Noche de Epifanía

Publicado el 04/08/2025
Advertencia de contenido: Consumo de benzodiacepinas, trauma familiar, cáncer, disfunción matrimonial severa

Trituro el Diazepam de 10 miligramos entre los dientes antes de tragarlo, violando todas las indicaciones farmacéuticas. El sabor amargo explota en mi boca como una hostia profana, acelerando la absorción, intensificando los efectos secundarios que busco. Me quema la garganta. Libera su veneno calculado, miligramo a miligramo.

Es un baile químico conocido, un ritual perfeccionado a lo largo de incontables noches idénticas a esta.

Me repito que no es necesidad —es elección, es ritual, es automutilación química programada con la precisión de un suicida metódico.

Mi cuerpo conoce la ceremonia; mis glándulas salivales se activan al instante, segregando el líquido necesario para acelerar la disolución. Mis papilas gustativas se crispan ante el sabor metálico, pero parte de mí lo anhela, lo necesita como confirmación de que sigo vivo, de que aún queda algo que pueda sentir dolor.

Las primeras oleadas del fármaco me golpean como latigazos subcutáneos: sudor frío empapando mi nuca, corriendo por mi columna vertebral como dedos helados; un hormigueo que se extiende desde la lengua hasta la punta de los dedos, como si miles de insectos invisibles marcharan por mis terminaciones nerviosas; el pulso martilleando en mis sienes como un tambor desquiciado, cada latido retumbando en mi cabeza como un eco en una catedral vacía.

El sudor brota de cada poro, empapando mi camisa en lugares precisos —nuca, axilas, espalda baja—, humedeciéndola con el olor agrio del miedo y la expectación.

Esta noche no busco calma ni paz. No busco control —busco que la realidad sangre por sus costuras, que las paredes entre cordura y locura se pudran hasta que pueda ver lo que hay del otro lado. Este es mi pacto con la química: tú me liberas de mis jaulas autoimpuestas, yo te doy mi cerebro como campo de experimentación.

Mi estómago se retuerce, protestando contra esta violación química voluntaria. El nervio vago transmite señales de alarma que ignoro deliberadamente, esa antigua sabiduría del cuerpo que reconoce el veneno y ordena su expulsión. Trago saliva, forzando la sumisión de mis propios órganos.

Sigo sentado, inmóvil, mientras mi cuerpo libra una guerra contra sí mismo, una guerra que yo mismo he orquestado con la minuciosidad de un general planificando una invasión.

El papel en blanco me observa desde el escritorio de nogal como un juez silencioso, esperando que confiese pecados que llevan más de veinte años pudriéndose en mi garganta. No es cualquier papel —es un Moleskine de 9x14, hojas de 70 gramos, marfil claro, no blanco nuclear (ese dañaría mis ojos). La calidad exacta que el abuelo usaba para sus notas de cata.

No es casualidad. Nada en este ritual es casualidad.

Lo tomo conscientemente, como quien elige abrir una puerta sabiendo que al otro lado espera el caos. La caja blanca de cartón yace abierta, dejando ver el blíster plateado con sus alveolos perforados. La etiqueta de la farmacia está adherida con esa claridad insulsa y burocrática “Tomar UNO (1) cada 12 horas en caso de crisis de ansiedad”. Crisis. Como si esto fuera una emergencia y no una cita programada con mi propia desintegración.

Es la 1:11 de la madrugada del 6 de enero de 2024. Los números simétricos brillan en el reloj digital del ordenador: tres unos en fila, como soldados en formación. La precisión horaria me tranquiliza momentáneamente; incluso en el caos buscado, necesito la estructura de los números perfectos. Día de Reyes. Noche de regalos. Y yo me regalo esta disolución consciente, esta fragmentación deliberada.

La buhardilla huele a madera vieja y a miedo. No es un miedo nuevo —es antiguo, fermentado, un miedo que ha madurado durante décadas en las vigas de roble del techo inclinado hasta convertirse en parte del ambiente, indistinguible del aroma a libros viejos y tinta seca. Puedo olerlo en las motas de polvo que danzan en el haz de luz azulada del ordenador, puedo sentirlo en el crujido de la madera bajo mi peso. Es el olor de los silencios acumulados, de las palabras no dichas, de los poemas estrangulados antes de nacer.

El blíster empezado del Lexatin espera en la esquina del escritorio, junto al Stilnox que todavía no he tocado. Recorto meticulosamente cada blíster siguiendo el contorno exacto de los alveolos, para después guardarlos ordenados por fechas en una caja de cartón bajo el escritorio. Un archivo farmacológico que documenta mi auto dosis como otros documentan viajes o logros. Podría comenzar con el Lexatin, preservar el control que tanto me ha costado construir. Podría seguir siendo el analista forense preciso, el padre responsable, el esposo funcional. Pero esta noche elijo el Diazepam.

Los síntomas no son de abstinencia —son de anticipación.

El Lexatin susurra con su promesa de bordes suavizados. Pero aún no. Primero el Diazepam debe desmontar las defensas, abrir las compuertas que mantienen contenido el caos. Un trabajo de preparación, de apertura forzada. El Stilnox vendrá después, cuando necesite el golpe final que me permita dormir sin soñar, cuando la noche se vuelva demasiado real, demasiado honesta.

El ordenador emite su resplandor azulado, arrancando matices enfermizos a mi piel pálida. Mis manos se ven cadavéricas bajo esta luz, como si ya estuvieran muertas mientras el resto de mi cuerpo sigue, inexplicablemente, funcionando. En la pantalla, un informe a medio terminar sobre una red de criptomonedas utilizada para financiar terrorismo yihadista:

>> Investigación Vandertramp

Los bloques de la blockchain se alinean en la pantalla como estrofas de un poema maldito: cada transacción es un verso encriptado, cada hash es una rima en hexadecimal. Las secuencias de caracteres alfanuméricos forman patrones que solo los iniciados pueden interpretar, métrica oculta bajo aparente caos. El dinero fluye de una cuenta a otra como metáforas entre versos, creando significados invisibles para el lector superficial. Los bits se transforman en euros que se convierten en explosivos que terminan siendo cuerpos desintegrados.

Durante años, este ha sido mi único ejercicio de composición: estructurar el caos en patrones reconocibles, traducir el desorden en secuencias predecibles. Encontrar la lógica oculta bajo la entropía aparente, la intención maliciosa detrás de transferencias aparentemente inocuas. Un arte forense de interpretación, de desciframiento. La exégesis del terror en código binario.

>> Trunked Transaction_ID: 0xf7b8c9d0e1f2a3b4…
>> Amount: 1.337 BTC
>> Timestamp: 2020-01-05 23:44:12
>> Status: CONFIRMED
>> En-el-si-len-cio-de-mi-no-cheos-cu-ra

El bloque de datos parpadea en la pantalla como un haiku digital, una forma poética del siglo XXI que solo los especialistas en criptografía pueden apreciar. El identificador hexadecimal con su secuencia alfanumérica: un verso de dieciséis pulsos. La cantidad de bitcoins: cuatro golpes rítmicos. La marca temporal: catorce tiempos exactos. El estatus definitivo: tres sílabas perfectas. Un soneto fragmentado en código. Cuento cada número, cada dígito, cada letra, como he contado en silencio durante más de veinte años, mientras fingía ser otro, mientras pretendía haber olvidado la métrica perfecta de un endecasílabo.

Las transacciones se entrelazan en una cadena interminable de causa y efecto, cada hash conectándose con el anterior mediante algoritmos que no admiten fallos. Cada transacción es un nodo en una red de significados que se expande fractalmente, ramificándose en miles de posibilidades. Cada hash es un verso cifrado en el idioma de las máquinas, un lenguaje más preciso y menos ambiguo que cualquier idioma humano, con su propia gramática de encriptación y su semántica de validación.

El Diazepam comienza a desdibujar los bordes de los caracteres, haciéndolos bailar sutilmente en la pantalla. Los ceros se convierten en bocas abiertas, los unos en cuchillos, los hexadecimales en jeroglíficos de una civilización digital que ha construido su imperio sobre la ruina de los antiguos órdenes financieros. Los terroristas escriben su propia poesía oscura: sonetos de muerte en código hexadecimal, odas al caos escritas en transferencias fraccionadas, elegías de destrucción, ocultas en patrones de números aparentemente aleatorios.

En otro tiempo, habría visto belleza en su estructura, habría admirado la elegancia matemática de las secuencias, la precisión algorítmica de los patrones. Ahora solo veo números que conducen a más números, un rastro de migas digitales que lleva a cuentas offshore y células dormidas. Cada transacción es un engranaje en la maquinaria del terror, cada hash una pieza del rompecabezas que debo reconstruir antes de que sea demasiado tarde.

Mi trabajo consiste en descifrar estos poemas terroristas, en encontrar el significado oculto tras cada transferencia, en traducir su lírica mortífera al prosaico lenguaje de los informes policiales.

La ironía no se me escapa: yo, que enterré mi propia voz, me gano la vida desenterrando los mensajes ocultos de otros. Yo, que silencié mi propio canto, me dedico a escuchar los susurros digitales de quienes planean silenciar vidas. Yo, que amordacé mi poesía, ahora traduzco la poética del terror. Un ejercicio de excavación en el que nunca encuentro mis propios huesos, sino los de otros, los de las víctimas pasadas y futuras.

Mis dedos acarician la pluma del abuelo. La madera pulida guarda el calor de sus manos muertas, el peso de sus últimas palabras, el eco de sus consejos que ignoré. Han pasado once años, tres meses y cinco días desde su muerte, pero la pluma conserva su presencia como un relicario pagano, una conexión táctil con el pasado que no puedo romper. La resina del mango se ha oscurecido en los puntos exactos donde sus dedos la sostenían, creando un negativo perfecto de su agarre. Mis dedos encajan en esas depresiones como si mi mano fuera la suya, como si al sostenerla me convirtiera parcialmente en él, en lo que él esperaba que yo fuera.

«La poesía es como podar las vides», me dijo mientras me la entregaba. «Cada verso que cortas hace más fuerte al que sobrevive».

Sus dedos, curtidos por décadas entre viñedos, temblaban ligeramente al pasármela. No era el temblor de la edad, aunque ya tenía setenta y siete años. Era el temblor de quien entrega algo vital, de quien pasa el testigo de una tradición familiar sabiendo que podría terminar con él. Era su forma de decir adiós, de pasarme el testigo de una tradición que yo terminaría traicionando.

