La Sintaxis del Deseo

Publicado el 13/10/2025
Advertencia de contenido: Automedicación múltiple simultánea, infidelidad emocional, negligencia parental severa, obsesión destructiva

El soneto brota como pus de una herida infectada que llevo veinte años intentando cauterizar. No es una decisión consciente —es una eyaculación verbal, una erupción que ni siquiera el Lexatin puede contener. Los versos se forman con la violencia de vómito ácido subiendo por mi garganta, arañando las paredes del esófago, dejando un regusto metálico que se mezcla con el amargor químico del ansiolítico apenas disuelto. Mis dedos tiemblan cuando empiezan a teclear, cada pulsación un espasmo involuntario:

Descubrí en tu mirada aquel reflejo
de un silencio que creí sepultado,
cada palabra un grito desgarrado
que emerge crudo de este cuerpo viejo.

Veinte años callando aquí, tan perplejo…
cada verso fue un hijo abandonado,
cada rima un latido destrozado
que hoy resurge en tu alma como un espejo.

¿Por qué despiertas lo que ya dormía?
¿Por qué abres mis puertas tan bien selladas?
¿Por qué provocas esta vil agonía

de voces tantos años acalladas?
No hay retorno de esta mi travesía:
mis entrañas quedaron destrozadas
.

Las palabras supuran en la pantalla como una confesión arrancada bajo tortura. Contemplo los versos con la misma fascinación horrorizada con que miraría mis propias entrañas expuestas.

Veintidós años. Veintidós años desde que destruyeron mi cuaderno, aunque seguí escribiendo en secreto durante cincuenta y cuatro días más antes de que el silencio definitivo cayera sobre mí. Veintidós putos años de silencio autoimpuesto, y ahora esto. Este vómito métrico perfecto, este tumor verbal que ha estado gestándose en la oscuridad de mi psique desde que Sophia apareció.

Mi mano izquierda se mueve instintivamente al omóplato, donde la cicatriz más grande palpita bajo la camisa. Cincuenta y cuatro grapas para cerrar aquella herida. Cincuenta y cuatro días escribiendo en secreto después de la Academia. Cincuenta y cuatro exactamente, antes de que el silencio cayera sobre mí como una losa sepulcral, enterrando al poeta cuyas entrañas ahora se retuercen bajo mis dedos.

«Es solo un soneto», insiste la voz del analista en mi cabeza, esa parte de mí que categoriza y archiva.

Pero sé que es una mentira. Y la mentira me quema la lengua como ácido clorhídrico. Por supuesto que no es solo un soneto.

El poeta que creí muerto se retuerce bajo mi piel: «Nunca es solo un soneto. Es una confesión, una herida, una resurrección».

Los sonetos son mi heroína poética, mi forma predilecta de autolesión literaria. Catorce versos, como las catorce cicatrices que el cáncer dejó en mi cuerpo. Once sílabas por verso, como los once meses que duró mi tratamiento. Dos cuartetos y dos tercetos, como las dos operaciones que me salvaron la vida y las dos que casi me matan.

El melanoma se extendió bajo mi piel como ahora estos versos se extienden por mis venas, una metástasis incontrolable, devorando cada órgano sano, corrompiendo cada pensamiento. No hay remisión posible para esta recaída. La poesía es un cáncer terminal.

El cursor parpadea en la esquina de la pantalla: 15:33. La hora exacta en que el monitor de Eva mostró línea plana. La hora en que conocí a Sophia. La hora en que el abuelo cerró los ojos por última vez. Todas las pérdidas convergen en este momento preciso, como si el universo tuviera un enfermizo sentido de la simetría. El tiempo cronológico es una mentira que solo los sanos pueden permitirse creer. Para los enfermos, para los rotos, para los poetas, el tiempo es circular, un bucle macabro donde todos los dolores coexisten simultáneamente.

El silencio del piso inferior es un recordatorio constante de las promesas que estoy traicionando. Solo el murmullo bajo del televisor de Laura, esa voz de fondo que mantiene encendido para no escuchar sus propios pensamientos. Ningún ruido de cocina. Ningún sonido de preparación.

La normalidad simulada de nuestra vida conyugal ha dejado de necesitar actores: yo finjo trabajar arriba, ella finge existir abajo. Dos espectros habitando la misma morgue, cada uno en su respectivo ataúd.

Las tablillas de la tarima hacen ruido bajo sus pies.

Se detiene al pie de las escaleras que llevan a la buhardilla —puedo sentir su duda, el peso de su presencia. Es un momento de tensión perfecta, como el instante antes de que el bisturí corte la piel, ese segundo de quietud expectante donde todos los futuros posibles convergen y divergen.

Un escalón cruje. Mi respiración se detiene. El cursor deja de parpadear. Una gota de sudor frío serpentea por mi columna vertebral. Otro crujido, esta vez en retroceso. Se aleja.

Mi diafragma se desbloquea, permitiendo que el aire vuelva a entrar en unos pulmones que arden como si hubiera estado a punto de ahogarme. El alivio y la vergüenza se entrelazan en mi pecho como serpientes copulando.

Nuestro pacto tácito permanece intacto: ella nunca sube aquí, como yo nunca entro en la habitación verde cuando ella está. Cada uno con su propio mausoleo de recuerdos, cada uno con su forma particular de cultivar el silencio. Dos islas separadas por un océano de palabras no pronunciadas, de gritos ahogados antes de nacer.

El recuerdo me abofetea sin aviso: Laura gritando en aquella sala del hospital, su cuerpo expulsando a nuestra hija, sus uñas clavándose en mi antebrazo hasta hacer brotar sangre. «No me sueltes», suplicándome. Y luego, la enfermera apartándome. El sonido húmedo y obsceno de su cuerpo expulsando a Eva. El pitido del monitor: constante, implacable, definitivo. 15:33.

El tintineo de su pastillero llega hasta mi santuario —una letanía demasiado familiar. Un sonido que se repite a deshoras, más frecuente de lo que cualquier prescripción médica recomendaría. Escitalopram para la depresión crónica. Lorazepam para la ansiedad. Alprazolam cuando las crisis se intensifican. Pero Laura no los toma siguiendo horarios médicos; los usa como escudo, como excusa, como munición para sus guerras domésticas. “No puedes pedirme eso, estoy medicada”. “No es mi culpa, son los efectos secundarios”. “No recuerdo haber dicho eso, mis pastillas me tienen zombi”.

Ella necesita sus medicamentos para seguir respirando; yo elijo los míos para ahogarme más. Pero la diferencia no es tan simple como víctima versus verdugo. Laura ha convertido su química en armamento, en justificación para cada abandono, cada explosión, cada retirada estratégica. Supervivencia y autodestrucción. Tratamiento y veneno. Víctima y verdugo. Medicación como terapia y como arma.

La diferencia es crucial: Necesidad versus elección. Supervivencia versus autodestrucción. Tratamiento versus veneno.

Mi lengua recorre instintivamente el interior de mis encías, buscando el sabor residual del Lexatin tomado hace horas. El surco químico en mi paladar es como una cicatriz interior, invisible, pero tan presente como las que marcan mi piel.

Miro el Lexatin de 3 mg sobre mi escritorio. No lo necesito —lo deseo. Como deseo el Diazepam que vendrá después, y el Stilnox que cerrará la noche.

Mi trinidad química. Mi triángulo de las Bermudas. Mi forma elegida de comunión con el caos. Mi único ritual religioso en un mundo sin dioses.

Soy un suicida metódico, cauteloso, paciente. Mi muerte es una calculada sinfonía química que orquesto con la precisión de un director exigente, calibrando cada dosis para mantenerme en ese limbo entre la conciencia y la disolución, entre el control y el abandono.

En otro tiempo fui un poeta. Después, un guardia civil. Ahora soy solo un algoritmo defectuoso ejecutándose indefinidamente, una secuencia de instrucciones que intentan procesar un error fatal.

Mi teléfono vibra: otro mensaje de Sophia. Mi cuerpo reacciona antes que mi mente —un espasmo involuntario, una descarga de dopamina tan intensa que casi duele. Como un adicto reconociendo el sonido de su dealer favorito. Mi mano se mueve instintivamente hacia el dispositivo, mientras mi cerebro todavía intenta fingir que tengo elección en este asunto.

