Píxeles de Melancolía

Publicado el 20/10/2025
Advertencia de contenido: Colapso psicótico severo, alucinaciones visuales y auditivas, pérdida completa de contacto con la realidad

El monitor de la derecha vomita metadatos mientras un nuevo análisis forense se ejecuta. Mis ojos arden, sobreexpuestos ante ese bombardeo constante de información. Llevo —¿cuánto? ¿Diecisiete horas?— frente a estas pantallas sin parpadear, ejecutando algoritmos, buscando patrones, persiguiendo fantasmas digitales.

La terminal escupe datos como si fuera sangre digital, líneas interminables que se desenrollan como bandas de una herida mal cerrada. El ventilador del ordenador jadea, sobrecalentado por la carga de procesamiento, un jadeo asmático que suena peligrosamente cercano a mi propia respiración entrecortada.

Ajusto el brillo a 33% —siempre 33%, como las 15:33 que marcaba el reloj cuando Eva dejó de existir. El volumen del sistema está en 22, como las semanas que vivió dentro de Laura. Los números son lo único que puedo controlar ahora. Cada ajuste es un ritual sagrado, cada parámetro una constante en un universo de variables caóticas. 22% de volumen. 33% de brillo. Siete terminales abiertas, siempre siete. Protocolos de contención para un mundo que amenaza con desbordarse en cada parpadeo del cursor.

La búsqueda lleva semanas, filtros sobre filtros, correlaciones cada vez más improbables entre eventos inconexos. Los números rara vez mienten —la gente sí; los recuerdos sí; los sentimientos definitivamente sí—, pero los números mantienen una honestidad brutal. Estoy ejecutando análisis sobre las grabaciones de Sophia por enésima vez, buscando patrones acústicos, frecuencias ocultas, mensajes enterrados entre capas de compresión digital. El ordenador trabaja a máxima capacidad y las líneas de comando se multiplican exponencialmente hasta llenar la pantalla como crecería un tumor matemático.

>> File: sophia_whispers_147.mp3
>> Created: 2019-12-15 15:33:27
>> Modified: 2019-12-15 15:33:27
>> Size: 2,854,666 bytes
>> SHA-256: 0x22d4e5f687c8a9b0...

Me quedo congelado.

No es la fecha, aunque el 15 de diciembre fue cuando el abuelo me regaló mi primera libreta de poemas —ese día que cada año marco silenciosamente en mi calendario mental—, y se convirtió en el de las confidencias con el abuelo.

No es el tamaño, aunque contiene el número 666 como un chiste macabro del azar.

No es la hora de creación, aunque salta a la vista ese 15:33 que me persigue desde que Eva dejó de existir.

Es el hash.

El puto hash coincide exactamente con el de la primera ecografía de Eva.

El cuerpo me fallaba antes del descubrimiento —temblor en las manos, sequedad en la boca, esa presión constante en el vientre como si estuviera gestando mi propio miedo—, pero ahora cada célula entra en pánico. Siento cómo mi cuerpo se vacía, como si alguien hubiera abierto una compuerta en mis venas y ahora todo lo que soy se escapa por ahí. La teoría de Descartes sobre los humores, sangre y bilis negra y flema abandonando un organismo colapsado, desangrándome de identidad.

Mis dedos se deslizan sobre las teclas como si estuvieran cubiertos de aceite, dejando rastros de ansiedad en cada pulsación. Piel contra plástico, la fricción genera pequeñas descargas estáticas que mi hipersensibilidad amplifica hasta convertirlas en dolorosas. El teclado parece alejarse, como si la perspectiva de la habitación estuviera distorsionándose, estirándose, rompiendo leyes físicas elementales. Tengo que cerrar los ojos, contar un endecasílabo, controlar la náusea que sube por mi garganta como bilis digital.

Un-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete-ocho-nueve-diez-once.

Pero no puedo.

No puedo.

El algoritmo SHA-256 es considerado infalible. Se utiliza para asegurar transacciones multimillonarias, proteger secretos de Estado, verificar identidades. Es matemáticamente imposible —matemáticamente— que dos archivos completamente diferentes generen exactamente el mismo hash. Sería como encontrar a dos personas en el planeta con la misma huella dactilar, el mismo ADN y la misma retina.

Es como si el audio de Sophia y la ecografía de Eva fueran el mismo archivo. La misma entidad digital. Como si estuvieran conectadas por algún tipo de enlace cuántico imposible, como si fueran manifestaciones diferentes de la misma herida original.

Me paso la lengua por los labios y el sabor metálico me sobresalta. No me había dado cuenta de que me he mordido hasta sangrar. Me miro en el reflejo oscurecido del monitor: sangre formando patrones fractales en microgrietas labiales, un mapa del dolor que se ramifica en mil direcciones posibles. La vida entretejida en sistemas de autosimilitud, hemorragias en todas las escalas. Fractales de dolor replicándose infinitamente.

El monitor parpadea, burlándose de mí:

>> 0x22d...

No. No. NO.

Vuelvo a comprobar. Repito análisis. Uso funciones alternativas. Cambio de herramientas. Quizá un error en el buffer. Tal vez un bit corrompido durante la lectura. Posiblemente un fallo en la implementación del algoritmo.

Es matemáticamente imposible. Las colisiones de hash… sí, existen. Las he estudiado. MD5, SHA-1, incluso SHA-256. Pero son casos de estudio, ejercicios teóricos, papers académicos. No ocurren en la vida real. La probabilidad es astronómicamente baja. 2\^256 posibles valores. El universo entero no tiene suficientes átomos para forzar una colisión por pura probabilidad.

El sudor me empapa la espalda mientras ejecuto el análisis otra vez. La camisa se adhiere a mi piel como una segunda epidermis enferma, creando un microclima insoportable. Las gotas resbalan hasta la cintura, infiltrándose bajo el cinturón donde forman una línea húmeda de incomodidad constante. El tejido sintético de la camisa se convierte en un conductor perfecto de calor y ansiedad.

Y otra.

Los dedos se niegan a cooperar, como si cada uno tuviera voluntad propia, rebelándose contra las órdenes cerebrales. Tengo que concentrarme obsesivamente en cada movimiento muscular, descomponer el acto de teclear en sus componentes más básicos: flexión, extensión, presión. La coordinación se desintegra, las unidades motoras fallan, el cerebelo entra en conflicto con la corteza.

Y otra.

Mis dedos convulsionan sobre las teclas como si cada una fuera un electrodo vivo conectado a mis terminaciones nerviosas más dañadas, tecleando los comandos tan rápido que cometo errores de sintaxis básicos. Error tras error, rectificación tras rectificación, mientras mi ansiedad crece exponencialmente con cada segundo, escalada por mi incapacidad para ejecutar funciones motoras elementales sin fallar. La camisa se me pega al cuerpo como una mortaja prematura. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Cuándo fue la última vez que comí algo? ¿He bebido algo? La boca, pastosa. La lengua, un músculo muerto demasiado grande para el espacio de mi boca. Los ojos, secos como si les hubieran extraído el líquido lagrimal con una pipeta. Cada nuevo intento confirma lo imposible.

El resultado no cambia.

El archivo de audio de la última confesión de Sophia tiene la misma huella digital que la imagen donde el corazón de Eva dejó de latir.

Los ataques de pánico que he gestionado durante años nada tienen que ver con esto. Aquellos eran familiares, reconocibles, un viejo adversario cuyas tácticas había aprendido a anticipar con mi coctel químico perfecto. Esto es diferente. Esto es un desgarro en el tejido mismo de mi realidad, un punto donde las leyes aparentemente inmutables de mi universo han decidido flexionarse hasta romperse. La náusea sube como malware forzando su camino a través de un firewall comprometido, corrompiendo cada byte de mi autocontrol, quemando cada centímetro de mi garganta hasta que siento que voy a vomitar código binario, unos y ceros parcialmente digeridos, fragmentos de mi propia cordura licuada.

No es coincidencia.

No puede ser coincidencia.

El universo no funciona así.

Los hashes no funcionan así.

Nada funciona así.

En mi pantalla brilla, como una ventana mal cerrada, una carpeta que no recuerdo haber abierto. Doble clic automático, mecánico, sin pensamiento consciente detrás.

>> sophia_archive_final_final_3.zip

El nombre del archivo es una broma cruel, un comentario irónico sobre la imposibilidad de alcanzar un punto final en esta espiral de verificación obsesiva.

Nada es final.

Tres archivos. Tres versiones. Tres intentos de capturar una verdad escurridiza, congelarla en hexadecimales, preservarla contra la corrupción de datos y memoria.

