El Vino y la Palabra
El Lexatin de 3 miligramos se disuelve en mi sangre mientras conduzco por la carretera comarcal. No es ansiedad lo que intento controlar —es mi propio deseo de sentir, de recordar, de ser. La química es mi llave maestra para abrir las puertas que yo mismo construí. Las cerraduras de carne y voluntad que mantienen sellado todo lo que me define.
La luz del atardecer se derrama sobre el parabrisas como aceite rancio. Cada curva en la carretera retuerce un poco más el alambre invisible que se enrosca en mis entrañas. El silencio dentro del coche es denso, táctil. Se adhiere a mi piel como una película de sudor frío. El Hyundai avanza a ochenta por hora, pero mi mente va a doscientos, acelerando hacia un precipicio que llevo años evitando.
La finca del abuelo está a treinta kilómetros de Madrid, pero el viaje siempre se me hace eterno. Normalmente, serían cuarenta minutos, pero hoy, con esta carga invisible, el tiempo se estira como caucho fundido. Cada curva me acerca más a ese lugar donde el tiempo fermenta los segundos en vinagre de forma diferente, donde cada rincón guarda una lección que el abuelo convirtió en historia. El hedor a memoria empieza a filtrarse por las rejillas de ventilación, por las grietas invisibles de la carrocería. No tengo más remedio que respirarlo.
El Lexatin fluye por mi sistema con parsimonia, como un invitado que conoce bien la casa. Afloja las compuertas que contienen el aluvión de recuerdos, suaviza los bordes afilados de ciertas imágenes. Permite que la sensación de náusea se convierta en algo casi placentero, como una advertencia de que estoy vivo.
La bifurcación aparece ante mí como una lengua bífida. Izquierda, hacia Colmenar. Derecha, hacia un pasado que no he visitado en casi doce años. Giro el volante a la derecha con un movimiento que parece pertenecer a otra persona. La carretera se estrecha, se vuelve más sinuosa. Los árboles forman un túnel sobre el asfalto, un pasadizo orgánico hacia lo que fue y nunca será.
El primer indicio de que me acerco a la finca son los postes de piedra que flanquean el camino cada cincuenta metros. El abuelo los construyó durante el verano del 79, un año antes de que yo naciera. Solíamos darles nombres, personalidades. «Ese es Don Genaro, siempre vigilante», decía apuntando al que estaba ligeramente inclinado hacia la derecha. «Y ese es el Capitán Martínez, recto como un huso». Los postes siguen ahí, pero las personalidades están muertas, como todo lo demás.
El portón de hierro forjado aparece ante mí como un centinela oxidado. La pintura verde se ha desprendido en escamas que dejan ver el metal enfermo debajo. El abuelo solía repintarlo cada primavera, como un ritual, mientras recitaba a Machado: «“Estos días azules y este sol de la infancia”». Nunca entendí porqué elegiría un poema que hablaba del azul y el sol para una tarea donde todo era verde y hierro.
No he vuelto desde el entierro, pero mis manos recuerdan el código: 2-5-0-4, mi fecha de nacimiento. El mecanismo chirría al abrirse, protestando por años de abandono. El sonido viaja a través de mis tímpanos hasta alojarse en un rincón específico del cerebro donde guardo los ruidos del pasado. Se añade a la biblioteca de chirridos metálicos que habita en mis pesadillas.
Mi cuerpo reacciona antes que mi mente: la boca se me seca de golpe, el sudor me empapa la espalda a pesar del frío de enero, la cicatriz del omóplato me arde. El bisturí fantasma dibuja de nuevo su línea. El pecho se me contrae en un espasmo silencioso. La respiración queda atrapada durante tres, cuatro, cinco segundos. Cuando finalmente sale, es un gemido ahogado que no reconozco como mío.
El Lexatin no puede amortiguar esto. No del todo. No era su propósito. La sedación completa vendría con el Diazepam de 10 miligramos, pero esa no era la puerta que quería abrir hoy. Hoy necesito sentir el filo, el corte limpio de los recuerdos, la sangre emocional que brota cuando te enfrentas a tus propios fantasmas.
Doce años de ausencia pesan en cada paso que doy sobre esta tierra. La grava cruje bajo mis zapatos con reproches diminutos. Cada piedra es un testigo mudo de mi cobardía, del tiempo que he dejado transcurrir, del deterioro que he permitido. El viento me golpea la cara con fragmentos de pasado. Huele a romero silvestre, a tierra seca, a abandono.
El camino de grava serpentea entre los cipreses que el abuelo plantó cuando compró la finca, uno por cada miembro de la familia. ¿Los de Elena flanquean la entrada principal? Fueron plantados cuando yo era demasiado pequeño para recordarlo. Los míos fueron plantados cuando tenía cinco años. Los recuerdo, tan vívidos, como cicatrices en la carne: la forma en que sus brazos se movían con precisión al cavar los hoyos, cómo sus manos encallecidas sostenían cada plantón con una delicadeza incongruente, el ritual de regar cada árbol recién plantado con vino de la cosecha anterior.
«Son los guardianes de nuestra historia», decía mientras cuidaba de ellos con una devoción que solo más tarde comprendería. Su voz grave vibrando en el aire como el zumbido de un contrabajo. El roce áspero de sus palmas cuando revolvía mi pelo. El olor a tierra en su ropa, ese aroma mineral y orgánico a la vez que nunca he encontrado en ningún otro lugar.
Los míos, más jóvenes, flanquean el camino hacia los viñedos. ¿Elena tiene los suyos cerca de la casa? Estos crecieron torcidos, como si reflejaran su propia lucha, como si la tierra misma rechazara sus raíces o como si ellos intentaran escapar del suelo que los alimentaba. Los del abuelo, los más antiguos, se alzan rectos y firmes junto a la bodega, proyectando sombras que marcan el paso del tiempo como un reloj solar natural.
«Para que siempre encuentres el camino a casa», dijo mientras plantaba el mío, sus ojos arrugados entrecerrados contra el sol de agosto. Recuerdo cómo sus manos temblaban ligeramente —no de vejez, sino de emoción contenida— mientras sostenía mi ciprés. Yo tenía cinco años y me parecía un ritual extraño, pero solemne. Un árbol que me sobreviviría, dijo, que guardaría mi historia mucho después de que yo dejara de contarla. Ahora, treinta y ocho años después, el árbol sigue ahí, retorcido, pero firme, mientras yo me he convertido en una sombra de lo que prometía ser.
Casa. Qué puta broma. Lo que el abuelo nunca entendió es que para algunos de nosotros, la casa no es un lugar físico, sino el espacio entre las costillas, ese hueco bajo el esternón donde anida el miedo. Mi casa es portátil, está en las pastillas que llevo en el bolsillo, en el control milimétrico que mantengo sobre cada aspecto de mi existencia.
Cuando el abuelo hablaba de casa, veía este trozo de tierra castellana, estos muros de piedra, este cielo implacable. Yo veo solo otra prisión, otra caja cerrada donde los recuerdos se pudren como fruta olvidada en un cajón.
Aparco frente a la entrada. La propiedad se extiende ante mí como un animal desollado bajo el mediodía: la casa de piedra con sus tejas rojizas ahora cubiertas de líquenes verdosos, el frontón donde me enseñó que perder también es una forma de aprender, la piscina ahora vacía donde sus historias hacían que el tiempo se detuviera en las tardes de verano, el huerto que fue su último proyecto y ahora es un testimonio de ausencia, con los espantapájaros reducidos a esqueletos de madera que sostienen harapos descoloridos. Y más allá, dominando el paisaje como una catedral rural, los viñedos y la bodega.