La tinta negra espera, paciente como un depredador; la tinta negra acecha, hambrienta en mis venas.

Miro las venas azules de mi antebrazo. No transportan sangre, sino tinta: ríos oscuros de palabras estranguladas fluyendo bajo mi piel pálida. Mis venas y arterias son un sistema de riego que no alimenta vides, sino palabras estranguladas, versos amordazados, estrofas enterradas en vida.

Veinticinco años, un mes y once días. Nueve mil ciento setenta y dos días de silencio autoimpuesto. Más de dos décadas y un cuarto de silencio documental, de voces estranguladas, de castración literaria. 9.172 días, multiplicado por 24 horas: 220.128 horas. Por 60 minutos: 13.207.680 minutos. Por 60 segundos: 792.460.800 segundos de silencio. Números que cuentan nada. Cifras que cuantifican el vacío.

No dejé escrito un solo verso desde aquella mañana en la Academia, cuando el instructor Ramírez arrancó mi cuaderno de poemas y lo expuso ante toda la compañía. Hasta Sophia. Después, silencio. Pero un silencio distinto. Un silencio, no creativo, sino existencial. Hasta ahora.

Año 1998. Una mañana de septiembre, 32,7 grados a la sombra, humedad relativa del 17%, presión atmosférica de 1013,25 hPa. Lo recuerdo con exactitud meteorológica porque cada detalle de ese día quedó grabado en mi sistema nervioso como un trauma perfectamente conservado. El cielo era de un azul imposible, sin una sola nube, casi idéntico al que se ve desde la ventana de esta buhardilla. La formación en el patio de armas duraba ya cuarenta y siete minutos cuando sucedió. Las botas me apretaban de forma insoportable, desollando la piel sensible sobre el maléolo medial. La camisa del uniforme, áspera como papel de lija, me irritaba el cuello en el punto preciso donde la etiqueta rozaba la piel.

«¿Así que tenemos un poeta maricón entre nosotros?», dijo Ramírez con desprecio y con una voz que resonaba en el patio de armas como un látigo de catorce colas.

El sudor me empapaba la nuca, resbalando por mi espalda como dedos fríos, mientras el hormigón ardiente bajo mis botas parecía querer fundirse con mis suelas. El calor ascendía en ondas visibles, distorsionando el aire por encima del suelo como si la realidad misma se estuviera derritiendo. Y en cierto modo, así era: mi realidad se desintegraba a cada palabra que el instructor leía, a cada página que alzaba como evidencia de mi debilidad inaceptable.

Las risas de trescientas gargantas aún me desgarran las entrañas como cartílago desgarrándose bajo el peso de una bota. El eco rebotaba en las paredes del cuartel, multiplicándose hasta convertirse en una jauría de hienas hambrientas, amplificándose en cada superficie reflectante. Podía sentir físicamente cada carcajada: unas impactaban en mi pecho como puñetazos, otras se deslizaban bajo mi piel como navajas, algunas penetraban directamente en mis tímpanos como barrenas. Cada risa era distintiva: graves resonando en mi caja torácica, agudas perforando mis sienes, medias vibrando en mis muelas. Cada carcajada es un cuchillo que se retuerce en la herida que nunca cicatrizó.

Las páginas de mi cuaderno —mis hijos de papel, mis confesiones más íntimas, mis hemorragias en tinta— danzaban en el aire como gusanos en sal, agonizando bajo el sol de julio que los calcinaba sin piedad mientras la compañía entera presenciaba mi ejecución pública. El cuaderno era verde oscuro, casi negro, tapas duras, hojas cuadriculadas. Un viejo compañero desde antes de la Academia, testigo de mis peores momentos. Le añadí una funda protectora, comprada en una papelería frente a la Academia. Un pequeño lujo que me permití cuando aún creía que podía ser guardia y poeta. Ramírez no solo lo arrancó de mi taquilla —lo profanó sistemáticamente, página a página, verso a verso.

«Escuchad esto, señoritas», dijo con una sonrisa lupina, y leyó: «“La luna se derrama como leche sobre la herida de nuestro horizonte”. ¿Qué cojones es esto, cadete? ¿Luna? ¿Leche? ¿Es que quieres mamar de la puta luna?».

Las risas arreciaron. Trescientas bocas abiertas, trescientas gargantas vibrando, seiscientos pulmones expulsando aire en espasmos sincronizados de cruel hilaridad. Podía oler el aliento colectivo: café rancio, pasta de dientes, el regusto metálico del agua de los grifos del cuartel, las secreciones intestinales de mil desayunos idénticos.

«No sé si estás en la Academia equivocada, Sáez, o en el puto planeta equivocado», continuó Ramírez. «“Tus manos son mapas que me conducen a países que no visitaré”. Pero qué mariconada es esta, por Dios».

Cada verso expuesto fue una violación pública de mi alma frente a más de trescientos testigos, cada poema una humillación que se tatuó en mi carne con tinta hecha de vergüenza y rabia. La tinta de mis poemas se transformó en ácido que me quemaba desde dentro. Cada sílaba que había medido con tanto cuidado se convirtió en un escalpelo que me diseccionaba frente a todos, exponiendo mis órganos más íntimos al escarnio público, a la disección colectiva.

El instructor Ramírez no solo arrancó un cuaderno —me arrancó la voz, me destripó la poesía, me castró el alma frente a toda la compañía formada en perfecta geometría militar. Arrancó mis cuerdas vocales poéticas y las exhibió como trofeo, colgándolas del asta de la bandera para que todos vieran lo que sucedía con quienes osaban ser diferentes.

«Esto», dijo alzando una página arrancada hacia el sol, «es lo que pasa cuando dejas que tu polla piense por ti. Os lo advierto, señoritas: en el Cuerpo no hay lugar para mariquitas ni poetas. Y Sáez aquí ha decidido ser ambas cosas».

La página que sostenía contenía un soneto de amor, el primero que escribí, inspirado en una compañera de instituto dos cursos por encima del mío. Nunca actué sobre ese sentimiento, nunca se lo confesé a nadie. Era un amor privado, secreto, expresado solo en la intimidad de aquellas páginas que ahora flotaban como cadáveres de papel bajo el sol implacable.

Aprendí la lección ese día. Aprendí a modular mi voz hasta que sonó como el resto, a caminar como ellos, a reír sus chistes misóginos. Aprendí a transformar mi andar, a endurecer mi mirada, a vaciar mi voz de toda musicalidad. Me obligué a cambiar hasta mis gestos más inconscientes: la forma en que sostenía un bolígrafo, la manera en que cruzaba las piernas, el modo en que mi mano descansaba sobre la mesa. Me convertí en un programa perfectamente ejecutado:

Me convertí en un algoritmo humano: input recibido, output esperado.

Cuarenta y cinco días después del incidente, mis compañeros encontraron a Ramírez inconsciente en las letrinas, con una brecha en la cabeza y tres costillas rotas. Nunca “encontraron” al culpable. Ramírez nunca me miró directamente a los ojos después de eso. Y yo nunca volví a escribir nada que no fueran informes técnicos, análisis forenses, documentación procedimental.

Un crujido en el piso inferior.

El sonido se propaga a través de las vigas de madera, viajando por la estructura de la casa como un mensaje en código Morse: un paso pesado ‘CRACK’, dos arrastrados ‘shh-shh’, una pausa, tres golpes secos. Es el patrón inconfundible de Laura moviéndose por el pasillo de la segunda planta. Conozco su forma de andar como conozco el ritmo de mi propio pulso, como conozco mis propias cicatrices: ese golpeteo agresivo del talón derecho, la tendencia a cargar más peso en el lado derecho, el deliberado arrastrar de las pantuflas, la pausa calculada antes de golpear la pared con el hombro —pequeñas violencias cotidianas que van desgastando la casa como nos ha desgastado a todos.

Puedo reconstruir su trayectoria exacta por la casa con solo escuchar la sinfonía de crujidos que producen sus pasos: desde nuestro dormitorio hacia el baño, del baño a la habitación verde, de la habitación verde a la cocina. Un circuito ritual que repite casi cada noche.

Laura no se mueve por la casa, la invade. Cada paso es una declaración de dominio territorial, cada ruido una advertencia. La química en su sangre no es lo que mantiene sus huesos unidos —es lo que evita que nos destroce a todos con sus manos desnudas. La medicación no apacigua su dolor; solo lo convierte en una rabia más controlada, en un veneno que administra en dosis precisas a cada miembro de esta familia rota.

Sus movimientos son una danza macabra orquestada por el Escitalopram, una coreografía de dominación y abandono que ejecuta noche tras noche. Los 20 miligramos diarios suavizan sus aristas más peligrosas, pero no alteran su esencia: esa mezcla tóxica de control absoluto sobre lo que le importa y negligencia total hacia lo que no. El inhibidor selectivo de la recaptación de serotonina no redibuja sus mapas neurales —solo disminuye el volumen de su furia, transformándola de explosión volcánica a lava que avanza lenta pero implacable, quemando todo a su paso.

No camina —se desplaza como un depredador herido, arrastrando el peso de su propia rabia mientras busca la próxima víctima. Por las mañanas, cuando la dosis está en su punto más bajo, sus pasos son golpes secos que hacen temblar las paredes, como si castigara al suelo por sostenerla. Por las noches, como ahora, hay una cualidad calculada en sus movimientos, una precisión amenazante en cada golpe contra la tarima de roble.

La medicación la mantiene funcionando, apenas, como un motor recalentado que amenaza con explotar si se le exige demasiado. El Escitalopram no es para ella terapia sino armadura, un escudo químico que usa para justificar su comportamiento. «No puedo con todo, estoy medicada», dice cada vez que abandona una tarea doméstica, mientras su móvil permanece pegado a su mano como una extensión de su cuerpo. La carcasa del teléfono es rosa pastel, con purpurina y estrellas —otra máscara más que se pone, otra cara de la hipocresía que cultiva meticulosamente.

Su adicción a la pantalla es la antítesis perfecta de mis químicas calculadas. Mientras yo elijo venenos que me abren en canal, ella opta por narcóticos digitales que la aíslan de todo contacto humano genuino. El móvil es su barrera, su escudo, su fortaleza portátil. Horas enteras deslizando el pulgar hipnóticamente mientras Lorenzo busca su mirada para mostrarle un nuevo código, mientras Candela le ruega que mire sus dibujos. «Un momento», murmura sin levantar la cabeza, «solo un momento», un momento que se estira indefinidamente hasta que los niños se rinden y vienen a mí. Entonces, solo entonces, levanta la vista para acusarme: «Les prestas más atención tú que yo que soy su madre». Y vuelve a hundirse en el scroll infinito, en las vidas plastificadas de extraños, en la validación digital que sustituyó cualquier conexión real.