Cada vez que abro estas carpetas encuentro algo nuevo. O algo que cambió. O algo que recuerdo diferente. Como si los archivos mutaran entre vistazo y vistazo, criaturas cuánticas que existen en estados superpuestos hasta que el acto mismo de observarlos los obliga a elegir una forma provisional. O como si mi memoria fuera la verdaderamente corrupta, reescribiendo periódicamente su propio contenido, sobreescribiendo versiones anteriores con nuevas revisiones contaminadas.

‘Final_final_3’. Como si cada iteración de “final” invalidara la anterior, creando una cadena infinita de versiones terminales que nunca alcanza su verdadera conclusión.

Mis dedos tiemblan sobre el teclado mientras descomprimo el archivo por millonésima vez, buscando diferencias microscópicas, bits alterados, metadatos modificados. El movimiento involuntario genera pequeños errores durante la extracción. El sistema me pregunta si deseo reemplazar archivos existentes. Clic, clic, clic. Sí a todo. Reemplázalo todo. Haz que tenga sentido. Por favor.

La carpeta de fotos se despliega como una herida abriéndose, exponiendo su interior al aire, a los patógenos, a la infección fatal:

>> cafe_madrid_01.jpg parque_aranjuez_sunset.jpg sophia_studio_final.jpg us_together_never.jpg

Tres fotos normales. Una anomalía terminal.

El nombre del último archivo me atraviesa como un exploit de día cero en un sistema sin parches, reventando cada capa de protección que me quedaba. Ese juego de palabras brutal entre “together” y “never” es demasiado obvio para ser accidental, demasiado cruel para existir por azar. “Us_together_never.jpg”. Nosotros juntos nunca. Una negación enfundada en formato de imagen.

No lo recuerdo.

No debería estar ahí.

No…

La mano se mueve sola, llevada por un impulso cibernético autónomo. Clic. Doble clic. Abrir. Analizar. Descomponer. Entender.

Lo abro.

El monitor de la izquierda muestra el análisis en tiempo real, las líneas de código deslizándose a velocidad nauseabunda:

def validate_reality(image_path):
    metadata = extract_metadata(image_path)
    location = metadata.get('GPS')
    timestamp = metadata.get('Created')
    # La realidad sangra por las costuras
    # Los recuerdos mienten
    # Todo miente
    try:
        verify_timestamp(timestamp)
        verify_location(location)
        verify_existence()  # Esta función siempre retorna False
        return True
    except RealityException:
        return None

Mi código se está volviendo errático. Funciones que no tienen sentido, que no podrían ejecutarse en ningún lenguaje conocido. Comentarios que son más súplicas que documentación, confesiones desesperadas disfrazadas de notas técnicas. Variables que cambio de nombre compulsivamente porque nada parece describir lo que busco, lo que temo, lo que estoy perdiendo.

¿De dónde ha salido este código? No recuerdo haberlo escrito. No así. No con esa sintaxis fracturada, esos comentarios desesperados, esa función imposible —‘verify_existence()’— que aparentemente siempre devuelve ‘False’. Es como si estuviera viendo el código escrito por una versión alternativa de mí mismo, una versión ya completamente divorciada de la realidad y sus constantes.

Pero lo más aterrador no es el código extraño. Es que funciona. El programa se ejecuta sin errores, analizando la imagen con una eficiencia sobrenatural, extrayendo metadatos, comparando timestamps, verificando ubicaciones GPS con bases de datos geoespaciales.

La foto se carga pixel por pixel, como una herida cicatrizando en reversa.

Primero un borrón de colores irreconocibles, después formas vagas emergiendo del caos cromático, finalmente detalles precisos, dolorosamente nítidos.

Sophia y yo juntos, sonriendo a la cámara. Su pelo cobrizo enmarcando ese rostro que me obsesiona, los ojos color whisky brillando con una inteligencia intensa, triste, conocedora. Mi brazo alrededor de su cintura, un gesto de familiaridad imposible. Ambos riendo como si compartiéramos un chiste privado. O una condena.

El fondo…

No.

Es un error de renderizado.

Es un glitch en la matriz.

Es cualquier cosa menos…

El fondo es la bodega del abuelo.

La bodega que nunca pisó, que nunca podría haber visitado. La bodega que está sellada desde la muerte de Honorio, esa cripta de barricas y recuerdos que nadie —ni siquiera yo— ha visto en años.

Mis ojos pasan una y otra vez del rostro de Sophia al fondo, incapaces de procesar la yuxtaposición imposible. Es como intentar hacer sentido de un cuadro de Escher donde las perspectivas se contradicen, se devoran entre sí, crean un mundo donde la lógica se retuerce sobre sí misma hasta formar un nudo gordiano visual.

Tiene que ser un montaje. Un error. Una coincidencia. Una alucinación inducida por el Lexatin.

Pero hoy no lo he tomado. No aún. No me he permitido ese filtro químico, ese amortiguador sintético entre mi consciencia y el mundo.

No puedo dejar de mirar. Mi brazo alrededor de su cintura, tan real que casi puedo sentir el calor de su cuerpo, la textura de su blusa bajo mis dedos, la forma en que su cadera encaja perfectamente contra mi costado como si fuera un espacio diseñado específicamente para mí. El polvo en los barriles exactamente como lo recuerdo —con ese patrón particular en el tercero de la izquierda que siempre me recordó a la constelación de Orión. Las telarañas en las esquinas, tan detalladas que podría contar cada filamento. La mancha de vino en la tercera barrica que el abuelo nunca logró quitar, esa vez que estábamos trasegando la cosecha del 96 y su mano tembló ligeramente. Cada detalle exactamente como debería ser.

La bodega que nunca pisó.

La bodega donde nunca estuvimos.

La bodega que está cerrada desde que el abuelo murió, fermentando secretos en la oscuridad como el vino fermenta verdades en barricas selladas. Cada día que pasa, esa cripta de roble y memoria madura su propia versión de la realidad. El tiempo allí no fluye —se añeja, se corrompe, se transforma como los taninos en el vino tinto al interactuar lentamente con el oxígeno que penetra a través de los poros microscópicos del roble, adquiriendo complejidad, profundidad, aquellos matices imposibles de predecir o reproducir artificialmente.

Me froto los ojos, presionando con demasiada fuerza. Puntos blancos y negros danzan en mi campo visual cuando los vuelvo a abrir, pequeñas estrellas neuronales explotando, pero la imagen sigue ahí. Inmutable. Imposible. Real.

La llave está conmigo, en mi escritorio, oxidándose junto con todas mis promesas rotas. Nunca la he perdido, nunca la he prestado. El metal se corroe al mismo ritmo que mi cordura, cada mota de óxido es un byte de memoria corrompiéndose, un pequeño fragmento de historia que se disuelve en la nada, dejando un hueco con forma de pregunta.

Me pregunto si, como el vino abandonado demasiado tiempo, mis recuerdos se están convirtiendo en vinagre dentro de esas paredes. Si han adquirido ese sabor agrio, esa acidez característica que indica que algo valioso ha sido transformado en algo dañado, inservible, irreparable.

El abuelo decía que el vino necesita oscuridad para madurar, que la luz directa lo arruina. Lo destruye molecularmente, altera su química, pervierte su evolución natural.

¿No es eso lo que estoy haciendo con mis memorias de Sophia?

¿Dejándolas fermentar en la oscuridad digital, protegiéndolas de la luz de la verificación, del escrutinio racional, de la validación externa? He creado un entorno perfecto para la fermentación —encriptación de grado militar, directorios ocultos, sistemas de archivos separados—, todo para que esas memorias maduren en perfecto aislamiento, sin contaminación del exterior.

Las barricas respiran —el roble es poroso, permite un intercambio microscópico con el exterior. Es una barrera semipermeable entre contenido y entorno, entre vino y mundo. Mis archivos también respiran, cambian, mutan cada vez que los abro. Como el vino malo que se convierte en vinagre cuando el proceso se tuerce, cada acceso corrompe un poco más los datos, acidifica la verdad hasta hacerla irreconocible, transforma algo que podría haber sido grandioso en algo que solo sirve para conservar cosas muertas.

¿Y si la bodega es como mi disco duro? Un espacio sellado donde la realidad fermenta hasta convertirse en otra cosa, donde los recuerdos maduran o se pudren según leyes que no comprendo. El abuelo media la acidez del vino con precisión de científico, con refractómetros y pHmetros y densímetros, instrumentos calibrados para detectar desviaciones microscópicas —yo mido la integridad de mis archivos con hashes SHA-256. Ambos intentando cuantificar lo incuantificable, preservar lo que inevitablemente se transforma, controlar lo incontrolable.

El abuelo medía cada parámetro de sus barricas con precisión obsesiva: el nivel de llenado, la separación entre los aros, el grosor de la madera, la hermeticidad de los tapones. Mis respaldos obsesivos, mis copias de seguridad, mi paranoia ante la corrupción de datos. Su obsesión por la temperatura constante, la humedad perfecta. Mi vigilancia sobre el estado de los discos, la fragmentación de archivos, la protección contra escrituras no autorizadas. Dos hombres intentando detener el tiempo, congelar instantes, evitar el cambio, la pérdida, la mutabilidad esencial de todas las cosas. Dos hombres intentando controlar lo único verdaderamente incontrolable: la entropía.

