Memoria RAM
El móvil me perfora el tímpano, extrayéndome como un feto malformado de mi útero farmacológico. La vibración es un bisturí oxidado que disecciona mi inconsciencia, arrancando jirones de oscuridad artificial. Cada zumbido contra la superficie de la mesilla envía ondas sísmicas a través de mi cráneo agrietado, penetrando hasta médulas neuronales que quisieran seguir hibernando.
Me resisto. El útero químico es cálido. Es seguro. Es predecible. La realidad es fría, hostil y caótica. Pero la insistencia del mundo exterior tiene la implacabilidad de un taladro industrial perforando concreto. No se detendrá hasta penetrar completamente.
Abro los ojos en una habitación desconocida. Las sinapsis luchan por reconectar, como cables pelados buscando desesperadamente completar un circuito interrumpido. Hay una desconexión fundamental entre mi consciencia y este espacio físico. No pertenezco aquí, pero aquí estoy. Los bordes de los objetos se difuminan, las sombras parecen respirar. No es la química en mi sangre —es su ausencia.
El techo —un lienzo de manchas de humedad amarillentas con formas que mi cerebro intenta categorizar por puro reflejo: rostro, animal, continente, tumor— se mueve en ondas lentas. El sistema límbico detecta patrones donde no existen. El córtex prefrontal, atrofiado por años de baños químicos, no logra imponer su veto racional.
Un ventilador de techo gira perezosamente, mientras sus aspas proyectan sombras inestables sobre una moqueta con manchas de dudosa procedencia. Marrón sobre beige sobre gris. Una arqueología de fluidos corporales ajenos, capas de ADN desconocido, preservadas como fósiles en un estrato textil descolorido. La lámpara desnuda en el centro parpadea en intervalos irregulares, creando una estroboscopia de baja intensidad que estimula focos epileptógenos en algún rincón de mi cerebro.
Las sinapsis intentan establecer conexiones coherentes, pero es como intentar armar un puzzle con las piezas mezcladas de varios rompecabezas distintos. Nada encaja. Me incorporo lentamente. El movimiento dispara una cascada de sensaciones desagradables: náusea, vértigo, hipersensibilidad sensorial. Mi piel registra cada roce de la tela contra ella como una pequeña descarga eléctrica. La sábana barata, impregnada de años de sudores ajenos, raspa contra mi epidermis como papel de lija.
El sabor en mi boca es metálico, como lamer el cañón de mi pistola reglamentaria. Un regusto amargo a sueño químico y decisiones erróneas. Mi lengua —hinchada y áspera como un animal muerto— recorre el interior de mis mejillas buscando heridas. Encuentro marcas de mordiscos en la cara interna. Me he estado mordiendo mientras dormía. O mientras estaba inconsciente. O mientras lo que fuera que ha ocurrido durante este vacío temporal.
Las glándulas salivales se niegan a cooperar, dejando mi garganta tan seca como el desierto que ha sustituido a mi estómago. Cada deglución es una aventura dolorosa por un esófago de papel secante.
La luz contamina la habitación a través de cortinas baratas, vomitando una claridad obscena sobre mi inconsciencia. Las partículas de polvo danzan en los rayos como códigos binarios suspendidos, formando patrones que mi cerebro enfermo disfruta contando. Miles de minúsculos puntos suspendidos, cada uno cargando su pequeña historia de piel muerta, fibras textiles y contaminación atmosférica. El aire está viciado, sobrecargado de dióxido de carbono y el hedor dulzón de mi propio sudor químico.
Los sonidos me llegan distorsionados, como si mis tímpanos estuvieran sumergidos en aceite. Un goteo de agua en el lavabo —gota, silencio, gota, silencio— adquiere la cadencia de un código morse transmitiendo un mensaje que no consigo descifrar. El tráfico exterior se convierte en oleadas de ruido blanco que suben y bajan en un patrón que mi mente quiere transformar en métrica poética.
No recuerdo cómo he llegado aquí.
Las lagunas en mi memoria son irregulares, como agujeros creados por agua ácida en una placa de metal. Puedo rodearlos, puedo cartografiar sus bordes, pero el contenido ha sido completamente disuelto. La memoria de corto plazo, ese mecanismo fundamental que construye nuestra percepción del tiempo como un continuo coherente, ha sido brutalmente intervenida por la química elegida.
Sobre la mesita de noche, un mosaico de blísteres vacíos cuenta una historia que mi memoria se niega a completar: Diazepam 10 mg, doblado y retorcido como si hubiera sido aplastado en un puño cerrado. Busco los huecos perforados: seis pastillas. Una dosis potencialmente letal. Una forma barata de morir, si eso es lo que pretendía. Stilnox 10 mg. Las cavidades de aluminio están perforadas con la desesperación de quien busca inconsciencia química. El aluminio rasgado tiene bordes afilados que brillan bajo la luz como pequeños cuchillos. El Lexatin de 3 mg yace en el suelo, pisoteado como una flor en un campo de batalla. No puedo recordar cuántas pastillas quedaban en cada uno cuando empecé, pero estoy seguro de que no los había vaciado por completo —¿o sí?
Intento hacer un inventario mental de la situación, pero en las terminales neuronales solo hay estática y alarmas en silencio. El monitor cerebral muestra línea plana y luego picos irregulares de pánico emergente. Fragmentos de consciencia intentan reconectar como piezas de un puzzle quemado. Hay imágenes sueltas que flotan en un océano de confusión: un taxi, una calle desconocida, una conversación con un recepcionista que me mira con sospecha, el peso de la pistola reglamentaria contra mi costado, mi dedo rascando obsesivamente la etiqueta del Diazepam.
¿Eché algo en una copa? ¿Hablé con alguien por teléfono? ¿Escribí algo en el portátil antes de abandonarme a la inconsciencia? No hay respuestas, solo preguntas que se multiplican como células cancerosas.
La combinación era letal —lo he calculado obsesivamente durante años. No es un conocimiento teórico; es un saber profundo, minuciosamente investigado en los rincones más oscuros de mi mente farmacológica. El Diazepam potencia los efectos del Stilnox, creando un cóctel que puede inducir estados alterados de consciencia, pérdida de memoria, comportamientos complejos durante el sueño. Las benzodiacepinas mezcladas con hipnóticos son una invitación al caos químico. Lo sé porque lo he estudiado. Lo sé porque lo he probado. Lo sé porque lo he calculado meticulosamente, como quien planifica un crimen perfecto contra sí mismo.
Es como caminar sonámbulo. Como conducir sin recordar. Como llegar a un hotel sin dejar rastro en la memoria.
Como intentar matarse sin la decencia de recordarlo.
Como ser dos personas distintas habitando el mismo cuerpo defectuoso: el Marco sobrio que no permitiría esta debilidad y el Marco químico que ejecutó esta fuga, que tomó decisiones que ahora heredaba mi yo consciente. Un Jekyll y Hyde perfeccionado mediante farmacología moderna. Dos sistemas operativos incompatibles ejecutándose en el mismo hardware neuronal.
Junto a los blísteres, un recibo del Hotel Miranda me devuelve al presente: dos noches, habitación individual, pagado en efectivo. La fecha me golpea como una bofetada con nudillos de acero —llevo más de 48 horas desaparecido. Dos días. Cuarenta y ocho horas. Dos mil ochocientos ochenta minutos de vacío. Un lapso de tiempo perdido en la bruma farmacológica.
¿Qué he hecho durante esas horas? ¿Qué decisiones tomó esa versión medicada de mí que ahora no puedo recuperar? Pienso en camareras de hotel que quizás hayan visto algo. En cámaras de seguridad grabando mi comportamiento errático. En llamadas telefónicas que quizás hice y ahora he olvidado. En mensajes enviados desde un estado alterado de consciencia. En confesiones hechas a desconocidos en un bar. En poemas recitados en voz alta en una habitación que se suponía vacía. El pánico comienza a ascender desde mi estómago como un alud radioactivo, una avalancha de ansiedad que amenaza con sepultar los últimos reductos de racionalidad.
Las horas perdidas. ¿Qué versión de mí mismo ha estado al mando durante estas 48 horas? ¿El analista forense? ¿El poeta silenciado? ¿El padre ausente? ¿El esposo distante? ¿O alguna nueva combinación de todos ellos, una amalgama química de mis fragmentos más disfuncionales?
¿Quién estuvo aquí? El que cuenta. El que analiza. El que huye. Fragmentos moviéndose sin mí, tomando decisiones que ahora heredo como cicatrices ajenas.
