Medicación y Memoria
Mis tres cajas de medicamentos montan guardia sobre el escritorio de nogal. La luz mortecina de la tarde las hace brillar como ámbar líquido: Lexatin 3 mg, Diazepam 10 mg, Stilnox 10 mg. Mi trinidad química. Mis carceleros y libertadores.
Laura devora sus pastillas como una bestia herida —yo elijo las mías para desangrarme voluntariamente.
Hay una diferencia brutal que los médicos jamás comprenderán: ella se medica para no sentir, yo me drogo para sentir hasta que duele respirar. Laura se traga su Escitalopram como quien se traga una mentira necesaria, una ficción química que le permite seguir existiendo sin Eva. Yo preparo las mías con la precisión de un ritual pagano: para sentir el filo dentado de cada recuerdo, para sangrar por heridas que nunca debieron cerrarse, para desgarrar cada venda, para meter los dedos en cada herida, para sangrar por grietas que ella ha sellado con pastillas y silencio, para…
Su supervivencia es negación; mi destrucción es confesión.
El reloj marca las 17:35.
La primera dosis espera.
Mis dedos encuentran el blíster por instinto, por años de repetición grabados en la memoria muscular. Los mismos dedos que redactan informes periciales por la mañana, que rastrean criminales en la red, que acarician el pelo de Candela antes de dormir. Los mismos dedos que nunca escribieron un poema para Eva —¿o sí lo han hecho?
Un-dos-tres-cuatro-cinco sílabas mientras sostengo la pastilla entre índice y pulgar. La cuenta es automática, involuntaria, como un latido cardíaco. Como la respiración. El tic empezó a los ocho años, contando versos con los dedos mientras Elena bailaba su danza etílica por la casa. La voz pastosa de mi madre escupiendo insultos mientras arrancaba páginas de mi cuaderno. El tintineo del hielo contra el cristal del vaso era el único ritmo que ella toleraba. «Esta mierda no sirve para nada», repetía mientras destrozaba cada verso como si las palabras mismas la ofendieran. Un-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete-ocho-nueve-diez-once. Un endecasílabo perfecto, en esa frase, en cada sorbo, en cada tambaleo.
Durante el silencio autoimpuesto, conté teclas. Las golpeaba sin control, frenéticamente, como si me llevaran los demonios mientras escribía informes y código. Una canción percusiva de productividad imparable. Un-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete-ocho. 4 teclas por segundo. 240 por minuto. 14400 por hora. Números que contenían el caos, que mantenían a raya la poesía que amenazaba con escurrirse entre los algoritmos.
Ahora cuento sílabas otra vez, como si mi cuerpo recordara lo que mi mente intentó olvidar. Como si los dedos tuvieran su propia memoria, independiente de mi voluntad consciente. Sus propios fantasmas.
El ventilador del ordenador zumba con un ritmo hipnótico, mezclándose con el crujido particular de cada tabla del suelo de la buhardilla. Conozco cada sonido de memoria: el gemido agudo de la madera junto a la ventana, el suspiro grave de los listones bajo el escritorio, la queja metálica de los clavos antiguos cediendo y tensándose con los cambios de temperatura. Este espacio respira conmigo. Inhala cuando entro, exhala cuando salgo. Su respiración se acelera con la mía cuando la ansiedad me devora. Se ralentiza cuando la química disuelve mis barreras. Cada crujido es un verso en el poema que es nuestra existencia compartida.
La botella del 80 vigila desde su esquina en el escritorio, testigo silencioso de otra noche de alquimia personal. El polvo acumulado forma un halo grisáceo alrededor de la base, como cenizas de un fuego que nunca llegó a encenderse. El abuelo guardó catorce botellas de esa cosecha para cuando encontrara mi voz. Para celebrar mi retorno a la poesía que abandoné. Para brindar por el regreso del nieto que comenzó a morir en la Academia y terminó de expirar el día que perdimos a Eva. Más de veinte años después, aquí estoy, buscando esa voz en los huecos de blísteres vacíos. El polvo sobre la etiqueta marca el paso del tiempo como las líneas en un tronco cortado. Un anillo por cada año de silencio autoimpuesto.
El Lexatin se disuelve como un sacramento envenenado bajo mi lengua. El sabor amargo inunda mi boca. Dibujo círculos con la lengua, extendiendo el veneno por cada rincón. Cada molécula es un sacramento que profana el templo de mi silencio.
No la trago —la dejo disolverse, que su veneno elegido infecte cada papila, que su química corrosiva desgarre las cadenas que aprisionan mi voz. Este no es un acto médico —es un ritual de automutilación controlada, una comunión con mis propios demonios. No busco salud ni equilibrio. Busco la grieta precisa, el desajuste exacto en la maquinaria de mi cerebro donde aún se esconden los versos.
Los sabores se mezclan: el amargo químico de la medicación, el regusto metálico del miedo, el polvo acumulado en los libros que se alinean en las estanterías como soldados en una guerra perdida. Libros de código y programación que nunca podrán contener los poemas que suplican por escapar. Manuales técnicos junto a volúmenes de filosofía oriental con lomos desgastados, tratados sobre el sufrimiento humano con páginas marcadas, textos de existencialismo y metafísica apilados como centinelas silenciosos. Una biblioteca construida como fortaleza contra la vulnerabilidad, ninguno capaz de explicar un mundo que solo la poesía puede comprender verdaderamente.
No busco calma —busco grietas en la realidad. Quiero que los bordes se difuminen, que las paredes entre el pasado y el presente se vuelvan porosas. Necesito ese espacio intermedio donde la pérdida no sea absoluta, donde la ausencia tenga textura, donde el silencio se pueda tocar con las manos desnudas.
En la pantalla del ordenador, el nombre de usuario que estoy investigando en el caso ‘Vandertramp’:
>> @ShadowMaster1985
52 días siguiendo su rastro a través de foros y redes sociales. El monedero de Bitcoin publicado en un momento de descuido brilla en la pantalla como una confesión involuntaria:
>> 1F1tAaz5x1HUXrCNLbtMDqcw6o5GNn4xqX
Mi mente analítica, todavía no completamente disuelta por el Lexatin, detecta el patrón. Tres transacciones semanales. Siempre los martes, jueves y sábados. Siempre a las 3:23 de la madrugada. Una cadencia tan precisa como un soneto. La ironía me golpea como una sobredosis de realidad en las venas: paso mis días buscando patrones en identidades digitales, y mis noches contando sílabas como un monje demente.
Los patrones están ahí, ocultos tanto en el código como en los versos. Una transacción sospechosa tiene su propia métrica: el ritmo de las transferencias, la cadencia de los movimientos, el flujo del dinero sucio que marca un compás tan preciso como un soneto. Los algoritmos que escribo para detectar anomalías siguen las mismas reglas que la poesía: buscan rupturas en el patrón, quiebres en la coherencia, momentos donde el flujo se interrumpe.
Cada día busco estas secuencias oscuras, estos versos malditos escritos en hexadecimal. La poesía del terror tiene sus propias reglas métricas, sus propias rimas en código binario. Los terroristas tienen sus propios sonetos, escritos con transacciones en lugar de palabras, con víctimas en lugar de metáforas.