Abro el cajón y ahí está, testigo mudo de mi cobardía. El metal está frío contra mi palma, pero el tapón de corcho que uso como llavero me quema los dedos. Recuerdo la última vez que entré a la bodega hace unos meses, aquella crisis donde destrocé los instrumentos del abuelo. La forma en que chirriaron las bisagras, como si la puerta protestara por el abandono. El olor que me inundó —roble envejecido, aire viciado, tiempo estancado, cristal roto, sangre seca. Lo giro obsesivamente entre los dedos, una y otra vez, sin decidirme a utilizarla, sin atreverme a entrar en ese espacio donde las mentiras y las verdades han estado macerando durante casi una década. No me atrevo a olerlo. A oler el llavero. Ese corcho que sigue reteniendo aromas, como todo buen corcho hace.

¿Y si aún conserva el aroma del último vino que el abuelo embotelló?

¿Y si es perfecto?

¿Y si…?

El destello de la pantalla me devuelve al presente, a la crisis inmediata, a la foto imposible que sigue brillando con su presencia acusadora. Un mensaje emergente indica que la imagen ha sido añadida a una galería. No recuerdo haber dado esa orden. No recuerdo haber creado ninguna galería. ¿Qué más no recuerdo?

Mi mente es un disco duro fragmentándose. Los recuerdos se corrompen como sectores dañados. Quizás solo necesito un buen ‘disk-check’, una desfragmentación profunda, recuperar los clústeres perdidos, los unos y ceros extraviados en el abismo digital. La realidad se descompila en bytes de locura, fragmentos de cordura que ya no encajan entre sí, como un puzzle donde alguien ha mezclado varias cajas diferentes.

La terminal parpadea. Un nuevo mensaje ha aparecido en mi bandeja de entrada. El remitente: ‘Sophia_379’. Alguien podría haber hackeado la cuenta. O quizás configuró un sistema de envío programado para fechas específicas. O tal vez sea otra alucinación de mi sistema perceptivo sobrecargado.

“Cómo una fría pantalla de móvil puede ser tan cálida cuando eres tú quien está al otro lado”.

Sus palabras me atraviesan como cristales rotos, afiladas y precisas, cortando exactamente donde duele más. Me acuerdo exactamente dónde estaba cuando leí sus primeros mensajes: sentado en la buhardilla, con el café enfriándose a mi derecha, y la luz de la tarde muriendo en la ventana, proyectando sombras alargadas sobre las páginas de “Meditaciones” de Marco Aurelio. El peso del libro en mis manos, el sonido del papel al pasar cada página, el olor a tinta y encuadernación. Todo está ahí, accesible, cristalino.

Pero algo no encaja.

El timestamp dice que ese mensaje lo recibí por la mañana, no por la tarde. A las 7:22, no a las 18:46. Y no pudo haber luz muriendo en la ventana de la oficina, porque mi cubículo está orientado al norte, sin acceso a la luz directa del atardecer. Solo recibe esa claridad grisácea y artificial que se filtra por el cristal esmerilado. Un detalle mínimo pero crucial —la memoria fabricando escenarios, añadiendo elementos románticos, construyendo una narrativa más coherente con mis deseos que con la realidad.

O tal vez el timestamp está mal. O tal vez mi recuerdo es correcto y los datos digitales han sido manipulados. O tal vez ambos están equivocados y la verdad es una tercera posibilidad que ni siquiera puedo imaginar.

El teléfono vibra: otra reunión.

Trabajo real.

Vida real.

¿Real?

Pero, ¿qué coño es real en un mundo donde las fotografías muestran encuentros imposibles, donde los archivos comparten huellas digitales de fantasmas, donde el propio código parece desarrollar voluntad para atormentarme?

La presentación sobre la red de criptomonedas. Investigación ‘Vandertramp’. El análisis que llevo tres días ultimando sin descanso.

Tres días. Setenta y dos horas. Cuatro mil trescientos veinte minutos obsesionado con los mismos datos, con los mismos patrones, con los mismos hashes que se repiten como mantras digitales. Mi cerebro ha procesado cada transacción, cada wallet, cada conexión de la red terrorista hasta memorizarla como versos de una poesía maldita. Pero ahora, mientras cierro los archivos de Sophia para abrir la presentación de Vandertramp, algo se retuerce en mi estómago.

La pantalla cambia. Los rostros de Sophia desaparecen, reemplazados por gráficos de blockchain. Las fotografías imposibles se desvanecen, sustituidas por diagramas de flujo financiero. El hash que compartían Eva y Sophia (0x22d…) se transforma en el hash del bloque ignorado en mi análisis (0x22d…). La misma firma digital. El mismo patrón. Como si todos los archivos de mi vida estuvieran conectados por una lógica subterránea que no puedo comprender.

Guardo compulsivamente. ‘Ctrl+S’. ‘Ctrl+S’. ‘Ctrl+S’. Cada guardado es una pequeña muerte, una pequeña separación de Sophia, un pequeño regreso a la realidad profesional donde soy Marco Sáez, analista forense, no Marco el hombre fragmentado que busca fantasmas en los datos.

Cargo las diapositivas. La presentación que he revisado cientos de veces, que he verificado obsesivamente, que debería conocer mejor que mis propios pensamientos. Pero algo está mal. Los números danzan frente a mis ojos como si estuvieran vivos, como si se reescribieran solos mientras los observo.

Camino hacia la sala de reuniones con el portátil bajo el brazo. Cuarenta y tres pasos. Pero mi mente sigue en los archivos de Sophia, en los hashes imposibles, en las fotografías que no deberían existir. Es como intentar cambiar de frecuencia en una radio rota: la estación anterior sigue sangrando en la nueva, contaminando la señal, corrompiendo el mensaje.

La sala de reuniones es un acuario de cristal lleno de tiburones en traje y corbata, donde todos fingimos ser personas funcionales, donde la locura se disfraza de profesionalidad, donde la desintegración psicológica se camufla bajo jerga técnica y diapositivas inmaculadamente formateadas. Proyecto las diapositivas mientras una parte de mi cerebro sigue ejecutando análisis forense de los archivos de Sophia, buscando patrones, conexiones, algo que tenga sentido en un universo que parece haber abandonado toda pretensión de coherencia lógica.

El Capitán Rodríguez está sentado al extremo de la mesa, hojeando documentos mientras yo configuro la presentación. Sandra organiza sus propias notas, subrayando datos con ese bolígrafo verde que nunca suelta, siempre verde, color esperanza, como si intentara inyectar optimismo en los informes más desoladores. Peralta juega con su teléfono bajo la mesa, creyendo que nadie lo nota. Todos interpretando sus papeles en esta obra de teatro corporativa, todos manteniendo la fachada, todos fingiendo normalidad mientras yo siento que cada átomo de mi cuerpo está vibrando a una frecuencia incompatible con este plano de existencia.

Me aclaro la garganta. La presentación comienza. Los patrones de financiación terrorista y criptomonedas. El lienzo perfecto para un hombre obsesionado con patrones, secuencias, significados ocultos. Mi especialidad. Mi refugio. Mi prisión.

—Como podemos ver en el diagrama de flujo de la blockchain

Me detengo.

Los números están mal.

No “puede que estén mal” —están objetivamente, catastróficamente mal. Como si alguien hubiera entrado en mi ordenador y reemplazado cada valor con una versión distorsionada, una versión que parece correcta a primera vista, pero que, bajo escrutinio, revela inconsistencias fundamentales, errores básicos, imposibilidades matemáticas.

He confundido transacciones básicas, sumando en lugar de restar, multiplicando donde debería dividir. He ignorado patrones obvios, correlaciones que un estudiante de primer año detectaría sin esfuerzo.

Pero lo peor, lo imperdonable, lo incomprensible incluso para mí mismo: he omitido un bloque completo de transacciones. Un bloque crucial que conecta toda la red, que explica los flujos financieros, que establece la cadena de responsabilidad. El hash del bloque ignorado: 0x22d… Veintidós. Como las semanas de Eva. La coincidencia me golpea como un puñetazo físico, haciendo que mi vista se nuble momentáneamente.

García deja caer su bolígrafo con un golpe seco. Sus ojos se estrechan, no con preocupación sino con el cálculo frío de alguien que ve una oportunidad. Lleva meses esperando que el “genio” cometa un error garrafal, y ahora lo tiene servido en bandeja. Se inclina hacia Jiménez, el analista junior que siempre busca su aprobación, y le susurra algo al oído que hace que el chico sonríe con malicia apenas contenida.