A diferencia de mis autoimpuestas cadenas químicas, ella usa sus medicamentos como armas, como excusas, como herramientas de manipulación. Sin su dosis diaria, las grietas en su máscara se harían demasiado evidentes, y el monstruo que habita tras la fachada de madre doliente se mostraría en toda su crudeza. Sin su dosis diaria, los abismos de su mente se abrirían como fauces hambrientas.

Oigo el tintineo de un vaso contra el mármol de la cocina, seguido de un siseo venenoso que atraviesa las paredes.

—Eva, mi niña. ¿Ves cómo me trata tu padre? ¿Ves lo que tengo que soportar?

Incluso después de tantos años, sigue usando a nuestra hija no nacida como aliada en su guerra personal. Habla con Eva no como una madre que añora a su hija, sino como una generala reclutando soldados para su causa. Sus conversaciones nocturnas con Eva son monólogos de autojustificación, catálogos de agravios inventados, tribunales fantasmas donde siempre soy declarado culpable.

A veces, cuando el insomnio me mantiene alerta, la escucho mantener estas conversaciones unilaterales con Eva. Le cuenta cómo fallé ese día, cómo Lorenzo es «demasiado como su padre», cómo Candela es «la única que realmente me entiende». Le habla como si tuviera catorce años, la edad que estaría a punto de cumplir ahora, pero no como a una adolescente cualquiera, sino como a una cómplice, como a una versión idealizada de sí misma que nunca la cuestionaría.

«Tu padre ni siquiera me mira cuando le hablo», le dice, omitiendo que pasa horas con la mirada clavada en el móvil, desplazándose por vidas ajenas mientras ignora la suya propia. «Tus hermanos solo me dan problemas», se queja, olvidando mencionar que fue ella quien le compró a Candela el iPad que ahora la niña usa muy raramente. «Nadie entiende lo que es perder una hija», sentencia, como si yo no hubiera estado allí, como si Eva no fuera también mi hija, como si su dolor tuviera copyright exclusivo.

Una noche la encontré en la habitación verde, sosteniendo contra su pecho un pequeño par de calcetines que nunca llegaron a usarse.

Por un instante fugaz, vi a la Laura que se esconde bajo las capas de agresión —vulnerable, rota, abrumada por un dolor genuino. Sus dedos acariciaban los calcetines con una delicadeza que contradecía toda su violencia cotidiana, como si en ese objeto pudiera tocar a la hija que nunca sostuvo viva.

Sus hombros temblaban; su respiración entrecortada delataba un llanto silencioso. Me quedé paralizado ante esta imagen extraña: Laura sintiendo sin calcular, sufriendo sin manipular. Quizás sintió mi presencia, o quizás el momento de autenticidad fue demasiado amenazante para ella misma. En cuestión de segundos, como un depredador que detecta peligro, se recompuso. Sus ojos, húmedos un momento antes, me acuchillaron con una mirada gélida. «¿Qué coño miras?», espetó, transformando la vulnerabilidad en ataque con la velocidad del relámpago. «Esta habitación es MÍA. ¿No tienes tu puta buhardilla donde esconderte?». Como siempre, su dolor real convertido instantáneamente en arma, su fragilidad en coraza. El tipo de alquimia tóxica que ha perfeccionado durante años.

Miro el colgante que descansa sobre una copia gastada de “Meditaciones” de Marco Aurelio, una reliquia de la extinta “Círculo de Lectores”. La edición, publicada antes de que el gigante cultural sucumbiera al tsunami digital, es un recordatorio más de cómo todo lo que amamos está condenado a desaparecer. Las páginas están ajadas, el lomo agrietado, algunas anotaciones en los márgenes se han desvanecido con el tiempo. En la página 47, una frase subrayada con tinta azul: «“No discutas más acerca de cómo debe ser un hombre bueno, sino sé uno”». El abuelo me regaló este libro cuando cumplí dieciséis años. Lo he leído tantas veces que las páginas más consultadas tienen ese tacto sedoso que solo da el uso constante, el roce repetido de dedos buscando consuelo en palabras antiguas.

Oro blanco. “Siempre tuya; siempre mío; siempre nuestros”, reza la inscripción en el colgante. Me lo regaló en nuestro primer aniversario, después de la boda, antes de Eva, cuando todavía creíamos en las promesas eternas. Era un colgante clásico, rectangular, tipo militar, que colgaba de una cadena sencilla pero robusta. «Para que nunca olvides que estamos juntos en esto», dijo al ponérmelo.

Un talismán que ahora solo colecciona polvo junto a sus cajas vacías de la medicación que no me atrevo a tirar. Cada caja es un calendario farmacológico, un diario químico de su lucha contra los abismos. Escitalopram 20 mg, 28 comprimidos: quince cajas vacías del último año. Lorazepam 1 mg, 50 comprimidos: siete cajas en el mismo período. Un inventario preciso de la cantidad exacta de química necesaria para mantener a flote a una mujer devastada por la pérdida. Cada una es un testigo de su batalla diaria contra la depresión que la consume desde Eva. Cada caja es un monumento a los días ganados a la oscuridad.

La escucho abrir un cajón en la cocina —el de los cubiertos viejos donde guarda su pastillero semanal. El cajón se atasca ligeramente en el punto exacto donde la madera se ha hinchado por la humedad, produciendo ese chirrido característico que es como una nota desafinada en la sinfonía nocturna de la casa. El plástico cruje, las pastillas tintinean contra las divisiones del pastillero como diminutas campanas farmacéuticas.

Su ritual nocturno es tan preciso como el mío, pero sin el elemento de elección que yo me permito. Mientras Laura depende de sus pastillas diarias para mantener a raya los abismos de su depresión, yo juego con mis demonios, invitándolos a bailar bajo la luz artificial de mis químicas elegidas. Mientras ella toma sus pastillas para seguir funcionando, yo tomo las mías para permitirme dejar de hacerlo, aunque sea temporalmente.

Nuestros mecanismos de escape revelan quiénes somos: mis pastillas son mi confesionario privado; sus posesiones materiales son su reafirmación pública.

Su medicación es supervivencia; la mía es una rendición calculada. Su dosis es un escudo; la mía, un harakiri meticulosamente planificado.

—Marco —la oigo murmurar mi nombre como una pregunta sin respuesta, como lo ha hecho tantas otras noches cuando el peso de nuestra vida compartida se vuelve insoportable.

Contengo la respiración, como si eso pudiera hacerme invisible a sus llamadas. No quiero responder, no quiero conectar. No esta noche. No cuando el Diazepam está comenzando a derretir las barreras entre lo que soy y lo que pretendo ser. Un silencio denso se instala entre nosotros, entre la cocina y la buhardilla, entre su soledad y la mía. Metros de distancia física que no pueden medir el abismo emocional que se ha abierto entre nosotros. Nuestros silencios paralelos, separados por dos plantas y veinticuatro años de secretos no compartidos.

La imagino deteniéndose frente a la habitación verde, esa que nunca llegó a ser el cuarto de Eva. Esa habitación que pintamos juntos un sábado de diciembre, entre risas y salpicaduras de pintura, con Mozart sonando en el altavoz bluetooth que Lorenzo rompería años después. La pintura era de un verde menta suave, elegida específicamente porque los estudios decían que era un color relajante para los bebés. Compramos la pintura en una tienda especializada, certificada como libre de compuestos orgánicos volátiles, segura para embarazadas y recién nacidos.

Todavía puedo oler esa pintura en mis pesadillas: un aroma ligeramente dulce con un regusto químico que ninguna certificación puede eliminar completamente.

No es un santuario —es un campo de batalla donde libra su guerra particular contra mí, contra la realidad, contra la vida que se atrevió a no darle lo que ella exigía. La pintura que una vez elegimos juntos ahora está manchada en ciertos puntos, rayada en otros, un testimonio de sus arrebatos nocturnos que ni siquiera intenta ocultar.

Para Laura, esta habitación no es un templo que mantiene inmaculado —es una herida que mantiene abierta deliberadamente, sangrante y expuesta, para poder usarla como justificación de cada crueldad, de cada negligencia, de cada traición cotidiana. «¿Cómo me pides que cocine cuando perdí a mi hija?», grita cuando le sugiero que los niños necesitan algo más que comida precocinada. «¿Cómo te atreves a cuestionarme después de lo que pasamos?», escupe cuando señalo que lleva tres días sin ducharse mientras juega con el móvil.

Su ritual en la habitación no es de limpieza meticulosa, sino de culto a su propio dolor. Entra, reorganiza algunos objetos solo para desordenarlos después, habla en voz alta con Eva como si yo no pudiera escucharla, como si los niños no se despertaran asustados por sus monólogos furiosos que acaban invariablemente en reproches hacia mí, hacia los médicos, hacia un dios en el que no cree.

Veintidós semanas. Veinticuatro horas para decidir. «Incompatible con la vida», dijeron los médicos. Como si alguno de nosotros supiera qué significa realmente estar vivo. Veinticuatro horas para decidir sobre veintidós semanas de esperanza. Veinticuatro horas para decidir si forzábamos a nuestra hija a vivir una vida breve y dolorosa —si es que llegaba a nacer viva—, o si le ahorrábamos ese sufrimiento. Como si fuera una elección, como si hubiera alguna respuesta correcta, como si cualquier decisión no fuera a destrozarnos por dentro.

Una decisión imposible que Laura ha convertido en el eje de su narrativa de mártir, en la justificación para su tiranía doméstica, en la excusa perfecta para cualquier comportamiento destructivo.

Sus subrayados en el libro de preparación para el parto siguen ahí, testigos amarillentos de una felicidad interrumpida. La página 22, donde hablaba de las primeras patadas, tiene tantas anotaciones que el papel está casi transparente. Laura la subrayó primero con un fluorescente amarillo, luego resiguió las líneas importantes con bolígrafo azul, finalmente añadió asteriscos rojos junto a las frases clave. Una codificación cromática del conocimiento que creía imprescindible, una cartografía colorida de su preparación para una maternidad que nunca llegó a completarse.