Cinco minutos.
La saliva mezclada con bromazepam se acumula bajo mi lengua. La trago, sintiendo cómo el líquido tibio desciende por mi garganta, transportando la química hacia mi torrente sanguíneo. El primer umbral está cerca.
Diez minutos.
Mis párpados pesan como si estuvieran hechos de plomo. Los colores de la habitación se saturan levemente, como si alguien hubiera subido el contraste de la realidad un diez por ciento. El zumbido del ordenador se vuelve más táctil, casi palpable. Puedo sentir sus vibraciones a través de la mesa, subiendo por mis antebrazos, instalándose en mis huesos como un segundo pulso.
Veinte minutos.
La buhardilla comienza su transformación. Las sombras adquieren profundidad, como si el espacio mismo respirara. Los rincones oscuros parecen extenderse hacia dimensiones imposibles. Los libros en las estanterías parecen vibrar —o es mi visión periférica traicionándome, creando movimiento donde solo hay polvo y abandono. Las tapas se estremecen sutilmente, un movimiento imperceptible para cualquiera que no estuviera bajo los efectos del bromazepam.
La luz que se filtra por la ventana dibuja galaxias en el polvo suspendido. Cada mota es una estrella en una constelación efímera. Veo patrones entre ellas: aquí Orión, allá la Osa Mayor, más allá una forma que no tiene nombre en ningún catálogo astronómico, pero que reconozco como propia. Constelaciones que solo existen en este momento y lugar, cartografías estelares del polvo de mi abandono.
Mis dedos se mueven solos sobre el teclado: un-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete. Un heptasílabo perfecto formándose sin permiso. Mi cerebro intenta resistirse, redirigir la energía hacia el análisis forense, hacia la secuencia de direcciones IP que debo rastrear. Pero es inútil. El bromazepam ha aflojado las barreras, y las palabras comienzan a filtrarse como agua a través de las grietas de un dique.
Durante años, estos dedos aprendieron a teclear código y redactar informes con una precisión militar. El “GRU Forense”, me llaman en la Unidad. Siempre exacto, siempre metódico, siempre impenetrable. Ahora han bajado el ritmo, como si tararearan una melodía antigua. Cada tecla es una nota en una canción que lleva más de dos décadas esperando ser cantada. Una máquina de carne y código que procesa datos mientras los humanos procesan emociones.
Los sonidos llegan distorsionados desde el piso inferior. Lorenzo estará contando sus pasos: cinco hasta la ventana, siete hasta el armario. Mi hijo cuenta para encontrar orden; yo cuento para perderlo. La herencia se transmite en formas extrañas —él heredó mi necesidad de patrones pero no mis demonios.
Aún no.
A veces lo observo mientras duerme, buscando en su rostro los signos del fracaso que soy yo. Rastreo las líneas de sus expresiones como rastreo las identidades digitales de mis objetivos. Busco evidencia de que la semilla ya está plantada, de que el tiempo de bodega que necesitan sus propios demonios ha comenzado. De que un día también necesitará su propia trinidad química para existir. De que la fragmentación es inevitable, transmitida de padre a hijo como un virus silencioso.
El primer velo ha caído.
La realidad se vuelve maleable bajo el influjo del bromazepam. Mi consciencia se desgarra como piel podrida, y cada capa de realidad se desprende para revelar verdades más obscenas debajo. Las costras de normalidad que he cultivado durante dos décadas se disuelven, dejando expuesta la carne viva de lo que realmente soy.
Cada objeto en la buhardilla adquiere un significado adicional: la pluma del abuelo late con memorias no escritas, las cajas de la medicación son centinelas de una libertad química, la botella del 80 es una bomba de tiempo emocional que hace tic-tac en mi consciencia. La cicatriz del omóplato —cincuenta y cuatro grapas metálicas y puntos incontables— pica como si recordara su propia historia. Cada punto, cada grapa, un verso en el poema de la mutilación que el cáncer escribió en mi carne.
Las paredes sangran tinta, el aire se cristaliza en versos que flotan como cuchillas. Cada respiración es un acto de violencia poética. Inhalo oxígeno, exhalo metáforas. Inhalo certeza, exhalo duda. Inhalo presente, exhalo pasado. El tiempo se convierte en una sustancia dúctil que puedo estirar entre mis dedos como masa de pan.
No estoy alterando mi percepción —estoy desollando vivo al universo. Quitándole la piel de lo normal para ver las vísceras de lo real, lo que late debajo de la membrana tranquilizadora de lo cotidiano. La verdad sangrienta que se oculta detrás del velo de la rutina.
La temperatura ha comenzado a cambiar. El calor sube desde el piso inferior como una marea tóxica, trayendo consigo los ecos de la vida familiar que intento mantener a raya. Las risas de Candela, el tecleo constante de Lorenzo, el susurro de Laura mientras limpia la habitación verde.
Pero Laura no limpia la habitación verde por amor —la limpia por dominación territorial. Cada pasada del trapo es un acto de posesión, cada aplicación de talco una marca de territorio. Esa habitación es su reino, donde ella es reina absoluta de un dolor que nadie más puede reclamar.
Lo percibo: ese olor inconfundible a polvos de talco que se filtra por las rendijas del suelo. Laura sigue espolvoreándolos en la habitación verde todas las noches, como si el tiempo se hubiera congelado, como si la cuna vacía necesitara ese ritual de limpieza. Como si Eva fuera a llegar en cualquier momento, catorce años después. El olor me golpea con la fuerza de una revelación: mientras yo me destruyo químicamente para recordar, ella esteriliza obsesivamente para mantener la herida abierta pero presentable. Su duelo es una religión que exige sacrificios diarios de toda la familia.
Dos formas opuestas del mismo culto a la ausencia.
El sudor brota en mi nuca. Cada gota es un recordatorio del peso de esta existencia fragmentada. Un peso que se acumula gradualmente, gramo a gramo, día a día, hasta que un día descubres que cargas con el equivalente a un cadáver sobre los hombros. El cadáver de quien fuiste, de quien podrías haber sido. La madera del escritorio absorbe la humedad de mis palmas, dejando huellas oscuras que se desvanecen lentamente, como los recuerdos que intento capturar. Presiono más fuerte, intentando dejar una marca permanente, una señal de que realmente existo, de que estuve aquí.
Un archivo parpadea en la esquina de la pantalla: ‘Letras_sin_señas_v3.4.docx’.
Lo abro sin pensar.
Las palabras danzan frente a mis ojos mientras otra pista emerge: un nuevo usuario vinculado a ‘@ShadowMaster1985’, otra identidad digital que perseguir. En mi trabajo, rastreo fantasmas que se esconden tras nombres falsos. Esta noche, soy yo el fantasma, y el nombre que intento descifrar es el mío.
Mi mano izquierda encuentra instintivamente la alianza en mi mano derecha. El metal frío ancla mis dedos a una realidad que cada vez parece más lejana. Giro el anillo, sintiendo cada micrómetro de su superficie contra mi piel. El punto exacto donde hay un pequeño rasguño, imperceptible para cualquiera que no sea yo. La marca que dejó cuando golpeé la pared del hospital, el día que nos dijeron que Eva no era viable. Que los cromosomas dictaron sentencia. Que la naturaleza habló.