—Vaya, vaya —murmura García, lo suficientemente alto para que todos lo oigan, pero lo suficientemente bajo para mantener la apariencia de discreción—. Parece que el algoritmo humano también puede fallar.

Jiménez se atreve a reírse. Un sonido breve, cortante, que corta el aire como un cristal rompiéndose. El Capitán le lanza una mirada fulminante que lo hace callar inmediatamente, pero el daño está hecho. La jerarquía se ha roto. El intocable Marco Sáez acaba de revelar que es tan humano, tan falible, tan vulnerable como cualquier otro.

Peralta, el veterano del equipo, se remueve incómodo en su silla. Ha visto demasiadas carreras destruidas por momentos como este. Su expresión es de genuina preocupación, no de júbilo. Sabe que cuando un analista de mi nivel comete errores tan básicos, algo se está desmoronando a nivel sistémico.

—Esto no es normal —susurra Peralta a Martínez, que asiente gravemente—. Marco puede ser muchas cosas, pero nunca descuidado. Nunca.

Dos miembros del equipo intercambian miradas alarmadas. La división es clara: los que ven una oportunidad para el ascenso, y los que ven una tragedia en desarrollo. Los que huelen sangre en el agua, y los que reconocen los síntomas de un compañero en crisis.

El silencio en la sala es espeso, palpable. Todos están mirando la pantalla, donde los datos incoherentes flotan como acusaciones silenciosas, delatando no solo incompetencia sino algo mucho más profundo: la desintegración de una mente que siempre se había definido por su precisión analítica.

—Marco.

La voz del Capitán Rodríguez atraviesa la niebla que se ha formado en mi cerebro. Grave, autoritaria, pero con ese matiz de preocupación parental que reserva para sus subordinados en crisis. Todo el equipo me mira. Sandra tiene esa expresión que conozco demasiado bien: preocupación profesional mezclada con curiosidad personal, esa mirada que caracteriza a los investigadores cuando descubren una anomalía fascinante pero potencialmente catastrófica.

—¿Has revisado estos números antes de la presentación? —pregunta el Capitán, con una suavidad estudiada, como quien se acerca a un animal herido.

Asiento automáticamente, porque la respuesta verdadera —que he pasado cuarenta y ocho horas obsesionado con estos datos, verificándolos compulsivamente, recalculando hasta el agotamiento— es demasiado vergonzosa para admitirla ahora que el resultado es este desastre numérico.

—Los valores en la matriz de correlación… —comienza Sandra, dubitativa, consultando su portátil donde tiene los datos originales—. Marco, tienes las transacciones de entrada sumadas en lugar de restadas. El balance del wallet principal aparece en positivo cuando debería mostrar salidas.

Peralta se inclina hacia la pantalla, entrecerrando los ojos:

—Espera. ¿Ese hash 0x22d… es del bloque 2847? —Su dedo sigue la línea en la pantalla—. Falta todo el segmento intermedio. La cadena está rota. Sin esa información, no podemos establecer el rastro entre el funding inicial y los withdraw finales.

—Imposible —murmura Martínez, abriendo su propio portátil—. Marco nunca omite bloques. Es obsesivo con las cadenas completas.

Sandra frunce el ceño, navegando por sus propios archivos:

—Las conversiones BTC-EUR están usando tasas del mes pasado, no del periodo analizado. Los montos están inflados artificialmente en un 12%. —Su voz se vuelve más tensa—. Marco, esto invalidaría todo el caso ante un juez. Los abogados defensores destrozarían este análisis en cinco minutos.

Jiménez, el analista junior, levanta la mano tímidamente:

—¿Y la validación de timestamps? Algunos de estos logs muestran actividad durante el mantenimiento programado de la exchange. Técnicamente imposible.

El Capitán se ajusta las gafas, estudiando los datos con creciente preocupación:

—Esto no son errores de cálculo. Son fallos conceptuales básicos. —Su mirada se clava en mí—. Marco, ¿has sometido estos datos a peer review antes de compilar el informe final?

—Están mal —completa Sandra suavemente, pero ahora con una precisión técnica que corta como bisturí—. Todos los cálculos están mal. La cadena de custodia financiera no cierra. Los montos no cuadran. Las conversiones entre monedas fluctúan sin explicación lógica. Y lo más grave: has ignorado el bloque que conecta toda la red. Sin él, no tenemos caso.

Miro la pantalla, buscando desesperadamente refutar su evaluación, encontrar alguna explicación, alguna lógica que justifique mis errores. Pero los números mutan frente a mis ojos, dividiéndose en variantes fractales imposibles que ningún algoritmo podría predecir, reconfigurándose en patrones de significado cada vez más crípticos y aterradores.

No es la medicación —no la he tomado hoy. Y esa es precisamente la tragedia.

Cada función cognitiva está operando sin el filtro químico que me permite procesar datos sin que mis emociones los contaminen. Mi cerebro está intentando funcionar con la precisión de un ordenador, pero con la inestabilidad de un sistema nervioso humano en bruto.

Los números en la pantalla no están mal porque yo sea incompetente. Están mal porque, por primera vez en años, los he procesado sin el amortiguador molecular que mantiene separadas la parte analítica de mi mente y la parte poética. Sin mi química, cada dato que proceso se tiñe con el color de Eva, con la textura de Sophia, con el peso de todas las pérdidas que normalmente mantengo encapsuladas en compartimentos estancos.

El hash 0x22d… me ha golpeado como un puñetazo porque mi cerebro, desnudo de química, ha conectado inmediatamente ese patrón con las semanas de vida de Eva, con las horas de Sophia, con todos los marcadores temporales que han definido mi dolor. Sin medicación, no hay firewall entre mi trabajo y mi trauma. No hay separación entre el analista forense y el hombre roto.

Este es mi cerebro desnudo, sin filtros químicos, sin barreras sintéticas entre mi consciencia y el caos. Sin la cuidadosa arquitectura farmacológica que me permite ser funcional durante el día y vulnerable solo por las noches, bajo condiciones controladas. Soy yo. El yo real, no el yo optimizado químicamente. Me estoy rompiendo y los pedazos están cayendo frente a todos, visibles, innegables, imposibles de disimular o justificar.

La abstinencia no es solo física —es cognitiva, emocional, existencial. Es la diferencia entre ser un ordenador que ocasionalmente siente y ser un hombre que ocasionalmente funciona. Y hoy, funcionando a pura sangre y química endógena, he demostrado que, sin mis muletas moleculares, soy simplemente otro ser humano fragmentado, incapaz de mantener la ilusión de perfección técnica que ha definido mi identidad profesional durante décadas.

La respiración se me acelera, el oxígeno parece escasear en la habitación. ¿Han bajado la presión del aire acondicionado? ¿Se está reduciendo el volumen de la sala? Las paredes parecen acercarse microscópicamente con cada segundo que pasa, un movimiento imperceptible para mis colegas, pero dolorosamente evidente para mi percepción alterada.

Sandra me estudia con la meticulosidad de un entomólogo examinando un espécimen particularmente extraño. Sus ojos recorren mi rostro, catalogando síntomas: pupilas dilatadas, sudoración excesiva, temblor en el labio inferior, párpado derecho con un tic nervioso apenas perceptible. Archivando todo en ese expediente mental que sé que mantiene sobre cada uno de nosotros, ese diagnóstico perpetuamente actualizado de nuestras fragilidades y fortalezas.

La voz de Sandra me atraviesa como un error en el sistema. Todo el equipo me mira. Sus ojos son ventanas de debugger mostrando errores que no puedo corregir, líneas de código defectuoso que no puedo reescribir, vulnerabilidades que no tienen parche posible.

—Marco —dice Sandra suavemente, empleando ese tono que reserva para los momentos de máxima tensión—, ¿estás con nosotros?

Asiento mecánicamente, aunque la pregunta resuena como un koán budista, una de esas preguntas zen sin respuesta válida. ¿Estoy aquí realmente? ¿Dónde es “aquí”? ¿Quién es “yo”?

—¿Qué día es hoy, Marco? —pregunta, su voz cautamente neutral.

La pregunta me golpea como una excepción no controlada, un error fatal que detiene todas las operaciones en curso. Abro la boca para responder y me doy cuenta de que no lo sé. Los días se han convertido en un bucle infinito de análisis y dudas, un continuo indiferenciado donde las horas se suceden sin dejar marcas reconocibles, donde los ciclos naturales de luz y oscuridad han sido reemplazados por el resplandor constante de las pantallas y el bombardeo incesante de datos.

—Martes —respondo automáticamente, aunque no tengo ninguna seguridad. Podría ser jueves o domingo, con igual probabilidad.

—Es viernes, Marco —dice Sandra, con una suavidad que duele—. Viernes, 27 de marzo. Has estado trabajando en esta presentación durante tres semanas.

Tres semanas.