En los márgenes escribió observaciones con su letra pulcra de enfermera: “Primera patada: 19/03/2010, 3:15 AM”, “Se mueve con Mozart”, “Tiene hipo - ¡buena señal!”. Notas que ahora son epitafios de una vida que solo existió dentro de ella.

Sus pasos se detienen frente a la escalera que lleva a la buhardilla. El segundo escalón cruje bajo su peso, pero no sube. No ha subido en años. No por respeto a mi espacio sino porque aquí no hay nada que le interese controlar. Mi buhardilla es irrelevante en su mapa de poder doméstico, un territorio que no vale la pena conquistar.

Solo su camisón de dormir permanece aquí, olvidado en una caja junto a las fotos de cuando éramos felices, o al menos fingíamos serlo mejor. La primera foto de nuestra boda, rasgada por la mitad en una noche de rabia y mal pegada después con cinta adhesiva que ha amarilleado con los años. En ella, Laura sonríe a la cámara mientras yo miro hacia un lado, ya entonces incapaz de sostener la mirada a la felicidad. La cinta adhesiva divide exactamente el punto donde nuestras manos se entrelazan, como una premonición de lo que vendría después.

Nuestro pacto tácito permanece intacto: ella nunca sube aquí, como yo nunca cuestiono las facturas de sus compras compulsivas o el tiempo que pasa paralizada frente a la pantalla del móvil. Cada uno con su propia forma de autodestrucción, con su propio método para tolerar esta vida compartida que hace mucho dejó de ser un matrimonio para convertirse en una Guerra Fría donde los niños son a la vez rehenes y munición.

Este es mi espacio de soledad, como la habitación verde es su mausoleo particular. Nos hemos convertido en guardianes de nuestras respectivas ausencias, cada uno honrando su pérdida en espacios separados. Ella cuida una habitación para una niña que nunca llegó; yo mantengo una buhardilla para un poeta que dejó de existir. Entre nosotros, Eva es un poema que nunca terminamos de escribir.

La noche en que perdimos a Eva, hace trece años, nueve meses y siete días, estábamos en habitaciones separadas del hospital. Esa separación física se ha convertido en metáfora, en la piedra angular de su narrativa, en la justificación perfecta para negar la legitimidad de mi dolor, para establecer una jerarquía del sufrimiento donde ella siempre ocupa el primer puesto.

A Laura le indujeron el parto farmacológicamente; el dolor fue suyo en exclusiva, físico y emocional. A mí me sacaron de la sala cuando las contracciones alcanzaron su punto álgido, cuando el rostro de Laura se transformó en una máscara de dolor y determinación. «Es mejor así», dijo la enfermera, «por su bien y el de su esposa».

Como si hubiera algún “bien” posible en esa situación. Como si perder a nuestra hija fuera un mal que podía ser mitigado por decisiones logísticas. Me encontré vagando por los pasillos del hospital, desterrado del acontecimiento central de nuestra tragedia familiar, expulsado del epicentro de nuestro dolor compartido. Cuando finalmente me permitieron volver a su lado, Laura ya había cruzado sola el umbral del infierno. No compartimos esa experiencia; ella la vivió, yo la observé.

Y esa asimetría en el dolor ha definido nuestro matrimonio desde entonces. No por la realidad del sufrimiento —ambos perdimos a nuestra hija— sino por cómo Laura ha convertido esa diferencia circunstancial en la base de todo su sistema de poder. «Tú no sabes lo que es», se ha convertido en su frase favorita, su comodín en cada discusión, su carta de triunfo cuando quiere imponer su voluntad. Una frase que desactiva cualquier objeción, que invalida cualquier opinión contraria, que establece su autoridad incuestionable sobre todas las decisiones familiares.

No. No compartimos esa experiencia; ella la vivió, yo la observé. Y esa diferencia se ha convertido en su arma favorita, en la justificación que usa para todo: para ignorar a Lorenzo cuando más la necesita —«no puedo con esto ahora, tú no entiendes lo que es perder una hija»—, para comprar compulsivamente para Candela —«Eva nunca tuvo nada, ¿también me vas a negar esto?»—, para evadir cualquier responsabilidad doméstica —«¿Cómo puedes pedirme que planche cuando perdí a una hija?».

Una experiencia que debería habernos unido en el dolor compartido se ha convertido, gracias a su manipulación constante, en el muro definitivo que nos separa, en la división fundamental que justifica su tiranía emocional y mi silencio químicamente inducido.

Y la manipulación es meticulosamente personalizada para cada miembro de esta familia.

Laura transformó su dolor en un arma que blandir contra el mundo, especialmente contra mí. Yo convertí el mío en otro silencio más que me devora desde dentro. Su herida la fortaleció en lo peor; la mía me paralizó en lo mejor.

Ahora nuestros encuentros son ejercicios de poder y manipulación. Ella exige atención que luego rechaza, pide ayuda para luego criticar cómo la proporciono, finge fragilidad para luego atacar con la precisión de un cirujano, apuntando siempre a las heridas más profundas. «Ya perdí una hija, Marco. Si me dejas, lo habré perdido todo», dice, mientras hace todo lo posible por alejarnos, por convertirnos en sombras que orbitan alrededor de su dolor magnificado, de su rabia perpetua, de su egoísmo disfrazado de depresión.

La enfermedad mental es real —la suya también— pero Laura la ha convertido en una fortaleza desde la que lanza ataques, en una identidad que le permite eludir responsabilidades, en una excusa que desactiva cualquier crítica. «Estoy deprimida», dice mientras destroza metódicamente la autoestima de Lorenzo. «Es por la medicación», explica cuando la descubro en una mentira. «Tú no entiendes mi dolor», sentencia cuando señalo su negligencia.

Y tiene razón: no puedo entender cómo alguien puede transformar una tragedia compartida en un monopolio del sufrimiento, cómo puede usar la pérdida como licencia para la crueldad, cómo puede convertir a una hija que nunca llegó a respirar en el arma definitiva para mantener a todos a raya.

Esta dinámica se extiende más allá de nuestras paredes.

En la habitación contigua, Lorenzo estará contando sus pasos con la precisión de un metrónomo. Siempre cuenta. Cinco pasos desde la puerta hasta el escritorio. Tres hasta la ventana. Siete hasta el armario. Mi hijo busca patrones porque los patrones no mienten, no abandonan, no decepcionan. En esta casa los patrones son la única defensa contra el caos que Laura siembra a su paso.

Los números tienen una consistencia que ningún ser humano puede igualar, pero que su madre le niega sistemáticamente.

La secuencia de Fibonacci no cambia de opinión, el número ‘π’ no se emborracha y destroza la cocina, la fórmula cuadrática no guarda silencios punitivos. Los algoritmos no traicionan. El código sigue reglas sin excepciones sentimentales.

A veces lo escucho murmurar números mientras teclea en su ordenador, como yo murmuraba versos a su edad. Un-dos-tres-cuatro-cinco. Un-dos-tres-cuatro-cinco. Una letanía numérica que le proporciona el consuelo que ningún abrazo paterno podría darle.

Su obsesión por la precisión es mi herencia pervertida: donde yo encontraba refugio en la métrica perfecta de los sonetos, él encuentra paz en la exactitud de los algoritmos. Me pregunto si percibe el temblor en mi voz cuando corrijo su código, si intuye que cada vez que le exijo precisión estoy tratando de protegerlo de mis propios fantasmas. Si entiende que cuando señalo un error de sintaxis en su Python estoy intentando evitar que cometa los errores que yo cometí, si sabe que cuando le exijo orden en sus variables estoy suplicándole que no se pierda como yo me perdí.

Tiene un CI de 127, apenas dos puntos más que yo. Su Asperger y TDAH no son barreras, son filtros que le permiten ver el mundo en su verdadera naturaleza matemática. Lo trato con dureza porque veo en él todo lo que yo podría haber sido si no hubiera permitido que me quebraran. Si no me hubiera rendido. Si no hubiera elegido el silencio.

Mi dureza es mi forma de amor, y esa verdad me convierte en un monstruo, mientras que Laura alterna entre la sobreprotección asfixiante y el abandono total, dependiendo de su humor, de la atención que necesite, del público presente. Privadamente, le exige perfección imposible; públicamente lo exhibe como prueba de su “paciencia infinita con su condición”.

«Papá, ¿por qué te enfadas cuando cometo errores en el código?», me preguntó hace tres semanas mientras revisábamos su último proyecto de programación. Su voz no tenía reproche, solo una genuina curiosidad matemática.

«Porque los errores salen caros en el mundo real», respondí automáticamente, con ese tono clínico que uso para ocultar las mareas emocionales que se agitan bajo la superficie. Y luego, al ver sus ojos —los ojos de Laura, no los míos— añadí.

«Y porque… —la verdad pugnaba por salir— sé que puedes hacerlo mejor. Porque confío en que tienes la capacidad para la excelencia».

Sus ojos se iluminaron entonces, como si le hubiera dado una clave que llevaba tiempo buscando. Por un momento fugaz, logré ser el padre que él merecía, no el padre que soy. Por un instante, rompí el patrón de frialdad que constituye nuestra relación. Luego, el momento pasó, y volvimos a la distancia habitual, a la precisión matemática de nuestra interacción.

Reconozco en sus rituales de conteo mis propios mecanismos de supervivencia, transformados y heredados como un código genético defectuoso.

El contador funciona así: todo se puede medir, todo se puede cuantificar. Si cuentas las sílabas, el poema perfecto emergerá. Si cuentas los pasos, llegarás al destino seguro. Si cuentas las respiraciones, el ataque de pánico cederá. Si cuentas los latidos, el corazón no se detendrá. Una ilusión de control en un universo incontrolable, una pretensión de orden en un cosmos fundamentalmente caótico.

Donde yo encontré refugio en la métrica perfecta de los sonetos, él encuentra consuelo en la precisión inmutable de los números. Donde yo me escondí en metáforas, él se esconde en algoritmos.

Le exijo la misma precisión que me exigí a mí mismo, como si la exactitud pudiera protegerlo del caos que hierve bajo la superficie de nuestra familia. Como si la matemática perfecta pudiera salvarlo de la herencia de silencio y fragmentación que le he transmitido sin querer.

«Depura tu código», le digo, cuando lo que quiero decir es “no seas como yo”.

«Optimiza tus funciones», cuando lo que quiero decir es “no dejes que te quiebren”.