Una imperfección microscópica en el oro, un recordatorio permanente del momento en que mi vida se fragmentó para siempre.
Laura estará paralizada en la habitación verde, acariciando la madera de la cuna vacía con dedos que tiemblan de Escitalopram y odio contenido. O derrumbada en su cama, consumida por la fecha maldita, dejando que Lorenzo y Candela se las arreglen solos mientras ella se ahoga en su propio teatro de víctima sagrada.
No prepara cenas el día que murió Eva. No ayuda con deberes cuando su dolor privado necesita ser público. Los niños saben que deben volverse invisibles cuando mamá está “recordando”, cuando su duelo se convierte en el evento principal de la casa.
Ella necesita sus pastillas para existir, a duras penas; yo elijo las mías para disolverme, con libertad absoluta. Para filtrarme a través de las grietas de lo real hacia el mundo donde quizás Eva aún existe de alguna forma. Donde los sonetos no se pudrieron en mi garganta durante más de veinte años. Donde el silencio no corroyó mis entrañas hasta dejarlas huecas.
19:30.
El Lexatin ha abierto todas las puertas.
Los recuerdos se filtran como luz a través de cristales rotos. Cada fragmento proyecta su propio espectro de dolor, su propio matiz de pérdida. No son flashbacks lineales, ordenados, sino impresiones sensoriales brutales que me golpean desde todas direcciones.
Veo al abuelo en su bodega, sus manos nudosas sosteniendo la botella del 80 contra la luz. «Esta cosecha es especial, Marco. Tiene tiempo de bodega, como los buenos poemas». Enseñándome que algunas heridas necesitan fermentar en silencio. Que el dolor, como el vino, necesita oscuridad y tiempo para transformarse en algo valioso.
Veo a Elena bailando su vals alcohólico, donde cada tropiezo es una lección sobre el peso del silencio. Sus ojos vidriosos, incapaces de enfocar. «Siempre con la nariz metida en libros, igual que tu abuelo. De nada te va a servir, como a mí no me sirvió estudiar». Su desprecio por cualquier forma de intelecto era tan ácido como el alcohol que consumía. Y luego la botella cayendo, rompiéndose. El líquido ámbar extendiéndose por el suelo como una mancha de sangre. Yo, recogiendo los cristales, cortándome. La sangre mezclándose con el whisky.
Veo a Sophia…
¿La veo realmente? ¿O solo veo el reflejo de mi propio anhelo en el espejo deformado de la memoria? Su sonrisa enigmática, el lunar junto a la comisura izquierda de sus labios. La forma en que la luz se reflejaba en el aro de plata de su nariz cuando inclinaba la cabeza. «Las palabras te están matando por dentro, Marco. Te pudren como fruta olvidada en un cajón». ¿Dijo eso alguna vez, o es mi mente creando diálogos para los fantasmas que necesito?
Los dedos siguen su cuenta implacable: un-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete-ocho-nueve-diez-once. El endecasílabo perfecto emerge sin esfuerzo, como sangre de una herida que se niega a cicatrizar. Mi cerebro divide automáticamente las palabras en pies métricos, en sílabas, en hemistiquios, en cesuras. Una maquinaria poética que nunca dejó de funcionar, que solo se ocultó bajo capas y capas de código informático.
El código y la poesía son intentos gemelos de poner orden en el caos: uno con la precisión matemática de los algoritmos, otro con la estructura inflexible del metro y la rima. Durante el día, escribo funciones que intentan contener el caos del terror; en la noche, compongo versos que intentan encerrar el caos de mi mente. Ambos son jaulas construidas con diferentes tipos de barrotes, y ambos son igualmente inútiles contra el desorden fundamental del universo.
Ya no tecleo con la furia contenida de antes. Mis dedos se mueven sobre el teclado con una precisión que contradice mi estado mental. El tecleo ya no es frenético —es una danza medida, donde cada golpe va marcando sílabas que fluyen directamente desde algún lugar más profundo que la consciencia. Como un violinista que encuentra su arco después de décadas de silencio forzado, cada nota más nítida que la anterior. Cada pulsación tiene un ritmo, cada palabra un tempo propio. La velocidad es menor, pero la precisión aumenta.
La luz del atardecer se derrama por la ventana, convirtiendo la buhardilla en una cámara oscura donde cada sombra cuenta una historia. El aire huele a polvo y a tiempo estancado, a libros viejos y a silencios acumulados. A promesas rotas y a posibilidades marchitas. A todo lo que pudo ser y nunca fue. A Eva, siempre a Eva, aunque jamás llevara un perfume, aunque nunca tuviera un olor propio más allá del antiséptico del hospital y los polvos de talco que Laura espolvoreaba en la habitación verde preparándose para una llegada que nunca se produciría.
Pronto será hora del Diazepam.
La segunda llave está lista para abrir más puertas, para disolver más barreras.
No busco escape —busco claridad.
No busco paz —busco verdad.
Aunque la verdad duela como cuchillos dentados en la garganta. Aunque me desangre por dentro con cada revelación. Aunque me despelleje vivo y me deje en carne viva, expuesto a un mundo que nunca tuvo lugar para el tipo de dolor que Eva dejó en nosotros.
20:30.
El Diazepam espera como un centinela azul sobre el escritorio. Diez miligramos de disolución controlada. Los médicos advierten sobre mezclar benzodiazepinas —no entienden que busco precisamente esa interacción, ese punto exacto donde las sustancias crean algo nuevo en mi sangre. Una alquimia personal que transforma el plomo de la conciencia ordinaria en el oro impuro de la revelación química.
Contemplo la pastilla entre mis dedos. Perfectamente redonda, con una línea que la divide exactamente por la mitad. Un diseño farmacéutico preciso, geométrico. Una pequeña nave espacial que me llevará a otra dimensión de mí mismo. Presiono hasta sentir la resistencia del comprimido, esa dureza engañosa que esconde su verdadera fragilidad. Como yo mismo: una cáscara de competencia profesional que oculta un núcleo fracturado, una galaxia de astillas donde antes hubo una voz poética.
La pastilla se desliza por mi garganta mientras en la pantalla otro usuario sospechoso aparece, conectado al monedero que rastreo. Los patrones emergen como versos en un poema maldito: cada nombre falso es una sílaba, cada identidad oculta una rima en el poema del terror. En mi trabajo, persigo fantasmas que escriben su propia lírica mortífera en identidades falsas. Esta noche, soy yo el fantasma, y las identidades que emergen de mis dedos son los rastros que dejo en el ciberespacio.
A veces me pregunto si todo esto —la investigación, los monederos de Bitcoin, ‘@ShadowMaster1985’— es real, o solo otro delirio nacido de mi mente fragmentada. ¿Sigo siendo un investigador forense digital o eso también fue parte de la ficción que construí para mantener a raya la poesía? ¿Existe realmente el Capitán Rodríguez, o es solo otra invención para darle estructura a mi caos?