El móvil sigue sonando. Su vibración contra la mesilla de noche genera un zumbido a frecuencia perfecta para estimular centros de mi cerebro relacionados con el miedo, como si el aparato hubiera sido calibrado específicamente para maximizar mi pánico. Cincuenta y siete llamadas perdidas. Ochenta y tres mensajes sin leer. Cifras imposibles que hablan de un mundo exterior que se derrumba mientras yo dormía bajo montañas químicas autoimpuestas. Un cataclismo social del que he sido tanto causa como ausente.
Mi dedo tiembla sobre la pantalla, abriendo la bandeja de entrada como quien levanta la tapa de un ataúd. Cada mensaje es un cadáver diferente, en distintos estados de descomposición emocional.
Sandra (16:45): “Marco, el Capitán está preocupado. No es oficial todavía, pero quiere hablar contigo antes de que esto vaya a más. Te conocemos, sabemos que algo no está bien”.
¿Qué han visto? ¿El código? ¿Los versos ocultos entre las líneas de mis análisis forenses? ¿La obsesión métrica convertida en algoritmo? ¿Los patrones demasiado perfectos para ser coincidencia, demasiado regulares para ser casuales? ¿La estructura poética subyacente en cada rutina informática que he programado? El temor me atraviesa como una corriente eléctrica. Sandra, con su ojo analítico, capaz de detectar anomalías en el comportamiento humano como detecta irregularidades en transacciones financieras. El Capitán, que ha visto demasiados agentes desintegrarse, reconociendo los primeros síntomas.
Laura (17:20): “Lorenzo no deja de preguntar por ti. Está diferente desde que desapareciste, Marco. Y no me vengas con que necesitas espacio o que estás trabajando en algo importante. Tu hijo está obsesionado con algo y es culpa tuya. Como siempre”.
Mi hijo, mi espejo neurológico, mi copia obsesiva. Su cerebro cableado como el mío, diseñado para detectar patrones donde otros solo ven caos. Su tendencia heredada a construir estructuras sistemáticas como barreras contra la entropía emocional. ¿Qué ha encontrado en mi ausencia? ¿Qué conexiones ha establecido su mente brillante y frágil? ¿Qué puerta ha abierto que yo llevo años manteniendo cerrada?
El siguiente mensaje incluye un audio. La voz de Laura oscila entre la súplica y la furia, como si no pudiera decidir si quiere que vuelva o que desaparezca para siempre:
«Marco, estoy hasta el coño. Lorenzo no ha dormido en dos días. Solo cuenta cosas. Números, patrones, secuencias que no entiendo, pero que me recuerdan exactamente a ti cuando… cuando perdimos a Eva. ¿Sabes qué? Que te den. Pero vuelve. Porque ya perdí una hija y no voy a permitir que destruyas también a mi hijo. ¿Me oyes? No te lo voy a permitir».
La comparación me cierra la garganta como una mano invisible, cortando el suministro de oxígeno a mis pulmones. Lorenzo contando como yo contaba tras perder a Eva. La misma respuesta algorítmica al caos emocional. El mismo intento desesperado de encontrar patrones donde solo hay pérdida y desintegración. La misma necesidad de imponer estructura matemática a un universo que se ha vuelto incomprensible.
Recuerdo los días después de perder a Eva. Los números se convirtieron en mi único lenguaje. Contaba pasos, respiraciones, latidos. Contaba palabras en las frases que me decían los médicos. Contaba las baldosas del suelo del hospital, las arrugas en la bata de Laura, los segundos entre cada sollozo. Era mi forma de mantenerse sujeto a algo concreto cuando todo lo demás se derrumbaba. Y ahora Lorenzo estaba haciendo exactamente lo mismo: buscando un ancla numérica en un mar emocional que amenazaba con ahogarlo.
Lorenzo (18:03): “Papá, creo que entiendo los patrones ahora. Cada número tiene un peso específico. Un ritmo. Es como música, pero en silencio. ¿Es esto lo que cuentas todo el tiempo?”
Un escalofrío visceral recorre mi columna, un tren eléctrico de horror en miniatura viajando por cada vértebra, activando terminaciones nerviosas que llevan años anestesiadas por la química elegida. Mi hijo ha descubierto lo que tanto me he esforzado en ocultar: que los números son versos disfrazados, que el conteo obsesivo es poesía amordazada, que mi silencio autoimpuesto se manifiesta como un ritmo constante de dígitos y secuencias. Ha penetrado en el código fuente de mi patología.
¿Cuánto tiempo lleva observándome? ¿Cuántos años estudiando mis movimientos, mis tics, mis rituales numéricos? Mientras yo creía estar escondiendo mi obsesión, él la estaba diseccionando, catalogando, descifrando. La vergüenza me inunda como ácido estomacal, quemando mi esófago desde dentro.
Candela (19:15): “Los colores están tristes, papá. Ya no puedo dibujar sin verlos llorar”.
El último mensaje me hace detener en seco. El recuerdo emerge con la violencia de una hemorragia interna, reventando vasos mnemónicos y derramándose por los rincones oscuros de mi consciencia:
Candela, seis meses atrás, sentada en el suelo de su habitación rodeada de dibujos abandonados. Sus pequeñas manos manchadas de acuarela, creando remolinos de color que no llevaban a ninguna parte. Sus ojos —mis ojos— llenos de una comprensión demasiado profunda para sus casi ocho años. Amarillos y azules mezclados en una acuarela que se desbordaba por los bordes del papel, como lágrimas cromáticas. Verdes que se oscurecían hasta convertirse en negros. Rojos que parecían sangrar en el blanco.
«¿Por qué ya no dibujas unicornios, princesa?», le pregunté, intentando mantener el tono ligero a pesar del nudo en mi estómago, esa bola de alambre de espino que crecía cada vez que reconocía en mis hijos fragmentos de mi propia descomposición psicológica.
«Porque los colores no me dejan, papá». Sus pequeños dedos, manchados de pigmento azul y negro, temblaban ligeramente al señalar sus dibujos inacabados. «Están en todas partes. En las líneas, en las formas, en el aire. Y están muy tristes».
«¿Qué colores, cariño?». Mi voz intentaba sonar casual, pero sabía que ella podía notar el miedo como un aura tóxica a mi alrededor. Los niños tienen radares para las emociones ocultas, detectores de radiación para el pánico adulto.
«Los que tú siempre observas». Sus ojos se clavaron en los míos con una intuición aterradora, ese tipo de sabiduría infantil que parece venir de vidas anteriores. «Los veo cuando me miras. Cuando miras a Lorenzo. Cuando miras a mamá. Son como gotas de lluvia negra».
Me quedo paralizado. El pánico me crece entre las costillas como cristales de metanfetamina en un hueso roto, expandiéndose hasta que cada respiración se convierte en un ejercicio de dolor controlado. Mi hija no solo había heredado mi hipersensibilidad —había desarrollado la capacidad de ver el dolor cromático que yo llevaba años intentando ocultar. Lo que para mí era silencio, para ella era un espectro visible de sufrimiento.
Miré sus dibujos entonces, realmente los vi: no eran solo manchas de color. Eran cartografías emocionales. Cada línea, cada sombra, cada mezcla cromática era un mapa del dolor que flotaba en nuestra casa como un gas invisible. Candela no estaba dibujando lo que veía físicamente —estaba dibujando lo que percibía emocionalmente. El color del silencio. El tono exacto de los secretos familiares. La textura visual de la ausencia.
Siempre supe que Lorenzo había heredado mi tendencia a los patrones, mi obsesión por el conteo, mi búsqueda desesperada de estructura. Pero asumí que Candela había escapado de esa herencia maldita. Ahora entiendo que simplemente lo procesa de otra manera: donde Lorenzo y yo vemos números, ella ve colores. Diferentes manifestaciones del mismo trauma genético. Un triste caleidoscopio familiar.
Un número desconocido me arranca del recuerdo —el Capitán desde un teléfono distinto a su móvil personal: “Marco, hijo, llámame cuando puedas. No como tu superior, como amigo. Llevo más de treinta años en el Cuerpo, conozco las señales. He visto demasiados compañeros perderse en sus propios abismos. Déjanos ayudarte antes de que sea tarde”.
Treinta años. Tres décadas viendo hombres y mujeres quebrarse bajo el peso de lo que han visto, de lo que han hecho, de lo que no han podido evitar. ¿Cuántos como yo habrá visto el Capitán a lo largo de tres décadas? ¿Cuántos agentes fragmentados, descompuestos bajo el peso de sus propios silencios? ¿Cuántos terminaron como yo ahora, en habitaciones anónimas, con blísteres vacíos como único compañero? ¿Cuántos nunca regresaron?