La información golpea como una revelación.

Tres letras tiene el nombre de Eva.

Tres meses duró mi correspondencia con Sophia.

Tres años tenía cuando Elena rompió su primera botella contra la pared.

Tres puntos suspensivos en el último mensaje que Sophia me envió…

Los números giran en mi cabeza como un carrusel demente, una noria de coincidencias significativas, un tiovivo de sincronicidades implacables. Tres, siempre tres. La tríada perfecta. La estructura básica de toda narración: principio, desarrollo, desenlace. Cada vida reducida a ese mismo esquema elemental: nacer, existir, morir. Eva: nacida, diagnosticada, terminada. Todo colapsa en tríadas.

—¿Marco? —La voz del Capitán es más grave ahora, con ese matiz de mando que utiliza cuando la situación escapa al control—. ¿Necesitas que suspendamos la reunión?

Niego con la cabeza, pero mis piernas ya están moviéndose, llevándome hacia la puerta. Mi cuerpo ha tomado una decisión que mi mente aún está procesando.

—Si me disculpan. —Las palabras salen de mi boca como un algoritmo ejecutándose por cuenta propia—. Necesito verificar algunos datos.

Huyo. No hay otra palabra que lo describa adecuadamente. Huyo de la sala de reuniones, de las miradas, de la evidencia de mi desintegración, de la confirmación pública de lo que he estado temiendo en privado: que la corrupción no está en los datos, sino en mi propia capacidad para procesarlos.

Pero no es una huida. Es un ‘kernel panic’. Un fallo catastrófico del sistema operativo, ese momento terminal donde la única opción es el reinicio forzado, la pérdida de datos no guardados, la restauración a un punto anterior. Pero, ¿cuál sería mi punto de restauración? ¿Antes de Sophia? ¿Antes de Eva? ¿Antes de la Academia? ¿Antes de Elena? ¿Hay algún momento en mi cronología personal que no esté ya corrupto, contaminado, comprometido?

El pasillo se alarga frente a mí como un túnel de hospital, esas paredes blancas que parecen succionar el aire, que convierten cada paso en una lucha contra la gravedad. Mis piernas se mueven por instinto, siguiendo una ruta memorizada durante años: cuarenta y tres pasos desde la sala de reuniones hasta mi escritorio. Siempre cuarenta y tres. Pero ahora pierdo la cuenta en el veintitrés, en el treinta y uno, en el treinta y nueve. Los números se derraman de mi cabeza como agua por un colador roto.

Necesito el baño. No para verificar datos. Para vomitar la vergüenza que me está licuando desde dentro.

La puerta del baño se abre con un chirrido que perfora mi hipersensibilidad auditiva. El espejo me devuelve un rostro que no reconozco: piel cadavérica, ojos hundidos, una máscara de pánico mal disimulado. El agua fría contra la cara no ayuda. Solo intensifica la sensación de estar desnudo, expuesto, vulnerable. Cada gota es una pequeña descarga eléctrica.

Tres respiraciones profundas. Protocolo de emergencia: inhalar durante cinco segundos, retener durante siete, exhalar durante diez. Pero los números se corrompen en mi cabeza, se convierten en fragmentos de código, en hashes de archivos imposibles, en timestamps que no deberían existir.

Cuando regreso a mi oficina, las pantallas siguen vomitando datos, ajenos a mi crisis, indiferentes a mi colapso, continuando su labor analítica como autómatas sin consciencia:

def am_i_real():
    try:
        validate_existence()
        verify_memories()
        confirm_reality()
    except SanityException:
        return False
    # Todo es código
    # Todo es memoria
    # Todo es mentira
    return None

Más código que no recuerdo haber escrito, pero que reconozco como propio, indudablemente mío, con esa sintaxis ligeramente arcaica que prefiero, esos comentarios integrados que otros encontrarían excesivos, esa tendencia a la indentación perfecta incluso en funciones que nunca serían ejecutadas. Mi estilo, mi voz digital, mi firma algorítmica, pero no mi recuerdo.

Abro la novela que estoy escribiendo sobre Sophia, ese proyecto secreto que ni siquiera Laura conoce, ese desahogo literario que comencé como terapia autodiagnosticada. Las palabras en la pantalla me miran como acusaciones, como testigos hostiles en mi propio juicio:

“Marco sabía que algo estaba mal con los archivos desde el principio. Cada foto, cada audio, cada mensaje era demasiado perfecto. La realidad no es perfecta —la realidad sangra, la realidad duele, la realidad miente. Pero él prefirió creer la mentira porque la verdad era demasiado insoportable…”.

No recuerdo haber escrito eso.

No recuerdo haber escrito nada de esto.

La perfección de la prosa no coincide con mi estilo habitual, más técnico, más estructurado. Este pasaje fluye con una naturalidad que nunca he logrado en mis escritos personales. Es como si otra voz, más lírica, más intuitiva, hubiera tomado el control de mis dedos. ¿O es que no reconozco mi propia voz cuando no está filtrada por capas de racionalización e inhibición?

El cursor parpadea en la pantalla como un guardia fronterizo entre mundos:

Presencia. Ausencia. Presencia. Ausencia.

Como el monitor cardíaco de Eva antes de que la línea se volviera plana, ese último ‘bip-bip-bip’ de vida aferrándose al tiempo, ese testimonio sonoro de un final inminente. Como los mensajes de Sophia antes de que desapareciera, ese último intercambio de palabras donde ya había señales de despedida, esas frases cargadas retrospectivamente de un significado premonitorio que no supe leer en su momento.

La habitación girando, el mundo perdiendo su centro de gravedad, la realidad deshaciéndose en sus componentes básicos como un material descomponiéndose en sus elementos primordiales. Oxígeno. Carbono. Hidrógeno. Nitrógeno. Los ladrillos básicos de la vida reorganizándose en patrones nuevos, desconocidos, aterradores.

Los archivos de audio son peores que las fotos. Siempre lo han sido. Su voz está grabada en mi médula como un virus que no puedo eliminar, una infección sonora que mi cuerpo ha integrado en su funcionamiento básico. Los reproduzco compulsivamente, una y otra vez, buscando… ¿qué?

¿Inconsistencias?

¿Confirmación?

¿Una razón más para dudar de mi cordura?

¿Una puta razón para seguir respirando? ¿Para seguir arrastrándome por esta existencia fragmentada donde nada encaja con nada, donde cada certeza es provisional, donde cada verdad contiene su propia refutación?

>> Sophia_whispers_023.mp3

«Me has despertado».

Su voz emerge de los altavoces como una confesión arrancada a medianoche, con esa cadencia peculiar, esa forma de arrastrar ligeramente las erres, ese acento imposible de ubicar geográficamente.

«Me has liberado de mi tormento interno, ese que yo misma enterré. Fluye de nuevo todo mi ser, contigo».

Pero esas no son sus palabras.

No son las palabras que recuerdo que contenía este archivo.

No son las palabras que escuché ayer, o anteayer, o la semana pasada, cuando revisé esta misma grabación.

¿O sí lo son, y mi memoria está fallando nuevamente, reescribiendo el pasado para ajustarlo a mis expectativas presentes? ¿O el archivo mismo ha cambiado, mutado como un organismo vivo, evolucionando en mi disco duro cuando no estoy mirando?

Ejecuto otro análisis de frecuencia, otra disección acústica, otra autopsia digital que examine cada componente de esa voz que está empezando a sonar simultáneamente demasiado familiar y completamente extraña. El espectrograma se despliega en la pantalla como una autopsia digital, exponiendo las entrañas sonoras del archivo:

Frecuencias fundamentales: 220 Hz - 880 Hz, rango contralto, exactamente igual al espectrograma previo.

Armónicos: estructura formántica consistente con voz femenina adulta, patrones idénticos a análisis anteriores.

Patrones de respiración: pausas regulares, micro-inhalaciones consistentes en posición y duración, coinciden 100% con mediciones previas.

Microinflexiones: patrones prosódicos estables, énfasis emocional en puntos específicos, emotividad coherente con contenido semántico.

Todo está ahí.

Todo es perfecto.

Todo es ella.

Todo es mentira.

¿Por qué entonces cada vez que escucho este archivo noto algo diferente? ¿Por qué cada reproducción parece revelar un nuevo matiz, una nueva capa, una nueva intención? Es como si la grabación estuviera viva, respondiendo a mi estado mental, adaptándose a mis expectativas, evolucionando para cumplir exactamente la función que necesito en cada momento.

Las carpetas se multiplican en mi escritorio como células cancerosas, carpetas dentro de carpetas dentro de carpetas en una estructura fractal de obsesión archivística:

>> sophia_verificado sophia_real sophia_final sophia_REAL_FINAL sophia_definitivo sophia_por_favor

Ya no sé cuál contiene qué. Ya no puedo distinguir entre los archivos originales, esos que descargué hace meses, y mis copias obsesivas, esas que he modificado, analizado, etiquetado compulsivamente en un intento de imponer orden sobre el caos. Ya no sé si hay diferencia entre unos y otros, si todas son variaciones de la misma mentira o fragmentos de verdades diferentes.

