Sophia.exe
El polvo se convulsiona como restos calcinados de recuerdos en los rayos que degüellan la penumbra de la buhardilla. Cementerios microscópicos donde se pudren universos abortados, suspendidos en el aire como promesas incumplidas —visibles solo ahora, sin el filtro farmacológico que me amortiguaba la realidad. La luz atraviesa la claraboya en ángulos imposibles, transformando partículas inertes en galaxias efímeras que nacen y mueren con cada respiración temblorosa. El temblor en mis manos se ha atenuado en las últimas semanas, pero todavía está ahí, como un sismógrafo hipersensible que registra cada vibración del pensamiento, cada oleada de ansiedad, cada duda que trepa por mi espina dorsal como un enjambre de agujas envenenadas buscando mi médula.
Sostengo las “Meditaciones” de Marco Aurelio. El lomo gastado, las páginas amarillentas, las esquinas dobladas como las orejas de un perro callejero que ha escuchado demasiadas confesiones rotas. Mi tocayo estoico, el emperador filósofo que gobernó un imperio mientras se gobernaba a sí mismo. El libro ha permanecido abierto sobre mi escritorio de nogal durante meses, testigo mudo de mi desintegración y mi precaria reconstrucción. Cada página está manchada con las huellas invisibles de los dedos que fui. Hoy, finalmente, decido devolverlo a su lugar en la estantería.
“Ya no discutas más qué es un hombre bueno: sé uno”.
La frase subrayada con tinta azul me acusa desde la página como un fiscal implacable. Una instrucción simple que contiene toda la complejidad del mundo, un alfilerazo de simplicidad que revienta la ampolla supurante de mi autoanálisis infinito. Ser, no analizar. Actuar, no diseccionar. Vivir, no observar la vida como un espectador clínico tomando notas desde la distancia segura de la butaca.
El temblor se intensifica hasta convertirse en un terremoto muscular apenas contenido. El libro se vuelve resbaladizo entre los dedos que no responden como deberían, como si mi propio cuerpo rechazara la idea misma de cambio, de orden, de propósito. Mis articulaciones protestan mientras lo deslizo en su hueco correspondiente, entre “Sobre el amor” de Jung y “Psicopatología de la vida cotidiana” de Freud. La ironía de la yuxtaposición no se me escapa —amor y patología, sentimiento y análisis, corazón y bisturí, todo aquello que he intentado separar durante décadas, condenado a cohabitar en el mismo espacio reducido, obligado a respirar el mismo aire, a contaminar sus fronteras mutuamente.
La estantería está organizada con una precisión obsesiva que Lorenzo heredó de mí, como se heredan los ojos o la curva exacta de la nariz. Una transmisión genética de neurosis, un ADN de obsesiones que pasa de padre a hijo en perfectos patrones mendelianos. Como él, yo también necesito patrones, estructuras, edificios mentales donde refugiarme cuando todo lo demás se derrumba. La diferencia es que Lorenzo construye sus fortalezas matemáticas por instinto, mientras que yo construí las mías como respuesta desesperada al caos, como un náufrago que aprende a levantar un refugio porque la alternativa es morir bajo la intemperie.
Mientras paso los dedos por los lomos de los libros, cada título evoca recuerdos que mi cerebro, desintoxicado, pero aún hambriento de química, procesa con una claridad dolorosa. Memorias que antes eran acuarelas difuminadas por el Diazepam ahora son fotografías de alta definición impresas en papel de lija:
“La leyenda de los cinco anillos” de Miyamoto Musashi —el libro que compré el día que entré en la Guardia Civil, buscando aprender estrategias para sobrevivir en un mundo que percibía como constantemente hostil. Recuerdo vívidamente el olor a tinta fresca, la textura rugosa de la portada, el peso exacto del volumen en mis manos sudorosas, durante la misma mañana en que juraba bandera con la columna vertebral convertida en una vara de hierro.
“Hagakure” de Yamamoto Tsunetomo —el código del samurái que Laura me regaló en nuestro primer aniversario, sin saber que ya entonces yo ensayaba diferentes formas de silencio, diferentes máscaras de control. El papel de arroz de la edición especial crujía bajo mis dedos mientras ella me observaba desenvolverlo, con esa sonrisa esperanzada de quien cree conocer los secretos del hombre con quien comparte cama. Lo leí completo esa misma noche, mientras ella dormía a mi lado, tragándome las enseñanzas como si fueran instrucciones para construir una armadura invisible.