Mi boca sabe a metal y a malas decisiones. A cobre oxidado y promesas rotas. A circuitos quemados y algoritmos fallidos. La lengua recorre mis encías, buscando la textura familiar del Diazepam disuelto, ese sabor amargo que se convirtió en preludio de libertad temporal. Pero solo encuentra el regusto metálico de su ausencia, la huella química de su paso por mi sistema.
La camisa que llevo —la misma del día que hui de la oficina— apesta a sudor frío y miedo químico. Un sudor diferente al del ejercicio o al del calor. El tipo de sudor que segrega el cuerpo cuando el cerebro entra en modo de supervivencia extrema. Tiene manchas de café —¿o es sangre? Marrón oscuro, casi negro en los bordes, más claro en el centro. Podría ser cualquiera de las dos cosas, y no recuerdo cómo llegó ahí.
El nudo de la corbata sigue intacto, como si ni siquiera me hubiera molestado en aflojarla antes de desmayarme, antes… antes de sucumbir a la inconsciencia inducida. Pero está tan apretado… como si hubiera intentado estrangularme mientras dormía.
La imagen me golpea con tanta fuerza que tengo que agarrarme al marco de la puerta: ¿intenté ahorcarme con mi propia corbata antes de recurrir a las pastillas? El horror de no poder recordar mis propios intentos de autodestrucción me sacude como una convulsión. No saber si intenté acabar con mi vida o simplemente me desmayé vestido es una incertidumbre que corroe las bases mismas de mi identidad. Si ni siquiera puedo estar seguro de mis propias intenciones suicidas, ¿qué certeza me queda?
Me arrastro hasta el baño, cada fibra muscular protestando con el recuerdo químico de horas en posiciones incómodas. La gravedad parece haberse multiplicado, convirtiendo cada paso en una batalla contra fuerzas físicas sobredimensionadas. Las articulaciones crujen, los tendones se tensan, los músculos tiemblan bajo el esfuerzo minúsculo de mantenerme erguido.
El espejo me escupe una imagen que casi no reconozco: barba sucia de cinco días, desaliñada y sin peinar, una maleza grisácea que invade mi rostro como un moho tóxico. Los ojos hundidos en cuencas violáceas, con pequeñas venitas rojas como ríos en un mapa topográfico del insomnio. Un tic nervioso en el párpado derecho que no recordaba tener realmente —late en código Morse. Se-pa-ra-do. Se-pa-ra-do. Un mensaje de mi sistema nervioso a mi consciencia fragmentada.
Los poros de mi piel se ven enormes, como pequeños cráteres lunares llenos de toxinas y vergüenza. La textura de mi epidermis parece alterada a nivel microscópico, como si cada célula hubiera sido individualmente envenenada. Las venas de mi cuello palpitan visiblemente bajo la piel, marcando ritmos arrítmicos que mi cerebro traduce automáticamente a patrones poéticos defectuosos: dáctilo, yambo roto, troqueo, silencio. Un verso que no logra completarse. Mis pupilas, dilatadas por la abstinencia forzada, parecen pozos negros en iris demasiado claros. Dos agujeros que conducen directamente al vacío farmacológico que he construido dentro de mí mismo.
No es solo mi imagen externa lo que me resulta irreconocible. Es la sensación de estar habitando un cuerpo que ya no me pertenece. Cada función corporal parece estar operando bajo protocolos ajenos: la respiración demasiado superficial, el corazón demasiado rápido, los intestinos contrayéndose en espasmos impredecibles, el sistema nervioso enviando señales contradictorias. Soy un inquilino en un edificio biológico que está siendo demolido.
El agua fría impacta contra mi cara como una pequeña electrocución. Las terminaciones nerviosas, hipersensibles por la abstinencia, registran cada molécula de H₂O como una agresión física. Los nervios sobrecargados interpretan la sensación como dolor, luego como alivio, luego como una especie de despertar violento, en una sucesión caótica de interpretaciones contradictorias. Algo primario, animal, reacciona dentro de mí. El contacto con la realidad física indiscutible —el agua, el frío, la humedad— ancla momentáneamente mi consciencia dispersa. No aclara mis ideas, pero al menos me devuelve algo de consciencia física, algo de certeza corporal.
Las manos me tiemblan mientras intento leer los mensajes. Hay más, muchos más. Cada uno es una fractura distinta en la realidad que había construido, en la fachada de normalidad que había mantenido durante tanto tiempo.
Por un instante, algo cambia en el reflejo. La imagen parece distorsionarse, como ondas en un estanque envenenado. Las reglas de la física óptica parecen suspendidas momentáneamente. Los ojos que me devuelven la mirada ya no son los míos —son los de Lorenzo, oscuros y obsesivos, contando patrones en el vacío. O tal vez son los de Eva, que nunca llegaron a abrirse, párpados traslúcidos que ocultan pupilas que nunca vieron la luz. O quizás son los míos vistos a través del prisma de la locura que he estado cultivando durante años, regados con benzodiacepinas como un jardinero psicótico. O los de Elena, mi madre, inyectados en sangre y alcohol, con ese brillo febril de quien encuentra en la botella un falso refugio.
Me aparto bruscamente del espejo, mi corazón martilleando contra mis costillas como un condenado golpeando los barrotes de su celda. Cada latido es una súplica de libertad, cada pulsación un grito ahogado. El síndrome de abstinencia se manifiesta ahora en toda su gloria poliédrica: sudor frío empapando mi espalda como si alguien hubiera abierto un grifo entre mis omóplatos, náuseas subiendo en oleadas perfectamente cronometradas desde mi estómago hasta mi garganta, un temblor en las manos que se propaga por el antebrazo hasta el hombro como un terremoto en cámara lenta, una claridad dolorosa que ningún algoritmo puede procesar. Cada sentido parece recalibrado a niveles intolerables: los colores son demasiado brillantes, los sonidos demasiado agudos, los olores demasiado intensos.
El cuerpo recuerda lo que la mente olvida. Cada célula de mi ser está procesando ahora la ausencia de sustancias que se han convertido en parte de mi química fundamental. La biología superando a la voluntad en un golpe de Estado celular. Son los receptores neuronales los que ahora gritan, reclamando el Diazepam que se ha integrado en sus mecanismos. Es el cerebro completo el que se rebela ante la ausencia de Stilnox, con cada lóbulo enviando señales contradictorias. Es todo el sistema nervioso central declarándose en huelga ante la falta de los supresores que se habían convertido en parte de su funcionamiento normal.
Son los siguientes mensajes de Lorenzo los que me quiebran, cada uno una grieta más en la fachada de normalidad que intentaba proyectar:
“He estado estudiando los patrones, papá. Los números tienen ritmo. Todo tiene ritmo. Como un poema escrito en matemáticas puras”.
Su descubrimiento suena como un eco de mis propios pensamientos enterrados, como si hubiera aprendido a escuchar las conversaciones silenciosas que mantengo conmigo mismo. La conexión fantasmal entre nosotros, visible ahora a través de códigos binarios y secuencias numéricas. Ha estado escuchando la música silenciosa de las matemáticas, la misma que yo llevo años intentando ignorar.
“Papá, ¿sabías que si ordenas tus funciones por longitud forman un patrón? Es como un poema escrito en código binario. ¿Lo hiciste a propósito?”.
Ha estado analizando mi código. Ha entrado en mi ordenador, ha estudiado mis programas, mis algoritmos, mis rutinas. Ha visto lo que nadie más ha visto: que incluso en mi trabajo, en mi refugio tecnológico, he estado escribiendo versos disfrazados. Que cada algoritmo, cada función, está estructurada con la precisión métrica de un soneto. Que mi obsesión por la forma trasciende el contenido, lo permea todo, se filtra a través de capas y capas de autoengaño. Que ni siquiera en el código binario pude escapar de la poesía.
“La métrica es perfecta. ¿Así es como funciona tu mente?”.
La pregunta me atraviesa como un escalpelo caliente, separando músculo de hueso, verdad de mentira. ¿Cómo funciona mi mente? Como un metrónomo roto, oscilando entre ritmos incompatibles. Como un compilador defectuoso que traduce emociones a números, sensaciones a patrones, caos a estructura. Como una máquina de subsistencia diseñada para contener el desbordamiento mediante compartimentación sistemática. Una interfaz fragmentada entre un yo poético incontrolable y un mundo que exige racionalidad algorítmica.
“¿Es por eso que cuentas sin parar? ¿Para mantener el compás cuando todo lo demás se desmorona y no quieres perder el control?”.