«Documenta tus procesos», cuando lo que quiero decir es “no te ahogues en la mudez como yo”.

«Papá, ¿por qué el código tiene que ser tan preciso?», me preguntó hace unos días, mientras revisábamos su última creación: un algoritmo para analizar patrones en secuencias aparentemente aleatorias. Una versión digital de lo que él hace en su cabeza constantemente.

«Porque los ordenadores no entienden la ambigüedad», respondí. Pero la verdadera respuesta era: “porque la precisión es lo único que me mantiene cuerdo, hijo. Porque el control sobre los números es lo único que impide que me desintegre completamente. La ambigüedad es el territorio de los poetas, y yo renuncié a ese reino hace mucho tiempo”.

Cada vez que corrijo su código, cada vez que señalo una variable mal nombrada o una función ineficiente, estoy intentando construir para él la armadura que yo nunca tuve. Estoy forjando, línea a línea, una protección contra un mundo que destroza a quienes son diferentes, a quienes sienten demasiado, a quienes ven patrones donde otros solo ven caos. Pero en el proceso, temo estar construyendo otra prisión, otro vacío, otro legado de palabras estranguladas.

Candela duerme en la habitación del fondo, envuelta en sábanas con unicornios y arcoíris que Laura compró en IKEA un domingo por la tarde. Fue uno de esos raros días en que actuamos como una familia normal, paseando por los interminables pasillos de exposición, fingiendo que el mueble de turno cabría perfectamente en un hueco que no habíamos medido. La niña se enamoró de esas sábanas nada más verlas, y Laura cedió sin resistencia, como hace siempre con Candela.

No es amor, sino competencia con las madres de las compañeras de clase. Cada muñeco, cada dispositivo electrónico, cada prenda de marca es un trofeo en su guerra socioeconómica, una pieza más en su museo de apariencias.

Candela. Siete años y medio de fantasía que intento preservar como si fuera un espécimen raro en peligro de extinción. Un pequeño mundo de colores brillantes, de peluches con ojos desproporcionados, de libros donde los finales son siempre felices. Un universo paralelo donde los padres no están rotos, donde las madres no hablan con hijas muertas, donde los hermanos no cuentan compulsivamente.

Pero Laura la contamina con sus comentarios venenosos: «No seas como tu padre, tan serio siempre», «Mamá te compraría otro, pero papá dice que no tenemos dinero» —mentira—, «Si papá estuviera más en casa, podríamos ir al parque más a menudo», cuando es ella quien se niega a salir, atrincherada en la cama con su móvil como único compañero.

Cada caricia que le doy es una dureza que le niego a Lorenzo. Cada cuento que le leo es una lección de debugging que le debo a mi hijo. Cada vez que la dejo dormir con la luz encendida porque teme a los monstruos, recuerdo todas las veces que obligué a Lorenzo a enfrentar sus miedos sin concesiones.

Y también sé que cada caricia que le doy, Laura la contrarrestará con un comentario que me denigra. Cada cuento que le leo será interrumpido por Laura entrando para “completar la historia” con algún giro que me pinte como el villano. Cada vez que consuelo sus miedos, Laura encontrará la forma de sugerir que esos miedos existen por mi culpa.

Soy un padre que no sabe cómo ser padre, un marido que no sabe cómo ser marido, un poeta que no sabe cómo dejar de serlo.

«Papá, Lorenzo hace eso raro con los números todo el tiempo. ¿Por qué no puede ser normal?», me preguntó Candela hace dos noches, mientras la arropaba. Su voz tenía esa mezcla de inocencia y perspicacia que siempre me desarma, que me recuerda que los niños ven más de lo que creemos.

«Porque los números le ayudan a entender el mundo», respondí, pero de nuevo, era solo media verdad. La respuesta completa sería: “Porque contar le ayuda a soportar el caos. Porque los números son su refugio contra la ambigüedad. Porque ha heredado mis mecanismos de defensa, mis obsesiones, mis miedos. Porque le he enseñado, sin querer, que el mundo es un lugar peligroso que solo puede ser domado a través de patrones y sistemas”.

El Diazepam distorsiona los bordes de la realidad.

La química comienza a surtir su efecto completo, disolviendo las fronteras entre lo real y lo imaginado. Los muros de la buhardilla, con su revestimiento de madera de pino tratado, comienzan a ondular ligeramente, como si respiraran. El barniz que apliqué hace dos veranos refleja la luz del flexo de forma diferente, captando tonalidades que normalmente permanecen invisibles. Las vetas de la madera cobran vida, transformándose en ríos, en cauces de mapas topográficos, en líneas de la vida en una palma gigante.

Las paredes de la buhardilla respiran.

Cada exhalación hace que el espacio se expanda ligeramente; cada inhalación lo contrae. Es como estar dentro de un organismo vivo, un vientre arquitectónico que me acoge y me digiere simultáneamente. El ritmo de esta respiración es ligeramente más lento que el mío, creando un contrapunto fisiológico, una polirritmia respiratoria que corresponde exactamente con la frecuencia respiratoria promedio en estado de relajación profunda.

El escritorio de nogal late como un corazón herido.

Puedo sentir las vibraciones a través de mis antebrazos apoyados sobre su superficie. El ritmo cardíaco de la madera es irregular, como si sufriera una arritmia, como si la madera recordara el momento exacto en que fue separada del árbol que la engendró. Las vetas oscuras pulsan con cada latido, expandiéndose y contrayéndose imperceptiblemente.

Mi reflejo en la ventana se fragmenta: la melena leonina con canas prematuras, la barba gris que uso como otra máscara más, los ojos azul turquesa hundidos en dos décadas de insomnio.

No me reconozco en esa imagen especular. Ese hombre de cuarenta y tres años con arrugas prematuras alrededor de los ojos, con surcos en la frente como campos arados, con ese rictus amargo en la comisura de los labios, ese no puedo ser yo. Ese espectro con piel de pergamino y huesos visibles en las muñecas no puede ser el mismo joven que escribía sonetos a escondidas mientras estudiaba manuales de procedimiento policial. Ese cadáver andante con los hombros ligeramente encorvados por el peso de tantos silencios no puede ser el mismo niño que recorría los viñedos del abuelo recitando a García Lorca.

La buhardilla late. El Diazepam disuelve. Mi piel es una jaula demasiado pequeña. Sophia. Eva. Silencio. El cursor parpadea. Un-dos-tres-cuatro-cinco sílabas. ¿Estoy respirando? Las cicatrices ARDEN.

Las cicatrices del cáncer de piel dibujan un mapa de derrotas en mi cuerpo.

Catorce cicatrices principales, y veintitrés menores para “simples” nevus atípicos. Treinta y siete marcas en total, distribuidas como una constelación enfermiza sobre mi anatomía. Melanomas nodulares, bestias voraces con un espesor de Breslow superior a 4 milímetros, y la sentencia grabada en mi piel con precisión médica. Nivel de Clark III con la invasión llenando la dermis papilar como tinta negra expandiéndose en papel mojado.

Los números bailan en mi mente como versos malditos: 53% a 82% de supervivencia a cinco años, que en mi caso se redujo a un escueto 17,3%. Estadísticas que son como haikus de muerte, poemas probabilísticos sobre mi extinción postergada. Cada cifra es una línea en el poema algorítmico de mi mortalidad, cada porcentaje una estrofa en la oda matemática a mi tiempo limitado.

La primera cicatriz, en la parte superior de la espalda, entre los omóplatos, es la más agresiva visualmente. Una línea irregular de treinta y tres centímetros que se ramifica en los extremos como un relámpago congelado en mi carne, resultado de una zetaplastia que el cirujano consideró necesaria para preservar la movilidad. El tejido es más pálido que el resto de mi piel, casi traslúcido en ciertos puntos, donde la dermis quedó tan fina que se pueden adivinar los contornos de los músculos subyacentes.

La cicatriz en mi omóplato es una boca que nunca deja de gritar.

Cincuenta y cuatro grapas —las conté mientras me las arrancaban una a una, mientras oía el sonido metálico de cada una cayendo en el recipiente de acero inoxidable como pequeñas campanas fúnebres.

El metal desgarraba la carne recién suturada, donde los hilos internos, azules y verdes como sedal de pescador, se disolvían lentamente en mis entrañas. El color específico de esos hilos —un viridián para las capas profundas, un cobalto para las intermedias— me persigue en sueños. Colores quirúrgicos, tonalidades clínicas que no existen en la naturaleza.

Cada punto de sutura era como un asterisco en el poema macabro que los cirujanos escribían sobre mi piel. Los hilos absorbibles brillaban bajo la luz quirúrgica con un fulgor casi fosforescente, como luciérnagas atrapadas bajo mi dermis. La aguja curva perforaba mi piel con un sonido húmedo y distintivo que ninguna anestesia podía silenciar. Podía sentir la presión, la tensión del hilo al ser ajustado, el tirón cuando el cirujano cortaba el excedente. Un pulso rítmico de dolor sordo que marcaba el compás de mi recomposición forzada.

Cada tirón era un recordatorio de que la muerte me había lamido, pero no me había tragado. Un beso áspero del final que decidió posponerse. El olor del quirófano se me pegó en las fosas nasales como un parásito —antiséptico industrial y miedo animal, el hedor dulzón de mi propia carne siendo cauterizada. No es el olor a quemado lo que recuerdo con más intensidad, sino ese aroma subyacente, metálico y orgánico simultáneamente, el olor de la sangre vaporizándose al contacto con el cauterizador. Aún lo huelo en mis pesadillas, aún siento el frío de la mesa de operaciones contra mi espalda desnuda, el zumbido de las máquinas como insectos mecánicos alimentándose de mi terror.

El bisturí raspó hueso. Oí el olor. Sentí el sonido.

No estaba completamente dormido. Noté el tirón de la carne separándose como tela vieja, el sonido húmedo y obsceno de los tejidos cediendo, el olor metálico de mi propia sangre mezclándose con el ozono del aire acondicionado y el látex de los guantes quirúrgicos.

El sonido específico del metal contra el hueso se quedó grabado en mi memoria como una muesca en piedra: un chirrido que comenzaba en un tono agudo y descendía a medida que el bisturí encontraba resistencia. No era un sonido uniforme, sino irregular, intermitente, marcado por la densidad variable del tejido óseo.

