acabar con los compartimentos estancos. Con las versiones fragmentadas de mí mismo.
Hernández asiente, satisfecho con mi respuesta. Toma asiento y abre su bloc de notas.
—Bien, señor Sáez. Empecemos por lo fundamental —dice, adoptando un tono profesional pero no distante—. Necesito comprender la naturaleza exacta de su relación con los hipnóticos y con las benzodiacepinas. No es un patrón típico de adicción lo que veo en sus análisis.
Trago saliva. La claridad clínica con la que ha visto directamente lo que ni yo mismo quería reconocer me desconcierta y me alivia a partes iguales.
—No es adicción —respondo, y por primera vez, alguien parece dispuesto a escuchar esta distinción—. Es… una elección calculada. Un sistema que diseñé para permitirme perder el control… pero solo en mis términos. Solo cuando yo lo decido.
—Interesante paradoja —anota Hernández—. Control extremo para permitirse momentos de descontrol controlado. Como quien construye una jaula para sentirse libre dentro de ella.
—Exactamente —la palabra sale como un suspiro de alivio—. El Diazepam, el Lexatin, el Stilnox… cada uno tiene un propósito específico, una ventana temporal exacta donde me permite… ser. —Busco las palabras con esfuerzo—. El Diazepam abre la puerta. El Lexatin suaviza los bordes. El Stilnox… el Stilnox permite que todo se vuelva líquido.
—¿Ser quién?
—Ser vulnerable —respondo, y la verdad duele al salir—. Sentir el dolor que mantengo contenido. Escribir sin miedo. —Me detengo, buscando la precisión—. Durante veinticinco años he mantenido cada emoción, cada pensamiento, cada impulso bajo un control absoluto. Las pastillas son… las llaves que me permiten abrir puertas específicas, durante periodos exactos, bajo condiciones que yo controlo.
Hernández se inclina hacia adelante, claramente intrigado.
—En otras palabras, ha estado usando sustancias psicoactivas no para escapar del dolor, como la mayoría de los adictos, sino para permitirse sentirlo de manera controlada. Para acceder a partes de sí mismo que mantiene rigurosamente contenidas el resto del tiempo.
—Sí —confirmo, sintiendo que por fin alguien entiende—. El control absoluto es mi estado natural. Mi defensa primaria contra el caos. Las pastillas son las únicas herramientas que me permiten… descontrolarme sin desintegrarme. O eso creía.
Laura aprieta mi mano con fuerza, y sus uñas se clavan ligeramente en mi piel.
—Es por eso que siempre insistías en que era tu elección —dice ella con una sonrisa tensa que no oculta su resentimiento—. No era solo negación de adicto. Era… tu precioso control. Mantener el control incluso sobre tu pérdida de control. —Su voz adquiere un filo peligroso—. Mientras yo perdía el control completamente, tú lo preservabas incluso en tus momentos de supuesta vulnerabilidad.
—El último refugio de control —asiente Hernández—. Muy revelador. Esto explica también su rigurosa gestión de las dosis, las combinaciones estudiadas, los horarios precisos. No estaba simplemente consumiendo; estaba administrando un sistema complejo diseñado para permitir momentos controlados de vulnerabilidad. Un sistema dentro del sistema.
Respiro profundamente, sintiendo que por primera vez en veinticinco años, alguien ve a través de todas mis capas de autocontención, hasta el núcleo mismo de mi paradoja existencial.
—¿Pero qué sucede —pregunta Hernández con precisión clínica— cuando ese sistema falla? Cuando el control que mantiene sobre su pérdida de control empieza a desmoronarse, como ocurrió recientemente.
Mi cuerpo entero se tensa ante la pregunta.
—Terror absoluto —respondo sin dudar—. Un pánico tan visceral que hace que mear sangre parezca un pasatiempo agradable. —El médico no se inmuta ante la crudeza de mi descripción—. Es como… estar en caída libre sin paracaídas. Todos los mecanismos fallan simultáneamente. Todos los compartimentos se rompen a la vez. Todas las versiones de mí mismo se superponen, se confunden. Es la desintegración total.
—Como en el hotel Miranda —dice, no como pregunta sino como afirmación.
No respondo. No hace falta. El recuerdo del espejo roto, de los trozos de vidrio, de la pistola inservible, es demasiado reciente. Los fragmentos del espejo reflejaban infinitamente mi rostro descompuesto, multiplicando mi vergüenza en un caleidoscopio de autodesprecio.