La intuición de Lorenzo es demoledora. No es una pregunta inocente —es un diagnóstico preciso, una disección psicológica realizada por un niño de once años y tres meses. Ha decodificado mi algoritmo vital con la facilidad de quien lee su propio código fuente. Ha visto a través de la fachada hasta el núcleo: que cuento para sobrevivir, que la métrica es mi mecanismo de supervivencia, que sin esos patrones me desintegraría como un programa sin estructura. La vergüenza se mezcla con un orgullo perverso por su agudeza, por su capacidad analítica, por esa mente brillante que heredó de mí, junto con todas las grietas estructurales.
“He empezado a contar sílabas también. No puedo parar. Los números me llaman como te llamaban a ti”.
La confesión hace que un sollozo seco se atasque en mi garganta, como un nudo en una cuerda demasiado tensada. Mi hijo está replicando mis mecanismos de defensa, está incorporando mis errores a su estructura psicológica emergente. Mi obsesión métrica se ha transmitido como un virus informático de una generación a otra, infectando su sistema operativo emocional. La culpa me aplasta como una prensa hidráulica, exprimiendo hasta la última gota de autocompasión de mi sistema.
“Las palabras tienen un peso diferente cuando las mides”.
Siete palabras. Siete sílabas. Un heptasílabo perfecto escrito por mi hijo como mensaje subliminal a un padre ausente. La poesía que nunca le enseñé emergiendo a través de los números que heredó sin querer. Encuentra belleza donde yo solo vi control, música donde yo solo escuché ruido. Está descubriendo por sí mismo lo que yo enterré bajo capas de silencio: que los números pueden ser hermosos. Que la matemática puede ser lírica. Que la estructura puede ser liberadora además de prisión.
Mi hijo ha heredado más que mi tendencia a los patrones. Ha encontrado la grieta en mi fachada, la fisura por donde se filtraba toda la obsesión que tanto me había esforzado en contener. Y ahora está siguiendo mis pasos, adentrándose en el mismo laberinto del que yo nunca logré escapar, pero quizás viendo belleza donde yo solo vi muros.
El último mensaje es de hace una hora, tan reciente que parece susurrado directamente en mi oído:
“¿Sabías que los números pueden sangrar, papá? Los veo gotear cuando cierro los ojos”.
La imagen me rompe por completo, como una línea de falla activada bajo presión sísmica. Mi hijo viendo sangrar a los números. Percibiendo el dolor bajo los patrones. Reconociendo que la obsesión por la estructura es solo una forma de contener la hemorragia emocional. Que detrás de cada cifra, de cada secuencia, de cada algoritmo, hay un grito silenciado. Que los números, como las palabras, pueden transmitir sufrimiento.
La náusea me golpea sin aviso, con la virulencia de un impacto de bala expandiéndose en tejido blando. La bilis sube como magma por un volcán en erupción, quemando mi esófago en su ascenso imparable. Apenas llego al inodoro antes de que mi estómago expulse bilis y culpa en espasmos violentos. El sudor frío empapa mi camisa mientras mi cuerpo se rebela contra cuarenta y ocho horas de química inconscientemente elegida, seguidas de abstinencia brutal.
Cada arcada es un capítulo de arrepentimiento, cada espasmo un verso de vergüenza. Los músculos abdominales arden con el esfuerzo, tensándose como cuerdas a punto de romperse. La garganta se contrae en espasmos dolorosos que parecen querer expulsar no solo el contenido de mi estómago, sino años de mentiras acumuladas, de verdades negadas, de silencios cultivados. La bilis quema mi garganta, dejando un rastro ácido que me recuerda cada decisión equivocada, cada comprimido tragado, cada silencio guardado. El sabor es indescriptible: amargo, ácido, metálico. El sabor de la vergüenza líquida.
El vómito salpica la porcelana con un sonido obsceno, recordándome que, por mucho que intente vivir en abstracciones matemáticas y estructuras métricas, sigo siendo un animal de carne y sangre, sujeto a las humillaciones del cuerpo físico. La cabeza me late con cada espasmo, como si el cerebro intentara escapar por los ojos.
Cuando los espasmos cesan, me quedo sentado en el suelo del baño, con la mejilla presionada contra los azulejos fríos como un niño buscando el consuelo de una madre ausente. El contacto con la superficie helada ancla mi consciencia en la realidad física, me recuerda que sigo existiendo como entidad material más allá de los algoritmos y los versos. El frío transmite una claridad momentánea, un punto de referencia externo en un mundo de sensaciones internas distorsionadas.
La respiración se normaliza gradualmente, encontrando un ritmo que no necesito contar para percibir. El corazón desacelera, como un motor sobrecalentado que finalmente se enfría. Los espasmos musculares disminuyen, dejando tras de sí un cansancio tan profundo que parece haberse integrado con la estructura ósea.
El ventilador sigue su danza hipnótica en el techo. Las sombras de sus aspas marcan un ritmo que mi cerebro traduce automáticamente a métrica: un-dos-tres-cuatro-cinco, un-dos-tres-cuatro-cinco. Un pentámetro perfecto, repitiéndose hasta el infinito. Como Lorenzo contando sus pasos. Como yo contando sílabas. Como la muerte contando las horas.
El teléfono de la mesilla explota en un timbrazo que perfora el silencio como un taladro. No el vibrar del móvil —ese lo tengo silencio desde hace… no sé cuánto tiempo—, sino el sonido metálico y agresivo del teléfono fijo del hotel. Un sonido analógico, primitivo, imposible de ignorar. Como si la realidad hubiera decidido usar artillería pesada para arrastrarme de vuelta al mundo de los vivos.
Cada timbrazo es una descarga eléctrica en mi tímpano. Ring. Ring. Ring. Una métrica perfecta de tres tiempos que mi cerebro traduce automáticamente a troqueo. La insistencia del mundo exterior convertida en tortura acústica.
Levanto el auricular como quien recoge un arma cargada, con la certeza de que lo que venga del otro lado va a herirme.
—¿Marco? —La voz de Sandra suena diferente, más personal que profesional. No es la Sandra que analiza ciberterroristas conmigo, que descompone códigos maliciosos, que rastrea transacciones sospechosas. Es la Sandra que me trajo café cuando me encontró con los ojos húmedos por las lágrimas —sin dejar que salgan— en el archivo del sótano el aniversario de la muerte de Eva. La Sandra que fingió no ver las pastillas en mi escritorio. La Sandra que conoce mis rituales sin juzgarlos—. Por fin. He estado siguiendo tu rastro desde que desapareciste.
—¿Cómo…? —Mi propia voz me suena ajena, como grabada y reproducida a través de un filtro defectuoso. Áspera, metálica, frágil. Como una transmisión de radio a través de demasiada interferencia estática.
—Protocolo de localización —su voz suena cansada, como si hubiera estado despierta toda la noche rastreándome—. Hemos tenido que esperar a que se actualizaran las bases de datos de hospedaje. Los hoteles tardan hasta 48 horas en reportar nuevos registros al sistema. El Miranda no es precisamente de cinco estrellas, pero incluso ellos tienen que reportar los DNI al sistema. Tu nombre apareció esta mañana. Habitación 122. ¿Qué coño haces en ese agujero, Marco?
La pregunta tan directa me desarma. No hay eufemismos, no hay protocolos profesionales, no hay distancia burocrática. Solo la cruda realidad de un amigo preocupado confrontando a otro que se desmorona. La brutalidad de su franqueza es casi reconfortante después de años de evasivas y medias verdades.
—No lo sé. —Es la verdad más honesta que puedo ofrecer, la admisión de una derrota completa, la bancarrota de mi sistema de autoconocimiento—. Los últimos dos días son… borrosos. El Diazepam con el Stilnox…
—Joder, Marco. —Su voz se quiebra ligeramente, revelando una emoción que normalmente mantiene escondida bajo capas de profesionalismo, ese control rígido que todos los guardias aprendemos a cultivar—. ¿Sabes lo que esa combinación puede hacer? Mi hermano… él también tomaba benzos. Mezclados con alcohol. Al principio era solo para las crisis de pánico, pero después necesitaba más para dormir, más para funcionar. Decía que era la única forma de silenciar el ruido constante en su cabeza.
La revelación me golpea como un puñetazo en el plexo solar, dejándome momentáneamente sin respiración. En más de quince años trabajando juntos, Sandra nunca ha mencionado a su hermano. Nunca ha compartido esta parte de su vida, este fragmento íntimo y doloroso de su historia personal. Pero ahora lo entiendo: el blíster de Lexatin que siempre lleva en el bolso, como quien lleva un amuleto contra la mala suerte. Siempre presente, raramente usado. Un recordatorio físico de algo que no puede olvidar, una cicatriz química de un trauma compartido.