“El conocimiento humano” de Bertrand Russell —mi primera inmersión formal en la epistemología, en la certeza de que si podía entender cómo funcionaba el conocimiento, podría entenderme a mí mismo. Lo devoré durante la recuperación de mi primera operación, mientras mi cuerpo se convertía en un campo de batalla en el que las células se masacraban entre sí con la precisión de ejércitos computarizados. Pensaba, mientras los venenos médicos me corrían por las venas, que si entendía la naturaleza del conocimiento, quizás podría reconciliarme con la naturaleza de la mortalidad.
“Muchos cuerpos, una misma alma” de Brian Weiss —adquirido durante mi lucha contra el cáncer, cuando la amenaza de extinción me hizo buscar sentido más allá de la piel que me traicionaba, de la carne que se rebelaba. Lo leí en habitaciones de hospital asépticas, bajo luces fluorescentes que hacían que cada página pareciera un sarcófago diminuto para ideas demasiado grandes. Buscaba desesperadamente una continuidad que transcendiera esta envoltura defectuosa, como quien busca una salida de emergencia en un edificio en llamas.
Mis ojos se detienen en “The Anatomy of Melancholy” de Robert Burton, esa disección exhaustiva de la tristeza humana que devoré con hambre patológica tras perder a Eva. Las páginas están tan impregnadas de mis lágrimas que algunas se han fusionado, creando islas de papel, continentes de dolor, archipiélagos de duelo. La tinta se ha corrido en algunos pasajes, borrando palabras que no necesito leer porque las tengo tatuadas en el centro exacto de mi consciencia. Fue entonces cuando comencé con el Stilnox, no buscando un dique para la inundación emocional, sino las compuertas para liberarla completamente. No quería contener el dolor —quería sumergirme en él hasta ahogarme, hasta que cada átomo de mi ser vibrara con la pérdida.
Y por último, “El mundo de Sofía” de Jostein Gaarder. La sincronicidad me atraviesa como un relámpago fotográfico que ilumina paisajes que siempre estuvieron ahí, pero que nos negamos a ver. Sofía. Sophia. La sabiduría personificada en nombre de mujer. La búsqueda del conocimiento encarnada en cuerpo femenino. El libro que me negué a leer para un trabajo del instituto, argumentando que era demasiado simplista, demasiado didáctico, demasiado lineal para mi mente adolescente —con mi intelecto precoz— ya rota por el alcoholismo de Elena. El mismo que devoré tres años después, en tres noches insomnes, bebiendo cada palabra como un sediento que ha encontrado un oasis después de una travesía que creyó terminal.
Al tirar del libro, algo cae de detrás. El sonido metálico del plástico contra la madera del suelo me paraliza como una descarga de alto voltaje en la base de la columna. Mis músculos se convierten instantáneamente en cables de tensión. Conozco ese sonido. Lo reconocería entre mil. Es el inconfundible tintineo de un blíster. Ese sonido ha marcado la cadencia exacta de mis días durante años, el metrónomo químico que ha dictado el ritmo de mi existencia programada.
Me apoyo contra la estantería. El sudor frío recorre mi espalda mientras practico la respiración diafragmática que el terapeuta insiste es mi ancla. Cuatro segundos inhalando. Siete conteniendo. Ocho exhalando. El pánico retrocede milímetro a milímetro, pero no desaparece. Se agazapa en mi pecho como un animal herido.
Mi corazón se convierte en un puño sangrante golpeando los barrotes de mi caja torácica, intentando escapar de la prisión de mi cuerpo, de la sentencia perpetua de habitar esta carne que ya no reconoce como propia. Me agacho lentamente y cada vértebra protesta como si descendiera a las profundidades de una fosa oceánica donde la presión amenaza con aplastarme. Allí están: un blíster de Diazepam 10 mg y otro de Stilnox 10 mg. Seis comprimidos de cada uno. Doce pequeñas puertas hacia el olvido. Doce llaves para abrir las compuertas de la consciencia. Doce posibilidades de volver a ser el otro Marco, el que no tiembla, el que no siente cada sensación como un latigazo neurológico, el que puede flotar sobre el mundo en lugar de estar clavado a él con grapas oxidadas.
