Prólogo: Primera incisión
Respiro.
La primera dosis de Diazepam 10 mg se derrite bajo mi lengua como una hostia profana.
No la trago.
La dejo disolver lentamente. Su química corrosiva infecta cada papila gustativa. Sabor a metal oxidado. A promesas rotas. A dolor administrado, perfectamente dosificado.
El sistema funciona. El silencio funciona. La química funciona.
¿O no?
—Te esperaré en el infierno —me susurra el diablo desde algún rincón de mi cerebro. Químicamente controlado. Siempre controlado.
—Me gusta el café caliente —le contesto al cabrón, sabiendo que solo yo escucho su risa.
Siento cómo el Diazepam derrite las esquinas afiladas de mi conciencia. Fragmento a fragmento. Como las grapas que me arrancaron del omóplato.
Cincuenta y cuatro grapas.
Las conté. Meticulosamente. Una a una. Escuchando el tintineo metálico cuando caían en el recipiente de acero inoxidable. Sonaban como las llaves de la bodega del abuelo. Como las botellas que mi madre escondía bajo el fregadero.
Como las pastillas que ahora controlo con la misma precisión farmacológica.
Esta es mi verdad química:
Tomo medicación no para adormecer el dolor. Para poder experimentarlo en dosis controladas. No para escapar de mi naturaleza. Para poder habitarla sin destruirme completamente.
La medicación no me anestesia. Me permite ser Marco en horarios programados. Sentir lo que necesito sentir cuando estoy preparado para sentirlo.
Autocastigo científico. Dolor calibrado. Sufrimiento con horario de oficina.
Puedo sentir cómo me destroza, pero desde una cabina de observación. Soy científico de mi propio dolor. Ingeniero de sonido de mi propia desintegración.
Las señales preliminares aparecen como un electrocardiograma de mi descomposición controlada:
Sudor frío empapando la base de mi columna. Hormigueo eléctrico en las extremidades. Pulso martilleando contra mis tímpanos.
Código Morse de una emergencia que llevo más de dos décadas ignorando.
Este temblor interno es la obertura. Perfectamente calculada. El preludio exacto para una noche de escritura bajo influencia meticulosamente calibrada.
La cicatriz del cáncer en mi omóplato derecho arde. Como si el bisturí estuviera cortando de nuevo. Ahora. En este momento.
Lo que no sé. Lo que no puedo saber. Es que estoy a punto de desintegrarme.
Todo este sistema que construí meticulosamente durante más de veinte años muestra grietas que ya no puedo ignorar. Como un código sobrecargado de excepciones no controladas.
No es un acto desesperado. Es una elección calculada.
No busco el olvido. Solo quiero controlar cuándo y cómo me rompo. Dosis exactas de mi propio infierno. Administradas con la precisión de un reloj suizo.
Como un técnico de sonido ajustando niveles: suficiente para sentir, no tanto como para desmoronarme.
La química no es mi escape. Es mi forma de decidir exactamente cuánto de mí mismo estoy dispuesto a experimentar en cada momento.
Automutilación sofisticada. Medicalizada. Socialmente aceptable. Con DNI y firma médica que justifica cada desgarro autoinfligido: lo administro con la disciplina de un verdugo que cobra por hora.
Cada pastilla es un verso que no puedo escribir. Entre el Stilnox y el silencio, un territorio que solo conocen los que han mapeado su propio infierno con meticulosidad farmacológica.
Es más peligroso. Es más honesto. Es más real.
La exactitud del ritual químico no es diferente a la métrica de un soneto: Ambos exigen una estructura rigurosa, donde cada elemento debe ocupar su lugar preciso. Versos medidos. Líneas de código impecables. Pastillas perfectamente administradas.
La misma búsqueda desesperada de contener el caos en estructuras que puedan soportarlo. Trauma con protocolo. Sangrado controlado por software.
Debo advertirte ahora. Mientras aún conservo suficiente lucidez química:
Lo que encontrarás en estas páginas no es literatura.
Es una autopsia cerebral en tiempo real. Ejecutada sin anestesia. Por un forense que disecciona su propio tejido neuronal con la misma metodología que aplica a los sistemas infectados que analiza profesionalmente.
Un desmembramiento metódico de los mecanismos de supervivencia que me han mantenido funcionalmente muerto durante más de dos décadas.
Esta no es una experiencia estética. Es un traumatismo craneal convertido en sintaxis quebrada. Es cibercrimen psicológico autoinfligido.
Los datos forenses no mienten. Pero yo sí.
He mentido sistemáticamente durante más de veinte años. Con la misma precisión que empleo para detectar intrusiones en sistemas ajenos.
A mi esposa que limpia obsesivamente la habitación verde donde nuestra hija nunca llegó a dormir. Que me mira como si pudiera arreglarme. Como si quisiera. A veces le dejo intentarlo. Luego construyo otro muro, otro código, otra dosis. Porque su esperanza es más dolorosa que mi silencio.
A mis hijos que han heredado mis obsesiones como otros heredan rasgos faciales o color de ojos.
A mis superiores que valoran mi exactitud analítica sin comprender que es solo otra manifestación del mismo virus que me consume.
A mí mismo. Cada vez que he afirmado “estoy bien” mientras calculaba miligramos de evasión controlada.
Cada conversación es un procedimiento de seguridad:
—¿Estás bien? —pregunta cualquiera.