Los hilos de sutura absorbible, brillantes como escamas de pez bajo las luces del quirófano, tejían un nuevo mapa en mi anatomía. La sutura comenzaba en el extremo superior, donde la incisión era más profunda, y descendía en un patrón que me recordaba a las puntadas que mi abuela daba en sus bordados. El cirujano trabajaba con la misma concentración meticulosa, con el mismo cuidado por la tensión del hilo, con la misma atención al patrón final.

Cada puntada era una sílaba en este poema de dolor, cada nudo un punto final sangriento.

El anestesista decía «tranquilo» con una voz que sonaba distorsionada y lejana, como si viniera del fondo de un pozo, pero yo oía perfectamente el susurro obsceno de cómo me abrían, el murmullo de los separadores manteniendo la herida abierta, el tintineo delicado de los instrumentos contra la bandeja metálica como una macabra orquesta de cámara.

En la ingle izquierda, otra cicatriz cuenta su propia historia en más de cuarenta puntos. Una línea curva de veinticinco centímetros que parece un paréntesis deforme escrito en mi piel. El tejido cicatricial aquí es más grueso, formando un cordón elevado por encima de la epidermis. Cuando el clima cambia, esta cicatriz se torna púrpura, como si recordara el trauma que la originó. En las noches frías, duele con un dolor sordo y constante, un eco distante de la cirugía que casi me costó la capacidad de caminar.

Los cirujanos trabajaron como poetas malditos, cortando y suturando, buscando células rebeldes en cada capa de piel. La búsqueda del ganglio centinela en esa zona fue particularmente brutal: una disección que se adentró milímetro a milímetro, separando con precisión cada capa, atravesando fascia, separando músculos, exponiendo vasos linfáticos que brillaban bajo las lámparas quirúrgicas como ríos plateados en un paisaje de carne. La profundidad de aquella exploración transformó mi anatomía en un mapa de territorios invadidos y reconquistados.

Las marcas de las extirpaciones de ganglios centinela forman una constelación macabra. Cada una es un recordatorio de otra victoria pírrica contra la muerte. Pequeños círculos pálidos, distribuidos estratégicamente en puntos donde el drenaje linfático confluye. Parecen planetas diminutos en el universo de mi piel, cada uno contando la historia de un momento en que los médicos introdujeron una sonda para determinar si el cáncer se había propagado.

Las cicatrices de las ampliaciones de márgenes son como versos interrumpidos, líneas trazadas en mi carne para asegurar que la piel quedara “limpia”, como si algo en mí pudiera estar verdaderamente limpio. Son las más numerosas: pequeñas líneas rectas, de entre dos y cuatro centímetros, distribuidas principalmente en la espalda y los muslos. Cada una representa un momento en que la duda médica exigió más sacrificio de mi parte, más tejido entregado al altar de la supervivencia.

Catorce operaciones. Catorce actos en esta obra de teatro grotesca donde mi cuerpo era el escenario y el cáncer, el antagonista. Catorce veces que fui anestesiado, abierto, reconfigurado y cerrado. Catorce ciclos de recuperación, de moretones verde-azules que se transformaban en amarillentos antes de desaparecer, de costras que se formaban y caían, de tejido regenerándose solo para ser violentado nuevamente.

Al principio, las revisiones eran una tortura decenal, luego mensual. El tiempo se medía entre consulta y consulta, entre escáner y escáner. La vida quedó suspendida en el intervalo entre pruebas, en ese limbo donde cada día sin noticias era simultáneamente un alivio y una tortura. Tres meses se convirtieron en seis, seis en un año, y finalmente, en nada. No he vuelto al dermatólogo. Si la muerte viene, que venga. Ya estoy muerto desde hace dos décadas.

Laura lo nota, por supuesto. Sus ojos se detienen en cada nueva mancha sospechosa cuando cree que no la veo, pero ella tiene sus propios demonios que combatir. A veces la sorprendo observando mi espalda cuando salgo de la ducha, su mirada clínica evaluando las cicatrices, buscando cambios, anomalías, señales de recidiva. Sus ojos de enfermera ven lo que los míos ya no quieren ver. Mis cicatrices son solo otro silencio más entre nosotros, otro poema truncado en el libro de nuestra vida compartida.

Madrid jadea bajo la ventana.

El ruido sordo de los últimos autobuses nocturnos reverbera en los cimientos del adosado. Las vibraciones suben por los muros compartidos, transmitiendo a través del hormigón y el ladrillo los ecos de vidas en movimiento. A lo lejos, el rumor del último metro de la noche se suma a la sinfonía urbana. Puedo sentir el pulso de la ciudad, su ritmo cardíaco mecánico marcado por semáforos que cambian, por vehículos que frenan, por las sirenas ocasionales que rompen la monotonía urbana como gritos en una conversación educada.

El vaso de agua tiembla en mi mano, y por un momento el tintineo del cristal me transporta a otra época, a otro temblor: el de las botellas que mi madre Elena escondía por toda la casa. La memoria sensorial es la más primitiva, la que elude todo control racional. El tintineo específico del vidrio contra vidrio —botellas chocando en el fondo de una bolsa de basura, copas golpeándose en un armario durante un terremoto doméstico— es un activador inmediato.

Ese sonido me devuelve instantáneamente a las tres de la madrugada, con ocho años, buscando un vaso de agua y encontrando a Elena desenroscando la tapa de una botella de ginebra barata escondida detrás de los detergentes. El sonido del cristal contra la madera, del metal contra el vidrio, del líquido cayendo en un vaso —toda una sinfonía de alcoholismo que mi cerebro infantil catalogó con precisión traumática.

El olor a alcohol desinfectante del botiquín se confunde en mi memoria con el hedor agrio de cerveza rancia, el penetrante aroma a colonia bebida a escondidas, el vinagre de vino barato fermentando en tetrabriks escondidos tras los libros.

Los 70 grados del alcohol isopropílico que uso para limpiar los conectores de los discos duros tienen exactamente la misma nota olfativa que la ginebra Larios que mi madre bebía cuando se quedaba sin dinero para marcas mejores. El mismo mordisco químico, la misma agresividad volátil, la misma capacidad para transportarme instantáneamente a noches de infancia pasadas bajo las escaleras del portal, escondido mientras ella destrozaba la cocina en un arrebato etílico.

Elena lleva sobria cinco años. Demasiado tarde. El daño está impreso en cada fibra de mi ser. La herencia alcohólica pulsa en mis venas como un código genético malicioso, como un programa latente esperando su activación. A veces, en mis peores momentos, entiendo perfectamente porqué bebía: el alcohol le prometía el mismo alivio que ella jamás comprenderá que yo no busco en mis pastillas. Ella se escondía; yo me destripo. Ella anestesiaba; yo arranco la costra para que sangre más. La química que ingiero no difumina mi realidad —la deforma hasta hacerla insoportablemente nítida, como un lente que amplifica cada grieta, cada herida, cada pudrición. Sus botellas eran escudos; mis pastillas son escalpelos con los que me abro en canal cada noche.

A veces, cuando Laura vaga por la casa en sus noches de insomnio, reconozco en sus pasos inseguros el mismo baile errático de Elena, esa danza alcohólica que marcó el ritmo de mi infancia. El efecto secundario del Escitalopram —un ligero desequilibrio, una leve pérdida de coordinación motora fina— replica con precisión aterradora el andar de mi madre en sus días “buenos”, cuando había bebido lo suficiente para funcionar pero no tanto como para derrumbarse.

La diferencia es que Laura necesita su medicación para mantenerse a flote, yo elijo la mía para hundirme, mientras mi madre bebía cualquier líquido que contuviera alcohol y que supiera que no la mataría al instante.

Ahora nuestros encuentros con Elena son ejercicios de cortesía forzada, conversaciones sobre el tiempo y la salud que evitan cuidadosamente mencionar las botellas rotas, los moratones, los gritos ahogados contra la almohada. Quince minutos medidos al milímetro en cafeterías de polígonos industriales, donde el olor a fritura rancia disimula la incomodidad. Ella pidiendo café con sacarina —siempre sacarina, como si privarse de azúcar pudiera compensar décadas de alcohol. Yo contando los minutos, calculando el tiempo mínimo socialmente aceptable antes de poder huir.

El perdón es un lujo que no puedo permitirme.

La bodega del abuelo se pudre en silencio desde su muerte. 1 de octubre de 2012. Linfoma no Hodgkin. Se llevó consigo el secreto de sus vinos y la mentira de sus silencios poéticos.

La finca abandonada a las afueras de Madrid, con sus viñedos ahora salvajes, reclamados por la naturaleza tras casi doce años de abandono. Las barricas vacías pudriéndose en la oscuridad subterránea, el roble francés devolviéndose lentamente a la tierra de la que salió. El laboratorio enológico cubierto de polvo, los instrumentos de precisión oxidándose, los cuadernos de cata amarillentos por el tiempo. Todo un legado convertido en ruinas, una tradición familiar extinguiéndose bajo el peso de mi silencio.

El escritorio de nogal apesta a traición y a madera podrida.

Lo trasladé en coche desde la bodega hasta Madrid —un monstruo ocupando todo el maletero y parte del asiento trasero—, y luego lo arrastré escaleras arriba hasta esta buhardilla después del funeral, una tarea de cuatro horas que me dejó la espalda destrozada y las manos llenas de astillas. Quería un recordatorio tangible de su presencia, pero también un monumento a su silencio, a su complicidad. Porque él sabía —él sabía lo que Elena estaba haciéndome y no hizo nada. Sabía del alcoholismo de su hija y lo contempló como quien observa un experimento fallido, tomando “notas” pero sin intervenir.

Debería quemar esta puta pluma, convertir en cenizas su última herencia envenenada. En cambio, la sostengo como él me enseñó.

Esta reliquia que me dejó en su testamento, este instrumento que usó para escribir sus propios versos a escondidas, versos que nunca compartió, poemas que mantuvo tan secretos como yo he mantenido los míos. Es una pluma antigua, sencilla, pero llena de encanto. Pintada de un azul marino profundo, con dibujos dorados de un mapamundi que se desgastaban en los puntos donde sus dedos la sostenían con más frecuencia. Un objeto sin valor comercial, pero cargado de historia, de ese viejo que fingía ser solo un campesino mientras ocultaba sus propias ambiciones literarias.

Cada barrica vacía es un recordatorio de mi cobardía, cada botella sin abrir una burla a su memoria.