—¿Qué le pasó a tu hermano? —La pregunta sale de mí como un vómito verbal, sin el cuidado que normalmente pondría en una interrogación tan personal.
Silencio.
—Se perdió —responde, y la simplicidad de la frase contiene un universo de dolor, de noches en vela, de llamadas sin respuesta, de promesas rotas—. No en un hotel. No temporalmente. Se perdió del todo, Marco. Lleva cinco años en la Unidad de Larga Estancia del Ramón y Cajal. Y veo los mismos patrones en ti. La misma forma de desaparecer poco a poco. La misma obsesión por controlar lo incontrolable mediante química.
—¿Es por eso que llevas el Lexatin contigo? —pregunto antes de poder contenerme, con la frontera inhibitoria de mi cerebro completamente inhabilitada por la abstinencia. Las palabras salen sin filtro, directamente desde la región cerebral que las genera hasta mi boca, sin pasar por el control de calidad de la corteza prefrontal—. ¿Por los recuerdos?
Un silencio largo, pesado, cargado de significados no expresados. Puedo escuchar su respiración al otro lado, el ritmo alterado por la emoción contenida, ese tipo de respiración que precede a una confesión o a un estallido. Finalmente:
—La diferencia, Marco —su voz suena tensa, controlada, un dique a punto de romperse bajo una presión hidráulica insostenible—, es que yo sé que no es una solución. Es un parche temporal para momentos puntuales. No una forma de vida.
Cada palabra es un proyectil que atraviesa mis defensas, penetrando hasta los rincones más oscuros de mi autoengaño. No es una solución. No una forma de vida. ¿No es exactamente eso lo que me he estado diciendo a mí mismo durante años? «No es adicción, es elección». «No necesito las pastillas, las prefiero». «No es dependencia, es optimización química». «No es escape, es control». Mentiras elegantes para encubrir una verdad brutal: que he convertido la química en mi refugio, mi escondite, mi forma de existencia alternativa. Que lo que empezó como elección terminó siendo necesidad.
Me incorporo usando el lavabo como apoyo, mis articulaciones protestando como bisagras oxidadas que nadie ha engrasado en décadas. El cuerpo entero me pesa, como si la gravedad hubiera decidido ensañarse específicamente conmigo, como si mis huesos se hubieran vuelto de plomo durante la noche.
El goteo del grifo defectuoso marca compases binarios: 1001 1001 1001 Un código morse líquido que deletrea algún mensaje que no puedo descifrar, alguna advertencia que no consigo interpretar completamente.
El espejo me viola con mi propia imagen, forzándome a reconocerme con la misma mirada enloquecida que he visto en tantos sospechosos, en tantos testigos traumatizados, en tantas víctimas. El tic en mi ojo se ha intensificado hasta nublar parcialmente mi visión derecha, como si incluso mi cuerpo físico quisiera ofrecerme una visión incompleta de mí mismo. Un párpado que aletea como las alas de un pájaro moribundo, una señal en código que mi propio cuerpo está enviando: S.O.S., S.O.S., S.O.S.
—Estoy en tu casa —continúa Sandra, y su voz me devuelve momentáneamente al presente, me arranca de la contemplación narcótica de mi propio colapso—. Laura me llamó ayer. Primero desesperada, luego furiosa. Me dijo que si no aparecías, ella misma iba a buscarte para matarte con sus propias manos. Después me volvió a llamar, llorando otra vez. Está oscilando entre quererte de vuelta y quererte muerto, Marco. Y Lorenzo… el niño no duerme. Solo cuenta y escribe números en sus cuadernos. Laura dice que es exactamente como tú cuando perdisteis a Eva, pero que esta vez no va a quedarse callada viendo cómo os destruís.
La imagen de mi hijo sentado entre cuadernos llenos de ecuaciones y secuencias, con los ojos inyectados en sangre por el insomnio, buscando desesperadamente el patrón que lo conecte con su padre ausente, me golpea como una descarga eléctrica. Lorenzo replicando mis obsesiones, reproduciendo mis patologías, recorriendo el mismo camino hacia la desintegración. La continuidad genética del sufrimiento, pasando de una generación a otra como una maldición disfrazada de talento matemático.
Un ruido de fondo en la llamada. Voces. Pasos. El sonido de objetos moviéndose, de alguien acercándose al teléfono. Luego, inesperadamente, Laura:
—¡Marco! —Su voz no es rota, es letal. Es Laura, pero no la Laura contenida. Es la Laura sin filtros, sin máscara social, sin la fachada de enfermera profesional—. Eres un hijo de puta. ¿Sabes qué? Que te jodan. Pero antes vuelve a casa, porque tu hijo está replicando todas tus patologías y no pienso quedarme sola gestionando el desastre que has creado. Ya perdí a Eva, Marco. ¿Me oyes? YA PERDÍ A UNA HIJA. Y ahora Lorenzo está… —su voz se quiebra, pero inmediatamente se endurece otra vez, como metal al rojo vivo que se templa en agua fría— No. No voy a suplicarte. Vuelve porque es tu obligación. Porque estos son tus hijos y yo no voy a cargar sola con tu mierda mental. ¿Dónde coño estás?
Su respiración es irregular, pero no de vulnerabilidad —de furia contenida a punto de explotar. El sonido de alguien que ha cruzado la línea entre el miedo y la rabia homicida.
La enfermera profesional que ha visto todo tipo de sufrimiento ahora reducida a… ¿A qué? ¿A sollozos? ¿A odio? Por mi culpa. Por mi ausencia. Por mi silencio. Por mi cobardía.
Sandra retoma el teléfono, su respiración ligeramente alterada por el momento emocional compartido.
—Tienes dos opciones, Marco. O vuelves por tu propio pie, o voy a tener que dar aviso al equipo médico. No pienso quedarme de brazos cruzados viendo cómo te destruyes. No pienso pasar por lo mismo otra vez. No como con mi hermano.
El pánico me desgarra como una endoscopia hecha con cuchara oxidada. La idea de ser recogido por personal médico, de ser internado, de perder el último reducto de control que me queda… es insoportable. En ese escenario, todo quedaría expuesto. No solo mi dependencia química, sino todo: los poemas escondidos, la obsesión métrica, el silencio como forma de vida. Los versos ocultos en mis informes técnicos. La correspondencia con Sophia. Todo el entramado de mentiras y verdades a medias sobre el que he construido mi identidad fragmentada.
—¿Qué tipo de patrones está siguiendo Lorenzo? —La pregunta es un intento desesperado de desviar la atención, de ganar tiempo, de evitar enfrentarme a la única decisión real que puedo tomar ahora.
—Métricos. Matemáticos. Poéticos. —Se detuvo, como si dudara en continuar, para luego soltar la bomba que ha estado conteniendo—. Marco… ¿desde cuándo escribes versos en clave numérica?
La pregunta me congela la sangre en las venas, transformando mi circulación en un sistema de tuberías atascadas con escarcha. El único secreto que he mantenido completamente oculto, el núcleo mismo de mi fragmentación, expuesto brutalmente en una pregunta directa. La fachada del analista forense, perfectamente racional, desintegrada en una frase.
—¿Qué has visto? —Mi voz es apenas un susurro, un soplo de aire donde debería haber palabras formadas.
—Lorenzo me ha mostrado sus cuadernos. Está recreando algo, Marco. Algo que tú haces, algo que tú le has estado enseñando. Dice que los números tienen ritmo, que las matemáticas son solo otro tipo de poesía.
Cierro los ojos. El mareo es tan intenso que temo desmayarme, como si mi sistema vestibular hubiera decidido desconectarse por completo. Mi hijo ha decodificado el algoritmo principal de mi existencia. Ha visto a través del disfraz matemático hasta descubrir la poesía que late debajo. Todos esos años intentando silenciar al poeta dentro de mí, y ahora mi propio hijo lo ha desenterrado como un arqueólogo descubriendo una civilización perdida.
Las aspas del ventilador tallan el aire como bisturíes oxidados: Un-dos-tres-cuatro-cinco. Como el pulso en mis sienes. Como los versos que no dejaban de formarse.
—Te doy una hora —la voz de Sandra no admite discusión, es un ultimátum envuelto en preocupación—. Una hora para volver por tu propio pie. O voy a por ti con un equipo médico. Ya he visto cómo termina esta historia una vez, Marco. No pienso verla terminar igual dos veces.