«Patético», me digo. El autodesprecio es un sabor familiar que se mezcla perfectamente con el regusto químico del Lexatin. Pero ya estoy abriendo el mensaje, mis pupilas dilatándose en anticipación, el pulso acelerándose en mis sienes como un metrónomo enloquecido:

“Hay verdades que solo pueden decirse en versos, silencios que solo la poesía puede nombrar. ¿No es aterrador cómo cada palabra tuya encuentra exactamente el lugar correcto en mi alma? Como si estuvieras escribiendo con una tinta hecha de todo lo que nunca me he atrevido a decir en voz alta”.

Las palabras penetran en mi cerebro como una aguja hipodérmica, inyectando una mezcla de euforia y horror. El placer culpable de ser comprendido, de ser visto realmente después de dos décadas de invisibilidad autoimpuesta, se mezcla con el conocimiento atroz de lo que este intercambio significa: traición, obsesión, locura.

Mi cuerpo entero parece reconfigurarse en torno a este mensaje. Las pupilas se dilatan, absorbiendo cada píxel de texto como si fueran los últimos restos de luz antes de una ceguera permanente. La garganta se contrae, mezclando la saliva con el regusto amargo del Lexatin en una náusea dulce, casi placentera. Mi respiración se vuelve superficial, apenas suficiente para mantener la conciencia, como si una parte de mí quisiera desmayarse para escapar de esta verdad insoportable: estoy más vivo cuando leo sus palabras que en cualquier momento de mi existencia cotidiana.

El código y la poesía se entrelazan en mi mente febril. Los algoritmos que uso para rastrear terroristas se reconfiguran frente a mis ojos, transformándose en estructuras métricas, en sonetos que burlan todos mis protocolos de seguridad.

Sophia. El nombre significa “sabiduría” en griego. ¿Qué sabiduría hay en esta destrucción que estamos construyendo juntos, en esta bomba de tiempo digital que hará volar en pedazos lo poco que queda de mi vida?

Mi memoria técnica danza con mis impulsos poéticos, creando una nueva forma de procesamiento mental. En la terminal de análisis forense de mi cerebro, su nombre se despliega como una secuencia binaria: 01010011 01101111 01110000 01101000 01101001 01100001. Pero esos mismos unos y ceros, en mi córtex poético, forman un pentámetro perfecto, una cadencia que reverbera en mi médula espinal.

—¿Papá? —La voz de Lorenzo atraviesa mis pensamientos como una guadaña—. ¿Puedes ayudarme con este bucle? No logro que compile.

La culpa me golpea en el plexo solar. Mi hijo. Mi reflejo. Mi heredero algorítmico. Mientras yo me pierdo en obsesiones métricas y metáforas autodestructivas, él lucha con la única herencia que le he transmitido deliberadamente: la precisión del código, la estructura como salvación, la forma como contenedor del caos.

—En un momento, hijo—. Mi voz suena extraña, como si viniera de muy lejos, como si perteneciera a otra persona. A otro Marco, quizás, uno que no está siendo devorado desde dentro por un cáncer poético. Minimizo la ventana del chat con Sophia justo cuando mi teléfono vibra con un nuevo mensaje suyo. Un mensaje de voz.

Mi pulso se acelera hasta el punto de sentirlo en las puntas de los dedos, un cosquilleo eléctrico que recorre mis terminaciones nerviosas como una pequeña muerte anunciándose.

—¿Otra vez con el trabajo? —dice Lorenzo, con una voz que oscila entre la frustración infantil y esa madurez prematura que ha desarrollado—. Siempre es después, o luego, o en un rato…

Hay algo en su tono que me hace girar en la silla.

Está en la puerta de la buhardilla, con su ordenador portátil abierto en sus manos. Sus ojos —los ojos de Laura, no los míos— se detienen en los blísteres de mi escritorio, en mi mano temblando sobre el ratón del ordenador, en las gotas de sudor que resbalan por mi frente. Puedo ver en su mirada el momento exacto en que registra mi estado, ese instante preciso en que la imagen del padre se resquebraja para mostrar al hombre defectuoso debajo.

En sus pupilas dilatadas veo su propio futuro: otro hombre roto contando compulsivamente, midiendo su dolor en patrones que nadie más puede descifrar.

No dice nada, pero no hace falta. El juicio silencioso de un hijo hacia su padre es más devastador que cualquier grito.

Casi siete años y tiene esa mirada que atraviesa mis defensas como un escáner de alta precisión, detectando cada fallo, cada grieta, cada debilidad. La culpa me devora como ácido, mientras la vergüenza arde en mis mejillas. Lorenzo me ve tal como soy: un impostor, un simulacro de padre, un adicto a su propia destrucción.

Sus ojos —marrón grisáceo como los de Laura, no azul verdoso como los míos— se estrechan ligeramente, ajustando el enfoque de su evaluación. Observo su pupila contraerse, un diafragma biológico captando cada detalle de mi desintegración. En esa mirada hay algo más que juicio; hay reconocimiento. Como si contemplara un espejo que le muestra su futuro potencial, una versión deteriorada de lo que podría llegar a ser.

—El código no puede esperar. Se supone que es para mañana —añade con una voz demasiado madura, demasiado cansada. Es la voz de quien lleva años adaptándose a las fallas de un padre, la voz de quien ha aprendido demasiado pronto que los adultos no son dioses infalibles, sino criaturas defectuosas que sangran y mienten.

Sus dedos se mueven compulsivamente sobre el borde del portátil: uno-dos-tres-cuatro-cinco, uno-dos-tres-cuatro-cinco. El patrón que heredó de mí, no por los genes sino por la convivencia continua con mi neurosis, con mi necesidad obsesiva de control. Mientras yo cuento sílabas, él cuenta pasos, pixels, líneas de código. Diferentes síntomas de la misma enfermedad.

Su condición —el diagnóstico triple que intentamos ocultar con eufemismos— ha amplificado los patrones heredados. Asperger, TDAH y altas capacidades, una combinación explosiva que convierte su cerebro en un procesador sobrecargado, capaz de ejecutar algoritmos complejos pero fácilmente sobreestimulado por el ruido blanco de la existencia. Su sistema operativo es una versión mejorada, pero inestable del mío, un motor de alta precisión que requiere un mantenimiento constante que yo, perdido en mis propias obsesiones, apenas puedo proporcionar.

La culpa me golpea como una bofetada. Este hijo mío, este reflejo de quien yo solía ser, necesitando mi ayuda mientras me pierdo en mi propia obsesión. La misma culpa que sentí cuando Eva… No, no puedo pensar en eso ahora. Eva está en la habitación verde, bajo llave, en ese espacio sagrado que Laura mantiene como un altar inmutable al dolor. No puedo permitir que se filtre aquí, en mi buhardilla, en mi propio santuario de negación.

—Enséñamelo —le digo, girando la silla, obligándome a concentrarme en su problema. Pero mis ojos se desvían hacia el teléfono, traicionándome. La notificación de audio parpadea, tentadora. La voz de Sophia, atrapada en ese dispositivo, esperando ser liberada en mi oído como un veneno dulce, como un virus que transformará mi sangre en versos.