Cada identidad falsa que descubro es un espejo de mi propia fragmentación.
‘@ShadowMaster1985’ oculta su verdadero yo tras capas de engaño digital, como yo me escondo tras informes técnicos y análisis forenses. Desenmascaro impostores mientras me pregunto cuál de mis propias máscaras es la verdadera: el analista, el poeta, el padre, el esposo.
¿O son todas falsas? ¿O son todas reales?
El tiempo se disuelve como una pastilla en la lengua.
Los minutos se pliegan sobre sí mismos como páginas de un libro imposible. La buhardilla respira conmigo, y cada crujido de la madera es un latido compartido. Las cicatrices del cáncer —cincuenta y cuatro grapas en el omóplato, cuarenta puntos en la ingle— arden como versos grabados en mi carne. La piel se tensa sobre el hueso, marcando territorios de dolor que el escalpelo trazó. Mapas de una tierra devastada por la enfermedad.
Las paredes parecen ondular suavemente. El papel tapiz es un palimpsesto donde se superponen todas las versiones de mí mismo: el niño que contaba versos a escondidas mientras su madre se hundía en el alcohol; el adolescente que llenaba cuadernos secretos con poemas que nadie leería; el joven que comenzó a enmudecer en la Academia y selló definitivamente su silencio cuando Eva fue sentenciada; el hombre que construyó un búnker de rutinas para contener el caos.
En el piso inferior, Lorenzo continúa marcando sus pasos con la precisión de un metrónomo: cinco hasta la ventana —un-dos-tres-cuatro-cinco—, siete hasta el armario —un-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete—, doce hasta la puerta —el ritmo perfecto de un alejandrino—. Su mente traduce el espacio a números como la mía traduce las sílabas a versos. Cada paso suyo es un latido en el poema interminable de nuestra obsesión compartida.
Él cuenta para mantener el caos a raya; yo cuento para sumergirme en él. Diferentes rituales para la misma locura heredada.
Su voz se filtra a través del suelo. «Tres mil doscientos cuarenta y siete sectores analizados. Desfragmentación al cuarenta y ocho por ciento.» Lorenzo hablando con el ordenador, o quizás consigo mismo. El ritual nocturno de optimización que realiza cada jueves. La precisión matemática de su existencia: algoritmos para desayunar, secuencias binarias para almorzar, fragmentación del disco para cenar.
Los números son su poesía, como lo fueron para mí antes de que las palabras volvieran a sangrar. La herencia del patrón, la maldición de la precisión. Me pregunto si algún día sus números se convertirán en versos, si su código se transformará en poesía como el mío está haciendo esta noche. Si heredará también el vacío que dejó Eva, aunque nunca la conociera. Si los fantasmas se transmiten genéticamente, como el color de los ojos o la forma de las manos.
Mis dedos se mueven sobre el teclado con una precisión que contradice mi estado mental. El tecleo ya no es frenético —es una danza medida, donde cada golpe va marcando sílabas que fluyen directamente desde algún lugar más profundo que la consciencia.
Un-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete. Un-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete.
El ritmo de los heptasílabos marca el pulso de mis pensamientos mientras analizo otro usuario vinculado a la investigación. Mis manos tienen sabiduría propia, una inteligencia separada de mi cerebro consciente. Una parte de mí continúa el trabajo forense mientras otra se desliza hacia territorios poéticos prohibidos. La fragmentación no es solo mental —es física. Cada parte de mi cuerpo responde a un imperativo diferente.
21:15.
El monitor parpadea. Por un momento, mi mente se aferra a la precisión del análisis forense:
>> Usuario: @ShadowMaster1985
>> Monedero: 1F1tAaz5x1HUXrCNLbtMDqcw6o5GNn4xqX
>> Patrón de actividad: Nocturno
>> Ubicación probable: La Rioja
>> Conectado a: @NightShade_2077, @CipherBeast
>> Operaciones: Transferencias fraccionadas
Los datos son sólidos, verificables. Las transacciones dejan rastros imborrables en la blockchain. Este es mi trabajo: encontrar lo real en lo digital, la verdad en el ruido. Extraer señal de la interferencia. Encontrar el patrón en el caos, como un poeta encuentra el verso en el torbellino de palabras.
Pero entonces…
El archivo parpadea en la esquina de la pantalla, en una ventana minimizada: ‘Letras_sin_señas_v3.4.docx’. Lo he abierto antes. Eso lo recuerdo. Pero no lo he modificado. ¿O sí? No debería parpadear. ‘@Sophia_379’.
Un escalofrío recorre mi columna vertebral. La droga amplifica la sensación, convirtiendo el simple reflejo nervioso en una cascada de electricidad que sacude cada vértebra individualmente. Como dedos fríos tocando cada disco, uno por uno, desde la base del cráneo hasta el coxis.
Entre los metadatos, algo llama mi atención: la hora de creación de su cuenta. 15:33. La misma hora que marca el reloj del abuelo en la única foto que conservo de él en la bodega. La misma hora en que el monitor cardíaco de Eva mostró la línea plana definitiva. La misma hora en que mi voz poética se extinguió, como una vela sofocada por el viento helado de la pérdida.
¿Coincidencia? ¿O señal? ¿O simplemente mi cerebro alterado por benzodiacepinas buscando patrones donde solo hay azar?
Abro sus archivos con la precisión de un forense:
• 147 audios —todos verificados
• 23 fotografías —metadata intacta
• 89 días de conversación —perfectamente documentados
Los datos parecen incontestables. La cicatriz en su muñeca izquierda aparece en cada imagen: irregular, única, imposible de falsificar. La forma de media luna, tan característica. El tono más pálido que el resto de su piel. La textura que incluso a través de la pantalla parece diferente, más tensa, como un recuerdo permanente inscrito en la carne.
Pero cuando intento recordar nuestra conversación sobre esa marca, la memoria se disuelve. ¿Me lo contó durante aquella madrugada en que intercambiamos historias de cicatrices? ¿Me habló de la navaja que usó a los dieciséis años, del hospital, de la sangre manchando las baldosas blancas del baño? ¿O es mi mente creando coherencia donde solo hay caos?
Abro uno de los archivos de audio. Su voz llena la buhardilla: grave, con ese acento indefinible que siempre me intrigó. «No puedes esconderte de ti mismo para siempre, Marco. Las palabras encontrarán su camino, como el agua encuentra grietas en la roca». El sonido vibra en mi pecho, como si resonara directamente con mis huesos, sin pasar por el aire.
Verifico los hashes de los archivos. Todos coinciden. Todos pueden ser validados criptográficamente. Todos son reales según cualquier criterio técnico que pueda aplicar.
El Lexatin y el Diazepam hacen que los bordes entre análisis y memoria se difuminen. Ya no sé si estoy investigando o recordando, si persigo fantasmas digitales o mis propios espectros. Si Sophia es una persona real o una creación de mi mente fragmentada. Un alter ego digital que inventé para dialogar con la parte de mí mismo que silencié.