No podría soportar el olor a humedad y ausencia, las telarañas colgando de las esquinas, el polvo acumulado sobre los muebles, los marcos de fotos caídos y olvidados en el suelo, las fotografías descoloridas mostrando versiones de nosotros mismos que ya no existen. La casa abandonada a su suerte, sin sábanas ni protecciones, pudriéndose desde dentro como yo mismo.
El sol de la tarde, débil, pero sorprendentemente claro para enero, desgarra la piel de mi nuca mientras camino hacia la bodega. Mi camiseta se adhiere a mi espalda como una lámina de plástico pegajosa. Cada paso es más difícil que el anterior, como si la gravedad aumentara progresivamente. O quizás es el peso de lo que estoy a punto de enfrentar.
Las vides abandonadas extienden sus brazos retorcidos hacia el cielo, suplicando una poda que nunca llegará. Son las supervivientes, las que han logrado subsistir a pesar del abandono. No son todas: donde antes había filas ordenadas de cepas cuidadas con precisión científica, ahora hay claros irregulares, espacios vacíos donde la muerte ha reclamado su tributo. Podría haberlas salvado. Podría haber venido antes. Podría. Podría. Podría.
Un recuerdo se filtra entre las grietas de mi resentimiento: Elena durante la vendimia del 85, antes de que todo se fuera a la mierda. La imagen emerge con una nitidez dolorosa, como un cristal afilado desgarrando la membrana que separa el presente del pasado.
Llevaba unos vaqueros gastados y una camiseta vieja del abuelo, manchada de mosto. Su pelo, normalmente teñido y arreglado con precisión enfermiza, estaba recogido en una coleta desordenada. Era uno de esos raros días en que parecía en paz consigo misma, moviendo cajas de uva como si el trabajo físico pudiera mantener a raya sus demonios, como si el sudor que empapaba su ropa fuera una forma de exorcismo.
Trajo tortilla de patatas y cerveza sin alcohol —una ironía que entonces no entendí. El sol le arrancaba destellos cobrizos del pelo. Su risa, ese sonido que más tarde se volvería tan escaso, resonaba entre las vides como música. El abuelo fingía no mirarla, pero vigilaba cada uno de sus movimientos, como si pudiera preservar ese momento de lucidez a fuerza de voluntad, como si con solo observarla intensamente pudiera fijarla en ese estado para siempre.
Yo tenía cinco años y me parecía normal verla así: sudada, sonriendo, real. No sabía entonces que estaba presenciando los últimos destellos de una mujer que pronto se ahogaría en su propio veneno. No sabía que dos semanas después la encontraría inconsciente en el suelo de la cocina, rodeada de botellas vacías, su rostro un mapa de venas reventadas y promesas incumplidas.
No sabía que ese día en los viñedos sería la última vez que ella me alzaría en brazos sin que el olor a alcohol me provocara arcadas. No sabía que la tortilla de patatas que compartimos sería el último alimento hecho con un mínimo de dignidad, el último vestigio de normalidad que saldría de sus manos antes de que el alcohol las convirtiera en apéndices temblorosos incapaces de sostener un cuchillo sin peligro. Porque después, cuando la encontraba cocinando, lo hacía de forma mecánica, autómata, sin el menor rastro de amor o cuidado, sus movimientos imprecisos dejando rastros de comida quemada y platos a medias.
Elena me enseñó que el dolor se camufla como normalidad, que la autodestrucción se presenta como control. Ella se escondía en el alcohol; yo me destripo en ansiolíticos. Ella anestesiaba; yo arranco la costra para que sangre más. La diferencia es que mis pastillas no difuminan mi realidad —la deforman hasta hacerla insoportablemente nítida, como un lente que amplifica cada grieta, cada herida, cada pudrición. Sus botellas eran escudos; mis pastillas son escalpelos con los que me abro en canal cada noche. El alcoholismo de Elena me enseñó que el dolor químicamente mediado es una herencia más potente que cualquier gen, que se transmite por imitación, por necesidad, por supervivencia adaptativa.
A veces me pregunto si ella también recuerda ese día, si en sus reuniones de AA habla de la mujer que fue, de la madre que no supo ser. Si recuerda cómo sus manos, ahora temblorosas por años de abuso alcoholismo desenfrenado, una vez fueron firmes y seguras mientras recogía uvas. Si en algún momento de lucidez se pregunta qué habría sido de ella —de nosotros— si hubiera encontrado en el trabajo físico lo que buscaba en el alcohol.
Cinco años sobria ahora. Demasiado tarde para muchas cosas. Como mi propia sobriedad, que llegará demasiado tarde para salvar lo que importa.
Don Honorio, el señor de estas tierras, el contador de historias, el maestro del vino, sus huesos crujirían bajo tierra si viera el estado de su obra. La obra de su vida reducida a este esqueleto abandonado, a esta versión oxidada y putrefacta de lo que fue. Las viñas que cuidó con devoción casi religiosa, marchitas. La bodega que construyó con sus propias manos, sellada. El conocimiento que acumuló durante décadas, perdido.
«“Quita, que tú no sabes”», me diría, arremangándose la camisa para mostrarme, una vez más, cómo se hace el trabajo. Lo veo tan claramente como si estuviera frente a mí: el gesto impaciente con la mano, las arrugas alrededor de los ojos cuando entornaba la mirada, la forma en que su cuerpo entero parecía vibrar con una energía que desmentía su edad.
La llave de la bodega pesa en mi bolsillo como un órgano extirpado. Mis dedos la encuentran por instinto, palpando sus bordes dentados, el metal frío que parece absorber el calor de mi piel en lugar de calentarse. Hay algo obscenamente íntimo en sostener esta llave, como si estuviera tocando una parte del abuelo que nunca debería haber sido expuesta.
El abuelo me la dio semanas antes de morir, cuando el linfoma ya ganó la batalla, pero él seguía haciendo planes, organizando la vendimia que nunca llegaría a ver, calculando cuántos litros produciría cada variedad de uva, decidiendo qué barricas usaría para cada una. La negación como forma de resistencia.
Estábamos en su despacho. Ese espacio sagrado donde nadie entraba sin invitación. Incluso Elena, en sus peores momentos de alcoholismo desenfrenado, respetaba ese límite. El despacho del abuelo era territorio vedado, un santuario de orden y conocimiento.
En su biblioteca, los libros siguen perfectamente ordenados y numerados, cada uno con sus marcas y anotaciones precisas. Los lomos desgastados brillan bajo la tenue luz que se filtra por la ventana sucia, como si conservaran parte de la vida que se les transmitió a través de manos ávidas de conocimiento.
Los volúmenes de la “Monitor Enciclopedia Salvat para Todos” de 1966 ocupan el estante superior. Veinticuatro tomos con lomos de un verde descolorido por décadas de sol. Sus páginas están desgastadas por consultas nocturnas, y plagadas de trozos de papel que marcan párrafos subrayados. El abuelo desconfiaba de los marcapáginas comerciales. Prefería trozos de papel donde anotaba sus pensamientos, creando un diálogo con los autores a través del tiempo.
Al lado, la “Gran Historia Universal” del Club Internacional del Libro, edición del 94 —su última adquisición importante. Doce tomos con encuadernación de falso cuero y letras doradas. «Para que siempre tengas donde buscar las respuestas”, me dijo mientras acariciaba las tapas nuevas, como si quisiera dejarme algo más que vino y tierra.