—Y su poesía, ¿qué papel juega exactamente en este sistema? —continúa Hernández, cambiando ligeramente de enfoque.
—Es el propósito de todo —confieso, como quien revela un secreto vergonzoso—. La razón por la que diseñé todo este mecanismo. La poesía siempre ha estado ahí, queriendo salir. Pero solo bajo los efectos controlados de la “Santa Trinidad” podía escribir sin el terror al juicio, a la exposición. Solo así podía dejar que saliera sin sentir que me estaba desangrando frente a todos.
—¿Ha intentado escribir sin medicación en todos estos años? —pregunta, aunque probablemente sabe la respuesta.
—No —admito—. Era impensable. El terror a la vulnerabilidad, a mostrarme tal como soy… —Me detengo, incapaz de continuar.
—Hábleme de ese terror —dice Hernández, inclinándose levemente hacia adelante—. ¿Es solo miedo al rechazo, o hay algo más profundo?
La pregunta me desarma. Nunca lo había analizado así. Nunca me había preguntado qué hay realmente en el núcleo de ese pánico constante.
—Es terror a desintegrarme —respondo tras un largo silencio—. A que si muestro esa parte de mí, todo lo demás que he construido se derrumbe. A que si permito que el poeta exista a la luz del día, el analista, el marido, el padre… todos morirán. A no saber quién soy si no soy ese hombre perfecto, controlado, eficiente que todos creen que soy.
—¿Y los pensamientos suicidas?
pregunta cae como una bomba en la habitación. Laura se tensa visiblemente, aunque por su mirada puedo ver que ya sospechaba algo después de hablar con Sandra sobre los días que estuve desaparecido.
—No son… continuos —respondo con cuidado—. Aparecen en momentos específicos. Cuando los patrones se rompen. Cuando pierdo el control sobre mi descontrol. Cuando la fragmentación amenaza con convertirse en desintegración.
—¿Se manifestaron también durante tu crisis en el hotel? —pregunta, sin necesidad de ser más explícito.
Bajo la mirada, incapaz de seguir sosteniendo la suya. Laura aprieta mi mano con más fuerza.
—Marco —Hernández adopta un tono más personal, casi paternal—, estamos ante un cuadro complejo. Basándome en lo que he observado y en la información proporcionada por Sandra y el equipo médico, creo que estamos afrontando múltiples diagnósticos entrelazados.
Saca una hoja con algunas anotaciones. La hoja tiembla ligeramente en sus manos, el único indicio de que lo que está por decir no es una comunicación rutinaria.
—Trastorno por estrés postraumático complejo, derivado de la infancia con su madre alcohólica, y agravado por traumas posteriores como la Academia, la pérdida de Eva, la muerte de su abuelo, y el cáncer —enumera con voz neutra—. Un trastorno obsesivo-compulsivo centrado en patrones y control, que se manifiesta tanto en lo personal como en lo profesional. Depresión mayor recurrente, actualmente en fase aguda. Y, por supuesto, dependencia severa a benzodiacepinas e hipnóticos.
Cada diagnóstico es como un golpe físico, como un ladrillo que cae sobre mi pecho. Etiquetas para mi desastre interior, nombres clínicos para el caos que llevo años intentando contener. Me pregunto si Lorenzo podría hacer un algoritmo para esta fragmentación diagnóstica. Si podría encontrar el patrón subyacente a tantas etiquetas superpuestas.
—¿Y mi poesía? —pregunto, porque en este momento es lo único que me importa realmente—. ¿Es solo un síntoma más? ¿Un subproducto patológico de la enfermedad mental?
Hernández me mira con una intensidad que me desconcierta.
—No, Marco —responde con convicción, y por primera vez usa mi nombre de pila—. Su poesía es exactamente lo contrario. Es su intento de autocuración. Es el método que su psique encontró para procesar lo que no podía procesar de otra manera. Es la voz que su alma ha mantenido, incluso cuando usted intentaba silenciarla.
—¿Entonces por qué necesitaba las pastillas para escribir? —La pregunta escapa como un sollozo estrangulado.
—Porque construyó una asociación psicológica entre la medicación y la libertad creativa —explica—. Las benzodiacepinas reducían temporalmente la hipervigilancia del TEPT y las restricciones del TOC. Le daban una ventana para acceder a esa parte de usted que mantenía rígidamente controlada el resto del tiempo. Pero era un círculo vicioso: cuanto más dependía de la química para expresarse, más imposible le parecía hacerlo sin ella.