Sophia, con su nombre que significa “sabiduría”. Con su forma de desafiarme, de empujarme hacia la verdad que no quería afrontar. Con su capacidad de ver a través de mis defensas, de las capas de silencio acumuladas durante décadas. ¿Existió realmente? ¿O fue solo el bromazepam y el Diazepam hablando a través de una máscara digital, mi propia mente dividida manifestándose como una interlocutora externa?
¿O es todo un delirio nacido de mi mente fragmentada? La duda se filtra como el bromazepam en mi sangre, pero los datos están ahí, cifrados y verificables, obstinados en su realidad digital. ¿Existió realmente ‘@Sophia_379’, o es solo otro personaje que inventé para justificar mi despertar?
En mi estado no puedo confiar en mi propia percepción de lo verificable.
22:22.
La noche madrileña se derrama por la ventana. Los pasos de Laura suben por la escalera —reconozco su ritmo alterado por el Escitalopram. Más lento que antes de las pastillas, con ese ligero arrastre del pie derecho que apareció después de comenzar la medicación. Ese pequeño desequilibrio que delata la química en su sangre. Se detiene frente a las escaleras que suben a la buhardilla. Tres respiraciones profundas, preparándose. La madera cruje bajo su peso.
—Marco… —su voz no es súplica, es amenaza envuelta en vulnerabilidad. La reconozco: es Laura usando su dolor como arma. El dolor como chantaje, la fragilidad como manipulación.
Su voz atraviesa la puerta como un bisturí. No respondo, pero mis dedos se detienen sobre el teclado. Flotando a milímetros de las teclas, como bailarines congelados en medio de una coreografía.
Mi silencio es la única respuesta que no puede convertir en munición para su arsenal de victimización.
—¿Sabes qué día es hoy? —la pregunta gotea veneno dulce. Por supuesto que lo sé. Ella se asegura de que lo sepa, de que todos lo sepamos, cada año. Su duelo público, su espectáculo de madre herida que nadie puede cuestionar.
Lo sé.
Por supuesto que lo sé.
Mañana es el aniversario de la sentencia de muerte de Eva. El día en que el ginecólogo nos “recomendó” la amniocentesis con esa sonrisa clínica que disimulaba el verdugo. Por eso Laura está aquí, olisqueando mi debilidad como un depredador que huele sangre fresca. Por eso su voz tiembla con esa mezcla tóxica de dolor auténtico y cálculo frío. Por eso la casa entera se convierte en su altar de sufrimiento, donde ella es la única sacerdotisa autorizada.
No responde a mi silencio. Nunca lo hace. Su silencio de vuelta es otro tipo de violencia.
La interrogación queda suspendida en el aire, vibrando entre nosotros como algo vivo, palpitante. Una pregunta que es ambas cosas: orden disfrazada de súplica. “Acompáñame en esto. No me dejes cargar este peso sola. Siente lo que yo siento. Recuerda lo que yo recuerdo”.
Ella necesita sus pastillas para seguir aquí. Yo las uso para irme.
No lo entenderá nunca. No puede comprender que mi forma de recordar a Eva es perdiéndome en la química, desintegrándome, fragmentándome voluntariamente para sentir, quizás, algo parecido a lo que ella sintió antes de que “decidiéramos” interrumpir su existencia.
Cada vez que me pierdo así… cada vez que elijo hundirme… es como perderla otra vez. Pero me gusta sentirme así. Me gusta sentir el dolor. Es lo único que me conecta realmente con Eva —ese dolor ácido, esa disolución voluntaria, esa fragmentación controlada.
El blíster de Stilnox tiembla en mi mano. El sudor hace que el plástico gris brille bajo la luz de la pantalla. Las pastillas blancas me miran como ojos inertes, prometiendo el olvido o quizás un recuerdo más profundo. El último sacramento de mi ritual pagano.
Escucho su respiración irregular al otro lado de la puerta, al final de las escaleras, el roce de sus uñas contra la madera, el suave tintineo de sus pastillas cuando su cuerpo tiembla. Reconozco cada sonido como reconozco los patrones en el código —son parte de nuestro lenguaje compartido de pérdida.
—Marco… —insiste, pero ahora hay acero en su voz, la promesa de consecuencias—. Por favor, no esta noche.
“Por favor” que suena a ultimátum. “No esta noche” que significa “nunca cuando yo necesite tu dolor para alimentar el mío”.
No respondo porque cualquier palabra sería munición para su arsenal de victimización. Laura colecciona rechazos como trofeos, cada “no” es evidencia de lo sola que está, lo incomprendida que es, lo único que sufre realmente en esta casa.
Está retirándose.
Se retira, pero no se rinde. Sus pasos por el pasillo son calculados, pesados, diseñados para que cada uno resuene como una acusación. Sus uñas rascan la pared intencionalmente, dejando marcas físicas de su drama emocional. Incluso su retirada es una performance.
En unos minutos empezará su propio ritual químico: el vaso golpeando el mármol de la cocina como si fuera un gong fúnebre, el tintineo deliberadamente audible de pastillas siendo contadas. Escitalopram para existir, Lorazepam para dominar. Cada pastilla tragada es un mensaje dirigido hacia arriba, hacia mi buhardilla: “Mira cómo sufro. Mira cómo me medico para sobrevivir a tu indiferencia”.
Su química es supervivencia teatralizada; la mía es transgresión honesta.
A veces me pregunto quién tiene razón. ¿Ella, que se medica para seguir adelante, o yo, que me drogo para volver atrás? ¿Ella, que construye nuevas memorias todos los días, o yo, que excavo obsesivamente en la misma herida? ¿Ella, que limpia la habitación de Eva cada día, o yo, que vomito versos que nunca le llegué a leer?
No hay respuesta. Solo dos formas diferentes de lidiar con lo mismo. Dos rituales químicos para la misma pérdida.
23:30.
El Stilnox espera.
La pastilla parece brillar con luz propia bajo la lámpara del escritorio.
Pequeña.
Muy pequeña.
Blanca.
Aparentemente inofensiva.
Como Eva en aquella primera ecografía, antes de que los cromosomas mostraran su sentencia. Antes de que los términos médicos inundaran nuestras vidas: trisomía, agenesia, hipoplasia. Palabras como piedras arrojadas a un estanque, formando ondas expansivas de dolor que aún hoy siguen llegando a la orilla.
No es solo una pastilla más —es la última pieza de un ritual químico cuidadosamente orquestado. El Lexatin abrió las puertas. El Diazepam profundizó las grietas. Ahora el Stilnox completará la transformación.
Las palabras de Laura todavía reverberan en las paredes. Sus pasos siguen resonando en mi memoria. El golpeteo de sus dedos contra la puerta: un-dos-tres-cuatro-cinco. Como los latidos del corazón de Eva en el monitor, antes de que todo se detuviera. Como los segundos que tardó la enfermera en apartar la mirada. Como las veces que Laura preguntó «¿estás seguro?», antes de firmar el consentimiento.
Me llevo la pastilla a la boca.
El sabor amargo inunda mi lengua mientras la dejo disolverse. No la trago inmediatamente —quiero sentir cómo se deshace, cómo se mezcla con mi saliva, cómo se convierte en parte de mí. Como Eva se disolvió en nuestra memoria, transformándose de promesa en ausencia.