Incluso enfermo, mantenía ese orden meticuloso que lo caracterizaba, como si pudiera contener la muerte organizando el conocimiento. Como si la entropía pudiera mantenerse a raya a través de un catálogo bien estructurado. Lo comprendo demasiado bien: mi propio afán de control no es más que un reflejo del suyo, una herencia más potente que cualquier viñedo o bodega.
La última vez que estuve aquí, estaba sentado en su sillón favorito, ese monstruo de cuero agrietado que se adaptaba perfectamente a su cuerpo, pero que resultaba incómodo para cualquier otro. Tenía un libro en el regazo, pero sus ojos estaban fijos en la ventana, observando el viñedo. Su rostro mostraba una quietud que solo ahora reconozco como aceptación.
«La memoria es traicionera», me dijo, señalando sus cuadernos de anotaciones. Libretas negras donde registraba cada detalle, desde la temperatura exacta durante la fermentación hasta la cantidad precisa de levadura añadida a cada barrica. «El vino no perdona los errores, y la vida tampoco».
Luego abrió el cajón de su escritorio y sacó la llave. Una pieza antigua de hierro forjado, con un elaborado diseño en el extremo. No era práctica —hay llaves modernas que habrían funcionado mejor— pero el abuelo valoraba la tradición tanto como la eficiencia.
«Cuando llegue el momento», dijo, «sabrás qué hacer con esto».
No lo sé. Sigo sin saberlo. La llave descansa en mi palma como un reproche metálico, como la evidencia física de una confianza que no he sabido honrar. La aprieto hasta que los bordes se clavan en mi carne. El dolor es bienvenido, un ancla en la corriente de recuerdos que amenaza con arrastrarme.
La puerta de roble macizo protesta al abrirse. La madera ha absorbido la humedad del ambiente y se ha hinchado, haciendo que los goznes giman como articulaciones artríticas. El chirrido reverbera en mi cráneo, amplificado por el Lexatin que ya ha comenzado a difuminar los bordes de la realidad.
El aire que escapa huele a tiempo detenido, a madera podrida, a hierro oxidado, a historia fermentada. A polvo y a memoria. Huele a muerte. Sabe a miedo. Suena a sangre. El olor me golpea como un puño físico, haciéndome retroceder un paso. Durante un instante, valoro seriamente dar media vuelta, cerrar la puerta, volver al coche, regresar a Madrid, a mi química elegida, a mi silencio autoimpuesto, a mi prisión familiar.
Pero no lo hago. No puedo. No después de haber llegado hasta aquí. No con la botella esperándome.
Enciendo las luces y desciendo los escalones de piedra. El interruptor funciona, sorprendentemente. La luz es débil, amarillenta, como la de una vela agonizando. Las bombillas desnudas cuelgan de cables que serpentean por el techo abovedado. Cuando era niño, imaginaba que eran venas, que la bodega era un organismo vivo que respiraba a través de las rendijas en la piedra, que se alimentaba de los vapores del vino fermentando.
Los escalones ceden un poco bajo mi peso, como si la bodega misma protestara por mi regreso. La piedra está gastada en el centro de cada peldaño, pulida por décadas de pisadas —las del abuelo, principalmente. Bajando cada mañana para comprobar la temperatura, la densidad, la acidez. Subiendo cada noche con muestras que analizaría en su despacho. La constancia como religión.
Cada paso levanta un eco. Un eco que no pertenece solo a mis pies. Hay otros pasos que resuenan bajo los míos, pisadas fantasmales de todos los que han bajado estas escaleras antes que yo. Mi eco se funde con el suyo, nuestros ritmos se sincronizan a través del tiempo. Por un momento, siento su presencia tan vívida que mi piel se eriza, y el vello de mi nuca se levanta como antenas microscópicas detectando corrientes invisibles.
Aquí abajo, en este templo subterráneo que el abuelo construyó con sus propias manos, cada rincón guarda una lección, cada sombra una historia. La bodega es un texto vivo que el abuelo escribió con sudor y sangre, y que yo he dejado deteriorarse hasta casi la ilegibilidad.
Su laboratorio sigue intacto en la esquina: el densímetro, el medidor de pH, las probetas graduadas. Herramientas de precisión, instrumentos de ciencia en el corazón de lo que muchos considerarían un arte. El abuelo no creía en la dicotomía. Para él, la ciencia y el arte eran manifestaciones del mismo impulso humano: la búsqueda de la verdad a través de la transformación de la materia.
«La tradición es importante», solía decir mientras ajustaba los instrumentos con precisión científica, «pero el conocimiento es lo que separa el vino bueno del vinagre». Su respeto por lo antiguo nunca se convertía en veneración ciega. Era capaz de descartar métodos centenarios si descubría uno mejor. La tradición era un punto de partida, no un destino.
Me enseñó que la elaboración del vino era tanto ciencia como arte, igual que la poesía era tanto disciplina como inspiración. El vino, como el verso, requería tanto conocimiento técnico como intuición. Ambos exigían un equilibrio perfecto entre control y abandono, entre precisión y pasión.
Sus manos sangraban contra la madera de las barricas, mientras el sudor goteaba sobre las uvas como otra forma de fermentación. No había separación entre su sangre y el vino, entre su cuerpo y la bodega. La ciencia era solo otra forma de sangría controlada, un método para canalizar la pasión hacia algo tangible, medible, compartible.
Me acerco a su mesa de trabajo, donde realizaba los análisis químicos. La superficie está cubierta por una fina capa de polvo que difumina los contornos de los objetos, como si estuvieran deshaciéndose gradualmente, regresando al estado primigenio de la materia. Paso un dedo por encima, y el polvo se adhiere a mi piel como una segunda epidermis. Una transferencia literal del pasado al presente.
Me muevo entre las barricas hasta el fondo de la bodega, donde descansan los vinos ya embotellados. Mis zapatos crujen contra el suelo de piedra, levantando ecos que se persiguen entre las sombras. La realidad ha adquirido esa cualidad ligeramente gelatinosa que busco. Las esquinas se han suavizado. La luz parece tener consistencia física, como si pudiera tocarla.
Las estanterías de roble trepan hasta el techo abovedado como costillas expuestas. Cada botella es una vértebra en esta columna que sostiene el peso de la historia familiar. La luz mortecina arranca destellos verdosos de los cristales polvorientos. El tiempo detenido en líquido, la memoria fermentada y embotellada.
Cada botella tiene una historia que el abuelo solía contar con precisión de historiador y gracia de narrador. Conocía cada cosecha como si fueran hijos: sus virtudes, sus defectos, las condiciones de su nacimiento, las peculiaridades de su desarrollo.
1975: el año que ganó su primer premio en la feria del vino, aunque siempre insistía en que los premios no significaban nada si el vino no hacía sonreír a quien lo bebía. «Los jueces tienen papilas gustativas, no corazones», solía decir con una mezcla de orgullo y desdén.
1983: la cosecha que llamaba “la perfecta”, no por el vino en sí, sino porque toda la familia participó en la vendimia de alguna forma. Elena antes del alcoholismo, sonriendo bajo el sol de septiembre; yo con apenas tres años, jugando entre las cestas vacías, manchándome las manos y la cara de mosto, riendo mientras el abuelo fingía perseguirme entre las vides; el abuelo en su plenitud, dirigiendo todo con la precisión de un director de orquesta. Un momento de convergencia que nunca se repetiría, preservado en botellas que ahora descansan cubiertas de polvo.