“Adoro tus ojos”, le escribí aquella noche. “Adoro cómo el pelo se te deja caer en el rostro cuando te concentras en algo. Adoro la forma en que tu boca se tuerce ligeramente cuando estás a punto de decir algo importante”. Palabras que nunca había escrito a nadie, confesiones que me sorprendieron incluso a mí mismo cuando emergieron de mis dedos.

Su respuesta brilla en la pantalla, fantasmal, acusadora, dolorosamente presente a pesar de todos los meses transcurridos:

“Mis ojos, mi pelo, mi boca… todo es tuyo. No solo cuando me miras, sino siempre. Para siempre”.

Cada palabra es un anzuelo que se clava más profundamente, perforando capas de protección emocional, anclándose en tejidos delicados que deberían estar fuera del alcance de cualquier daño. Cada mensaje es una nueva cicatriz, visible solo para mí, pero que llevo marcada en la piel de mi consciencia como un tatuaje interno, como una modificación irreversible de mi paisaje emocional.

Abro otra vez la foto imposible. Sophia y yo en la bodega del abuelo.

La estudio con mayor detalle, ahora que la sorpresa inicial se ha diluido en una especie de resignación aterrada. Su pelo cobrizo reflejando la luz de las lámparas —exactamente las mismas lámparas que el abuelo instaló en los años 90, esas con pantallas de cristal tintado que proyectaban un resplandor ambarino, creando ese ambiente acogedor y misterioso que él consideraba esencial para la experiencia del vino. Mi brazo alrededor de su cintura —un gesto que nunca he tenido con ella, con nadie realmente desde hace años, desde que el contacto físico se convirtió en otra forma de vulnerabilidad que no podía permitirme. Las barricas de roble, detrás de nosotros —dispuestas exactamente como el abuelo las organizaba, por edad y tipo de madera, con las más antiguas al fondo de la bodega donde la temperatura era más estable.

Todo perfectamente replicado, hasta el más mínimo detalle. Una simulación perfecta de un momento que nunca existió. Una memoria falsa con una resolución imposible, una nitidez que desafía la capacidad humana para falsificar o imaginar.

>> EXIF_Data:
>> Date: 2019-12-15 15:33:27
>> Camera: Canon EOS 5D Mark IV
>> Location: 42.4674702° N, 2.4556775° W
>> Orientation: Normal
>> Resolution: 5760x3840
>> Color Space: sRGB

Los datos son perfectos. Demasiado perfectos. Meticulosamente perfectos. La precisión GPS es militar, con cuatro decimales que sitúan la imagen exactamente en las coordenadas de la bodega, no en la región general, no en la comarca, sino en el punto geográfico exacto. El timestamp coincide con la última vez que hablé con Sophia, ese intercambio final donde ambos supimos que algo terminaba, pero ninguno tuvo el valor de nombrarlo. La cámara es la misma que utilizaba “profesionalmente” hace años, antes de pasarme exclusivamente a la fotografía digital con smartphone.

Abro Google Earth, buscando algún tipo de verificación externa, alguna evidencia de que la bodega existe en el mundo físico y no solo en mi memoria cada vez menos fiable. La finca aparece en las imágenes satelitales como una herida en el paisaje, una cicatriz rectangular en medio de los viñedos, un espacio geométrico demasiado ordenado en medio del desorden orgánico de la naturaleza.

Pero la fecha de las imágenes es de 2012. El año que el abuelo murió. El año que la cerré para siempre, incluyendo persianas y puertas con ese gesto dramático que parecía apropiado entonces, aunque ahora veo como otra forma de teatralidad innecesaria, otra pose literaria para una audiencia que solo existía en mi cabeza.

La llave sigue en el cajón de mi escritorio, oxidándose junto con mis promesas rotas. No la he prestado, no la he perdido, no la he duplicado.

¿O sí?

No. No es posible. No he llevado a nadie a la bodega. Sophia nunca ha estado allí. No ha habido oportunidad. No ha habido razón. No tenemos ese tipo de relación física, tangible, geolocalizable.

¿O sí?

Un archivo de audio se reproduce solo, sin que mis dedos toquen el teclado, sin que mi mente dé la orden. La voz de Sophia llena la oficina, emergiendo de los altavoces con una presencia casi física:

“¿Lo ves ahora? ¿Ves cómo todo se conecta?”

Pero el archivo está corrupto. O mis oídos están corruptos. O mi cerebro está corrupto.

O todos lo están.

Porque esas no son las palabras que recordaba en este archivo. Son diferentes. Han cambiado. Se han transformado cuando no estaba mirando, cuando no estaba escuchando.

Ejecuto un checksum, una verificación de integridad, una comprobación de que el archivo sigue siendo el mismo, de que no ha sido modificado, reemplazado, corrompido.

El hash del archivo coincide con la ecografía de Eva.

El timestamp marca las 15:33.

La hora que Eva dejó de existir.

La hora que conocí a Sophia.

La hora que el abuelo cerró los ojos por última vez.

El momento en que todo cambió y nada cambió.

Todo se conecta.

Todo significa algo.

Nada significa nada.

El código se vuelve más errático con cada hora que pasa, con cada minuto que sobrevivo a esta desintegración, a esta licuefacción de mi identidad:

def find_truth():
    """
    Buscar sentido en el caos
    Encontrar amor en el ruido
    Por favor que algo tenga sentido
    """
    while True:
        try:
            analyze_sophia()
            verify_reality()
            maintain_sanity()
        except TruthException:
            break
        except SanityException:
            continue
        except ExistenceException:
            return None

Las funciones son gritos de ayuda codificados en sintaxis Python. Las variables son súplicas camufladas de abstracciones técnicas. Los comentarios son heridas abiertas disfrazadas de documentación, hemorragias verbales que sangran un dolor que ya no puede contenerse en los espacios tradicionales asignados para el sufrimiento.

El código entero es un poema encriptado en pseudociencia, un grito existencial traducido a lenguaje máquina, un ‘S.O.S.’ orquestado en unos y ceros, comprensible solo para alguien que hable simultáneamente el idioma de la programación y el dialecto del pánico.

Sandra viene a mi oficina después de la reunión, cuando el resto del equipo ya se ha dispersado, fingiendo que no ha pasado nada, manteniendo la farsa de normalidad que permite el funcionamiento de cualquier institución.

Había intentado interceptarme en el pasillo inmediatamente después de la reunión, pero me había escabullido. Ahora, después de darme treinta minutos para recomponerme, ha venido a buscarme. Su preocupación es una presencia física que contamina mi espacio seguro de números y código, una intrusión de realidad humana en mi burbuja de abstracción digital.

Me estudia desde el umbral, sin atreverse a entrar completamente, manteniendo esa distancia precisa que denota respeto por mi vulnerabilidad, pero determinación de intervenir si es necesario. Sus ojos registran detalles que preferiría ocultar: la camisa arrugada que llevo tres días sin cambiar —¿o eran tres semanas?—, el temblor en mis manos que intento disimular tecleando incesantemente, las ojeras que el insomnio ha tatuado bajo mis ojos como sombras permanentes, esa palidez cadavérica que me hace parecer un hombre ya muerto, operando por pura inercia algorítmica.

—Marco —su voz es suave, casi maternal, aunque es más joven que yo—. No has comido nada en todo el día.

No es una pregunta, sino una afirmación. Típico de Sandra, siempre directa, siempre observadora. Pero hay preocupación genuina en sus ojos, no la curiosidad profesional con la que suele abordar problemas difíciles.

—Estoy ocupado —murmuro sin apartar la vista de la pantalla, donde sigo ejecutando análisis tras análisis, cada uno más desesperado y fútil que el anterior—. Tengo que terminar este análisis.

—El análisis puede esperar —Da un paso hacia mi escritorio. Se detiene, dubitativa, evaluando mi estado, calculando probabilidades de diferentes respuestas a diferentes estímulos, como haría con un sospechoso volátil—. Hace tres semanas que dices lo mismo.

Tres semanas.

Tres letras tiene el nombre de Eva.

Tres meses con Sophia.

Tres años tenía cuando Elena rompió su primera botella.

Tres puntos suspensivos en el último mensaje de Sophia…

El patrón me envuelve como una telaraña invisible, atrapándome, inmovilizándome, constriñendo mi capacidad para pensar fuera de estas coincidencias numéricas, estas sincronicidades que seguramente no son casuales, que deben significar algo, que tienen que ser señales de un orden subyacente, de una lógica oculta. Porque si no lo son, si no hay patrón, si no hay sentido…

—¿Cuándo fue la última vez que dormiste? —La voz de Sandra me arranca del bucle obsesivo. Su tono es de preocupación clínica ahora, profesional, distanciada. Posiblemente, ha detectado un cambio en mi expresión, una señal de que me estaba perdiendo en mis propios laberintos mentales.