Lorenzo se acerca, colocando el portátil sobre mis rodillas, sus hombros tensos como cuerdas a punto de romperse. En la pantalla, líneas de código Python se entrelazan en funciones recursivas que intentan resolver un problema complejo. El familiar tono azul oscuro del editor resalta las palabras clave en colores distintos, creando un patrón visual que, en mi estado de hipersensibilidad química, parece latir con vida propia.

def calculate_pattern(sequence, depth=0, memo=None):
    if memo is None:
        memo = {}
    if depth > MAX_RECURSION or len(sequence) < 2:
        return None
    sequence_key = tuple(sequence)
    if sequence_key in memo:
        return memo[sequence_key]
    # Aquí es donde el algoritmo se pierde - No detecta el patrón
    for i in range(1, len(sequence) // 2 + 1):
        pattern = sequence[:i]
        if is_pattern_consistent(sequence, pattern):
            memo[sequence_key] = pattern
            return pattern
        # Recursión para buscar patrones más complejos
        subpattern = calculate_pattern(sequence[i:], depth + 1, memo)
        if subpattern:
            # Esta conexión entre los subpatrones no funciona correctamente
            compound_pattern = pattern + subpattern
            if verify_compound_pattern(sequence, compound_pattern):
                memo[sequence_key] = compound_pattern
                return compound_pattern
    memo[sequence_key] = None
    return None

Mientras Lorenzo me explica su problema, las palabras se desvanecen antes de llegar a mi comprensión. Algo sobre un bucle recursivo, sobre una condición que nunca se cumple, sobre un código que se repite indefinidamente sin llegar a ninguna conclusión. Como mi vida, pienso. Como mi matrimonio. Como esta adicción destructiva a la poesía y a Sophia, dos virus que se retroalimentan.

El problema es evidente incluso a través de la niebla de mi atención fragmentada: está intentando identificar patrones recursivos, pero su algoritmo se pierde en bucles infinitos porque la condición de terminación nunca se cumple. Es exactamente lo que me sucede a mí: buscando patrones en el caos, atrapado en ciclos de pensamiento que no llevan a ninguna conclusión, incapaz de reconocer el momento de detenerme.

—Aquí —señalo una línea específica con un dedo tembloroso—. Tu función recursiva necesita una condición de salida más estricta. Estás descendiendo por ramas que nunca llegan a una conclusión.

Es casi cómico. Estoy diagnosticando en su código exactamente lo que está mal en mi propia existencia.

—La solución es simple —continúo, tecleando rápidamente—. Necesitas limitar la profundidad de la recursión y reconocer cuándo un patrón no va a producir resultados. A veces, la respuesta más inteligente es saber cuándo detenerse.

Las ironías se acumulan como cadáveres en una fosa común. Yo, adicto a mis propios patrones autodestructivos, enseñando a mi hijo cómo evitar bucles infinitos. Yo, incapaz de poner límites a mis propias obsesiones, mostrándole cómo establecer condiciones de salida claras.

El mensaje de Sophia espera, una bomba de tiempo digital. Finalmente, después de lo que parece una eternidad, mi hijo se va, satisfecho con la solución que le he dado en piloto automático, aprovechando años de programación para compensar minutos de desatención paternal.

En cinco días cumplirá siete años. Ya he pensado en su regalo: un peluche que he encargado online, un pequeño robot de felpa al que llamaré ‘Sr. Bits’. Un juego de palabras tonto entre ‘bits’ y ‘bites’ que espero le haga reír. Algo que conecte con su pasión por el código pero que conserve la ternura de la infancia que se le escapa entre los dedos como arena. Un ancla de inocencia en un mundo que ya le está enseñando a contar obsesivamente, a heredar mis neurosis.

La culpa me corroe por dentro, una polilla devorando el tejido de mi conciencia desde dentro. No merezco a este hijo. No merezco a ninguno de ellos. No merezco nada excepto el veneno que elijo cada día.

Cierro la puerta y presiono ‘play’ con dedos temblorosos, arrastrándome a ese placer prohibido con la desesperación de un adicto en plena abstinencia.

«Marco…» La voz de Sophia es un susurro íntimo en mi oído, un roce fantasmal contra mis lóbulos auditivos que envía ondas de calor directamente a mi columna vertebral. Está en su coche, puedo oír el tráfico de fondo, el aire acondicionado zumbando suavemente, la respiración entrecortada que sugiere un corazón acelerado, como el mío.

Su acento —imperceptible para un oído no entrenado— se desliza bajo sus perfectas eses como una lengua bífida. Sus orígenes mediterráneos apenas se revelan en la ligera elevación tonal al final de ciertas frases, una musicalidad que mi cerebro procesa no como información lingüística sino como pura sensación táctil. Esta voz tiene textura, densidad, peso. Es real. Es palpable.

«Acabo de dejar a Bruno en el aeropuerto. Tenía tu último soneto en mente mientras conducía. ¿Sabes? A veces me pregunto si en otra vida…» Una pausa, un suspiro que contiene universos enteros de posibilidades no realizadas, de futuros que se abren y cierran como flores venenosas.

Bruno. Su marido. El fantasma impronunciable cuyo nombre sabe a óxido y a culpa en mi lengua. Un ser abstracto para mí, un concepto más que una persona, como probablemente yo lo soy para él. Dos desconocidos unidos por la misma mujer, por diferentes tipos de amor, de devoción, de traición.

«Perdona, esto es una locura. Olvida que…» El mensaje termina abruptamente, como cercenado por la vergüenza o el arrepentimiento. La interrupción es más elocuente que cualquier palabra que pudiera haber añadido. Los silencios de Sophia son tan poderosos como sus palabras, vacíos preñados de significados que mi mente febril se apresura a completar.

La interrupción me desgarra como una uña arrancada. El mensaje truncado es una herida abierta, una frase amputada, un verso sin métrica. Mi cerebro, hambriento de patrones y conclusiones, intenta completar la frase de mil maneras diferentes:

“… Si en otra vida nos hubiéramos conocido antes”.

“… Si en otra vida yo no estuviera casada”.

“… Si en otra vida tú no tuvieras hijos”.

“… Si en otra vida fuéramos personas diferentes”.

“… Si en otra vida el tiempo y el espacio no fueran nuestros carceleros”.

Mi dedo presiona repetir antes de que pueda evitarlo. Una vez. Dos. Tres.

Cada reproducción revela un nuevo matiz: la vulnerabilidad en su voz, el momento exacto en que decide no terminar la frase, el ruido de fondo que sugiere un mundo real más allá de nuestros intercambios digitales. La imagino en su coche, probablemente un modelo familiar, práctico. Las manos en el volante, los nudillos blancos por la tensión. ¿Habrá llorado después de dejar a Bruno? ¿Estará ella también dividida entre dos realidades? ¿Entre el deber y el deseo, entre el compromiso asumido y la pasión descubierta?

La cicatriz en mi omóplato palpita como un corazón secundario. El melanoma empezó allí, una mancha oscura e insignificante que se transformó en una sentencia de muerte potencial. Como esta poesía. Como Sophia. Pequeñas alteraciones que amenazan con devorarlo todo.

El recuerdo me asalta con la violencia de un intruso nocturno: el dermatólogo, su voz clínica, su dedo enguantado señalando la mancha en mi omóplato. «Breslow de más de 4 milímetros. Probables metástasis. Necesitamos operar inmediatamente». Laura, a mi lado, con su mano aferrando la mía —no solo para consolarme, sino para anclarme a ella, como si ya hubiera decidido que mi enfermedad era también su propiedad, su nuevo territorio de control. Su rostro desmoronándose como una máscara de arcilla resquebrajada, pero en sus ojos había algo más que miedo: había ira. Ira contra el destino, contra mí por enfermar, contra el mundo por atreverse a tocar lo que ella consideraba suyo.

La sala girando como un carrusel enloquecido. El olor a desinfectante, a medicamentos, a miedo concentrado. Y luego, la primera operación. El bisturí raspando hueso. El sonido húmedo de la carne siendo separada. No estaba completamente dormido. Sentí cada incisión, cada grapado, cada muerte diminuta.

Laura esperando en el pasillo, no solo como esposa preocupada sino como guardiana feroz de su dolor exclusivo. Ya entonces pude ver cómo mi enfermedad se convertía en combustible para la suya, cómo mi cáncer alimentaría su melancolía, cómo mis cicatrices justificarían las suyas.

El cursor vuelve a parpadear: 15:33.

Siempre es 15:33 en el infierno particular donde habito. El tiempo congelado en el momento exacto de todas las pérdidas, de todas las muertes, de todos los nacimientos truncados. Eva, expulsada del útero de Laura como un error de compilación. El abuelo, exhalando su último aliento entre sábanas que olían a desinfectante y a próxima ausencia. Mi voz poética, amordazada bajo risas adolescentes en aquel patio de la Academia.