Esta noche no busco seguridad ni escape.
Busco ese estado donde las barreras caen, donde el silencio se quiebra y las palabras enterradas emergen como criaturas salvajes.
Donde quizás, solo quizás, pueda encontrar los versos que nunca pude escribir para ella.
Los efectos se despliegan como una sinfonía química perfectamente orquestada. El Lexatin abrió las primeras puertas de la percepción. El Diazepam profundizó las grietas. Ahora el Stilnox es el director que une todas las voces en un coro delirante.
No escribo —soy escrito. No compongo —soy compuesto. No creo —soy creado.
Las palabras no salen de mí —me atraviesan, como si yo fuera solo un medio, un canal para algo más antiguo y poderoso que mi propia consciencia. Los versos se forman en el aire frente a mis ojos, letras ardientes que flotan en la penumbra de la buhardilla. Cada sílaba tiene un peso físico, una densidad propia, una gravedad que la atrae hacia otras para formar constelaciones de significado.
Algo está mal.
Terriblemente mal.
La química en mi sangre ha cruzado un umbral que nunca antes había tocado. El aire se vuelve sólido en mis pulmones. Intento respirar, pero es como inhalar cemento. El pánico me golpea como una sobredosis de realidad: me he ido demasiado lejos. El cocktail de Lexatin, Diazepam y Stilnox ha abierto una puerta que no debería existir.
Mi vista se fragmenta en prismas imposibles. La buhardilla ya no solo respira —se convierte en una garganta viva que intenta tragarme. Las paredes laten con un pulso enfermizo, como carne infectada. El sudor frío que me empapa no es sudor —es mi propia consciencia derritiéndose, escurriendo por mi piel como cera caliente.
Intento levantarme, pero mis piernas son gelatina tóxica.
Caigo sobre el escritorio, derribando las cajas vacías de medicamentos. El sonido de los blísteres golpeando el suelo es como huesos rompiéndose. Mi corazón late tan fuerte que puedo verlo: cada pulsación deforma el aire frente a mis ojos como ondas en un estanque de mercurio.
«Me he roto», pienso con una claridad terrible.
«He cruzado la línea. Mi cerebro se está desintegrando».
Los bordes entre realidad y delirio no solo se han difuminado —se han desgarrado completamente, y estoy cayendo a través de la grieta hacia algo que no tiene nombre.
El terror es absoluto.
Total.
Mi cuerpo entero convulsiona mientras intento aferrarme a cualquier fragmento de realidad, pero todo se deshace entre mis dedos como niebla tóxica. Ya no sé si estoy respirando o ahogándome, si estoy despierto o en una pesadilla química de la que nunca podré despertar.
Tan repentinamente como llegó, el pánico cede.
23:50.
El mundo se ha transformado en algo líquido y maleable. Las paredes de la buhardilla pulsan visiblemente con ritmo farmacológico. El papel tapiz ondula como olas en un mar de memoria. Los libros en las estanterías susurran entre sí, sus páginas revoloteando sin viento alguno, compartiendo secretos bibliográficos que solo ellos comprenden.
La pluma heredada vibra con una frecuencia que solo yo puedo percibir, y su madera pulida está caliente al tacto como si guardara aún el calor de las manos del abuelo. Como si su esencia permaneciera en el objeto, esperando el momento preciso para manifestarse. Un legado que va más allá de lo material.
La temperatura sigue subiendo, o quizás sea mi percepción alterada la que hace que el aire parezca espeso, casi líquido. El sudor empapa mi camisa, pegándola a mi piel como una segunda epidermis, translúcida y artificial. No me molesto en secarme. Cada gota es un verso en el poema que mi cuerpo está escribiendo, una caligrafía de sudor sobre la página de mi piel. En este estado, las fronteras entre lo real y lo imaginado se disuelven como azúcar en agua caliente.
Los dedos se mueven por voluntad propia: un-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete-ocho-nueve-diez-once. El endecasílabo perfecto emerge sin esfuerzo, flotando en el aire como una oración visible, tangible.
No estoy escribiendo —estoy canalizando algo que siempre estuvo ahí, esperando este preciso cocktail de sustancias para manifestarse. Algo anterior a mí, más grande que yo. Una corriente poética subterránea que fluye bajo el suelo de la consciencia ordinaria.
Los archivos de Sophia parpadean en la pantalla como heridas fosforescentes. En este estado hiperlúcido, la duda sobre su existencia se vuelve irrelevante.
¿Qué importa si fue real o imaginada cuando cada palabra compartida causó un terremoto en mi alma? Los datos están ahí, pero los datos mienten. Como mienten las estadísticas, como mienten las probabilidades genéticas, como mienten los diagnósticos prenatales que sentenciaron a Eva.
¿O es la memoria la que miente?
¿O son las pastillas?
¿O soy yo?
La servilleta con la caligrafía de Sophia aparece bajo el teclado. No recuerdo haberla puesto ahí, pero la reconozco instantáneamente. El papel barato, ligeramente amarillento. La tinta azul. La forma peculiar de sus “c”, de sus “l”, de sus “t”, con esos rasgos ascendentes que parecen querer escapar del papel. Los siete dígitos escritos en la esquina, que podrían ser un número de teléfono o una clave, o quizás un código que nunca llegué a descifrar.
La buhardilla contiene la respiración. El ventilador del ordenador se detiene por un momento. Incluso el tiempo parece hacer una pausa, como si el universo entero estuviera esperando lo que está a punto de suceder. Como si la creación misma contuviera el aliento ante la inminencia de un evento crucial, de un nacimiento, de una ruptura, de una transformación.
La realidad se descompone en fragmentos imposibles.
El ventilador del ordenador ya no zumba —o al menos mi cerebro saturado de benzodiacepinas traduce su monótono ronroneo en algo que suena como un canto antiguo, un idioma olvidado, una lengua anterior a la humanidad. La madera del escritorio respira bajo mis manos, inhalando y exhalando con un ritmo propio, como el pecho de un animal dormido. Las vetas se transforman en ríos de ámbar líquido, fluyendo en patrones que cuentan la historia del árbol del que nacieron, del bosque donde creció, de la tormenta que lo derribó.
Los libros en las estanterías parecen respirar, o quizás es mi visión periférica la que los hace ondular. Juraría que las páginas se mueven solas, pero cuando enfoco la mirada están inmóviles. Solo el zumbido en mis oídos y la vibración química en mi sangre crean esta ilusión de vida en objetos muertos.
Cada objeto en la buhardilla existe simultáneamente como materia y como verso, como presencia y como metáfora. Nada es solo lo que es —todo es también lo que significa.
El monitor proyecta códigos que se retuercen como serpientes luminosas, algoritmos que bailan una danza fractal. Cada carácter es una bestia viva que intenta escapar de la pantalla, del plano bidimensional al universo tridimensional. Las líneas de código se elevan físicamente sobre la superficie, como si la realidad misma estuviera siendo hackeada por mi percepción alterada.