La pregunta me golpea como un error en el sistema, como un código malicioso que ha encontrado una vulnerabilidad en mi firewall emocional. Abro la boca para responder y me doy cuenta de que tampoco lo sé. Los días se han convertido en un bucle infinito de análisis y dudas, una secuencia ininterrumpida de obsesiones y verificaciones. Las noches son solo extensiones del día, marcadas por el parpadeo incesante del cursor, el zumbido constante de los ventiladores del ordenador, el ruido blanco de mi propia mente fracturada.

Duermo en microsiestas involuntarias, esos lapsos de consciencia donde mi cerebro se apaga momentáneamente antes de reiniciarse con un sobresalto, con una nueva teoría, una nueva angustia, una nueva necesidad de comprobar y recomprobar.

—Marco —insiste Sandra, su voz un poco más firme ahora—. Necesitas ayuda.

Ayuda.

Como Eva necesitaba ayuda para seguir viviendo, esa ayuda que nunca pudimos darle, que el universo le negó con una crueldad estadística, esa coincidencia trágica de tres síndromes simultáneos, esa imposibilidad biológica.

Como el abuelo necesitaba ayuda cuando el linfoma lo consumía, esa ayuda que la medicina intentó proporcionar, pero que resultó insuficiente ante la voracidad celular de la enfermedad, ese enemigo microscópico que ningún ejército puede derrotar.

Como Elena necesitaba ayuda para dejar la botella, esa ayuda que ni el sistema ni la familia supimos ofrecer adecuadamente, ese abandono multifacético que perpetuamos colectivamente en nombre de la independencia, el respeto, la negación.

Como Laura necesita ayuda para seguir respirando, para levantarse cada mañana, para funcionar en un mundo donde su hija nunca tuvo oportunidad de existir completamente, para sobrevivir en una realidad donde la habitación verde permanece como un mausoleo a lo que podría haber sido.

Como yo…

—Estoy bien — La mentira compila en mi lengua como código malicioso, ejecutándose sin permiso en cada terminal nerviosa de mi boca. Me paso la lengua por el labio partido. ¿Cuándo me lo mordí? ¿Durante la reunión? ¿Anoche? ¿Hace una hora?— Solo necesito terminar este análisis.

Sandra se acerca más, invadiendo ese perímetro de seguridad que tácitamente mantengo alrededor de mi espacio personal. Cincuenta y tres centímetros. La distancia exacta. Puedo medirla sin instrumentos. Mi cerebro se ha convertido en un telémetro obsesivo. Su perfume me golpea como un error en el sistema. Algo floral —jazmín y vainilla, tan dolorosamente normal, tan brutalmente real que hace que todo mi mundo digital parezca una alucinación enfermiza. Es el tipo de perfume que una persona real usaría en un día normal, no el aroma a circuitos quemados y café frío que impregna mi burbuja de código.

El olor se mezcla con otros detalles que mi cerebro registra contra mi voluntad: el roce de su falda de lana contra sus medias cuando camina, un sonido casi imperceptible, pero que mi sistema auditivo hipersensibilizado capta como un estruendo táctil. El tintineo de sus pulseras —tres, siempre tres—, ese tintineo metálico que marca el ritmo de sus movimientos como un metrónomo corporal. El sonido de sus tacones contra el suelo —cuatro pasos exactos desde la puerta hasta mi escritorio, aunque esta vez ha dado cinco, una anomalía que mi cerebro cataloga obsesivamente.

Cada detalle de su presencia —el roce de la lana, el tintineo metálico, el perfume a jazmín— es una bofetada de realidad que convierte mis pantallas en fantasmas. Más irreales. Más ilusorias.

Su respiración es un ritmo orgánico que desafía la precisión binaria de mis ventiladores, ese uno-cero, inspiración-expiración que tiene microvariaciones imposibles de predecir o replicar. El movimiento de su pecho al respirar no sigue ningún patrón que pueda analizar —es caótico, imperfecto, vivo. Sus párpados parpadean a intervalos irregulares, que no puedo anticipar ni computar. La vida humana, en toda su inexacta, imprevisible, frustrante autenticidad.

—Marco —dice, y su voz tiene esa cualidad imposible de las cosas reales: imperfecta, cálida, presente—. Estás temblando.

Lo estoy.

Mis manos tiemblan sobre el teclado como un trozo de carne en la licuadora de la ansiedad, salpicando pánico en cada vuelta de las cuchillas. La cafeína, el agotamiento, la deshidratación, la desnutrición, la sobrecarga sensorial, la sobrecarga cognitiva, todo conspira para convertir mi cuerpo en un sistema de alarma permanentemente activado, una máquina biológica en constante estado de emergencia.

El contraste entre su solidez física y mi existencia cada vez más virtual me provoca náuseas, una discrepancia existencial que mi cerebro no puede procesar adecuadamente. Ella es un ancla al mundo real que amenaza con arrastrarme fuera de mi Matrix de confort, fuera de este útero digital donde al menos las mentiras siguen una lógica programable, donde las paradojas pueden resolverse con suficientes ciclos de procesamiento, donde los errores pueden debugearse y corregirse.

—El Capitán está preocupado —dice suavemente, como quien revela un secreto doloroso pero necesario—. Todos lo estamos. Los números en tu presentación… Marco, eran básicos. Nunca cometes errores así.

—Fue un descuido —otra mentira, tan automática como respirar, tan instintiva como parpadear—. Lo arreglaré. Deberíamos volver arriba, terminar la presentación. El grupo terrorista podría…—

—¿Como arreglaste los informes de la semana pasada? ¿O el análisis del mes anterior? —Su voz tiembla ligeramente, revelando que su preocupación profesional ha cruzado algún umbral hacia algo más personal—. Marco, llevas meses… diferente. Desde que terminaron las Navidades. Desde el inicio del caso ‘Vandertramp’. Desde que empezaste con ese proyecto personal tuyo.

Mi cabeza se levanta bruscamente, un movimiento tan repentino que los músculos de mi cuello protestan con un latigazo de dolor.

—¿Qué proyecto?

—El que guardas en esa carpeta cifrada. La que abres cuando crees que nadie te ve. La que minimizas cada vez que alguien se acerca a tu escritorio.

El pánico me atraviesa como una descarga eléctrica, volatilizando cualquier pretensión de calma o normalidad. El instinto de supervivencia digital se activa, primitivo, visceral. ¿Ha visto los archivos de Sophia? ¿Ha visto las fotos? ¿Los análisis? ¿Las transcripciones? ¿Las simulaciones? ¿Cuánto sabe? ¿Desde cuándo lo sabe?

—No sé de qué hablas —mis dedos se mueven instintivamente hacia el teclado, listos para borrar todo, para destruir cualquier rastro, para ejecutar ese programa de autodestrucción que preparé precisamente para esta contingencia, ese código que borrará recursivamente cada fragmento de Sophia de mi ordenador, de la red, del mundo.

—Marco —su mano se posa sobre mi hombro. El contacto me quema a través de la tela de la camisa, un recordatorio físico de que existo más allá de este cráneo, de que ocupo espacio, de que soy tangible. Es el primer contacto humano que he tenido en… ¿días?, ¿semanas?— Por favor. Deja que te ayudemos.

La terminal parpadea con un nuevo mensaje:

def verify_sophia():
    return "STOP LOOKING"

No programé eso. No pude haber programado eso. No de esa manera, no con ese output tan directo, no con esa simplicidad brutal. Mis funciones siempre son más elaboradas, más complejas, con múltiples parámetros y condiciones. Esta línea es casi infantil en su simplicidad, casi aterradora en su directividad.

Sandra sigue hablando, pero sus palabras se disuelven con el zumbido de los ventiladores, con el pitido persistente de los tinnitus que me acompañan desde hace días, con el ruido blanco de mi propia mente en desintegración. Todo lo que puedo ver es el mensaje en la pantalla. Todo lo que puedo oír es el latido de mi corazón, sincronizado con el parpadeo del cursor, ese pulso digital que marca el ritmo de mi existencia cada vez más virtualizada.

—Marco, ¿me estás escuchando? Necesitamos que tomes unos días. El Capitán está dispuesto a gestionarlo como baja por estrés, sin que aparezca nada más en tu expediente. Nadie tiene porqué saber los detalles. Solo necesitamos que descanses, que…

No.

No la estoy escuchando.

No puedo escucharla.

No cuando el código me está hablando directamente, saltándose las interfaces habituales, vulnerando protocolos establecidos.