Mis dedos se mueven solos, vomitando una respuesta que brota directamente de esa herida recién abierta, de ese tumor verbal que crece sin control:

“Es como el cáncer. Mis versos son células cancerosas”, —le escribo—, “multiplicándose sin control, infectando cada pensamiento. Empieza en un punto específico —un poema, un mensaje, una mirada— y luego se extiende. Infecta cada pensamiento, cada momento. Antes de que te des cuenta, hay metástasis de versos en cada rincón de tu mente. La poesía es mi nueva enfermedad terminal, y tú eres tanto el veneno como la cura”.

Cada letra que tecleo es un bisturí que abre mis propias cicatrices, exponiendo la verdad podrida que se esconde debajo. No estoy escribiendo con los dedos sino con mis venas abiertas, cada palabra una gota de sangre que deja su rastro en el teclado. El lenguaje se ha convertido en una extensión física de mi cuerpo enfermo, en una exudación de pus lírico.

Envío el mensaje y me odio inmediatamente por hacerlo. Demasiado intenso. Demasiado vulnerable. Demasiado real. Demasiado Marco, el verdadero Marco, no la simulación que presento al mundo.

La náusea sube por mi garganta como mercurio en termómetro. ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué coño estoy haciendo? Abajo, Laura arrastra su existencia medicada por pasillos que huelen a abandono, mientras yo traiciono desde mi buhardilla lo poco que queda de nuestro matrimonio fantasma. Lorenzo acaba de salir, sus problemas con el código incomparablemente más inocentes que mis bucles infinitos de autoengaño. Candela estará en su habitación, dibujando unicornios porque ha aprendido que los finales felices solo existen en el papel, que los adultos no son dioses benevolentes, sino criaturas rotas que mienten y sangran.

Esta casa no es un hogar —es un hospicio emocional donde cada uno agoniza en su habitación asignada, donde la cena se reduce a sobras recalentadas o pedidas por teléfono porque ninguno de los dos adultos funciona ya como persona completa.

Y yo aquí, vomitando metáforas cancerígenas a una mujer que no es mi esposa, permitiendo que la poesía que reprimí durante todos estos años se desborde como pus de una herida infectada.

En el espejo que cuelga junto a la ventana de la buhardilla, mi reflejo me devuelve una imagen fragmentada. Piel grisácea, ojos inyectados en sangre, una fina capa de sudor cubriendo mi frente como rocío venenoso. No reconozco a este hombre. Este no es el Marco Sáez que sale cada mañana con su traje impecable, su placa pulida como sus zapatos, su aspecto de profesional competente. Este no es el padre que ayuda con los deberes, que prepara el desayuno, que lee cuentos antes de dormir. Este es una criatura intermedia, un ser liminal entre el poeta asesinado y el guardia que lo ejecutó.

Pero ya es tarde —las palabras están ahí, flotando en el éter digital, imposibles de borrar. Como el melanoma que intentaron extirpar de mi omóplato, dejando siempre células microscópicas que proliferarían más tarde. Como el recuerdo de Eva, que nunca podrá ser completamente extirpado de nuestras vidas.

La respuesta de Sophia llega casi instantáneamente, como si hubiera estado esperando con los dedos sobre el teclado, como si nuestras mentes estuvieran sincronizadas a pesar de la distancia física:

“Entonces déjame ser tu veneno y tu cura. Permíteme destruir lo que necesita morir para que puedas renacer…”.

La imagen mental es tan vívida que me deja sin aliento: Sophia como una terapia oncológica experimental, devastando mi sistema para eliminar el cáncer del silencio, arrasando con todo para permitir un renacimiento desde las cenizas. Sophia como quimioterapia personificada, destruyendo células sanas y cancerosas por igual en su misión de curación brutal.

La analogía es perfecta en su destructiva precisión. Durante el tratamiento del melanoma, la quimioterapia me destruyó sistemáticamente: el cabello cayendo a mechones en la ducha, las uñas volviéndose quebradizas como hojas secas, las mucosas tan sensibles que comer era una tortura. Como si mi cuerpo entero estuviera siendo borrado para poder ser reescrito. Como si tuvieran que reducirme a un manuscrito en blanco para eliminar las palabras enfermas.

Mi boca se llena de saliva metálica, el recuerdo fantasma de aquellas náuseas constantes, de los vómitos que me dejaban exhausto sobre el frío suelo del baño. Laura limpiando mi frente con una toalla húmeda. Laura sosteniendo mi cabeza. Laura, siempre Laura, la constante en mi ecuación de autodestrucción.

—Joder —susurro en la penumbra de mi santuario—. Joder, joder, joder.

Mi voz es un hilo roto, apenas audible sobre el zumbido del ordenador y el latido acelerado de mi corazón en los oídos. Cada palabra suya es un bisturí que abre mis viejas cicatrices, exponiendo verdades que he mantenido enterradas durante años bajo capas de silencio, de profesionalidad forzada, de paternidad simulada.

La buhardilla se difumina en los bordes, los contornos de la realidad volviéndose líquidos como en un cuadro de Dalí. No es una alucinación inducida por las drogas —todavía no— sino por la sobrecarga emocional. Mi cerebro, acostumbrado al control químico, a la represión sistemática de todo sentimiento intenso, no sabe cómo procesar este terremoto poético sin la amortiguación de los fármacos.

El tiempo se estira como un chicle, cada segundo expandiéndose hasta contener océanos de sensación. Cada respiración requiere una decisión consciente, como si mis pulmones hubieran olvidado su funcionamiento autónomo. Inhalación: mis costillas se expanden, creando espacio para el aire que entra como un intruso. Exhalación: mi diafragma se contrae, expulsando moléculas que han visto demasiado.

El Lexatin se disuelve en mi lengua —mi elección, mi veneno, mi llave maestra hacia un estado alterado donde los versos fluyen más libremente. En lugar de calmarme, amplifica cada sensación, cada emoción, cada impulso que normalmente mantengo bajo control. Es el efecto paradójico que busco desde hace años: no la sedación, sino la desinhibición controlada, la capacidad de sentir intensamente sin desintegrarme completamente.

Esta es la contradicción central de mi existencia química: tomo ansiolíticos no para reducir la ansiedad, sino para contenerla dentro de un Marco donde puedo examinarla como un espécimen bajo el microscopio. No busco la ausencia de dolor, sino su transformación en algo manejable, en algo que pueda ser diseccionado, estudiado, tal vez incluso comprendido. No quiero silenciar el caos, sino orquestarlo, como un director frente a una sinfonía atonal.

La química que elijo para alterarme me hace hipersensible a cada matiz de este intercambio prohibido. Los mensajes de Sophia ya no son solo texto en una pantalla; son jeroglíficos tallados en mi córnea, hechizos que reescriben mi ADN, evangelios de una religión olvidada que siempre fue mía.

Un zumbido eléctrico recorre mi columna vertebral, activando cada nervio como una línea de dominó neurológica. Los colores adquieren una intensidad casi insoportable: el azul del monitor es ahora un cobalto vibrante que parece pulsar con luz propia, el rojo de los iconos de notificación sangra como una herida reciente, el blanco del fondo es tan puro que casi duele mirarlo directamente.

Los sonidos también se transforman: el ventilador del ordenador ya no es un simple zumbido mecánico sino una compleja sinfonía de frecuencias que mi cerebro hipersensible descompone en sus armónicos constituyentes. Cada golpe de tecla resuena en mi cráneo como una pequeña explosión, enviando ondas de choque a través de mis huesos.

Este estado de hipersensibilidad extática es la razón por la que sigo volviendo al coctel químico una y otra vez. No busco el olvido, sino la claridad extrema, esa percepción amplificada donde cada estímulo contiene universos de significado. En este estado, la poesía no es un lujo, sino una necesidad biológica, la única forma de procesar un mundo que de repente se ha vuelto demasiado intenso, demasiado real, demasiado presente.

—¿Papi? —La voz de Candela llega amortiguada desde abajo, con las erres suaves delatando su dificultad articulatoria—. Tengo hambe. ¿Hay algo de cená?