—Sandra, yo…
—No —Su voz se quiebra ligeramente, revelando el coste emocional de esta intervención, el peso que supone para ella—. No me vengas con excusas. Mi hermano también tenía mil explicaciones para su forma de automedicarse. Y ahora está ingresado en un puto psiquiátrico, Marco. Lleva cinco años contando baldosas y escribiendo ecuaciones en las paredes.
La imagen me golpea con fuerza brutal: un hombre, probablemente parecido a mí en aspecto y constitución psicológica, sentado en el suelo de un hospital psiquiátrico, contando obsesivamente las baldosas blancas, escribiendo ecuaciones incomprensibles en las paredes. Como Lorenzo cuenta sus pasos. Como yo cuento mis versos. Tres generaciones de contadores compulsivos, una herencia de obsesión métrica pasando de una mente rota a otra.
—El Capitán quiere hablar contigo —continúa Sandra—. Como amigo, Marco. Está preocupado. Dice que llevas desde que empezaste con este caso diferente. Más obsesivo con los patrones.
El caso. El último gran análisis forense. Las transacciones cruzadas entre monederos de criptomoneda. Una red de lavado de dinero para grupos terroristas. Criptoactivos convertidos en transferencias bancarias. Rastros digitales conduciendo a cuentas físicas. Patrones. Patrones por todas partes. Imposible no verlos. Imposible no contarlos. Imposible no traducirlos a otro sistema de patrones. A versos.
—No puedo volver. —Las palabras salen antes de que pueda detenerlas, desde un lugar de miedo primario, esa parte reptiliana del cerebro que solo entiende de amenaza y huida—. No así. No ahora.
—Tienes que volver. Por Lorenzo. Por Candela. Lo que sea que estás cargando, lo que sea que intentas contener… se está desbordando, Marco. Y tus hijos lo están absorbiendo. Como una enfermedad genética que se manifiesta en patrones y obsesiones.
Otro mensaje atraviesa la pantalla agrietada. Lorenzo:
“Los números tienen peso, papá. Como lágrimas de plomo. Los siento en mi lengua cuando los cuento. ¿Es esto lo que intentabas esconder?”.
Una metáfora perfecta. Lágrimas de plomo. Pesadas. Metálicas. Tóxicas. Letales en dosis suficientes. Otra vez la intuición de mi hijo traspasando todas mis defensas, viendo con claridad meridiana lo que yo he intentado ocultar incluso de mí mismo.
El teléfono se me cae de las manos temblorosas. El impacto contra el suelo de baldosas baratas suena como un disparo en la habitación silenciosa, un eco que rebota en las paredes desnudas como un grito deformado. La pantalla se agrieta más, y una telaraña de fracturas distorsiona los mensajes como un poema visual de destrucción, como un ejercicio de vanguardia literaria ejecutado mediante la física del impacto.
—¿Marco? —La voz de Sandra sonaba distante, amortiguada, como si viniera desde el fondo de un pozo—. ¿Sigues ahí?
—Una hora —logré articular—. Dame una hora.
—Cincuenta y nueve minutos, —corrigió, con esa precisión que siempre ha caracterizado nuestro trabajo conjunto—. Voy a buscarte.
Me deslizo hasta el suelo. La espalda contra la pared, los ojos fijos en el ventilador que sigue su rotación eterna. Cada revolución es un ciclo más en este sistema cerrado de destrucción familiar. El silencio que elegí como refugio se ha convertido en mi prisión. Y ahora los barrotes de esa prisión están atrapando también a mis hijos.
La voz de Sandra sigue llegando, distorsionada por el altavoz del teléfono agrietado. Un mantra entrecortado que apenas penetra en mi consciencia fragmentada.
—He revisado tus análisis de los últimos meses —continúa Sandra—. Los patrones estaban ahí, pero no los vimos. O no quisimos verlos. Cada línea de código es un grito de ayuda, ¿verdad?
Un nuevo mensaje atraviesa la pantalla rota. Candela esta vez:
“He dibujado algo para ti, papá. Son tus ojos cuando cuentas en silencio. Están muy oscuros, como pozos llenos de colores muertos”.
Mis ojos cuando cuento en silencio. Candela ha visto el vacío en mi mirada, ese momento en que mi consciencia se desconecta para sumergirse en el conteo obsesivo, cuando un fragmento de mí abandona el presente para refugiarse en la abstracción numérica. Ha visto el abismo métrico donde mi mente se refugia cuando el mundo se vuelve insoportable. Y lo ha traducido a su lenguaje: colores, formas, emociones visualizadas. Sinestesia infantil convertida en hermenéutica del silencio paterno.
Y otro más:
“Los dibujos para Eva siguen tristes, papá. ¿Es porque tú estás triste?”.
Eva. Nuestra hija no nacida. Nuestra pérdida compartida. El agujero en la familia que nunca hemos logrado llenar. Los dibujos que Candela hace para una hermana que nunca conoció, pero cuya ausencia percibe como un espectro cromático. Una niña que aún no tiene ocho años cartografiando con precisión el mapa de la tristeza familiar. ¿Cómo sabe que la tristeza por Eva sigue viva? ¿Cómo puede una niña que no llega a los ocho años detectar un duelo que nunca hemos verbalizado? ¿Cómo puede percibir el color exacto de una ausencia?
Mi hija de casi ocho años ha heredado mi hipersensibilidad, mi capacidad para detectar el dolor debajo de las máscaras. Donde Lorenzo veía patrones matemáticos, ella veía las grietas emocionales a través del prisma de los colores. Diferentes manifestaciones de la misma maldición genética.
—Sandra —mi voz suena apenas como un susurro—, ¿qué está escribiendo exactamente Lorenzo?
—Números. Secuencias. Como un código que solo él entiende. Dice que todo tiene un ritmo, que solo hay que encontrar el patrón correcto para que las matemáticas se conviertan en…
Se detuvo abruptamente, como si hubiera llegado a una frontera que no estaba segura de cruzar.
—¿En qué?
—En poesía.
La palabra cae en la habitación como una bomba de racimo, liberando submuniciones de pánico que explotan en diferentes partes de mi consciencia. Mi hijo no solo ha heredado mi obsesión por los patrones —ha descubierto la grieta por donde la poesía se filtraba en las matemáticas, el punto exacto donde los números se convertían en versos. El secreto último de mi existencia fragmentada, el doble juego que llevaba años jugando.
Me levanto bruscamente, tambaleándome hacia el espejo. El mundo gira como un tiovivo enloquecido, y mis piernas parecen haberse olvidado de cómo funciona la física del equilibrio. Mi reflejo parece moverse con un microsegundo de retraso, como una imagen mal sincronizada en una videoconferencia con mala conexión. Los ojos que me devuelven la mirada ya no son los míos —son los de Lorenzo, oscuros y obsesivos, contando patrones en el vacío.
El mundo se vuelve líquido. Las paredes respiran. El suelo se ondula como la superficie de un lago en tormenta. Síntomas de abstinencia mezclados con pánico puro, creando un cóctel neurológico que ningún médico querría diagnosticar porque cada síntoma contamina la interpretación de los demás.
La funda de la HK pesa contra mi costado como una promesa oscura. No recuerdo haberla traído conmigo, pero ahí está. El tacto familiar del nylon sobre el polímero, la presión del metal contra mi costilla. El peso de una solución final a todos mis problemas. El metal frío contra mi piel es una presencia tan real como el temblor en mis manos.
¿Cuánto tiempo llevaba sin limpiarla? ¿Semanas? ¿Meses? ¿Cuántos meses han pasado desde el último ejercicio de tiro obligatorio? ¿Cuándo fue la última vez que la desmonté para mantenimiento? ¿Después del ejercicio de tiro de la primavera pasada? ¿O fue en invierno, cuando las dianas se congelaban entre disparos y teníamos que reemplazarlas cada media hora?
Sandra sigue hablando. Su voz es un murmullo distante bajo el zumbido creciente en mis oídos. Un ruido blanco que se intensifica hasta enmascarar todas las demás frecuencias, como un inhibidor de señal que bloquea las comunicaciones.
—El código no miente, Marco. Tus análisis forenses de los últimos meses… no son análisis. Son gritos de ayuda codificados en funciones y variables.
El ventilador marca su ritmo implacable: Un-dos-tres-cuatro-cinco. Como los pasos de Lorenzo hasta su ventana. Como las sílabas que no dejaban de formarse.