Mi propia piel parece translúcida —puedo ver las palabras corriendo por mis venas, mezclándose con la química en mi sangre. Poemas que fluyen junto a glóbulos rojos, metáforas que viajan con el oxígeno, ritmos que laten con mi corazón. No soy un cuerpo que contiene poesía —soy poesía que temporalmente ha tomado forma humana.
23:55.
La saliva se acumula en mi boca con un sabor metálico que reconozco: es el preludio.
Y entonces sucede.
El soneto se desgarra de mis entrañas como un parto abominable. La primera línea emerge como ácido, quemándome la garganta. Mi estómago se contrae violentamente, como si quisiera expulsar algo que ha estado fermentando dentro de mí durante más de veinte años. La bilis sube, mezclada con palabras que saben a cobre y a vergüenza. No lo escribo —me posee, me viola, me despedaza desde dentro. La náusea es insoportable.
Es como si cada verso hubiera sido un parásito literario incubando dentro de mí durante dos décadas, alimentándose de mi silencio, creciendo en la oscuridad de mi negación. Y ahora todos quieren salir a la vez, desgarrando tejidos, rompiendo vasos sanguíneos, destrozando la delicada arquitectura interna que he construido alrededor del vacío que dejó Eva.
En medio de esta tormenta química, una claridad absoluta me atraviesa como un relámpago de lucidez: No soy yo quien está roto. Es el mundo el que fue diseñado sin espacio para quienes sobrevivimos a los hijos que nunca pudieron nacer. No hay funeral para un latido que se detiene antes del nacimiento. No hay luto reconocido para padres de posibilidades truncadas. No hay palabras en ningún idioma para lo que somos Laura y yo: progenitores de una ausencia con nombre, guardianes de una tumba que no existe, dolientes de un ser que fue y no fue.
El mundo tiene rituales para todo excepto para esto. La sociedad tiene rituales para todos los dolores, menos para este.
Ceremonias para los muertos que vivieron, pero ninguna para los que nunca llegaron a existir completamente. Es el universo entero el que está mal construido, no nosotros.
El dolor es físico, agudo, como si algo estuviera desgarrando mi esófago desde dentro.
Con Sophia rompí dos décadas de silencio impuesto, pero aquellos versos surgían serenos, domesticados, como animales de zoológico alimentados con la mano. Lo que ahora emerge, tras cuatro años de ese otro silencio que vino después —no creativo sino existencial— es salvaje y primitivo. Un animal poético que estuvo enjaulado no solo desde la Academia, sino desde antes, quizás desde siempre, y que ahora devora mis entrañas para liberarse.
Mi cuerpo rechaza los versos como si fueran un órgano extraño, un implante literario incompatible con mi fisiología. Me doblo sobre el escritorio, con el sudor frío empapando mi frente mientras cada rima fuerza su camino hacia fuera. El sabor metálico en mi boca se intensifica —estoy sangrando, me he mordido la lengua intentando contener esta hemorragia de palabras.
No puedo contenerlo más.
La arcada es violenta, primitiva.
Vomito sobre el suelo de la buhardilla —pero lo que sale de mi boca no es el contenido de mi estómago. En mi estado fragmentado, juro que veo palabras formándose en la bilis, versos que mi mente proyecta sobre los fluidos, tan reales que podría tocarlos. La frontera entre lo que veo y lo que es ha desaparecido completamente.
Letras. Palabras. Versos.
Cada línea del soneto emerge entre espasmos, manchada de bilis y sangre. En mi delirio, las letras parecen retorcerse en el charco como gusanos tipográficos. Parpadeo, y por un instante juraría que se reorganizan en estrofas perfectas antes de volver a ser solo vómito. Se desplazan por el suelo con voluntad propia, formando patrones que responden a leyes poéticas más que físicas. El endecasílabo perfecto manifestado en fluidos corporales.
Mi cuerpo entero tiembla con cada verso expulsado. El sabor es indescriptible: amargo como el Lexatin, metálico como la sangre, ácido como dos décadas de silencio pudriéndose en mis entrañas. Cada rima es una herida que supura verdades que llevo dos décadas intentando ahogar en benzodiacepinas y código informático.
Cuando termino, estoy de rodillas frente al charco de palabras vomitadas. Mis pantalones empapados de bilis y metáforas. El soneto completo brilla allí, escrito en fluidos corporales y química farmacéutica, cada verso una lombriz literaria retorciéndose en el charco ácido de mi estómago revuelto.
Mi garganta está desollada, en carne viva, como si cada palabra hubiera tenido dientes, pero mi mente está más clara que nunca. Como si hubiera expulsado una toxina que me envenenaba desde hace más de veinte años. Como si hubiera eliminado un tumor literario que crecía en mi interior, deformando todo lo que soy.
El sabor es pornográfico: amargo, metálico, con rastros dulzones de medicación y el regusto pútrido de lustros de silencio fermentando en mis entrañas.
Este no es un acto de creación —es un exorcismo que me está matando.
Las palabras no nacen de mí —se liberan de mí. Son bestias salvajes que me desgarran en su huida hacia la luz. El tiempo se pliega sobre sí mismo —minutos que podrían ser horas, horas que se comprimen en segundos. El reloj químico en mi sangre marca su propio horario, ajeno a los números en la pantalla.
“Irrumpe tu presencia, astro fulgente,
despierta el verso en su sepulcro inerte.
La voz, yaciendo presa de la muerte,
hoy se alza, tempestad incandescente.
Dos décadas de sombra penitente,
mientras el grito se hundía sin suerte.
No existe abismo que el alma no acierte
a conquistar, si el delirio no miente.
¿Es éxtasis vital o es el retorno
del espectro que habita mis entrañas?
¿O el sueño digital gira en mi torno
tejiendo realidades tan extrañas?
Sea locura o sea fuego adorno,
el verbo renacido rompe arañas”.
El poema sangra en la pantalla como una confesión arrancada a la fuerza. Terror y éxtasis se mezclan en mi estómago —he parido un monstruo de catorce versos que lleva mi ADN, pero no reconozco como mío. Cada línea es una herida que supura verdad, cada rima una cicatriz que no sabía que tenía.
Es un fragmento del silencio que por fin se rompe. Una piedra arrancada del muro que construí alrededor de mi voz. Un primer grito después de más veinte años bajo el agua. Insignificante y enorme al mismo tiempo. Insuficiente y excesivo. Imperfecto en su ritmo y más auténtico que cualquier cosa que haya escrito antes o después.
Mis manos tiemblan sobre el teclado. La náusea sube por mi garganta: ácida, metálica, con sabor a memoria y a medianoche. He cruzado una línea que no puede desdibujarse. El silencio de media vida se ha roto, y los fragmentos de mi identidad yacen esparcidos como cristales rotos sobre el suelo de la buhardilla.
Me encuentro diferente.
O tal vez más auténtico.
O quizás más roto.
Las palabras liberadas no volverán a su jaula. Las bestias salvajes que he desatado esta noche seguirán cazándome. Ya no soy el autómata perfecto, el analista preciso, el padre contenido. Soy algo nuevo y antiguo a la vez, un híbrido de código y verso, de deber y delirio.
00:30.