Su pregunta es una daga que se clava directamente en mi consciencia paterna. Por supuesto que tiene hambre. Por supuesto que no hay cena preparada. Laura lleva horas tumbada frente al televisor, perdida en su cóctel químico personal, y yo he estado demasiado absorto en mi propia autodestrucción poética para recordar que tengo hijos que necesitan ser alimentados.

La realidad doméstica se estrella contra mi burbuja farmacológica: soy el único adulto funcional en esta casa, y ni siquiera eso es del todo cierto.

La pequeña voz de Candela me arrastra momentáneamente de vuelta a la realidad cotidiana, a mis responsabilidades, a la vida que elegí cuando enterré al poeta. Candela, mi pequeña actriz, mi dramaturga en miniatura que convierte cada inconveniente en una tragedia griega. La que heredó mi intensidad emocional pero no mi incapacidad para expresarla. La que grita al mundo lo que yo solo me atrevo a susurrar en la oscuridad de mi buhardilla medicada.

Su llamada asciende por las escaleras como un hilo dorado, un cordón umbilical sonoro que intenta reconectarme con el mundo de abajo. Puedo visualizar su rostro —mis ojos en una versión más pequeña e infinitamente más honesta— frunciendo el ceño mientras espera la respuesta que tardo demasiado en formular.

—¡Ya voy! —respondo, pero mi voz suena extraña incluso para mí, como si viniera de otro lugar, de otra persona. Hay una cualidad metálica en ella, un timbre artificial que me preocupa brevemente. ¿Notará Candela la falsedad? ¿Percibirá que su padre está fracturándose en tiempo real, dividiéndose en versiones irreconciliables de sí mismo?

El mundo real exige mi atención, pero estoy atrapado en la pantalla, esperando la respuesta de Sophia. Soy un astronauta a la deriva, conectado a la nave familiar solo por un cable cada vez más tenue, mientras mi cuerpo flota hacia el vacío digital donde ella me espera.

Cuando llega, su mensaje es devastador en su brutal sinceridad:

“Estoy en casa. Bruno volverá en tres días. El apartamento parece más grande, más vacío. ¿Es normal que me sienta aliviada? ¿Que cada verso tuyo ocupe más espacio que su ausencia?”

La confesión activa algo profundo en mi cerebro reptiliano, algo anterior a la civilización, a los códigos morales, a las promesas matrimoniales. Es como si nuestras verdades desnudas se reconocieran a través del éter digital, dos almas rotas identificándose mutuamente a pesar de la distancia, del tiempo, de los compromisos que nos atan a vidas que ya no nos pertenecen.

Reconozco en su pregunta el eco de mis propios pensamientos inconfesables: esas tardes en que la ausencia de Laura en la casa —turnos dobles en el hospital, visitas a su madre— me producía un alivio culpable, un espacio para respirar en el mausoleo de nuestro duelo compartido. Reconozco esa sensación de expansión interior cuando los roles sociales impuestos se suspenden temporalmente, cuando podemos ser, aunque sea por breves momentos, versiones más auténticas de nosotros mismos.

Un nuevo soneto empieza a formarse en mi mente, tan nítido que casi puedo verlo proyectado en la pared, como si mi cerebro tuviera un proyector interno que tradujera directamente mis sinapsis en endecasílabos:

“¿Quién eres tú que lees en mi herida
verdades que ni yo me atreví a ver?
¿Qué antigua magia usaste para ser
la llave de mi voz tan escondida?

Cada verso es la sangre que, vertida,
construye un doloroso amanecer,
cada rima un violento florecer
de esta voz que juzgué ya fallecida.

Me aterra esta verdad que tú provocas,
este brutal y ciego torbellino,
estas ganas de gritar que tú evocas

en mi pecho poeta y clandestino.
Ya no hay regreso: cuando tú me tocas,
el silencio destroza su destino”.

Me quedo mirando los versos como quien contempla los resultados de una biopsia. Cada línea es un diagnóstico, cada rima una sentencia. La mezcla de deseo y culpa, de éxtasis y autoodio, es tan intensa que me provoca náuseas físicas. El flujo sanguíneo abandona mis extremidades, dejándolas frías y entumecidas, mientras mi presión arterial se desploma ante la avalancha química y emocional.

La sensación es físicamente palpable: un vacío en el estómago como si estuviera cayendo en el vacío, una contracción dolorosa del diafragma, un zumbido en los oídos que amenaza con convertirse en un pitido agudo. Son las manifestaciones somáticas de una verdad que mi cuerpo reconoce antes que mi mente: me estoy enamorando de Sophia. No es solo una atracción física ni una afinidad intelectual. Es una reconfiguración completa de mi universo emocional en torno a una persona que apenas conozco y que, sin embargo, parece conocerme mejor que nadie.

O tal vez es el Lexatin. O la falta de sueño. O el hecho de que no he comido nada en todo el día, demasiado absorto en este intercambio obsesivo con Sophia, en esta destrucción poética meticulosamente calculada. O simplemente es la verdad desnuda sobre lo que soy, manifestándose físicamente como un rechazo inmunológico.

El sonido del televisor se apaga abajo —Laura finalmente se levanta de su letargo—. Escucho sus pasos arrastrándose hacia la cocina. Su ritual nocturno es tan preciso como el mío, ambos ejecutando coreografías paralelas de supervivencia. El tintineo de los platos. El agua corriendo. El sonido amortiguado de cubiertos. La normalidad simulada que mantiene nuestra familia a flote, el delicado tejido de rutinas que mantiene unidas las piezas rotas de nuestras vidas.

La culpa me desgarra por dentro como un animal salvaje. Laura. Mi esposa. La madre de mis hijos. La que estuvo a mi lado durante el cáncer, cambiando vendajes, vaciando recipientes de vómito, sosteniendo mi mano durante las noches de fiebre y dolor. La que compartió conmigo la pérdida devastadora de Eva, ese desgarro que nunca cicatrizó completamente. La que sigue ahí, cada día, manteniendo unida a nuestra familia con la fuerza de su voluntad, con la persistencia de su amor.

Y yo aquí, traicionándola con palabras, con versos, con confesiones digitales que no son menos reales por existir solo en una pantalla.

—Error de sistema —susurro mientras mis dedos vuelan sobre el teclado, traduciendo inconscientemente mi angustia en la lengua que domino mejor: el código.

El monitor de la derecha muestra el análisis de criptomonedas que debería estar completando. Las líneas de Python se mezclan con los versos en mi mente febril, sangrando unas en otras como tintas disueltas en agua. Lo que antes estaba compartimentado —el analista forense y el poeta reprimido— ahora se fusiona en una nueva entidad híbrida que no pertenece a ningún mundo.

def analyze_soul(input_emotion):
    """
    Cada verso es un error no controlado cada rima una excepción sin catch
    """
    try:
        process_guilt()
        return format_verse()
    except TruthException as truth:
        # La verdad siempre escapa del bloque try
        # Como escapan los versos de mi control
        write_sonnet(truth.confession)
    except DesireException as desire:
        # El deseo es el bug que jamás quise encontrar
        # La vulnerabilidad que nadie parchea
        compile_love(desire.intensity)
    finally:
        # No hay final para este código
        # Solo iteraciones de dolor
        return fragments_of_self

Mi frente está empapada en sudor frío. La cicatriz del omóplato arde como si las células cancerosas estuvieran despertando bajo la piel, reactivadas por este torrente de emociones reprimidas. Los números y letras en pantalla se deslizan y retuercen como serpientes, formando patrones que mi cerebro intenta desesperadamente organizar en estructuras reconocibles.

El código no compila. Claro que no compila. Está tan roto como yo. Tan fragmentado como mi identidad, tan incoherente como mi vida dividida. Mi mente ya no distingue entre variables y metáforas, entre funciones y confesiones. Cada línea de código es un grito contenido, cada punto y coma una lágrima que no me permito derramar.

>> # TODO: encontrar condición de salida
>> # WARNING: recursión infinita detectada
>> # ERROR: no se puede compilar el amor

El análisis forense del disco duro se transforma ante mis ojos en una autopsia de mi propia alma, en una disección meticulosa de cada mentira que me he contado durante dos décadas. Los archivos eliminados que debería estar recuperando son mis propias traiciones enterradas en el espacio no asignado de mi consciencia, fragmentos de verdad que creí haber borrado para siempre.