Las catorce botellas de la cosecha de 1980 —mi año de nacimiento— que guardaba «para cuando encuentres tu voz». Catorce botellas, una por cada año que vivió después de mi silenciamiento. Merlot cultivado en las laderas de Cebreros, vendimiado a mano, fermentado en barricas de roble francés, embotellado durante la luna menguante. Toda la superstición vinícola, todo el ritual, toda la precisión técnica del enólogo, para un vino que nunca se beberá, para una voz que nunca se escuchará.

«La poesía necesita tiempo», decía el viejo mientras me pasaba esta pluma del demonio. Tiempo es lo único que me sobra, abuelo, y mira lo que he hecho con él: convertir cada verso no escrito en un tumor, cada silencio en una metástasis. El cáncer que casi me mata no estaba en mi piel —estaba en mi garganta, en las palabras no dichas, en los poemas contenidos hasta la asfixia.

Mis poemas no fermentan —se pudren como cadáveres en barricas abandonadas, destilando el veneno que me está matando.

Cada verso no escrito es un fósil en formación, cada metáfora ahogada es un esqueleto que los arqueólogos del futuro desenterrarán y estudiarán, preguntándose qué cataclismo acabó con esta especie literaria.

El olor a roble y a tiempo perdido me revuelve el estómago.

Puedo olerlo incluso aquí, a kilómetros de distancia, como si la madera de la bodega hubiera impregnado mis fosas nasales con su aroma. Es un olor complejo: taninos y vainillina del roble, el terruño mineral de los viñedos, el aroma húmedo de la tierra bajo las barricas, el bouquet metálico de los instrumentos de medición, y debajo de todo ello, el olor de la ambición frustrada, de los sueños abandonados, de la traición intergeneracional.

Este escritorio no es un altar —es una mesa de autopsias donde disecciono cada palabra muerta, cada verso estrangulado. La madera cruje bajo mis codos como huesos rompiéndose, y el barniz refleja el rostro de un cobarde que traicionó todo lo que el abuelo amaba.

Que se pudra la bodega. Que se pudra la poesía. Que se pudra este legado de mentiras literarias.

Dos formas de medir el tiempo, de preservar secretos. En ambas, la verdad madura en la oscuridad, protegida por capas de encriptación —una digital, otra de roble y tiempo.

«Las palabras son como el vino bueno», decía. «Necesitan tiempo y oscuridad para madurar».

Pero incluso el mejor vino se convierte en vinagre si permanece demasiado tiempo embotellado.

La oxidación acética transforma el alcohol en ácido, convirtiendo lo que debería ser un placer en algo imbebible. De la misma manera, las palabras no dichas se agrian dentro de mí, fermentando en algo tóxico que me corroe desde dentro.

«Las palabras son como tumores», digo yo. «Crecen en silencio. Te devoran desde dentro. Y cuando finalmente las extirpas, dejan cicatrices que nunca sanan».

Sus manos encallecidas por la azada me enseñaron más sobre poesía que todos los libros que devoré en mi adolescencia.

Manos que sabían instintivamente cuándo una vid necesitaba ser podada, cuándo un racimo debía ser sacrificado para que los demás prosperaran. Manos que entendían la economía brutal de la naturaleza, la necesidad de cortar para fortalecer, de sangrarse para sanar. Manos que me enseñaron que escribir, como podar, es un acto de violencia necesaria, de selección despiadada.

«La tierra te enseña a esperar», me decía mientras podaba las vides. «La poesía también es cuestión de paciencia. De saber cuándo cortar y cuándo dejar crecer».

No supe esperar. Me rendí demasiado pronto. Corté no solo los versos débiles sino la vid entera, no solo las ramas improductivas sino el tronco mismo. Arranqué de raíz lo que debería haber podado con cuidado. Y ahora, más de veintidós años después, contemplo un campo baldío donde debería haber un viñedo próspero.

El archivo minimizado en la esquina de la pantalla parpadea. ‘Letras_sin_señas_v3.4.docx’. Mi novela sobre Sophia.

No es realmente una novela —es un archivo de obsesión, un registro forense de nuestra correspondencia, una autopsia de lo que podría haber sido y nunca fue. Trescientas setenta y nueve páginas de reconstrucción minuciosa, de análisis obsesivo, de disección literaria de cada palabra intercambiada, cada silencio compartido, cada posibilidad truncada.

>> Usuario: @Sophia_379

Los archivos de audio encriptados duermen en una carpeta oculta: ‘sophia_whispers_001.mp3’ hasta ‘sophia_whispers_147.mp3’.

Ciento cuarenta y siete confesiones nocturnas, ciento cuarenta y siete susurros digitales atravesando el éter, ciento cuarenta y siete momentos de una intimidad que nunca existió físicamente. Casi tres meses de correspondencia digital que cambiaron todo, que quebraron el dique que había contenido mis palabras durante dos décadas.

Las descargas están catalogadas cronológicamente, etiquetadas con metadatos precisos: fecha, hora, duración, tamaño del archivo, frecuencia de muestreo. Cada archivo está respaldado en tres ubicaciones diferentes, protegido por contraseñas de veinticuatro caracteres que combinan mayúsculas, minúsculas, números y símbolos. Una seguridad digna de secretos de Estado para conversaciones entre dos extraños que nunca volvieron a verse en persona.

Ochenta y nueve días devorando cada byte de su existencia digital como un yonqui desesperado. Rastreaba sus conexiones online con la obsesión de un acosador, calculaba las horas entre sus mensajes hasta volverme loco. Cada foto suya con Bruno era un cuchillo en mis entrañas —imaginaba sus manos sobre ella, su boca, su… No. NO. La química en mi sangre convierte los celos en ácido que me corroe desde dentro. ¿Es esto amor? ¿O solo otra forma de autodestrucción?

La carpeta guarda cada fragmento como si fueran reliquias: fotografías de su infancia, imágenes cotidianas donde su melancolía atravesaba la pantalla, confesiones susurradas en la oscuridad de nuestras respectivas soledades.

El evento de ciberseguridad donde la conocí está grabado en mi memoria con la precisión de un registro forense: las luces fluorescentes creando halos en mi visión medicada, su pelo castaño como cobre pulido, sus ojos color ámbar fracturado destilando una tristeza que reconocí como propia.

La sala Arganda de la IFEMA, 9 de octubre de 2019, conferencia sobre “Técnicas avanzadas de análisis forense en criptomonedas”. Doscientos cuarenta y dos asistentes según el registro oficial. Temperatura ambiente: 21,3 °C. Nivel de ruido de fondo: 62 decibelios. Olor predominante: café recalentado y perfume corporativo.

Llevaba un pantalón vaquero azul con una camisa de leñador, de cuadros rojos, que parecía fuera de lugar entre tanto traje gris. Sus vaqueros tenían un pequeño roto, no el tipo manufacturado de diseñador, sino un desgaste auténtico en la rodilla derecha. Sus botas eran Timberland, gastadas en los talones de forma asimétrica, indicando una ligera pronación al caminar. Llevaba el pelo suelto, con algunos mechones rebeldes escapando para enmarcar su rostro.

Periodista cultural cubriendo un evento que detestaba, una rosa perdida en un campo de circuitos. Lo supe por la forma en que tomaba notas: no sobre los aspectos técnicos de la presentación, sino sobre las personas, las reacciones, las dinámicas de poder en la sala.

Guardo sus audios como un adicto guarda su droga de elección. Su voz, como un susurro digital en la noche:

«Los poemas no se escriben, Marco. Los poemas nos escriben a nosotros».

Me enviaba grabaciones de sus pensamientos más profundos; yo le respondía con versos susurrados, los primeros en dos décadas. En tres meses construimos un universo paralelo hecho de palabras y silencios, de confesiones nocturnas y verdades a media luz. Un mundo entre pantallas donde yo podía ser quien debería haber sido, donde ella podía escapar de la realidad que la encerraba, donde ambos podíamos pretender que existía algo más allá de nuestras respectivas prisiones.

¿O es todo un delirio nacido de mi mente fragmentada? Los archivos están ahí, cifrados y verificables, pero a veces dudo. Los datos pueden ser manipulados, los recuerdos pueden ser implantados, la mente puede fabricar evidencia para sostener la narrativa que necesita creer. ¿Existió realmente ‘@Sophia_379’, o es solo otro personaje que inventé para justificar mi despertar? Las fotografías muestran una mujer real, pero en este mundo de máscaras digitales, ¿qué significa “real”?

«Se podrá querer, pero amar… Amar solo a ti…». Esa fue su última frase, clavada en mi memoria como una esquirla de cristal.

La repito cada noche como un mantra envenenado. Después, el silencio. Un silencio diferente al que me impuse en la Academia, distinto al abismo que se abrió entre Laura y yo después de Eva. Este silencio tiene nombre propio y sabe a despedida.

Sophia fue el terremoto que agrietó mis murallas. Cada mensaje suyo era un golpe más en la estructura de mi autoimpuesta prisión. Con ella, las palabras volvieron a fluir como sangre de una herida reabierta.

El silencio de veinte años comenzó a resquebrajarse con cada mensaje suyo, con cada audio, con cada confesión compartida. Las grietas se extendieron por mi fortaleza como fracturas en hielo fino, ramificándose en patrones fractales hasta que toda la estructura amenazó con colapsar.

Primero fueron susurros tímidos, luego tornaron en torrentes imposibles de contener.

Los primeros versos emergieron como gotas tímidas de una fuente largamente seca. Palabras inseguras, metáforas oxidadas por el desuso, ritmos entrecortados como quien aprende a caminar de nuevo después de una parálisis prolongada. Luego, el goteo se convirtió en corriente, la corriente en río, el río en inundación. Las palabras brotaban incontenibles, desbocadas, desbordadas. Como si veinte años de silencio se hubieran convertido en presión acumulada tras una presa que finalmente cedía.

Por primera vez en veinte años, escribí un soneto completo en ocho minutos.

Ocho minutos de trance, de comunión con algo que creía muerto, de reconstrucción celular de un órgano atrofiado. El soneto brotó casi sin esfuerzo consciente, como si las palabras hubieran estado esperando todo ese tiempo, perfectamente formadas, listas para emerger en cuanto la barrera cayera. Un parto indoloro después de una gestación de dos décadas.