1988: el año de la helada que casi acaba con todo, pero que el abuelo convirtió en una lección sobre la resistencia. «A veces», me dijo mientras recorríamos los viñedos dañados, «lo que parece una pérdida total es solo una poda necesaria. La naturaleza tiene su propia forma de equilibrar las cosas».
Y allí, en lo más alto del estante norte, cubiertas por años de polvo y promesas rotas, están mis botellas. El corazón me golpea contra las costillas como un animal enjaulado. El ritmo se acelera hasta que cada latido se funde con el siguiente, creando una vibración continua que me recorre desde el centro del pecho hasta las puntas de los dedos.
La taquicardia extrema distorsiona mi percepción: el campo visual se estrecha como si mirara a través de un túnel, los bordes de mi visión se difuminan en sombras pulsantes. Un mareo ondulante me golpea en oleadas, haciendo que la bodega se incline ligeramente hacia la izquierda, como si estuviera en la cubierta de un barco en alta mar. Los objetos cercanos parecen alejarse y acercarse rítmicamente, siguiendo el compás de mi pulso desbocado. El sudor que empapa mi camisa no es solo nerviosismo —es la respuesta física de un corazón que bombea sangre a más de 160 latidos por minuto, exigiendo a mi sistema cardiovascular un esfuerzo que no puede sostener mucho tiempo más.
La boca se me seca de golpe, como si todo el aire de la bodega hubiera sido succionado. La lengua se me pega al paladar, y tragar se convierte en un ejercicio consciente y doloroso. El estómago se me contrae en un espasmo violento —voy a vomitar, joder, voy a vomitar aquí mismo.
1980. Mi cosecha. La que el abuelo guardaba para cuando encontrara mi voz.
Catorce botellas, una por cada verso de un soneto perfecto. El vino que se vendimió el año de mi nacimiento, que se embotelló cuando yo tenía un año, que ha estado esperando cuarenta y tres años a que cumpla la promesa que le hice al abuelo, consciente o inconscientemente: la promesa de encontrar mi voz poética, de dar forma al caos, de transformar el dolor en algo bello.
Mis piernas tiemblan como si hubiera corrido una maratón. Los músculos se contraen y relajan sin un patrón reconocible, amenazando con ceder en cualquier momento. Me apoyo contra la estantería para no caer. La madera cruje bajo mi peso como un lamento.
No es el Lexatin, es pánico puro. El sudor me empapa la camisa, pegándola a mi espalda como una segunda piel enferma. El tejido cicatricial se contrae en un espasmo que recorre toda mi espalda, como si me estuvieran operando otra vez, como si el bisturí del cirujano estuviera trazando nuevamente su recorrido por mi carne. El ardor se extiende desde la cicatriz hacia el resto de mi cuerpo, como si la piel entera estuviera inflamándose desde dentro.
Mi mano tiembla tan violentamente que casi no puedo agarrar una de las botellas. Los dedos se me crispan como garras, rechazando el contacto. Mi cuerpo entero se rebela contra este momento, como si comprendiera mejor que mi mente consciente lo que significa. La bilis me sube por la garganta como un animal viscoso reptando hacia la libertad.
Me apoyo contra la estantería, mareado, mientras la habitación gira como un tiovivo desquiciado. El polvo de cuarenta años se me mete en los pulmones, haciéndome toser hasta que me duelen las costillas. Cada espasmo es un pequeño terremoto interno que amenaza con hacerme pedazos.
Finalmente, logro cerrar los dedos alrededor del cuello de una botella. El vidrio está frío bajo la capa de polvo, como si hubiera absorbido el frío de la tierra, de la piedra, del tiempo. El contraste con mi piel febril intensifica la sensación de contacto hasta hacerla casi insoportable.
Si la suelto, temo que desapareceré —no, peor: temo que seguiré existiendo en este limbo de cobardía y silencio, en esta media vida que he construido para mí mismo.
Si la abro, temo que me destruiré —que el vino se haya convertido en vinagre, que mi voz esté tan muerta como el abuelo, que no quede nada que salvar. Que todo haya sido una espera inútil, como tantas otras esperas en mi vida.
La botella pesa en mi mano, anclándome en este momento, en esta realidad que parece estar desvaneciéndose en los bordes. El cristal está helado contra mi palma sudorosa. El contraste de temperatura me provoca una nueva oleada de náuseas. Mi reflejo distorsionado en el cristal verde me devuelve la mirada: un hombre descompuesto, temblando como un yonqui en plena abstinencia, a punto de desmayarse por una puta botella de vino.
El Lexatin se mezcla con mi sangre, difuminando los bordes de la realidad exactamente como busco. No necesito contener la avalancha de recuerdos —quiero que me ahoguen, que me atraviesen, que me desgarren. La medicación no es mi salvavidas; es mi ancla hacia las profundidades. No busco flotar en la superficie; busco hundirme hasta el fondo, donde habitan las verdades que he estado evitando.
La etiqueta está amarillenta, pero aún puedo leer la caligrafía del abuelo: “Merlot - 1980 - Para Marco”. Reconozco la etiqueta, la que mencionó tantas veces: Merlot cultivado en las laderas de Cebreros, vendimiado a mano, fermentado en barricas de roble francés, embotellado durante la luna menguante. Tan simple, tan directo, tan cargado de expectativas no expresadas… Esta botella es más que vino añejo: es el testimonio de una confianza que no supe honrar, de una voz que enterré bajo capas de silencio y miedo, de un potencial que preferí negar antes que enfrentar.
Bajo la botella del estante con cuidado reverencial, como si contuviera no solo vino sino sangre. En cierto modo, así es. La sangre del abuelo está en este vino, literalmente: su sudor, sus lágrimas, su esfuerzo físico. Cada vez que se cortaba con las herramientas, cada vez que sus manos agrietadas sangraban durante la vendimia, parte de él se mezclaba con la tierra, con las vides, con el fruto.
Me dirijo a su escritorio, botella en mano. La superficie de roble sigue cubierta de libros, cada uno con su número correspondiente, con sus páginas marcadas y subrayadas. La enciclopedia que devoraba en sus ratos libres, los manuales técnicos sobre vinicultura, los libros de historia que tanto le fascinaban. Su letra en los márgenes, ese trazo antiguo que parece de otra época, como si el abuelo perteneciera a un tiempo donde la caligrafía era un arte y no una habilidad olvidada.
Y allí, en una esquina, parcialmente oculto bajo un manual de enología, uno de los cuadernos de tapas negras donde registraba cada cosecha, cada decisión, cada experimento con la precisión de un científico y la pasión de un artista. Uno de los cuadernos que me mostraba cuando quería explicarme las decisiones que tomaba, los experimentos que realizaba, los éxitos y fracasos que constituían su aprendizaje continuo.
Lo abro con dedos temblorosos. Las páginas crujen, protestando por años de abandono. El papel se ha vuelto frágil, quebradizo en los bordes, como si estuviera a punto de deshacerse. Como mi propia piel, que a pesar de la edad parece haber envejecido prematuramente, volviéndose traslúcida en algunas zonas, mostrando el mapa azulado de las venas debajo.
Su caligrafía, ese trazo característico de quien aprendió a escribir en los años 30, llena las páginas con una precisión casi arquitectónica. Cada letra es clara, definida, sin adornos innecesarios. Como el propio abuelo: directo, honesto, esencial. Entre los registros técnicos de temperatura y acidez, encuentro notas personales garabateadas en los márgenes:
“Marco vino hoy a la bodega. Tiene preguntas interesantes sobre la fermentación. Hay que alimentar esa curiosidad”.