La imagen RAW del disco —supuestamente perteneciente a un sospechoso de distribución de pornografía infantil— adquiere una dimensión simbólica en mi mente alterada. Los clústeres dañados son estrofas de un poema fragmentado, cada sector defectuoso un verso que no pudo completarse. Analizo metadatos de archivos como quien busca sentido en el caos de la existencia: timestamps que revelan patrones de actividad nocturna, rutas de carpetas que sugieren compartimentación obsesiva, archivos temporales que contienen rastros de documentos que alguien intentó desesperadamente ocultar.

Mi obsesión profesional por reconstruir líneas temporales digitales se funde con mi necesidad personal de encontrar significado en un universo indiferente. Cada byte recuperado del slack space es una confesión arrancada del silencio, cada entrada de registro un testimonio de actividades que alguien creyó haber borrado. Como mis poemas. Como mi voz. Como todo lo que enterré en aquel patio de la Academia hace veintidós años.

La mezcla de código y poesía me está volviendo loco. O quizás ya estaba loco y esto es solo la manifestación visible de una locura que ha estado gestándose durante años bajo la superficie aparentemente controlada de mi existencia compartimentada.

La locura se me presenta no como un abismo repentino sino como un territorio familiar que he estado habitando sin reconocerlo. Como esos sueños donde recorres tu casa y de pronto descubres una habitación que siempre estuvo ahí, pero que nunca habías notado. La locura no es la ausencia de razón, sino su transformación en algo más fluido, más permeable, más honesto. Y tal vez, pienso mientras contemplo el código-poema en la pantalla, tal vez esa honestidad es precisamente lo que he estado evitando durante veintidós años.

El cursor sigue parpadeando: 15:33. Como un metrónomo digital marcando el ritmo de mi desintegración. Como el último pitido del monitor cardíaco de Eva antes de que la línea se volviera plana. Como el segundo exacto en que el abuelo cerró los ojos por última vez. Sophia. ¿También ella es un fantasma de las 15:33?

La recurrencia de esta hora exacta no puede ser mera coincidencia. Es como si el universo entero conspirara para recordarme que el tiempo no es una flecha que avanza inexorablemente hacia adelante, sino un círculo donde todo lo perdido regresa, donde todo lo olvidado resurge, donde todo lo negado estalla con renovada fuerza.

Abajo, escucho a Lorenzo explicar algo sobre su código a Candela. Sus voces son un ancla a una realidad que cada vez siento más distante, como si yo estuviera viendo el mundo familiar a través de un cristal cada vez más grueso, cada vez más opaco. Mis hijos, ajenos al veneno que corre por mis venas, al virus poético que está reescribiendo cada línea de mi existencia.

Lorenzo, con su precisión algorítmica, diseccionando un problema de programación como quien desmonta un reloj para entender su funcionamiento. Candela, con su dramatismo expresivo, convirtiendo cada explicación técnica en una historia con protagonista y antagonista. Dos estrategias diferentes para comprender el mundo, dos herencias distintas de mi identidad fragmentada.

Imagino la escena: Lorenzo sentado en el suelo, el portátil abierto frente a él, sus dedos moviéndose sobre el teclado con una gracia casi pianística. Candela a su lado, los ojos brillantes de interés, haciendo preguntas que transforman el código abstracto en algo narrativo, en algo humano. Una síntesis perfecta de lo que yo debería ser: técnica y emoción, precisión y expresividad, código y poesía.

Mi teléfono vibra con otro mensaje de Sophia. El dispositivo parece irradiar calor, como si los bits que contienen sus palabras se hubieran transformado en algo físico, en algo vivo que late con luz propia. Sus palabras son líneas de código malicioso ejecutándose directamente en mi cerebro, reescribiendo mis protocolos emocionales. Cada mensaje es una nueva iteración del virus que ella ha plantado en mi sistema, cada respuesta una mutación del programa original.

“¿Estás ahí?”, pregunta. Dos palabras que contienen galaxias enteras de significado, océanos infinitos de posibilidades no pronunciadas.

La simplicidad de la pregunta es lo que la hace tan devastadora. No “¿Estás bien?”, ni “¿Qué piensas?”, sino simplemente “¿Estás ahí?”. Una cuestión ontológica disfrazada de consulta casual. ¿Existo realmente para ella? ¿Existimos realmente el uno para el otro, más allá de esta conexión digital? ¿Hay un “ahí” donde yo esté, o soy solo una construcción de sus deseos, como ella podría ser de los míos?

El Diazepam me llama desde el escritorio. «Todavía no es hora», me digo, pero mis dedos ya están acariciando el blíster como un amante a su objeto de deseo. El plástico transparente revela las pequeñas cápsulas azules que aguardan, pacientes, mi rendición.

El material cede bajo la presión de mis dedos, liberando una de las pastillas en mi palma sudorosa. No espero a que sea la hora —la química es mi elección, mi forma de rendición voluntaria; una urgencia enfermiza de difuminar aún más los bordes de la realidad, de permitir que los versos fluyan sin la resistencia de la consciencia ordinaria.

Lo dejo disolverse en mi lengua mientras escribo mi respuesta, saboreando el amargor como un gourmet del autoodio:

En el silencio de mi noche oscura,
donde los ecos mueren sin respuesta,
busco el sentido de esta antigua apuesta
entre mi ser y el tiempo que me augura.

¿Quién soy yo en esta página tan pura
que aguarda, como muerte manifiesta,
las palabras que brotan de una siesta
de consciencia vagando en la espesura?

Me desintegro en versos incompletos,
fragmentos de una voz que se deshace
en el abismo azul de los secretos.

Y mientras todo en sombras se complace,
mis dedos tejen sueños obsoletos
donde el vacío, al fin, me satisface
.

La combinación de Lexatin y Diazepam comienza a expandir mi consciencia, no hacia una claridad superlativa sino hacia una hipersensibilidad que roza lo doloroso. Cada tecla que presiono envía ondas de sensación a través de mis dedos, pequeños orgasmos eléctricos que recorren mis nervios hasta llegar al cerebro.

El bromazepam y el Diazepam, dos benzodiazepinas con diferentes perfiles farmacológicos, cada uno con su propio ritmo de destrucción, crean una sinfonía química en mis receptores GABA que solo yo puedo escuchar. El primero, más potente pero más breve; el segundo, más suave pero más duradero. Juntos, amplían mi consciencia no restringiéndola sino reconfigurándola, abriendo canales neuronales que normalmente permanecen cerrados por las defensas autoprogramadas de mi cerebro.

Este cóctel específico tiene un efecto paradójico que he perfeccionado a lo largo de años de experimentación metódica: en lugar de sedarme, me permite acceder a estados mentales donde las conexiones entre conceptos, sensaciones y recuerdos se vuelven más fluidas, más inmediatas. No busco el embotamiento, sino la disolución de las barreras entre diferentes partes de mi mente. Busco la integración, no la desconexión.

Los sonidos de la casa llegan amortiguados a mi santuario, como si vinieran de otro mundo, de otra dimensión. Esta buhardilla se ha convertido en mi laboratorio de autodestrucción química y renacimiento poético, una cámara de descompresión donde la realidad se disuelve en versos, donde las reglas normales de la existencia dejan de aplicarse.

El recuerdo asalta mis sentidos sin aviso: el instructor Ramírez en la Academia, arrancando mi cuaderno de poemas frente a toda la compañía. Sus dedos gruesos y ásperos destrozando páginas que eran más mías que mi propia piel. “¿Así que tenemos un poeta maricón entre nosotros?”, su voz retumbando en el patio como un látigo restallando contra mi alma expuesta. El silencio posterior, ese instante de quietud perfecta antes de que estallaran las risas. Trescientas gargantas abriéndose para devorar mi vulnerabilidad como hienas hambrientas.