El tiempo se desdibujaba cuando intercambiábamos mensajes, las horas se derretían como cera caliente, el mundo exterior se difuminaba hasta desaparecer. Los días se medían no en ciclos solares sino en intervalos entre sus respuestas. El tiempo adquirió una nueva física: elástico, no lineal, subjetivo. Cinco minutos sin mensaje suyo podían estirarse hasta la eternidad; una conversación de horas parecía comprimir el tiempo hasta hacerlo instantáneo.

Bruno, su pareja, nunca fue más que una sombra en nuestras conversaciones, un fantasma que habitaba sus silencios como Eva habita los míos.

Una presencia-ausencia, un nombre mencionado de pasada, un obstáculo a la libertad que ambos anhelábamos. Profesor de filosofía en la Complutense, especializado en Heidegger, con una obsesión por el concepto de autenticidad que ella describía como “la ironía más perfecta en un hombre que vive en la negación de sí mismo”.

Nos reconocimos en nuestras respectivas jaulas: ella en su matrimonio de conveniencia, yo en mi fortaleza de silencios. Decidimos terminar. Las últimas palabras fueron suyas. La fecha concreta: 6 de enero de 2020. La hora exacta: 22:47. El último mensaje, recibido a las 23:15: «Se podrá querer, pero amar… Amar solo a ti…».

A veces me pregunto si sigue ahí, del otro lado de la pantalla, escribiendo sus propias heridas en algún blog que nunca encontraré. Porque nunca lo buscaré.

La pluma se retuerce en mi mano como un nervio arrancado que aún recuerda su función. Es un parásito que succiona las palabras directamente de mis venas. Intento mantener el pulso firme, pero mis dedos convulsionan, arañando el papel hasta casi romperlo.

La tinta no fluye —sangra, escupe, vomita sobre la página en manchas irregulares que parecen llagas infectadas. Las palabras no salen de mi mente a la página en un flujo ordenado sino en erupciones violentas, en espasmos verbales que manchan el papel de forma caótica.

Mi caligrafía, alguna vez precisa y elegante, ahora es un electrocardiograma de un corazón arrítmico —picos y valles irregulares, trazos que se interrumpen abruptamente, letras que se desintegran antes de completarse.

Arranco la hoja, la destrozo, empiezo otra. Las palabras brotan como pus de una herida gangrenada: veinticuatro años de silencio pudriéndose dentro de mí. No son versos —son úlceras reventando en el papel, son tumores de tinta que emergen de mi médula.

Cada palabra es una nava abriéndose paso hacia la superficie, cada frase una quemadura que supura, cada verso un quiste que finalmente revienta tras décadas de infección contenida. No es poesía —es patología verbalizada, es sintomatología en tinta, es el diagnóstico terminal de un alma gangrenada.

La pluma del abuelo se astilla bajo la presión de mis dedos.

La tensión con la que la sostengo es la misma con la que he contenido mi voz durante veinticuatro años. La madera cede como ha cedido mi voluntad, fragmentándose en esquirlas minúsculas que se clavan en mis dedos. Pequeñas heridas que sangran sobre el papel, mezclando mi sangre literal con la metafórica, añadiendo un componente orgánico a esta hemorragia verbal.

Que se rompa. Que se haga pedazos como yo. Que muera como ha muerto mi silencio.

Escribo como un animal herido marcando su territorio con sangre, como un convicto tallando su confesión en las paredes de su celda con las uñas rotas. Cada letra es una pequeña muerte, cada punto es una bala, cada verso es una puñalada autoinfligida.

No busco belleza —busco que duela tanto como el silencio. Busco que el proceso de escritura sea tan doloroso como lo ha sido el silencio, que la expulsión de las palabras sea tan traumática como lo fue su contención.

La belleza es para los cobardes que nunca han tenido que reconstruirse desde los escombros de sí mismos. La belleza es un lujo que no puedo permitirme, como no puedo permitirme el perdón o la autocompasión. No quiero que estos versos sean hermosos —quiero que sean verdaderos. Y la verdad, después de veinticuatro años de silencio, no puede ser sino fea, cruda, desgarradora.

En el silencio de mi noche oscura,
donde los ecos mueren sin respuesta,
busco el sentido de esta antigua apuesta
entre mi ser y el tiempo que me augura.

¿Quién soy yo en esta página tan pura
que aguarda, como muerte manifiesta,
las palabras que brotan de una siesta
de consciencia vagando en la espesura?

Me desintegro en versos incompletos,
fragmentos de una voz que se deshace
en el abismo azul de los secretos.

Y mientras todo en sombras se complace,
mis dedos tejen sueños obsoletos
donde el vacío, al fin, me satisface
”.

El poema emerge como un feto deforme, pero vivo. Técnicamente, es un soneto —catorce versos endecasílabos divididos en dos cuartetos y dos tercetos con su esquema de rima— pero le falta esa fluidez rítmica que caracterizaba mis composiciones de juventud. Los acentos no caen donde deberían en algunos versos, hay hiatos forzados, sinalefas imperfectas. Y, sin embargo, tiene algo que aquellos sonetos técnicamente perfectos no tenían: verdad. Es imperfecto como soy yo, fracturado como estoy yo, sangrante como sangro yo. Es un autorretrato verbal, un electroencefalograma de mi conciencia actual, un mapa topográfico de mis abismos interiores.

El reloj marca las 2:22.

En su habitación, Lorenzo apreciaría la simetría de los números. Su obsesión por los patrones encontraría satisfacción en esos tres dígitos idénticos, en esa duplicación perfecta que rara vez ocurre en el tiempo, que solo es posible en ese breve instante entre las 2:22:00 y las 2:22:59. Un minuto de perfección matemática en una noche de caos químico.

En el piso inferior, Laura habrá vuelto a nuestra cama compartida, ese campo de batalla donde dos personas fingen dormir mientras sus demonios bailan. Separados por centímetros físicos y años luz emocionales, compartiendo un espacio íntimo sin compartir intimidad. Dos cuerpos que alguna vez se fundieron para crear vida, ahora tan distantes como planetas en órbitas diferentes, mantenidos en proximidad solo por la gravedad del hábito y la responsabilidad.

En algún lugar del ciberespacio, los fragmentos digitales de ‘@Sophia_379’ flotan como datos corruptos. Bits y bytes que alguna vez tuvieron significado, que alguna vez transportaron confesiones y anhelos, ahora reducidos a secuencias binarias sin sentido. Quizás ella esté en línea ahora, bajo otro nombre, otra identidad, otra máscara digital. Quizás nunca existió más allá de mi necesidad de que existiera.

En la bodega sellada del abuelo, el tiempo sigue fermentando en barricas vacías. El roble envejece, los taninos se transforman, la madera respira imperceptiblemente, absorbiendo y liberando humedad en ciclos microtérmicos. Un proceso que continúa sin testigos, una transformación que nadie aprecia, un ritual enológico sin propósito ni destino.

La pantalla del ordenador parpadea. Un nuevo bloque de transacciones aparece:

>> Block_Height: 615234
>> Previous_Hash: 0000000000000000000789a
>> Merkle_Root: 7b8c9d0e1f2a3b4c5d6e7f8

La poesía del código. La poesía del silencio. La poesía de la pérdida. Todas convergen en este momento, en esta buhardilla, en esta noche de enero donde el pasado y el presente colisionan como bloques en una cadena infinita.

Cada transacción enlazada criptográficamente con la anterior, cada momento conectado inextricablemente con todos los que le precedieron, cada decisión condicionada por todas las anteriores. La vida como una blockchain inmutable, donde nada puede ser borrado o alterado, solo añadido indefinidamente.

Soy Marco Sáez Villanueva, Guardia Civil especializado en ciberterrorismo, experto en análisis forense informático, padre de dos hijos, esposo de Laura, hijo de una alcohólica, nieto de un bodeguero poeta. Soy todas estas identidades superpuestas, fragmentadas, contradiciéndose entre sí, todas ellas verdaderas y todas ellas falsas.

Esta noche, después de mucho tiempo en silencio, he vuelto a sangrar versos.

Años de mudez vomitan metralla.

Y sus palabras son balas que ningún chaleco antibalas puede detener: perforan órganos vitales, atraviesan huesos, desgarran tejidos emocionales que se creían atrofiados, reaniman nervios que se suponían muertos. La hemorragia verbal es incontrolable ahora, imposible de restañar con torniquetes de silencio o suturas de negación.

Los médicos no hacen preguntas cuando renuevo las recetas. Les cuento mi historia y me miran con una mezcla de asombro y compasión profesional.

«Es sorprendente que sigas funcionando», me dicen, «que no hayas acabado ingresado o algo peor».

La psiquiatra del seguro médico me observa con esa combinación única de distancia clínica y curiosidad científica. Sus ojos oscuros, enmarcados por gafas de montura metálica, me estudian como si fuera un espécimen particularmente interesante: el hombre que ha convertido la automedicación en arte, que ha transformado su dependencia química en un sistema perfectamente calibrado.

No entienden cómo mantengo esta fachada de normalidad, esta precisión milimétrica en mi trabajo, esta apariencia de cordura. Y, ciertamente, yo tampoco. La máscara está tan bien adherida que a veces olvido que hay algo debajo, que existe un rostro original bajo las capas de personaje construido, que hay un hombre real detrás del analista forense, del padre, del esposo.

Les dejo creer que las pastillas ayudan, que las necesito. La verdad es que no las necesito —las elijo. No son una muleta —son un arma que empuño contra mí mismo. La diferencia es crucial aunque imperceptible para sus ojos clínicos. El adicto necesita su dosis; yo elijo mi veneno. El adicto busca alivio; yo busco claridad a través del dolor. El adicto huye de la realidad; yo la persigo a través de la química, la acoso, la obligo a revelarse en toda su brutalidad.

Las dos únicas variables que mantienen activas mis funciones tienen nombre propio: Lorenzo y Candela. No es amor —es programación, es la última línea de código que no puedo depurar.

Todo lo demás, incluida esta química que corre por mis venas, es una elección consciente, un acto de autodeterminación en un mundo que hace mucho dejó de tener sentido.

Los muertos no necesitan la ayuda de Dios.

Los muertos como yo, los que seguimos ocupando espacio físico mientras nuestras almas se han evaporado hace tiempo, los que respiramos por inercia y funcionamos por obligación, nosotros no requerimos intervención divina. Los dioses, si existen, no pierden tiempo con cadáveres ambulantes. Reservan sus milagros para los vivos, para los que aún tienen salvación.

La tinta es sangre. El papel, piel. Escribo.

M.S.V. Madrid, 6 de enero de 2024

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