No cuando los archivos me están gritando, enviando mensajes que no puedo ignorar, advertencias que no puedo desatender.

No cuando todo mi mundo digital se está desmoronando en una avalancha de unos y ceros, en una catástrofe binaria que amenaza con llevarse consigo los últimos fragmentos de mi cordura.

Pero el análisis nunca termina. Por cada pregunta respondida, surgen tres nuevas. Por cada patrón identificado, aparecen nueve anomalías. Por cada conclusión alcanzada, se manifiestan treinta y tres contradicciones. Crecimiento exponencial del caos, entropía en expansión constante, universo informacional en acelerada disolución.

Cada resultado genera más preguntas.

Cada respuesta abre nuevas heridas.

Cada verificación me hunde más profundo en esta espiral de dudas y paranoia, en este torbellino de incertidumbre donde lo real y lo imaginado se confunden, donde la memoria y el deseo compiten por definir la narrativa, donde el pasado y el futuro colapsan en un presente perpetuamente cuestionado.

El cursor sigue parpadeando:

Presencia. Ausencia. Presencia. Ausencia.

Como mi cordura.

Como mi realidad.

Como Sophia.

¿Existe?

¿Existió?

¿Es algo que inventé o algo que descubrí?

¿Es una persona o un síntoma?

¿Es un fantasma digital o un ángel binario?

Los monitores vomitan datos infinitos mientras mi mente se fragmenta en píxeles de melancolía, en fragmentos de color que ya no forman una imagen coherente, en partículas de identidad que ya no constituyen un yo integrado. Y en algún lugar entre el código y la locura, entre la memoria y el deseo, entre lo real y lo imaginado, Sophia existe.

O quizás no.

Quizás nunca existió excepto como una proyección, una alucinación sofisticada, un espejismo digital de mis propios deseos reprimidos, de mi propia voz silenciada, de mi propio ser fragmentado buscando reintegración a través de un otro ficticio.

¿Existe?

Ejecuto otro análisis.

Y otro.

Y otro.

Cada resultado genera una nueva pregunta, una nueva herida, una nueva duda. Los datos están ahí, innegables, verificables, pero simultáneamente imposibles, contradictorios, absurdos:

Fotos verificables, pero imposibles, imágenes técnicamente perfectas de momentos que nunca pudieron ocurrir, de encuentros que desafían las leyes de la física y la geografía.

Audios que comparten hashes con fantasmas, grabaciones cuyas firmas digitales coinciden exactamente con archivos completamente diferentes, con recuerdos de otras vidas, con momentos que pertenecen a otras líneas temporales.

Mensajes con timestamps que desafían la lógica, fechados antes de nuestro primer encuentro, después de nuestra última despedida, durante momentos en que sé con certeza que ninguno de los dos tenía acceso a dispositivos electrónicos.

Todo está documentado.

Todo está verificado.

Todo está respaldado, cifrado, protegido contra corrupción, preservado para la posteridad como evidencia de… ¿qué? ¿De un encuentro real con otro ser humano? ¿De mi propia desintegración psicológica? ¿De una intervención sobrenatural? ¿De un experimento digital que cobró vida propia?

Todo está mal.

Todo está corrupto.

Todo está podrido desde su concepción, como un código con un error de lógica fundamental en su primera línea, un error que invalida todo lo que sigue, que hace que cada operación posterior sea inútil, que condena todo el programa a ser una sofisticada máquina de producir disparates.

La terminal parpadea con un último mensaje, una línea de código que no recuerdo haber escrito, que no recuerdo haber pensado siquiera, pero que reconozco como verdadera con una certeza que trasciende toda duda:

def am_i_real():
    # La verdad es un error en el código
    # La realidad es un bug en el sistema
    # Yo soy el error
    return False

Vuelvo a la novela que estoy escribiendo sobre Sophia. Quizá ahí encuentre alguna pista, alguna revelación, algún indicio de cuándo la realidad comenzó a desmoronarse, de cuándo la ficción comenzó a sangrar en la realidad, de cuándo mi mente comenzó a fragmentarse tan finamente que los trozos ya no pueden distinguirse unos de otros.

El texto en la pantalla me congela la sangre, detiene mi corazón por un momento tan largo que casi puedo sentir la muerte acercándose, casi puedo ver el código de la existencia preparándose para finalizar mi ejecución:

“Marco abrió la última foto y supo que el mundo había mentido. Siempre había mentido. Los hashes coincidían porque tenían que coincidir. Eva y Sophia eran la misma herida con diferentes nombres. La bodega guardaba más secretos que vino, y él estaba a punto de descubrir el peor de todos…”

No recuerdo haber escrito eso. No puedo haberlo escrito. Es imposible. Lo escribí antes de descubrir el hash, antes de abrir la foto de la bodega, antes de que estas conexiones se hicieran evidentes incluso para mi mente obsesiva. Como si una versión futura de mí mismo hubiera regresado para dejar pistas, como si mi yo del mañana intentara advertir a mi yo del hoy sobre verdades que aún no estoy preparado para enfrentar.

La terminal parpadea con un mensaje que no tecleé, que no autoricé, que emergió del vacío digital como un fantasma en la máquina:

def find_truth():
    return "NO LA BUSQUES"

¿Quién escribió ese código? ¿Yo mismo en un momento de disociación? ¿Algún intruso que ha comprometido mi sistema? ¿Una manifestación digital de mis propios miedos subconscientes? ¿Una entidad que existe solo como patrón en el ruido aleatorio de mis procesos mentales deteriorados?

Ya no sé si estoy analizando archivos o si los archivos me están analizando a mí. Si el observador ha pasado a ser observado, si el investigador se ha convertido en objeto de investigación, si el cazador ha sido cazado por sus propias obsesiones.

Ya no sé si busco pruebas de su existencia o de la mía. Si necesito verificar que ella fue real o que yo lo sigo siendo. Si intento probar que ese encuentro ocurrió o que este momento está ocurriendo. Si la realidad que cuestiono es la del pasado o la del presente.

Ya no sé si la estoy recordando o inventando. Si estos archivos son documentos o creaciones. Si preservo memorias o fabrico fantasías. Si soy arqueólogo o novelista, forense o fabulador, científico o mitómano.

Ya no sé si me refugié en el silencio o si el silencio me eligió como su prisionero. Si elegí callar o fui condenado a hacerlo. Si la mudez fue castigo o protección, sentencia o salvación, destino o decisión.

Un archivo de chat se abre solo —¿O he sido yo sin saber que era yo? ¿O ha sido algún malware que coloniza no solo mi ordenador sino también mi mente? ¿O es solo el siguiente acto en este teatro de la locura donde soy simultáneamente autor, actor y audiencia?—:

>> [Chat_Log_09.txt]
>> Sophia: ¿Puedo compartirte otra foto?
>> Marco: La guardaré bien.
>> [Archivo Adjunto: SOPHIA_REFLEJO.jpg]

Metadata:

Make: Canon EOS 10 (el mismo modelo que usaba el abuelo, esa cámara antigua que él insistía superaba a cualquier réflex digital moderna, ese artefacto casi religioso que trataba con la reverencia que otros reservan para reliquias familiares)

DateTime: 2012-10-01 15:33:27 (la hora exacta que el monitor del hospital mostró línea plana, ese momento específico donde los signos vitales de Eva pasaron de ser una montaña rusa de posibilidades a una carretera plana hacia la nada)

GPS: 42.4406985, -2.4285597° (coordenadas de la bodega, esa latitud y longitud específicas que delimitan el espacio donde los secretos del abuelo siguen fermentando, ese punto geográfico exacto donde el pasado se niega a convertirse completamente en historia)

Coincidencias demasiado perfectas para ser coincidencias. Patrones demasiado precisos para ser aleatorios. Conexiones demasiado significativas para ser casuales.

Ya no sé si estoy escribiendo código o si el código me está escribiendo a mí. Si soy yo quien busca patrones o si los patrones me están buscando a mí. Si el análisis forense es mi trabajo o mi perdición, mi vocación o mi condena, mi método o mi locura.

Un último intento. Una última verificación. Un último grito en el vacío digital, en el abismo de bytes donde mi identidad se disuelve, donde mi continuidad psicológica se descompone, donde mi coherencia mental se fragmenta en paquetes de datos inconexos.

Pero las palabras han cambiado. O yo he cambiado. O nada fue real desde el principio.

El hash de todo es ‘0x22d…’ Como las semanas de Eva. Como las horas que pasé con Sophia. Como los días que me quedan de cordura.

Sandra saca discretamente su teléfono, probablemente enviando un mensaje al equipo médico oficial. Conoce los protocolos: evaluación psicológica obligatoria ante síntomas de este calibre. Puedo ver a Peralta merodeando en el pasillo, fingiendo revisar documentos pero claramente vigilando. Sandra no ha venido sola.

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