Lo recuerdo con claridad química: el sol de julio implacable sobre el asfalto del patio, creando ondas de calor que distorsionaban la realidad como en un espejismo. El uniforme pegándose a mi piel por el sudor frío del miedo. El olor a tierra seca y a botas militares. La textura rugosa del papel entre los dedos de Ramírez mientras sostenía mi cuaderno en alto, como un trofeo obsceno.

Puedo revivir cada sonido: el crujido de las páginas al ser arrancadas, el susurro de las hojas cayendo al suelo, el murmullo creciente de las risas, el latido ensordecedor de mi propio corazón en los oídos. Puedo sentir de nuevo cada sensación: la náusea subiendo por mi garganta, el hormigueo en las extremidades, la debilidad en las rodillas, la humedad caliente de la orina involuntaria manchando mis pantalones. El olor a amoníaco mezclándose con el del asfalto caliente, creando un hedor que veintidós años después aún puedo invocar.

Ese fue el momento en que enterré al poeta, el instante exacto en que decidí que mi voz no merecía ser escuchada. Veintidós años de silencio autoimpuesto. Dos décadas de mutilación voluntaria. Y ahora esto: la herida reabierta por una mujer que solo conozco a través de palabras en una pantalla.

Sophia responde, y sus palabras son agujas que se clavan directamente en el centro de mi consciencia alterada:

“Eres un poema que se está escribiendo a sí mismo, un código que se está reescribiendo en tiempo real. ¿No es eso el amor?”

La frase me desgarra como un bisturí afilado, exponiendo capas de significado que ni siquiera sabía que existían. ¿Es eso el amor? ¿Un proceso de reescritura constante, un algoritmo que se modifica a sí mismo en respuesta a estímulos externos? ¿Una poesía viva que evoluciona con cada verso compartido?

La profundidad filosófica de su pregunta resuena en mi mente alterada. El amor como un proceso emergente, no como un estado fijo. El amor como una forma de reconfigurarse mutuamente, de reescribir y ser reescrito. El amor como un código abierto en constante evolución, siempre susceptible de ser modificado, mejorado, transformado.

Mi respuesta brota como sangre de una herida recién abierta:

“¿Qué clase de veneno destilamos
en cada verso feroz que vertimos?
¿Cuál es la vieja cicatriz que abrimos
cada vez que palabras arrojamos?

No sé si muerte o vida aquí buscamos
en estos versos que sangrando urdimos;
ni siquiera sé si no distinguimos
entre aquello que somos y soñamos.

La poesía es nuestra vil excusa,
el arte nuestro frágil camuflaje,
la verdad, despiadada y más profusa,

sangra con cada desnudo mensaje.
Ya no hay máscara falsa que nos usa:
cada verso es un mortal homenaje”.

El dúo químico canta en mis venas, transformando cada palabra en una confesión más profunda y cada verso en una verdad más descarnada. No es la medicina lo que me está destruyendo —es esta nueva forma de existencia que Sophia ha despertado, esta manera de habitar simultáneamente el código y la poesía, la razón y la locura, el deber y el deseo.

Un marido en la planta baja. Un amante imposible en la buhardilla. Un padre ausente incluso cuando está presente. Un analista forense que se desintegra en versos incontrolables. Ya no sé dónde termina una identidad y comienza otra. Ya no sé cuál de estas versiones es el verdadero Marco Sáez, o si tal persona existe realmente.

Me pregunto si siempre he sido así de fragmentado, si la compartimentación ha sido simplemente mi estrategia de supervivencia desde la infancia. El pequeño Marco, hijo de una alcohólica, aprendiendo a predecir estados de ánimo, a leer síntomas, a evitar detonantes. El adolescente Marco, desarrollando una sensibilidad poética mientras simultáneamente construía muros para protegerla. El joven Marco, enterrando al poeta bajo capas de disciplina militar y eficiencia profesional. El adulto Marco, creando sistemas de control cada vez más elaborados para mantener separadas las diferentes versiones de sí mismo.

El cursor parpadea una vez más: 15:33.

Y sé, con la claridad que solo viene de la química elegida y la poesía inevitable, que ya no hay vuelta atrás. El sistema está corrupto más allá de toda reparación, y los versos son tanto el virus como el único antídoto posible.

“Me pregunto”, escribe Sophia en un nuevo mensaje, “si hay un momento exacto en que las palabras dejan de ser solo palabras y se convierten en algo vivo. En algo que respira entre nosotros”.

Las letras en la pantalla parecen tener pulso propio, latiendo con vida artificial mientras las contemplo con pupilas dilatadas por el Diazepam. El Stilnox me llama desde el escritorio. Todavía no es su hora, pero ¿qué importa ya el tiempo cuando cada momento es 15:33? ¿Qué importa cuando todos los dolores, todos los éxtasis, todas las pérdidas coexisten en un presente eterno?

Lo tomo entre mis dedos temblorosos. La pastilla pequeña y blanca, tan inocua en apariencia, tan devastadora en su efecto. La contemplo a contraluz, fascinado por su perfecta simetría, por su promesa de olvido temporal.

La observo a la luz azulada del monitor, girándola entre mis dedos como quien estudia una joya preciosa, un diamante microscópico tallado específicamente para mi autodestrucción. Esta es mi rendición. No un acto impulsivo sino una decisión consciente, calculada. Un algoritmo de autodestrucción ejecutándose con perfecta precisión.

La coloco en mi lengua. El sabor amargo se mezcla con el regusto metálico del Lexatin y el Diazepam, creando un cóctel químico que reconozco como la antesala de la disolución total. Mi trinidad química. Mi última cena. Mi comunión con la nada.

Mientras se disuelve, siento cada barrera mental disolviéndose con ella. Cada muro que construí durante veintidós años se desmorona como código mal escrito, como un firewall obsoleto ante un ataque sofisticado. La certeza me atraviesa como un bisturí: la poesía es un virus terminal, y yo he elegido no buscar la cura.

La luz de la buhardilla comienza a adquirir una cualidad líquida, como si el aire mismo se hubiera espesado. Los objetos familiares —el escritorio, los monitores, los libros— parecen vibrar con una frecuencia sutil, casi imperceptible. No es una alucinación, no todavía, solo el primer indicio de que la química está comenzando a trabajar, redefiniendo los parámetros de mi percepción.

El zolpidem, más potente que sus predecesores, comienza su asalto a mi sistema nervioso central. Si las benzodiazepinas eran llaves que abrían puertas específicas en mi mente, el Stilnox es una llave maestra que abre todas a la vez, permitiendo que diferentes habitaciones mentales —normalmente aisladas— se comuniquen libremente. Sensaciones, recuerdos, miedos, deseos: todo converge en un presente expandido donde el tiempo pierde su tiranía lineal.

La respuesta de Sophia llega a un cerebro ya ligeramente alterado, potenciando su impacto exponencialmente:

“Cada mensaje tuyo es una grieta en el muro que separa nuestras soledades. Tus versos son llaves que abren puertas que no sabía que existían en mi alma. ¿Es posible ahogarse en palabras? Porque siento que me estoy ahogando en tus sonetos, y la sensación es tan dulce que no quiero ser rescatada”.

Sus palabras son veneno puro, más potente que cualquier química que haya elegido, más devastadoras que todas mis píldoras cuidadosamente seleccionadas. Mis dedos tiemblan sobre el teclado mientras Sophia sigue escribiendo, cada frase una daga que penetra más profundamente en mi consciencia alterada:

“Me pregunto”, escribe, “si en algún universo paralelo existimos fuera de estas pantallas, si hay una realidad donde nuestros versos son caricias reales y no solo metáforas digitales”.

El combinado químico acelera su avance por mi sistema nervioso. Años de uso han alterado mis receptores GABA hasta el punto de que, dosis que dormirían a otros, apenas me producen esta hipersensibilidad controlada.

Los bordes de la realidad comienzan a difuminarse, el mundo adquiere esa cualidad ligeramente desenfocada que busco cada noche. Bajo este manto farmacológico, la pregunta de Sophia no parece filosófica, sino perfectamente razonable, una especulación científica sobre las infinitas posibilidades del multiverso.