Mis manos tiemblan mientras saco el kit de limpieza del maletín. No recuerdo haberlo traído, pero está ahí —junto con mi portátil, mi placa, y ropa para tres días—, por el protocolo obsesivo que mantengo incluso cuando todo lo demás se desmorona. Como quien se cepilla los dientes antes de ahorcarse. El equipaje de un guardia civil en comisión de servicio. Incluso mi autodestrucción sigue los protocolos reglamentarios.
Todo planificado por una versión de mí mismo que ya no existe o que nunca existió realmente. El Marco químico, el Marco nocturno, el Marco que toma decisiones que el Marco diurno debe afrontar.
Como si hubiera algún plan maestro, alguna lógica subyacente en esta huida hacia la inconsciencia. Pero no la hay. Solo el instinto de supervivencia de un hombre que ya no sabe si quiere sobrevivir.
La baqueta, el cepillo de bronce, el aceite que huele a rancio por el desuso. Cada pieza es un recordatorio de mi negligencia. Del abandono sistemático de todo aquello que requiere mantenimiento constante: el arma, la familia, mi propia cordura. De cómo he dejado que cada aspecto de mi vida se degrade gradualmente mientras me concentraba en mantener la fachada, la apariencia, la superficie pulida sobre un interior en descomposición.
El ventilador disecciona el tiempo en fracciones matemáticas: Un-dos-tres-cuatro… ¿cuatro?… cinco-cinco-cinco. Los números se atropellan en mi cabeza, confundiendo el conteo. Todo el sistema métrico interno se derrumba bajo el peso de la ansiedad creciente, como un edificio cuyos cimientos se licúan durante un terremoto.
Desmonto la pistola con movimientos frenéticos, sin la precisión habitual, sin el protocolo de seguridad que he seguido durante años. La corredera se resiste —demasiados residuos acumulados, demasiada suciedad enquistada. El muelle recuperador salta con demasiada fuerza cuando lo libero, rebotando contra la pared y desapareciendo bajo la cama como un animal asustado buscando refugio. Las piezas pequeñas se desparraman por el suelo como versos rotos, como sílabas dislocadas de un poema que se desintegra. El extractor, los pasadores, el cargador… todo se desliza entre mis dedos temblorosos con una voluntad propia, como si cada componente quisiera huir de mi control, como si el arma misma se rebelara contra su propósito.
—Por favor —murmuro mientras intento limpiar el canal de la aguja percutora con manos cada vez más inestables—. Por favor, por favor, por favor…
La letanía se escapa de mis labios como un mantra sin destinatario claro, una plegaria al vacío. No sé a quién le ruego. ¿A Dios? ¿Al arma? ¿A mi propia cobardía? ¿A la muerte para que se apiade de mí? ¿A la vida para que me suelte de una vez? ¿Al arma para que haga su trabajo con precisión germánica? ¿A mis propias manos para que dejen de temblar lo suficiente como para completar la tarea?
El teléfono vibra nuevamente. Laura.
«No te necesito». Su voz suena entrecortada. «Te odio, Marco. Te odio por hacerme esto. Te odio por hacer que Lorenzo se convierta en ti. Te odio por obligarme a elegir entre odiarte y necesitarte. Pero vuelve. Vuelve porque ya perdí una hija y no voy a perder a nadie más por tu cobardía. Y cuando vuelvas, vamos a tener una conversación muy larga sobre lo que significa ser padre. Y esposo. Y ser humano decente».
En el espejo, mi reflejo mueve los labios, pero ningún sonido emerge. El silencio es total, absoluto, como si el universo contuviera la respiración en anticipación de lo que está por venir, como si toda la materia consciente esperara mi próximo movimiento. Los ojos que me devuelven la mirada son pozos negros de obsesión matemática —los ojos de Lorenzo, los ojos de Eva, mis propios ojos convertidos en abismos numéricos.
Intento volver a montar la pistola. El arma que he cargado durante años, que he disparado en ejercicios de tiro miles de veces, que he desmontado y que solía limpiar sistemáticamente cada mes como establecen los protocolos, antes de que todo empezara a deteriorarse.
Las piezas no encajan. O yo he olvidado la secuencia correcta. O mi memoria procedimental está comprometida por la abstinencia. Mis manos tiemblan demasiado, y el sudor hace que todo resbale como si mis palmas estuvieran cubiertas de aceite. El muelle recuperador se dispara de nuevo, golpeando el espejo. Una grieta aparece en el cristal, distorsionando mi reflejo en docenas de versiones fragmentadas de mí mismo. Cada fragmento muestra un ángulo diferente, una versión distinta, un Marco alternativo.
La aguja percutora está negra de residuos. Meses de polvo, aceite reseco y pólvora quemada se han acumulado en ese componente crítico, el que convierte la intención en acción, el que transforma el pensamiento en consecuencia, el que traduce la sinapsis en resultado. La froto frenéticamente con el cepillo de bronce, pero es inútil. Meses de negligencia no pueden borrarse en minutos de desesperación.
El cepillo raspa los residuos, pero la luz del baño revela que el canal sigue parcialmente obstruido. La corrosión ha comenzado su trabajo lento pero implacable, convirtiendo el metal en un enfermo de sí mismo. Pequeñas irregularidades en la superficie que deberían ser perfectamente lisas. Minúsculos cráteres en lo que debería ser un plano inmaculado.
—Marco. —La voz de Sandra en el teléfono—. Treinta minutos. Voy de camino en mi coche.
El ultimátum actúa como un catalizador. Los minutos pasan, con el tiempo comprimiéndose y expandiéndose a la vez, siguiendo las leyes paradójicas de la relatividad emocional. Mi cerebro registra cada segundo como una eternidad mientras la cuenta regresiva avanza implacable.
Mis dedos encuentran la culata de la pistola. El tacto familiar del polímero, las muescas del agarre perfectamente adaptadas a mi mano después de años de servicio. Descuidada, como todo lo demás en mi vida.
Un movimiento practicado mil veces: desenfundar, quitar el seguro, montar la corredera.
El metal huele a aceite rancio y negligencia. Como mi vida. Como mi cordura. Como mi matrimonio. Como mi incapacidad de limpiarlo adecuadamente. Un objeto diseñado para funcionar con precisión que ahora puede fallar en el momento crítico por mi falta de cuidado. Otra metáfora involuntaria de mi existencia, otra parábola no buscada sobre el deterioro por abandono.
—¿Marco? —La voz de Sandra sonaba muy lejana, percibiéndola a través de capas de consciencia alterada, como si hablara desde el otro lado de un muro—. ¿Qué estás…?
Corté la llamada. Un acto mecánico, automático. El último fragmento de control en un mundo que se desmorona, la última decisión aparentemente racional en un océano de irracionalidad.
Un nuevo mensaje atraviesa la pantalla agrietada. Lorenzo:
“Ya entiendo el silencio, papá. Es una prisión que construimos nosotros mismos. Un laberinto de números donde nos perdemos voluntariamente”.
Su claridad sobre mi condición es devastadora. Mi hijo de once años ha encontrado en dos días la verdad que me ha llevado media vida enterrar. El silencio no es un refugio —es una celda que yo mismo he construido. Y ahora él está siguiendo el plano de esa prisión, ladrillo por ladrillo, número por número. Sílaba a sílaba.
“¿Es porque las palabras duelen menos cuando las disfrazas de números?”.
La pregunta me desarma por completo. El mecanismo que he utilizado para sobrevivir durante décadas, expuesto con la sinceridad brutal de un niño: las palabras disfrazadas de números. Los versos camuflados como secuencias matemáticas. La poesía enmascarada como algoritmo. La metáfora reducida a fórmula. El sistema de supervivencia que ha mantenido mi cordura a flote mientras hundía lentamente mi autenticidad.
La HK pesa en mi mano como todos mis fracasos combinados. El peso específico de la cobardía, perfectamente calibrado en aleaciones metálicas. Presiono el cañón contra mi sien. El metal frío contra la piel caliente y sudorosa crea un contraste térmico que funciona como punto de referencia físico absoluto en un mundo de percepciones relativas. El cañón sabe a metal y a cobardía. El frío del acero es casi reconfortante —una última sensación real en una vida que se ha vuelto cada vez más difusa, más teórica, más abstracta. Una despedida táctil del mundo físico.
El teléfono vibra una última vez. Laura.
«Marco, Lorenzo me acaba de enseñar algo que me ha puesto enferma. Un cuaderno lleno de números y palabras. Dice que por fin entiende porqué siempre estás contando. Y yo también lo entiendo ahora, joder. Entiendo que le has estado transmitiendo tu enfermedad mental como si fuera un regalo de cumpleaños. ¿Sabes qué me da más miedo? Que Candela también empiece a contar. Que los tres terminéis siendo igual de patológicos. Vuelve, Marco. Pero no vengas a casa esperando que te perdone. Ven a arreglar lo que has roto».