Laura interviene. Su voz adopta ese tono clínico que usa cuando habla con pacientes terminales:
—¿Podrá escribir sin ellas? —pregunta al médico, ignorándome como si yo no estuviera presente—. Los poemas son lo único que le importa realmente. —Me mira de reojo—. Son su verdadero amor. El centro de todo. Su verdadera familia.
—Podrá —afirma Hernández con una certeza que me asombra—. Pero será diferente. Al principio más difícil, probablemente doloroso. Luego, con el tiempo, más auténtico. La química no creó al poeta, señor Sáez. Solo le permitió existir en un entorno controlado. La voz siempre fue suya. La medicación solo quitó temporalmente los candados que usted mismo había puesto.
Sus palabras me dejan sin aliento. Durante todos estos años he atribuido mi capacidad poética a polvos de olvido programado, a cárceles líquidas, como si fueran una musa externa sin la cual no pudiera crear. Pero si el doctor tiene razón, la voz siempre ha estado ahí, acechando bajo la superficie, esperando ser liberada sin necesidad de llaves químicas.
—Ahora, respecto al tratamiento —continúa Hernández—. Propongo un enfoque integrado que aborde simultáneamente todos los aspectos. Seguiremos con la desintoxicación física bajo supervisión médica, aproximadamente dos semanas más. La primera semana será la más difícil, y aún podremos esperar síntomas de abstinencia intermitentes. Paralelamente, iniciaremos terapia diaria para trabajar en los traumas subyacentes. La terapia cognitivo-conductual será útil para manejar el TOC, mientras que el EMDR podría ayudar con el componente traumático.
—¿EMDR? —pregunta Laura, con un interés profesional que momentáneamente se sobrepone a su resentimiento y sus ojos brillando con el reconocimiento de un tratamiento que quizás ella misma debería haber recibido—. Lo propusieron para mí después de Eva. Lo rechacé. —Su voz se endurece—. Algunas heridas no están hechas para curarse.
—Desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares —explica—. Es especialmente efectiva para memorias traumáticas no procesadas. En el caso de Marco, tenemos múltiples capas de trauma que han quedado enquistadas: la infancia con su madre alcohólica, el incidente de la Academia, la pérdida de Eva…
—¿Y medicación? —pregunto, consciente de la ironía de estar preguntando por nuevas pastillas cuando las anteriores casi me matan.
—Eventualmente, sí —responde—. Pero diferente. Un antidepresivo ISRS para la depresión y el TOC. Posiblemente un estabilizador del ánimo. Nada adictivo. Nada que altere significativamente la consciencia. Y, lo más importante, nada que sea autoprescrito o autodosificado.
Asiento, procesando toda esta información. Es demasiado para asimilar de una vez, pero el simple hecho de tener un plan, una estructura, un patrón a seguir, me proporciona un alivio inesperado.
—Lo más crucial ahora —enfatiza Hernández, cerrando su bloc de notas— es romper ese ciclo de fragmentación. Ha pasado más de veinte años dividiendo su existencia en compartimentos estancos: el analista, el padre, el esposo, el poeta secreto. Esa fragmentación es lo que ha estado destruyéndolo desde dentro, como un sistema operativo con particiones que no se comunican entre sí, consumiendo recursos duplicados hasta el colapso.
—La integración —murmuro.
—Exactamente —asiente—. No más máscaras separadas. No más identidades aisladas unas de otras. Un Marco completo, con todas sus complejidades y contradicciones, con todas sus fortalezas y debilidades. Una persona íntegra, en el sentido literal de la palabra: no dividida.
Se levanta, cerrando su bloc de notas.
—No será un proceso lineal. Habrá retrocesos, momentos de fragmentación. Comenzaremos mañana a las diez —dice—. Sesiones diarias al principio. Iremos construyendo un camino hacia la integración, no la fragmentación. Y, señor Sáez…
Se detiene en la puerta.
—Traiga un cuaderno. Va a necesitarlo.
Laura aprieta mi mano cuando el doctor sale, y en sus ojos veo algo inquietante: una mezcla de vindicación y posesión. Como si mi colapso confirmara algo que siempre había sospechado, como si mi desintegración me devolviera al lugar que me corresponde en su narrativa.
—Quiero hablar con Lorenzo y Candela a solas un momento —digo, mirándola—. Hay cosas que necesito decirles. Solo a ellos.