[Lo que quieren decir: Me preocupas]
[Lo que yo escucho: Detectan vulnerabilidad]
[Lo que todos callamos: Nadie está bien realmente]
—Estoy bien —respondo automáticamente.
[Lo que quiero decir: Me estoy desangrando por dentro]
[Lo que ellos escuchan: Otra puerta cerrándose]
[Lo que todos sabemos: Esta es la mentira fundacional de cada familia]
—Si necesitas algo… —se ofrecen, alejándose ya.
[Lo que quieren decir: No sé cómo ayudarte]
[Lo que yo escucho: Agradecimiento por no complicarles la vida]
[Lo que significa realmente: Ambos preferimos esta distancia cómoda]
Este es el código binario de toda conexión humana:
Ofrecer sin esperar que acepten. Rechazar fingiendo autosuficiencia. Todos interpretando el mismo guion heredado generación tras generación.
Mi trabajo consiste en proteger. En detectar amenazas. En prevenir daños.
SISTEMA DEFENSIVO PERFECTO.
Qué puta broma.
Durante años he aplicado esa misma lógica enferma a mi vida personal: Protegerme de cualquier exposición como si mi interior fuera material radiactivo. Detectar posibles fuentes de humillación antes de que me toquen. Antes de que me MIREN. Prevenir daños emocionales construyendo refugios químicos donde ni yo mismo puedo acceder a lo que queda de mí.
He convertido mi cerebro en un puto firewall paranoico. Bloqueando conexiones. Rechazando intrusiones. Filtrando cada input emocional como si fuera malware potencial. Hasta que el sistema se ha quedado tan aislado que solo puede comunicarse consigo mismo en un bucle de retroalimentación tóxica.
He construido un búnker químico como otros construyen refugios nucleares: Meticulosamente. Paranoicamente. Con mecanismos de seguridad redundantes. Con la certeza absoluta de que la radiación exterior me destruiría si permitiera una sola fisura en el sistema.
Protocolo sobre protocolo sobre protocolo.
Y ahora que las paredes se desmoronan como un archivo corrupto irrecuperable, solo queda esta confesión tecleada con dedos que ya no reconozco como propios.
¿Cuántas amenazas he neutralizado? ¿Cuántas falsas alarmas? ¿Cuánta vida he dejado fuera por miedo a que me infectara con algo peor que esta muerte controlada?
No esperes redención. No esperes epifanías transformadoras. No esperes un final que reorganice mis fragmentos en un todo coherente.
La integración, si existe, es solo otro algoritmo imperfecto ejecutándose en un sistema operativo corrupto desde su instalación original.
Mis piezas rotas no encajarán limpiamente por muchas terapias que apliques. Por muchas drogas que administres. Por muchas metáforas curativas que emplees. Por muchos parches de seguridad que instales.
Este libro es una amenaza directa contra tu propio firewall personal:
Si me lees con atención suficiente, comenzarás a contarte de otra manera.
Si me escuchas de verdad, no podrás seguir ignorando tus propios silencios autoimpuestos. Tus propias pastillas metafóricas. Tus propios protocolos de evitación.
Si me sigues hasta el final de esta desintegración, tendrás que cuestionar cada mecanismo de supervivencia que has programado en tu propio sistema como protección contra verdades que sabes imposibles de procesar sin fallos críticos del sistema.
Algunos gilipollas bienintencionados afirmarán que esto es ficción elaborada. Una construcción literaria. Una exageración de estados mentales que no podrían existir realmente con esta intensidad.
Ellos son los verdaderos enfermos: Los que han construido una realidad esterilizada donde el dolor real es siempre una metáfora. Donde el sufrimiento es siempre una hipérbole. Donde la fragmentación es siempre un recurso estilístico en lugar de una condición existencial. Donde el trauma es contenido multimedia, no experiencia vivida.
Te ofrezco estos fragmentos como quien entrega los restos de un naufragio a la compañía de seguros:
No para ser rescatado. Es demasiado tarde para eso. Sino como evidencia forense de que alguna vez existió una nave.
De que alguna vez hubo un hombre llamado Marco que creyó que el silencio era una fortaleza inexpugnable contra el caos.
Un hombre que convirtió cada verso no escrito en una pastilla exactamente dosificada.
Un hombre que fue poeta, analista, esposo, padre, hijo, y nunca ninguna de esas cosas simultáneamente. Solo procesos corriendo en paralelo, como programas que comparten ordenador, pero nunca memoria.
Se equivocaba.
El silencio nunca fue una fortaleza, sino un tumor creciendo silenciosamente, metastatizando en cada rincón de su identidad fragmentada. Un virus autorreplicante disfrazado de sistema de protección.
Y si has llegado hasta aquí. Si sigues leyendo después de todas estas advertencias. Quizás tú también estés equivocado sobre la robustez de tus propios sistemas de contención.
Soy Marco Sáez Villanueva.
Y este es el principio del fin de mi silencio autoimpuesto.
La primera incisión en una autopsia que no necesita bisturí porque las heridas llevan abiertas demasiado tiempo, supurando en secreto bajo vendajes de contención química.
Otros se cortan la piel.
Yo me corto el alma.
Pero con rigor farmacológico. Con metodología forense. Con la misma exactitud que empleo para diseccionar sistemas.
Solo que esta vez, el código corrupto soy yo.
Interactúa con el capítulo
Envía un mensaje privado al autor. Solo él podrá leerlo y responder si dejas tu email.