“Nuevo poema de Marco sobre las vides. Este chico ve cosas que los demás no vemos”.
“La cosecha del 80 será para él. Hay algo especial en ese vino, como hay algo especial en mi nieto”.
Mis dedos recorren las páginas amarillentas como si pudieran absorber a través de la piel el calor que una vez tuvieron estas palabras. El nudo en mi garganta se aprieta hasta que respirar se vuelve un acto consciente y doloroso. El pecho se me contrae en un espasmo que no sé si es llanto contenido o risa histérica.
Ni siquiera el Lexatin puede contener el temblor en mis manos mientras paso las páginas. El abuelo lo registraba todo, creaba historia con cada anotación, tejía un tapiz de conocimiento que ahora se deshilacha entre mis dedos torpes. No era solo un viticultor: era un carcelero de fantasmas en barricas, un contador de historias, un maestro que convertía cada momento en una lección.
«Las viñas son como personas», me dijo una vez, mientras podábamos juntos. «Si las tratas con respeto, te devuelven más de lo que les das. Si las maltratas, se vengan en la cosecha». Mis manos torpes cortaban las ramas equivocadas, pero él nunca perdía la paciencia. «No pasa nada», decía, «las plantas son más sabias que nosotros. Saben compensar nuestros errores».
En el último cuaderno, las entradas se vuelven más breves. El pulso, menos firme. Las anotaciones técnicas dan paso a reflexiones más personales, como si el abuelo sintiera que se acababa el tiempo, que necesitaba dejar algo más que datos y cifras. La última anotación, fechada apenas dos semanas antes de su muerte, es sobre mí:
“Marco vino hoy. Sigue sin escribir, pero vi poesía en sus ojos mientras miraba las vides. La botella espera. Él encontrará su momento”.
Me levanto bruscamente de su silla, incapaz de seguir leyendo. La habitación gira a mi alrededor como si estuviera en el interior de una lavadora. El Lexatin, combinado con la avalancha emocional, está convirtiendo la realidad en algo inconsistente, gelatinoso.
Cae un sobre cuando me levanto. Mi nombre está escrito en ese trazo inconfundible de los años 30. Las letras parecen vibrar sobre el papel, como si contuvieran energía propia. Como si el abuelo hubiera conseguido lo imposible: transferir parte de su fuerza vital a la tinta.
Respiro hondo. El aire de la bodega es denso, húmedo, cargado de aromas que me transportan a la infancia: el roble de las barricas, el tanino del vino, el cuero de las botas del abuelo. No sirve de nada. La presión en el pecho no disminuye.
El abuelo me está hablando desde la tumba.
Dentro, una carta fechada siete días antes de que el linfoma no Hodgkin lo venciera. El papel es grueso, de calidad, pero no es el Moleskine que usaba para sus notas de cata. Este es diferente, más formal, con el sello de agua de la bodega visible al trasluz. El tipo de papel que reservaba para contratos, para certificados de premios, para testamentos. El abuelo tenía una jerarquía para todo: el Moleskine para capturar aromas y sabores; el papel común para las notas diarias; y este, el papel de la bodega, para las palabras que consideraba trascendentes, para los momentos que quería preservar más allá de su propia vida. El abuelo no usaba este papel para comunicaciones rutinarias. Era para ocasiones especiales, para documentos que consideraba históricos. El hecho de que lo usara para esta carta me golpea como otra confirmación de su importancia, de su finalidad.
“Marco:
Cuando leas esto, probablemente yo ya no esté, y será demasiado tarde para decirte lo que debí decirte hace años: me has decepcionado, hijo. No por el silencio —eso lo entiendo. Me has decepcionado por ser un cobarde.
Hay algo que necesito que entiendas: la poesía no es un don que se hereda, es una maldición que te devora desde dentro, hijo. La heredas como se hereda una enfermedad terminal, como se hereda el alcoholismo de Elena, como se hereda el silencio que ahora te pudre por dentro. No la aceptas —sobrevives a ella, o ella te consume. Y tú, mi nieto querido, has elegido dejarte consumir por el silencio en vez de por la palabra.
Te he visto mutilarte día tras día, año tras año. Te he visto enterrar tu voz bajo capas de excusas, te he visto convertirte en una sombra de ti mismo. ¿Crees que no me daba cuenta? ¿Crees que no veía cómo te ibas apagando, cómo te ibas muriendo por dentro mientras fingías que todo estaba bien? Yo, que te vi nacer dos veces —la primera del vientre de tu madre, la segunda cuando descubriste las palabras—, he tenido que presenciar cómo elegías una forma lenta de suicidio.
He guardado silencio demasiado tiempo, esperando que encontraras tu camino de vuelta. Pero me estoy muriendo, Marco, y ya no puedo seguir fingiendo que no veo cómo te destruyes. El cáncer te marcó la piel, sí, pero la cobardía te está matando el alma.
Las botellas de tu cosecha esperan, como ha esperado tu voz todos estos años. El vino, como la poesía, como la verdad, necesita tiempo para encontrar su verdadera naturaleza. Pero hijo, hay una diferencia entre madurar y pudrirse. Y tú llevas demasiado tiempo pudriéndote.
Tu abuelo, que te quiere a pesar de todo, Honorio
P.D.: El día que dejaste de escribir, supe que estabas enfermo. No de la piel, sino del alma. Y esa enfermedad, hijo mío, es peor que cualquier cáncer porque tú elegiste padecerla. Cada día que pasas en silencio es una elección, una cobardía, una pequeña muerte. ¿Cuánto tiempo más vas a elegir estar muerto?”
La carta se me cae de las manos temblorosas. Intento atraparla, pero mis reflejos están entorpecidos por el Lexatin y el shock. El papel revolotea hasta el suelo como un pájaro herido, pero apenas lo noto. Es solo un trozo de celulosa procesada. Las palabras —las palabras ya están dentro de mí, como astillas bajo la piel, como esquirlas de metralla imposibles de extraer.
Un rugido sordo me llena los oídos, ahogando cualquier otro sonido. No proviene del exterior; es el sonido de mi propio sistema nervioso colapsando, de sinapsis muertas durante años que súbitamente se reaniman, de conexiones neurales que se forman donde antes solo había vacío.
La bilis me sube por la garganta como ácido corrosivo, quemando todo a su paso. El dolor es agudo, físico, como si las palabras del abuelo se hubieran materializado en objetos cortantes que ahora desgarran mi esófago en su ascenso imparable.
Todo el Lexatin del mundo no es suficiente para contener esto. Las pastillas son diques de papel frente a este tsunami emocional. Años de control meticuloso se desmoronan como un castillo de naipes bajo un vendaval. Las compuertas que he mantenido cerradas a fuerza de química y voluntad ceden todas a la vez. El resultado es un cataclismo interno que amenaza con despedazarme.
Mis manos buscan algo, cualquier cosa que pueda canalizar esta presión. Agarro lo primero que encuentro —el densímetro del abuelo— y lo estrello contra la pared con toda la fuerza que puedo reunir. El cristal explota en una constelación de fragmentos que capturan la luz mortecina, creando por un instante una galaxia en miniatura que luego desaparece bajo su propio peso.
No es suficiente. Nada es suficiente. Nunca es suficiente.