Laura se tensa visiblemente, su cuerpo entero se endurece como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Sus labios se entreabren ligeramente, dejando escapar un sonido casi inaudible, una mezcla entre suspiro y gruñido. Sus ojos se entrecierran, evaluando la amenaza implícita en mi petición.
—¿Cosas que no puede oír su madre? —pregunta con una sonrisa tensa que no alcanza sus ojos—. ¿Más secretos, Marco? ¿No has tenido suficiente?
Se acerca y coloca una mano sobre mi brazo. Sus dedos presionan con firmeza apenas disimulada, marcando territorio.
—Cinco minutos —concede finalmente con una voz dulce que contradice la intensidad de su mirada—. Estaré justo fuera. Los niños han estado muy alterados, no conviene agitarlos más.
Se dirige hacia la puerta, pero se detiene junto a ella, girándose para añadir:
—Recuerda que han sido días muy duros para ellos. Y que después de hablar contigo, volverán a casa conmigo. A nuestra casa.
Sale a buscarlos con pasos medidos, con una sonrisa forzada, dejando la puerta entreabierta, lo suficiente para escuchar cualquier conversación. No sin antes lanzarme una mirada que dice claramente: “Esto no ha terminado”.
Su mensaje es claro: puede permitir este momento, pero sigue siendo ella quien establece los términos, quien controla el acceso a los niños, quien decide cuánto tiempo y espacio puedo tener con ellos.
Momentos después, mis hijos entran. Se acercan a la cama con una mezcla de cautela e intensidad que me recuerda demasiado a mí mismo.
—Quería deciros… —comienzo, y las palabras se atascan. Sin el filtro químico, cada emoción amenaza con abrumarme como una marea que rompe un dique—. Siento que hayáis tenido que ver… todo esto. Que hayáis descubierto así quién soy realmente. Que hayáis tenido que recomponer los fragmentos de vuestro padre.
—Ya sabíamos quién eras —dice Candela con esa sabiduría simple que a veces poseen los niños—. Siempre lo supimos. Solo que tú no lo sabías.
Lorenzo asiente, ajustándose las gafas en un gesto que ha copiado de mí sin darse cuenta.
—Los patrones estaban ahí —añade—. En cómo contabas sílabas sin darte cuenta mientras leías los cuentos por la noche. En cómo estructurabas cada frase como si fuera parte de un poema más grande. En cómo tus ojos veían colores que nadie más veía. En cómo mirabas las gotas de lluvia deslizándose por la ventana, como si fueran versos líquidos.
—Pero los escondías —continúa Candela—. Como cuando yo escondo mis dibujos cuando creo que son feos. Pero no lo son. Solo son diferentes.
Miro a mis hijos con asombro renovado. ¿Cuándo se volvieron tan perceptivos? ¿Cuándo aprendieron a ver a través de las máscaras que pensé que eran impenetrables? ¿Cuándo detectaron la poesía que creí haber enterrado tan profundamente?
—La buhardilla seguirá siendo tu espacio, tu refugio —dice Laura, uniéndose a la conversación desde la puerta donde había permanecido vigilante, mezclando en su voz dulzura para los niños con advertencia para mí—, pero ya no será un búnker secreto. ¿Verdad, Marco? Papá podrá escribir sus hermosos poemas donde todos podamos verlo. Donde yo pueda verlo.
—¿Puedo subir a veces? —pregunta Lorenzo, y la petición me toma por sorpresa—. Para trabajar en el programa. Para entender mejor los patrones. Para… ver cómo escribes sin la química.
—Yo también quiero subir —añade Candela—. Para dibujar los colores mientras papá escribe. Para que no estén solos.
Un nudo se forma en mi garganta, tan denso y tangible que casi me ahoga. La idea de compartir ese espacio, de convertir mi santuario en un lugar familiar, habría sido impensable hace una semana. Ahora, parece no solo posible, sino necesario.
—Sí —logro decir—. Cuando salga de aquí. Cuando esté… mejor.
Laura se sienta al borde de la cama, completando nuestro círculo familiar. Su mano izquierda descansa sobre el hombro de Candela con una posesividad evidente, mientras la derecha encuentra la mía sobre la sábana. Sus dedos se entrelazan con los míos en un gesto que parece afectuoso para nuestros hijos, pero que siento como una sutil demostración de dominio. Su proximidad es tanto una amenaza como un consuelo.