No miro el mensaje. No puedo. Soy un cobarde incluso en esto —buscando la salida fácil, la última huida, el silencio definitivo. Incapaz de enfrentar las consecuencias de mi fragmentación en aquellos que más amo. La cobardía más grande: huir del sufrimiento mientras lo multiplico en quienes se quedan.
Mi reflejo en el espejo se burla de mí con una sonrisa de cadáver, dientes amarillentos contra labios cenicientos, una expresión que mi cara se niega a admitir como propia. Sus labios se mueven de nuevo, formando palabras que no puedo escuchar, pero entiendo perfectamente: «Cobarde. Héroe. ¿Qué diferencia hay cuando los números sangran?»
Una pregunta sin respuesta. O con demasiadas respuestas posibles. O con una respuesta que no quiero admitir.
Aprieto el gatillo.
Click.
Nada.
El sonido del percutor golpeando en vacío resuena con una finalidad aterradora. El mecanismo que debería liberar toda la energía contenida en la munición, que debería transformar la pólvora en devastación terminal, que debería convertir mi intención en resultado final… no funciona. Ha fallado en el momento crítico, en el instante para el que fue diseñado.
Vuelvo a apretar.
Click. Click. Click.
Tres intentos más. Tres fracasos más. La cadencia perfecta de la incompetencia técnica. La métrica exacta de mi fracaso como custodio responsable de un arma reglamentaria. Un soneto incompleto de fallos mecánicos.
La aguja percutora, ese pequeño mecanismo que convierte la intención en acción, está rota. O bloqueada. O mal instalada. Meses de negligencia, de residuos acumulados, de pólvora enquistada en el canal han resultado en un fallo mecánico perfectamente cronometrado. Como todo en mi vida, el final que he elegido se niega a funcionar.
Un grito de rabia pura brota de mi garganta. Un sonido primario, animal, que no sabía que podía producir. El rugido de un lobo herido en una trampa que él mismo construyó. La manifestación acústica de toda la rabia, frustración, culpa y vergüenza acumuladas durante años. Lanzo la pistola contra el espejo. El cristal explota en una lluvia de fragmentos, cada uno reflejando una versión diferente de mi locura. La imagen se multiplica exponencialmente: yo furioso, yo desesperado, yo llorando, yo contando, yo sangrando. Yo poeta. Yo analista. Yo padre. Yo adicto. Las piezas del arma se esparcen por el suelo como un poema desarticulado.
Me derrumbo de rodillas, cortándome con los cristales rotos. El dolor es inmediato, caliente, húmedo. Algo real en un mundo cada vez más irreal. La sangre bautiza las piezas de la pistola —consagrándolas en un ritual de cobardía perfectamente ejecutado—, sobre los fragmentos del espejo, sobre el suelo de baldosas baratas.
Cada gota marca un ritmo: Un-dos-tres-cu… la sangre no respeta la métrica, se derrama fuera del compás, ah, joder, un-dos-tres… pierdo la cuenta, pierdo el control del único control que me quedaba.
El conteo falla porque la realidad física supera a la estructura mental. La sangre no respeta mis patrones. El fluido vital no obedece mis métricas. Ni siquiera esto puedo hacer bien. Ni siquiera mi propia sangre respeta la integridad métrica que tanto he cultivado.
Una risa histérica brota de mi garganta. Es el sonido de algo rompiéndose dentro de mí, alguna barrera final entre la cordura y la locura. Entre la contención y el desbordamiento. Entre la fragmentación controlada y la desintegración total. La muerte me está lamiendo otra vez, pero se niega a tragarme.
Como con el cáncer, que me marcó la piel con cicatrices permanentes, pero no me mató. Como con Eva, que me destruyó emocionalmente, pero no me permitió desaparecer físicamente. Como con cada intento de silenciar la voz que se negaba a callar, que encontraba nuevas formas de manifestarse.
—Cobarde —susurro a mi reflejo multiplicado en los cristales rotos, cada fragmento devolviéndome un ángulo diferente de mi fracaso—. Puto cobarde.
¿O tal vez es lo más valiente que he intentado hacer? ¿Cortar el ciclo antes de que la infección poética se extienda más? ¿Detener la transmisión viral de un padre a sus hijos? ¿Eliminar el origen de la contaminación métrica? ¿Protegerlos, salvándolos de sí mismos, de la herencia maldita que les he transmitido contra mi voluntad?
El teléfono vibra entre los cristales. Esta vez sí miré.
Laura: “Lorenzo no ha dormido en toda la noche. Solo repite una frase: ‘Los números sangran, papá. Los números sangran’”.
Candela: “Papá, los colores están feos. Ya no están tristes… ahora tienen miedo. Como Lorenzo cuando hace números. Sus ojos se ponen así.”
Me incorporo lentamente, con la sangre goteando de mis rodillas cortadas, creando pequeños charcos rojos perfectamente simétricos a ambos lados de mi cuerpo. Un Rorschach hemático de mi propia creación. En los fragmentos del espejo, docenas de versiones de mí mismo me devuelven la mirada. Todas rotas. Todas incompletas. Todas buscando un patrón en el caos.
El ventilador sigue su danza eterna, cortando el aire en pentámetros perfectos que mi cerebro no puede dejar de contar. En el espejo, mi reflejo ha vuelto a ser yo mismo —un hombre roto intentando recomponer sus piezas con matemáticas y poesía.
Algo cambia dentro de mí. No es una epifanía, ni una revelación espiritual, ni siquiera una súbita claridad mental. Es más básico, más primario: la comprensión física de que estoy fracasando a mis hijos. De que mi ausencia los está dañando más que mi presencia rota.
Lorenzo está repitiendo mis patrones. Candela percibe mi dolor como una paleta cromática. Laura está reviviendo el trauma de perder a Eva, pero esta vez como una guerrera, no como una víctima. Ha decidido que no va a quedarse callada viendo cómo me desintegro y arrastro a nuestros hijos conmigo. Mi silencio autoimpuesto no ha protegido a nadie —solo ha creado un vacío que mis hijos están tratando de llenar con sus propias manifestaciones del mismo trauma, y que Laura está llenando con rabia homicida.
El silencio fue mi refugio. Luego se convirtió en mi prisión. Ahora amenaza con convertirse en la jaula de mis hijos.
Me incorporo mientras mis piernas se sacuden como si estuvieran conectadas a un generador de electricidad defectuoso, pero ya no por la abstinencia química. Este temblor viene de más adentro, de un lugar donde ninguna pastilla puede llegar. De una decisión formándose por debajo de los filtros racionales.
Es hora de volver.
No por mí.
Por Lorenzo, que está aprendiendo a convertir números en versos de la peor manera posible.
Por Candela, que ve tristeza en los colores porque yo se la he enseñado a ver.
Por Laura, que merece conocer al hombre que he estado ocultando durante tanto tiempo.
El silencio me ha mantenido a salvo, pero también me ha mantenido preso. Y ahora amenaza con heredarse como una enfermedad genética, pasando de padre a hijo en perfectos pentámetros yámbicos.
Es hora de encontrar otra voz.
Aunque doliera. Aunque quemara. Aunque significara perderlo todo.
Porque el silencio ya me ha hecho perder demasiado.
Y si la muerte se niega a tragarme, tal vez es porque todavía tengo algo que decir. Algo que ningún número puede contener, que ningún código puede encriptar, que ningún silencio puede seguir enterrando.
Es hora de que los números dejaran de sangrar.
“Voy a casa”, le escribo a Sandra.
La respuesta es inmediata: “Te espero en la puerta del hotel. Acabo de llegar”.
Recojo cada fragmento del arma, cada cristal del espejo, cada pedazo de mi intento fallido de escape. Los guardo en mi maletín junto con los blísteres vacíos —un museo portátil de mi propia destrucción.
El Diazepam de la tarde-noche sigue en mi bolsillo, una promesa de otro tipo de claridad. No lo necesito —lo elijo. Como elijo cada pastilla, cada verso, cada línea de código.
Por un momento, mis dedos acarician el blíster a través de la tela. La última puerta de escape. La última forma de control. Pero no lo saco. Por primera vez en años, elijo la claridad dolorosa sobre la nebulosa farmacológica.
El ventilador sigue girando cuando salgo de la habitación, cortando el aire en pentámetros perfectos que ya no necesito contar.
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