El siguiente es el medidor de pH. El cristal se hace añicos contra el suelo de piedra. El líquido indicador se derrama, formando un charco verdoso que parece sangre alienígena. Después, las probetas. Una a una, las lanzo contra diferentes superficies, encontrando un placer perverso en el sonido del cristal rompiéndose, en la destrucción de los instrumentos que el abuelo mantenía con tanto cuidado.
Cada pieza de cristal que se rompe es un grito que no me permití soltar cuando debí hacerlo, cada explosión de vidrio es una palabra que enterré en lo más profundo de mí mismo. Mis manos sangran por los cortes que los fragmentos de cristal me han causado, pero apenas siento el dolor. Lo único que siento es esta rabia primitiva, este odio hacia mí mismo que ya no puedo contener, que me quema por dentro como ácido.
—¡HIJO DE PUTA! —el grito desgarra mi garganta, y no sé si se lo grito al abuelo, a mí mismo, o al mundo entero—. ¡COBARDE DE MIERDA!
La voz que emerge de mí es irreconocible. No es la voz modulada del analista, ni la voz controlada del marido, ni la voz medida del padre. Es algo más primitivo, más auténtico. La voz del animal herido que siempre ha vivido dentro de mí, oculto bajo capas de civilización y represión.
Me tambaleo hasta la pared más cercana y empiezo a golpearla con los puños desnudos. La piedra antigua raspa mis nudillos hasta hacerlos sangrar, pero sigo golpeando. Necesito sentir algo, lo que sea, que me ancle a este momento de desmoronamiento total. El dolor físico es lo único que me impide fragmentarme en mil pedazos, como los instrumentos que acabo de destrozar.
Las piernas me fallan y caigo de rodillas, jadeando como un animal herido. El impacto contra el suelo de piedra envía ondas de dolor que recorren mis huesos como descargas eléctricas. El sabor metálico de la sangre se mezcla con la sal de las lágrimas que no sabía que estaba derramando.
Me doblo sobre mí mismo, presionando la frente contra el suelo frío de la bodega, y dejo escapar un sonido que no es humano —un aullido primitivo de dolor y rabia contenidos durante dos décadas. El sonido reverbera en las paredes de piedra, multiplicándose hasta que parece provenir de todas partes y de ninguna. Como si la bodega misma estuviera gritando conmigo, liberando su propio dolor acumulado.
El abuelo tenía razón. En todo.
Soy un cobarde. Un cobarde patético que prefirió morir por dentro antes que enfrentarse a su propia voz. Un hombre que eligió el silencio no por prudencia sino por miedo, no por sabiduría sino por cobardía. Alguien que prefirió marchitarse lentamente en la seguridad de lo conocido antes que arriesgarse a florecer en la incertidumbre de lo auténtico.
Las lágrimas caen sobre el suelo de piedra, mezclándose con la sangre de mis nudillos. Cada gota es una palabra no escrita, un verso estrangulado, un grito contenido. Más de veinte años de silencio autoimpuesto condensados en este líquido salado que ahora absorbe la piedra centenaria.
Cuando finalmente logro incorporarme, la bodega es un campo de batalla: cristales rotos por todas partes, manchas de sangre en la pared, el papel de la carta arrugado y manchado en el suelo. Me miro las manos temblorosas: los nudillos están en carne viva, con pequeños fragmentos de cristal incrustados en la piel como estrellas rotas. Las palmas están cortadas por los bordes afilados de los instrumentos que he destrozado. La sangre gotea lentamente, marcando el paso del tiempo en pulsaciones rojas.
El abuelo estaría furioso por haber destruido su laboratorio. Sus instrumentos de precisión, sus herramientas de trabajo, sus extensiones científicas. O quizás estaría orgulloso de que por fin haya roto algo más que mi propio silencio, de que por fin haya permitido que algo salga en lugar de seguir conteniendo, controlando, reprimiendo.
No sé cuánto tiempo permanezco así, arrodillado entre los restos de cristal y mi propia sangre. Minutos, horas, décadas. El tiempo ha perdido su significado lineal. El Lexatin sigue haciendo su trabajo, difuminando los bordes, suavizando las transiciones, pero ya no puede contener lo que se ha desatado.
Necesito moverme, hacer algo con esta energía que me corroe por dentro como ácido. El Lexatin lucha contra la ansiedad que sube por mi garganta como bilis. Mi cuerpo tiembla con una vibración constante, casi imperceptible, como un motor funcionando a demasiadas revoluciones.
Mis pasos me llevan al rincón donde guardaba sus herramientas. Cada una en su lugar, ordenadas con esa precisión meticulosa que lo caracterizaba. Hasta en esto éramos similares: el orden como defensa contra el caos, la sistematización como escudo contra la entropía.
La azada que usaba para las vides está donde siempre, con su mango pulido por décadas de uso. La levanto. Pesa como una sentencia, como un veredicto inapelable sobre mi vida. Con ella me enseñó que el trabajo duro era una forma de poesía, que el sudor podía ser tinta, que la tierra era una página en blanco esperando ser escrita.
La cicatriz de mi omóplato derecho tira de la piel al alzarla —el recuerdo físico de cuando la muerte me acarició con sus dedos huesudos y decidió que aún no era mi momento. Cincuenta y cuatro grapas metálicas y puntos incontables que dibujan su propia geografía de dolor sobre mi cuerpo, un mapa de supervivencia que consulto cada vez que me miro al espejo.
El cáncer me enseñó que la muerte no es abstracta, que tiene timbre específico, olor particular, temperatura exacta. Cuando el abuelo enfermó, yo ya conocía ese ecosistema de la mortalidad. Reconocí en sus ojos la misma mirada que vi en el espejo después de cada operación: la certeza de que somos carne prestada, tejido en descomposición temporal. Mi cuerpo mutilado me preparó para verlo morir, pero no para entender que él se iría sin que yo cumpliera mi promesa, sin que me viera encontrar mi voz. Las cicatrices son recordatorios de supervivencia, pero también profecías de un final inevitable que él no pudo evitar.
Con esta azada, el abuelo abrió cada surco de esta tierra; mis cicatrices abren surcos en mi carne. Ambos son tipos de escritura: él escribía en la tierra con hierro y sudor; el cáncer escribió en mi piel con bisturí y dolor. Mi cuerpo es un palimpsesto de heridas donde cada nueva marca se superpone a las anteriores sin borrarlas completamente. Como esta finca, donde cada generación ha dejado su huella sobre la anterior.
«La tierra tiene memoria», decía mientras cavaba, su espalda curvada contra el sol del mediodía. «Recuerda cada semilla que has plantado, cada gota de agua que has derramado, cada palabra que le has susurrado».
Mi piel también. Recuerda cada corte, cada quemadura, cada golpe. Y también cada caricia, aunque estas son más difíciles de recordar, como si los receptores del placer fueran más débiles que los del dolor, como si estuviéramos diseñados para recordar el sufrimiento con más nitidez que la felicidad.
«No entiendo porqué tiene que ser tan preciso», me quejé una vez mientras me mostraba cómo abrir los surcos en línea recta, con una cuerda como guía. Los músculos de los brazos me ardían por el esfuerzo inusual. El sol de agosto me quemaba la nuca a pesar del sombrero de paja que el abuelo me obligó a llevar. Ahora, cuando Lorenzo me pregunta lo mismo sobre sus códigos informáticos oigo la voz del abuelo en la mía, perpetuando un ciclo que no sé romper: “Porque si no cuidas la forma, pierdes el contenido”. Las mismas palabras, la misma frustración, la misma maldita herencia.