—¿No es bonito estar todos juntos así? —pregunta con una sonrisa radiante dirigida a los niños, antes de volverse hacia mí, con el brillo de sus ojos transformándose imperceptiblemente—. Sin divisiones. Sin secretos.
Por primera vez en años, no hay barreras aparentes entre nosotros, pero puedo sentir cómo su resentimiento late bajo la superficie como una corriente subterránea, esperando el momento adecuado para emerger. Cuando Lorenzo menciona nuevamente su programa de análisis poético, noto cómo los dedos de Laura se tensan ligeramente sobre el hombro de nuestro hijo, y su pulgar traza pequeños círculos, un recordatorio silencioso de su presencia.
—No va a ser fácil —advierte, mirándome directamente con esa intensidad que reserva para sus momentos más oscuros, mientras su otra mano acaricia el pelo de Candela en un contraste perturbador—. Habrá días en que desearás haber muerto en ese hotel. Días en que añorarás tus pastillas más que al aire. Días en que te arrepentirás de haber sobrevivido. —Se inclina más cerca, y su voz se transforma en un susurro solo para mí mientras mantiene su sonrisa intacta para los niños—. Y yo estaré allí para verlo todo.
—Ya los hay —admito—. Cada minuto desde que me desperté aquí. Cada segundo desde que la química abandonó mi sistema. Todo duele más. Todo brilla más intensamente.
—Pero esta vez no estarás solo —dice Lorenzo—. Esta vez no tendrás que esconderte.
—Esta vez los colores hablarán en voz alta —añade Candela—. No solo en susurros.
Miro a mi familia reunida alrededor de mi cama de hospital: Laura con el cuaderno de poemas de mi adolescencia en su regazo, Lorenzo con su algoritmo para decodificar mis patrones, Candela con sus dibujos que cartografían mi alma fragmentada. Una nueva configuración familiar que nunca habría imaginado, pero que ahora parece la única que tiene sentido.
—El sistema está corrupto —dice Lorenzo con su precisión técnica habitual—. Hay errores en el código fuente. Pero no está perdido. Solo necesita restauración.
—¿Cómo? —pregunto, y la pregunta contiene demasiadas cosas a la vez, demasiadas preguntas en una sola palabra.
—Día a día —responde Laura—. Verso a verso. Verdad a verdad. Un archivo a la vez. No hay atajos, Marco. No hay píldora mágica que haga esto fácil.
—Pero hay un camino —añade Lorenzo—. Siempre hay un camino a través del caos. Solo hay que encontrar el patrón correcto.
—Y los colores correctos —completa Candela, sacando un nuevo dibujo de su carpeta—. Mira, papá. Es para ti.
El dibujo me deja sin aliento. No es como los otros complejos mapas emocionales de mis distintos estados poéticos. En este, Candela ha dibujado la buhardilla, pero transformada. No es el búnker oscuro donde me encerraba a consumir pastillas y vomitar versos. Es un espacio luminoso, lleno de colores vibrantes, con ventanas abiertas por las que entra la luz. Y dentro, cuatro figuras comparten el mismo aire, el mismo tiempo, la misma verdad: Lorenzo con su portátil, Candela con sus dibujos, Laura con un libro, y yo… yo con un cuaderno, sentado junto a la ventana, escribiendo a plena luz del día.
—Somos nosotros —explica, señalando las figuras—. En tu sitio especial. Pero ya no está triste. Está… está restaurado.
La palabra resuena en la habitación como una promesa, como un diagnóstico, como un destino posible.
Restauración. No es volver a un estado original idealizado que nunca existió, sino crear un nuevo sistema donde las partes valiosas se preservan e integran. No borrando los errores, sino incorporándolos al código. No silenciando el caos, sino dándole un lugar en la arquitectura del sistema.
No es una restauración perfecta. Hay archivos dañados que nunca recuperaré completamente, memorias corruptas que permanecerán así, relaciones que requerirán años de reprogramación cuidadosa. El código fuente está demasiado comprometido para una recuperación total.
Pero es un comienzo. Un nuevo código fuente a partir del cual reconstruir lo que una vez estuvo roto. Un compilador diferente para el mismo lenguaje primordial.
Y por primera vez en veinticinco años, las palabras sangran directamente de la herida, sin el torniquete químico que las contenía, manchando todo lo que toca su tinta envenenada.
Sin máscaras. Sin escudos. Sin silencios autoimpuestos.
La verdad, por fin, encuentra su sistema operativo.
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