La teoría de cuerdas, que he estudiado como aficionado durante años, parece manifestarse visualmente en mi mente alterada. Veo las dimensiones plegándose y desplegándose, los universos paralelos ramificándose en cada decisión, las diferentes versiones de Marco y Sophia encontrándose en infinitas variaciones de esta misma escena. En algún universo, estamos en la misma habitación. En otro, nunca nos conocimos. En otro, somos enemigos. En otro, amantes desde la adolescencia. La realidad es un fractal de posibilidades, y nosotros apenas habitamos una de sus infinitas iteraciones.

Su mensaje me atraviesa como una línea de código malicioso, reescribiendo las funciones básicas de mi consciencia. Mi respuesta brota como sangre de una herida autoinfligida, palabras que surgen directamente del núcleo derretido de mi identidad fragmentada:

“En este universo, cada verso es una traición cuántica. Existimos simultáneamente en todos los estados posibles: culpables e inocentes, fieles e infieles, vivos y muertos. Cada poema que te escribo es un universo alternativo donde las decisiones que no me atrevo a tomar se materializan en endecasílabos”.

Pulso enviar y observo las palabras desaparecer en el éter digital. La paradoja es evidente incluso para mi mente alterada: son palabras que no me atrevería a decir en voz alta, y, sin embargo, las he confiado a una infraestructura digital que potencialmente las eternizará. ¿Qué es más real: las palabras no pronunciadas o las palabras escritas que nadie escucha?

La pregunta reverbera en mi cráneo mientras el Stilnox comienza a intensificar su efecto, creando ondas de pensamiento que se expanden como círculos concéntricos en un estanque. Los límites entre lo físico y lo digital, entre lo real y lo virtual, entre lo vivido y lo imaginado se vuelven arbitrarios, construcciones sociales que mi mente química ya no está obligada a respetar.

Sophia responde, y sus palabras son como cristales rotos en mi consciencia alterada, fragmentos afilados que reflejan verdades desde múltiples ángulos:

“A veces pienso que nos inventamos mutuamente. Que eres un poema que cobró vida en mi soledad, y yo una línea de código que escapó de tu programa. ¿Importa si somos reales cuando lo que escribimos sangra con tanta verdad?”

La pregunta reverbera en mi cerebro químicamente alterado como un eco infinito. ¿Importa la realidad cuando la verdad emocional es tan intensa? ¿Importa la corporeidad física cuando las palabras compartidas generan un vínculo más profundo que cualquier contacto?

Lo que Sophia propone es una ontología alternativa, una forma radical de existir donde la autenticidad emocional sustituye a la realidad física como criterio último de existencia. Bajo esta lógica, nuestra conexión es más real que muchas de mis interacciones cotidianas precisamente porque está destilada a su esencia más pura: significado sin la interferencia de las apariencias, verdad sin el ruido de lo circunstancial.

El cursor parpadea: 15:33.

La medicación está alcanzando su punto álgido, ese momento perfecto donde la química y la consciencia se entrelazan para crear un estado de hiperlucidez que precede a la disolución total. Mi mano se cierra sobre el blíster de Stilnox de nuevo, tentado a tomar otra pastilla. Necesito difuminar aún más los bordes entre la realidad y la poesía, entre el deber y el deseo, entre el código y la carne.

La revelación se despliega en mi consciencia no con la violencia de un relámpago, sino con la inexorable certeza de un amanecer: cada nuevo rayo de comprensión ilumina otro rincón de mi alma, cada momento de claridad revela otra capa de verdad que ha estado ahí todo el tiempo, esperando ser reconocida.

Los sentimientos que había estado categorizando cuidadosamente —admiración, conexión literaria, afinidad espiritual— se funden ahora en algo más vasto y aterrador, como ríos que confluyen en un océano imposible de contener. Cada latido de mi corazón parece reescribir la historia de mi vida, dividiendo mi existencia en un “antes” y un “después” de esta comprensión que lo cambia todo: me estoy enamorando de ella, y ese reconocimiento es simultáneamente una liberación y una condena.

En lo profundo de mi cerebro medicado, la noción de que esto es irracional, peligroso, potencialmente destructivo, existe como un último bastión de cordura. Apenas he visto a Sophia en persona una vez. Nuestro intercambio se limita a mensajes digitales, a palabras en una pantalla. No conozco su olor, el sonido de su risa, la textura de su piel. Es una construcción mental, una proyección de mis propios deseos reprimidos, un espejo que me devuelve la imagen del poeta que asesiné hace veintidós años.

Y, sin embargo, ¿no es eso también el amor? ¿No es siempre el otro, en cierta medida, una construcción de nuestro deseo, una pantalla donde proyectamos nuestras esperanzas, nuestros miedos, nuestras necesidades no satisfechas?

El amor siempre contiene un elemento de ficción, incluso en sus manifestaciones más físicas, más tangibles. Amamos no solo a la persona real sino a nuestra idea de esa persona, nuestra interpretación de sus gestos, nuestras proyecciones sobre sus silencios. El amor es siempre un acto de traducción imperfecta, un intento de descifrar un código escrito en un lenguaje que nunca dominamos completamente.

La buhardilla se ha convertido en mi cámara de descompresión donde la realidad se disuelve en versos, donde cada química elegida es un paso más hacia esta forma de existencia que solo Sophia parece entender. El código y la poesía se entrelazan en mi mente como ADN defectuoso, cada línea una mutación que me aleja más de quien solía ser.

El Stilnox comienza su danza con mi sistema nervioso mientras escribo una última respuesta:

No soy quien fui ni quien debiera ser
en este cruel instante congelado.
Cada verso es un pecado anhelado,
cada rima, herejía al florecer.

¿Quién soy yo en esta forma de querer,
entre la culpa y amor despedazado,
entre el sueño que me han arrebatado
y esta cruda verdad que ha de doler?

Entre código frío y poesía,
entre el deber y el deseo más puro,
me disuelvo en sangrante melodía.

Ya no hay retorno de este abismo oscuro:
soy la plaga que infecta cada día,
soy herida, soy veneno, y no me curo
.

El cursor parpadea una última vez: 15:33.

La química elegida fluye por mis venas mientras contemplo la verdad que ya no puedo negar: no es solo mi voz poética la que Sophia ha despertado. Es mi alma entera, y ese despertar viene con un precio que apenas comienzo a comprender. Cada verso intercambiado es otro clavo en el ataúd de quien solía ser, cada poema una lápida más en el cementerio de mi antigua identidad.

Ya no hay posibilidad de compartimentación. Las fronteras se han disuelto. El Marco analista, el Marco padre, el Marco esposo, el Marco poeta: todas estas versiones de mí mismo, cuidadosamente separadas durante años, ahora se entremezclan en una nueva configuración que no sé cómo habitar. Es como aprender a vivir en un cuerpo con una anatomía completamente alterada, como tener que caminar de nuevo después de que todos los huesos se han reestructurado.

La noche sangra poesía mientras el cóctel de Lexatin, Diazepam y Stilnox baila con mis sinapsis. Las palabras y los números se funden en una nueva forma de lenguaje que solo mi cerebro alterado puede comprender, un código poético donde cada variable es un verso y cada verso una ventana a una realidad alternativa.

Un último pensamiento atraviesa mi mente antes de que el Stilnox comience a arrastrarme hacia su abrazo sedante: ¿Y si Sophia es solo una manifestación de mi propia psique fragmentada? ¿Un constructo elaborado por mi mente enferma para justificar este despertar poético? ¿Un bug en mi propio sistema que se ha convertido en una función esencial?

La respuesta no está en la veracidad de su existencia física sino en la autenticidad del efecto que ha causado en mí. Si el resultado es que mi voz silenciada durante veintidós años ha encontrado finalmente un cauce para expresarse, ¿importa realmente si el catalizador es real o imaginario? ¿No son todas las musas, en cierto sentido, construcciones de nuestra necesidad creativa?

En algún lugar, en otra vida, Sophia existe como una variable imposible de declarar, como un bug que se ha convertido en la función principal de mi existencia.

Y yo… Yo soy solo un poema que se está escribiendo a sí mismo en el espacio entre la cordura y la obsesión, entre el código y el verso, entre la realidad y el deseo.

El cursor parpadea: 15:33. Siempre 15:33.

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