«Porque la tierra es como una página en blanco», respondió sin levantar la vista de su trabajo, la azada moviéndose con precisión milimétrica. «Cada surco es un verso. Si no cuidas la forma, pierdes el contenido».
Solo ahora, casi doce años después de su muerte, mientras sostengo la misma azada entre mis manos ensangrentadas, comprendo completamente lo que quería decirme. La forma no es una limitación arbitraria, sino un canal que dirige el flujo de lo vital. Los límites no son restricciones; son definiciones necesarias para que algo exista como entidad reconocible.
El abuelo transformaba cada tarea en una lección, cada momento en una oportunidad para enseñar algo más profundo. Incluso sus bromas tenían un propósito, una moraleja oculta que solo comprendías días, semanas o años después.
«Tú siempre me estás vacilando», le decía yo, frustrado por sus acertijos, por sus frases crípticas que me obligaban a pensar más allá de lo evidente.
«Y tú siempre me haces caso», respondía él, con esa sonrisa torcida que revelaba que sabía exactamente lo que estaba haciendo. «Por algo será». La última parte siempre quedaba suspendida en el aire, una invitación a la reflexión que raramente aceptaba. Demasiado joven, demasiado impaciente, demasiado convencido de que ya lo sabía todo.
Dejo la azada en su lugar y me dirijo a la prensa de vino. Sus engranajes, aunque oxidados por el desuso, todavía giran cuando aplico un poco de presión. El abuelo la mantenía como si fuera una reliquia sagrada, a pesar de que pocas veces la usaba en sus últimos años. Adoptó métodos más modernos para la mayoría de los procesos, pero guardaba la prensa por respeto a la tradición, por conexión con el pasado, por amor a la continuidad.
La última vez que la usamos juntos fue dos semanas antes de su muerte. El mismo día que su última anotación sobre mí, en su cuaderno. Insistió en bajar a la bodega a pesar de su debilidad. Ya estaba consumido por dentro, el linfoma devorando sus órganos con voracidad obscena, pero se negaba a rendirse. No mientras quedara trabajo por hacer, lecciones por enseñar, vino por elaborar.
«Quiero que veas algo», dijo mientras ajustaba la palanca y el husillo de la prensa, con manos temblorosas pero aún seguras en sus movimientos. «El vino, como la poesía, necesita presión para revelar su verdadera naturaleza. Demasiada presión lo destruye, muy poca lo deja insípido. El secreto está en encontrar el punto exacto donde la transformación ocurre».
Se detuvo, respirando con dificultad. El esfuerzo le costaba más de lo que admitía. El linfoma ya lo estaba consumiendo, pero sus ojos mantenían ese brillo de quien tiene más que enseñar que tiempo para hacerlo. Las pupilas dilatadas por la morfina que se negaba a tomar en mi presencia, como si la ausencia de dolor pudiera hacerme creer que estaba mejorando.
«Lo mismo pasa con las personas, Marco. La presión nos transforma. Unos se rompen, otros se vuelven agrios. Pero algunos… algunos encuentran su voz en el proceso.»
Fue la última vez que trabajamos juntos en la bodega. La última vez que sus manos me mostraron el camino, que su voz me dio una lección disfrazada de instrucción técnica. La última vez que pude fingir que no estaba muriendo, que podríamos tener más momentos como ese, que el tiempo no se nos escapaba como agua entre los dedos.
Todos mis recuerdos parecen llevarme al abismo. A ese momento de quiebre donde todo lo que era y todo lo que podría haber sido se bifurcó en realidades paralelas. La realidad en la que vivo: silenciado, contenido, controlado. Y la realidad que podría haber habitado: expresivo, auténtico, libre.
Ese día está grabado a fuego en mi memoria: el abuelo, el hombre que nunca se quejaba de nada, el que aguantaba jornadas enteras bajo el sol sin pestañear, entrando por su propio pie en urgencias porque “no se encontraba bien”. La frase más inadecuada posible para describir el dolor que debía estar sufriendo. La subestimación más brutal de un sufrimiento físico que solo puedo imaginar.
Qué mal tenía que estar para dar ese paso. Qué intenso tenía que ser el dolor para que él, que sobrevivió a una guerra, a la posguerra, a décadas de trabajo físico extenuante, a la muerte de su esposa, admitiera que necesitaba ayuda médica.
Cinco días. Cinco putos días fue todo lo que nos dieron. El tiempo que tardó el linfoma, diagnosticado demasiado tarde, en completar su trabajo. En devorar lo que quedaba de él. En apagar esos ojos que siempre parecían ver más allá de la superficie, que podían leer secretos escritos en tinta invisible.
«Fallo multiorgánico», dijeron los médicos con esa frialdad técnica que ahora reconozco en mí mismo. Como si toda una vida pudiera reducirse a un término médico, como si más de ochenta años de sabiduría y amor pudieran resumirse en un diagnóstico de dos palabras.
Seis días después pronuncié su elegía ante una iglesia llena. La gente se arremolinaba en las puertas. Las tuvieron que dejar abiertas durante la ceremonia, a pesar del frío cortante de octubre. Personas que ni siquiera sabía que conocía, cuyos rostros solo reconocía vagamente de festivales del vino, de ferias agrícolas, de celebraciones locales. Personas cuyas vidas había tocado de formas que nunca llegaría a comprender completamente.
Hablé de su humildad, de su sabiduría, de cómo se hacía querer por cualquiera que lo conociera. Hablé del hombre que era más que un abuelo: un maestro, un amigo, un guía. Del modelo a seguir que nunca pude seguir realmente, del ejemplo que nunca logré emular.
La voz me traicionaba a cada palabra, quebrándose en los bordes como cristal rajándose. Las lágrimas empujaban desde dentro, como una marea contenida tras diques de carne y voluntad. No era solo dolor —era el reconocimiento de mi propia cobardía. Desde el incidente en la Academia, solo me permití quebrarme así una vez más. Y ahora, frente a esta multitud que veneraba al abuelo, mi cuerpo entero temblaba con la amenaza de otra grieta.
No mencioné la botella. Ni los poemas. Ni las lecciones en la bodega. Hay verdades que solo maduran en la oscuridad, como el vino en las barricas. Verdades que no se pueden compartir en público, que necesitan la intimidad de espacios cerrados, de oídos preparados.
La botella de mi cosecha pesa en mis manos como una pregunta sin respuesta, como un corazón arrancado de un pecho y mantenido artificialmente latiendo. 1980: mi año, mi vino, mi promesa embotellada. No es vino Merlot; es tiempo embotellado, esperanza fermentada, confianza envejecida.
El abuelo sabía algo que yo apenas empiezo a entender: que algunas cosas necesitan oscuridad para madurar. La bodega esconde el vino de la luz mientras fermenta, mientras se transforma, mientras busca su naturaleza más profunda. Mi silencio ha sido una bodega donde he guardado cada palabra no dicha, cada verso no escrito, cada verdad no afrontada.
¿Pero el silencio preserva o pudre? ¿El tiempo transforma o destruye? La duda me corroe como ácido, disolviendo cualquier certeza que haya podido cultivar.
Cuarenta y tres años fermentando en la oscuridad —¿cuánto tiempo más necesito para fermentar mi propio valor? El cristal está frío, pero mi sangre hierve con palabras no dichas, con gritos contenidos, con poemas que pudren mis entrañas como un cáncer lírico.