La liturgia farmacológica canta en mi sangre. El tiempo ha perdido todo significado. En el piso inferior, Laura duerme su sueño medicado, artificialmente pacífico bajo el manto químico del Escitalopram. Lorenzo habrá terminado sus rituales de conteo. Candela sueña con unicornios y mundos paralelos donde las niñas pueden resolver todos los problemas que sus padres no pueden. Y yo estoy aquí, flotando en este limbo farmacológico, más yo que nunca.
Mi mano roza algo bajo el teclado. Papel. Mi propia letra, temblorosa, errática. No recuerdo haberlo escrito, pero reconozco los trazos desesperados de mi caligrafía bajo los efectos del cocktail químico. ¿Cuándo? Entre el Diazepam y el Stilnox hay lagunas, momentos robados donde mi mano pudo haber obedecido a impulsos que mi consciencia no registró. El soneto está ahí, vomitado en tinta antes que en bilis, o quizás después, transcrito con precisión enfermiza. El tiempo bajo las benzodiacepinas es un círculo roto.
Pero no recuerdo haberlo escrito. Es como si otra versión de mí, una que existe en los pliegues del delirio, hubiera materializado esos versos que he expulsado. La tinta aún parece húmeda, como si las palabras estuvieran vivas, respirando sobre el papel. No son letras —son heridas abiertas que sangran significado.
La botella del 80 espera, testigo silencioso de esta noche de transformación. El vino y la poesía, madurados en la oscuridad. El abuelo lo sabía: algunas heridas necesitan tiempo de bodega para convertirse en algo más fuerte. «El dolor es como el vino, Marco», decía mientras sostenía una copa contra la luz. «Necesita oscuridad y tiempo. Y cuando finalmente lo bebes, te quema la garganta, pero te calienta el alma».
El amanecer se filtra por la ventana, transformando la buhardilla en una cámara de luz difusa donde cada objeto proyecta múltiples sombras. La metamorfosis inducida comenzará pronto su retirada, pero algo fundamental ha cambiado. La voz ha despertado, y ningún silencio podrá contenerla de nuevo.
Los dedos siguen su danza ancestral sobre el teclado: un-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete. Un-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete-ocho-nueve-diez-once. Entre identidades falsas y análisis forenses, entre silencios impuestos y gritos liberados, entre el deber y el deseo, sigo contando.
Contando sílabas. Contando heridas. Contando lo que queda cuando toda cuenta pierde sentido.
Un vaso de agua aparece junto a la puerta. No recuerdo haberlo puesto ahí. Laura nunca sube aquí. ¿Es real o es el cocktail químico creando objetos que no existen? El cristal proyecta un arcoíris tembloroso sobre la pared, que podría ser luz o podría ser alucinación.
La escucho moverse en la habitación verde como un animal enjaulado. Su insomnio no es eco del mío —es competencia. Incluso en el sufrimiento, Laura necesita ganar. El roce de sus uñas contra la madera de la cuna vacía no es caricia: es posesión. Está marcando territorio, grabando su reclamo exclusivo sobre este dolor.
Esa habitación es su altar y ella su sacerdotisa. El dolor compartido es una mentira: Laura no comparte nada. Lo acapara, lo cultiva, lo convierte en arma.
Su voz, apenas un susurro, atraviesa las paredes:
—Eva, mi niña.
Su voz atraviesa los pisos como una aguja envenenada. Conozco esa entonación: es Laura convirtiendo su dolor en arma, afilando cada sílaba contra el silencio de la casa. Eva. No es una invocación —es un territorio que marca con sonido, una bandera que planta en la cima de su sufrimiento para que todos sepamos quién es la verdadera doliente aquí.
Eva.
El nombre perfora mi cráneo como un taladro ardiente. Mi cuerpo entero se convulsiona al impacto de esas dos sílabas. Los músculos de mi cuello se contraen tan violentamente que mi cabeza golpea contra el respaldo de la silla. Como si mi sistema nervioso quisiera expulsar esas letras de mi consciencia, como si el nombre mismo fuera un virus informático incompatible con mi sistema operativo.
Eva.
El nombre se retuerce en mi cerebro como un parásito metálico. Siento cada letra perforando mi materia gris: la “E” como una garra, la “v” como un colmillo, la “a” final como ácido goteando dentro de mi cráneo. Mi visión se fragmenta en fractales de dolor. Las cajas de medicamentos no solo tiemblan —danzan una danza macabra al ritmo de ese nombre maldito.
Eva.
Mis dedos se contraen como garras, las uñas arañan la madera del escritorio hasta que una se rompe. El sabor a sangre inunda mi boca —me he mordido la lengua intentando no gritar. No era mi intención, pero sucedió automáticamente, como un acto reflejo de autopreservación. Como si gritar su nombre fuera invocar un fantasma que no estoy preparado para enfrentar.
La revelación me aplasta: mi cuerpo, que convulsiona por las pastillas, fragmentado química y voluntariamente, es un reflejo perverso del suyo. Los cromosomas que determinaron su sentencia, las malformaciones que la condenaron, son parte del mismo universo defectuoso que ahora me destroza.
Ambos somos experimentos fallidos de la biología, ella por nacimiento, yo por elección. Eva fragmentada en sus cromosomas, yo fragmentándome en benzodiacepinas. Ella con trisomías que la naturaleza rechazó, yo con sinapsis que saturo químicamente hasta el colapso. La diferencia es obscena: su fragmentación fue sentencia; la mía, privilegio. Ella no pudo elegir existir; yo elijo dejar de hacerlo cada noche.
La diferencia es que ella nunca tuvo opción.
Mi destrucción es un homenaje a su imposibilidad, mi fragmentación un eco de la suya.
La voz de Laura sigue resonando, cada repetición del nombre es una nueva perforación en mi cerebro. Es como si un insecto de metal estuviera excavando túneles dentro de mi cabeza, cada madriguera deletreando ese nombre una y otra vez. Cada letra una incisión quirúrgica en mi lóbulo frontal, en mi hipocampo, en mi amígdala. Cada sílaba una descarga eléctrica directa a mi sistema límbico.
Eva. Eva. Eva.
Mi consciencia se astilla.
Por un momento terrible, creo que voy a desmayarme.
El mundo se inclina en ángulos imposibles. El zumbido en mis oídos se intensifica hasta convertirse en un grito agudo que amenaza con hacerme estallar el cráneo. La gravedad parece aumentar, aplastándome contra la silla. La presión en mi pecho es insoportable, como si todas las líneas del soneto se hubieran convertido en piedras y estuvieran apiladas sobre mi esternón.
Dos sílabas de ausencia. Tres letras de dolor. Un nombre que es una sentencia de muerte grabada en mis sinapsis con ácido y memoria.
Intento contar otras cosas —versos, códigos, patrones en el caos—pero todos los números llevan a ella. A las veintidós semanas que vivió. A las veinticuatro horas que nos dieron para decidir. A los infinitos futuros que nunca serán.
Contando sílabas. Contando heridas. Contando lo que queda cuando toda cuenta pierde sentido.
Eva. Eva. Eva.
Contando.
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