El vino dentro es tan oscuro como los secretos que guarda. El silencio me separa de la voz que el abuelo vio en mí, que él reconoció incluso cuando yo intentaba negarla. Más de veinte años enterrado en obligaciones, en responsabilidades, en expectativas —casi todas autoimpuestas, como cadenas que me hubiera puesto a mí mismo y luego hubiera fingido que eran irrompibles.
El sol debe estar poniéndose afuera. La luz que se filtra por los tragaluces ha cambiado de ángulo, proyectando sombras diferentes sobre las barricas. El tiempo no se ha detenido, aunque a veces lo parezca en la quietud subterránea de la bodega. Pronto será noche cerrada, y tendré que decidir: volver a Madrid con la botella o dejarla aquí, madurando en la oscuridad como mi voz silenciada.
La ansiedad comienza a regresar como una marea, trayendo consigo todas las preguntas que no me atrevo a responder, todos los miedos que no me permito enfrentar, todas las verdades que no me consiento reconocer. ¿Qué haría el abuelo en mi lugar? “Quita, que tú no sabes”, diría probablemente, antes de mostrarme, una vez más, el camino. Antes de guiarme con esa mezcla de firmeza y paciencia que solo él sabía combinar.
Pero el abuelo no está, y la botella espera. Como espera mi voz, enterrada bajo más de veinte años de silencio. Como esperan los poemas que no me atrevo a escribir, las palabras que no me atrevo a decir, la verdad que no me atrevo a enfrentar.
El cristal vibra ligeramente entre mis manos, como si el vino dentro estuviera vivo, como si después de cuarenta años de espera pudiera sentir que el momento está cerca.
Don Honorio, el señor de estas tierras, el maestro del vino, el contador de historias, me enseñó todo excepto cómo vivir sin él. Su último regalo fue esta botella, esta promesa embotellada, este recordatorio líquido de que algún día tendré que encontrar mi propia voz, mi propio camino.
La guardo en mi mochila con el mismo cuidado con que el abuelo manejaba sus instrumentos de medición. El cristal tintinea contra mis llaves, una nota musical que me acompañará todo el camino de vuelta a Madrid. El abuelo solía decir que el tiempo transforma, pero no mencionó que también puede destruir. Cuarenta y tres años es mucho tiempo, incluso para el mejor vino. Incluso para la voz más auténtica.
Quizás sea hora de descorchar este silencio, de probar si dos décadas de oscuridad han madurado mi voz o la han convertido en vinagre.
Mientras cierro la bodega, pienso en Lorenzo. En cómo cuenta sus pasos, en cómo busca patrones en el caos, en cómo encuentra consuelo en la precisión de los números. No es tan diferente a cómo el abuelo medía cada aspecto del vino, cómo convertía el caos de la fermentación en algo preciso y controlado. No es tan diferente a cómo yo encontraba orden en la métrica de los sonetos.
Mi hijo busca en los algoritmos lo que yo busqué en los versos, lo que el abuelo buscó en el vino: una forma de dar sentido al caos, de encontrar patrones en el desorden, de crear estructura donde solo hay entropía.
«La precisión es una forma de poesía», decía el abuelo mientras ajustaba sus instrumentos, midiendo el pH con decimales, calculando densidades con exactitud milimétrica. Ahora veo esa misma poesía en los rituales de Lorenzo, en su necesidad de estructurar el mundo, de contar, de organizar, de prever.
Mientras que yo heredé del abuelo la necesidad de transformar el caos en versos, mi hijo ha encontrado su propia forma de dar sentido al desorden. Y Candela, con sus explosiones emocionales cuidadosamente coreografiadas, con su capacidad de convertir cada inconveniente en un drama de proporciones épicas, no es tan diferente a Elena cuando interpretaba el papel de mujer desgraciada para justificar su alcoholismo. Somos espejos deformados unos de otros, repeticiones distorsionadas de los mismos patrones, del mismo ADN emocional.
Me pregunto si no es demasiado tarde. Si el vino, como mi voz, no se habrá convertido ya en vinagre. Si las palabras, como las uvas abandonadas en las vides, no se habrán secado más allá de la redención. Si el silencio, como la bodega sin cuidados, no habrá corrompido todo lo que debía preservar.
El sol se ha puesto cuando salgo. La finca está en penumbra, perdiendo definición a medida que la oscuridad avanza. Los cipreses proyectan sombras largas sobre el camino de grava, negras contra el azul profundo del cielo crepuscular. No necesito ver con claridad; mis pies conocen el camino, como mis manos conocen el teclado, como mi sangre conoce la ruta hacia cada cicatriz.
En algún lugar de Madrid, Lorenzo estará contando sus pasos, buscando patrones en el caos. Laura vagará por la casa como un fantasma medicado. Y yo, con esta botella en mi mochila, soy el heredero de una promesa que no sé si podré cumplir, de un legado que no sé si merezco, de una esperanza que no sé si es sensato mantener.
El portón chirría al cerrarse tras de mí. El sonido reverbera en la quietud de la noche, espantando a algún animal nocturno que huye entre los matorrales. La luna, casi llena, baña el paisaje con una luz plateada que lo transfigura, que lo convierte en algo más etéreo, más onírico, más irreal.
Antes de subir al coche, mi mano se cierra sobre la botella en la mochila. El vidrio está frío, pero mi palma arde como si estuviera sosteniendo una brasa. La aprieto con más fuerza, dejando que el dolor agudo del cristal contra mi piel me ancle a este momento. Mi otra mano encuentra instintivamente la cicatriz del omóplato, trazando su relieve bajo la camisa —la piel tirante, el tejido regenerado, la memoria del fuego. La presión aumenta hasta que los bordes de la botella amenazan con dejar su propia marca en mi palma. El Lexatin se disuelve en mi sangre, llevándose las últimas barreras, las últimas defensas. Necesito este dolor. Necesito algo real, algo físico que me ate a este momento mientras se desmantelan mis muros, mientras me deshago en la persona que siempre he sido, pero que nunca me permito ser.
En el espejo retrovisor, los cipreses se recortan contra el cielo nocturno como versos de un poema inacabado, como una estrofa que espera su resolución. La finca del abuelo se desvanece en la oscuridad, tragada por la noche castellana. La silueta de la bodega es lo último que distingo antes de que todo se fusione en una mancha negra.
Mi mano se relaja finalmente, liberando la botella, pero el fantasma de su presión permanece grabado en mi piel como otra cicatriz más, como otro recordatorio físico de una decisión, de un momento, de un umbral cruzado. La botella de mi cosecha descansa en el asiento del copiloto, un recordatorio silencioso de que algunas herencias son más pesadas que otras, un testigo de promesas que aún pueden cumplirse.
Quizás la ansiedad no sea más que otro tipo de fermentación, otra forma de transformación que necesita su tiempo. Regresa como una vieja amiga, susurrando preguntas para las que no tengo respuesta. La carretera se desenrolla ante mí como un poema sin terminar, cada curva un verso que me aleja más de la bodega, pero no de la promesa que contiene.
Don Honorio, mi abuelo, el hombre que convirtió cada lección en una historia y cada historia en una verdad, me enseñó que las palabras son semillas que plantamos en el corazón de otros, y esperó a que encontrara mi voz.
Quizás sea hora de empezar a plantar, de devolver algo de lo que he recibido, de permitir que las semillas germinen, no importa cuán tarde sea. Quizás es hora de que yo también aprenda a esperar con la misma paciencia con que espera el vino, con la misma confianza con que espera la tierra. O mejor aún, a romper el silencio.
El vino lleva más de cuarenta años esperando. Yo también.
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