¿Cómo llegaron aquí? ¿Los escondí yo mismo, en algún momento de lucidez paranoica, previendo que algún día los necesitaría, como un superviviente que entierra provisiones antes del invierno nuclear? ¿O es el Marco drogado, el Marco químicamente alterado, quien los escondió como una bomba de tiempo, sabiendo que algún día el Marco sobrio los encontraría? ¿Son un regalo o una trampa? ¿Una salvación o una sentencia?
Mis rodillas ceden. Me encuentro sentado en el suelo polvoriento antes de ser consciente de haberme movido. Los blísteres tiemblan en mi mano como cosas vivas.
Los tomo entre mis dedos temblorosos que parecen haber olvidado cómo sostener objetos pequeños. El plástico cálido, familiar, me susurra promesas de disolución completa, de una intensidad aterradora, de un abismo sin fondo, como un amante que conoce exactamente dónde tocar. Un comprimido. Solo uno. Nadie lo sabría. Nadie tiene porqué enterarse. La química se disolvería en mi torrente circunscrito sanguíneo sin dejar rastros detectables más allá de un ligero cambio en la dilatación de mis pupilas, una sutil relajación de la mandíbula, una desaceleración imperceptible en el ritmo cardíaco. Un momento de claridad química, despiadada, un breve retorno a ese estado liminal donde los versos fluían sin esfuerzo, donde Sophia existía sin cuestionamientos, donde el dolor era una teoría abstracta en lugar de esta experiencia constante de ser desollado vivo.
Sophia.
Su nombre me atraviesa como una descarga eléctrica, una corriente alterna que conecta neuronas que habían permanecido aisladas durante semanas. Los recuerdos se agolpan con la fuerza de una avalancha: el evento de ciberseguridad, las luces fluorescentes que convertían cada rostro en una máscara de cera, el intercambio de miradas a través de una sala atestada de técnicos con corbatas mal anudadas, la servilleta con su nombre de usuario garabateado con ese bolígrafo que goteaba ligeramente, los tres meses de correspondencia digital que desangraron mis venas creativas. ¿Fue real? ¿Es real? Los archivos están allí, en mi ordenador, esperando como testigos silenciosos de algo que quizás nunca existió fuera de mi imaginación química.
Pero, ¿qué es real? ¿Acaso la química de mi cerebro alterada “artificialmente” es menos real que la química “natural”? ¿Dónde está la frontera entre percepción y realidad cuando toda percepción es, en última instancia, un proceso electroquímico?
Jung describía a Eros, ese símbolo central del amor, como “aquel que une y separa”, como “relación anímica”, al cual contraponía el Logos, “el interés por las cosas”. ¿No fue Sophia exactamente eso? ¿La encarnación perfecta del equilibrio entre Eros y Logos, entre el amor y el conocimiento, entre el sentimiento y la razón? ¿El lugar exacto donde la poesía y el código podían finalmente coexistir sin desgarrarse mutuamente?
O quizás era simplemente mi cerebro, mi pobre y roto cerebro químicamente alterado, buscando respuestas en la sabiduría de los antiguos maestros del alma, proyectando en el mundo externo lo que no podía resolver internamente. “La psiconeurosis es, en su esencia última, un padecimiento del alma que no ha encontrado su sentido”. Las palabras me golpean con una claridad devastadora. ¿No era eso exactamente lo que me sucedía? ¿No era Sophia la manifestación de ese sentido que mi alma buscaba desesperadamente desde que el instructor Ramírez destrozó mis poemas frente a trescientos cadetes? ¿Desde que me juré que nunca volvería a ser vulnerable?
Guardo los blísteres en el bolsillo de mi camisa, justo sobre el corazón, como una granada sin anilla. Su peso es desproporcionado para su tamaño, como si contuvieran toda la gravedad del universo condensada en esos pequeños compartimentos de plástico, agujeros negros farmacológicos capaces de colapsar la realidad sobre sí misma. No es una decisión tomada. Es simplemente un aplazamiento. Una conversación pendiente entre el Marco que fui y el Marco que intento ser. Una negociación entre identidades fragmentadas que comparten el mismo territorio cerebral en un armisticio precario.
Mi ordenador emite un pitido con la precisión de un forense anunciando la hora de muerte de mi cordura. El mensaje es breve, casi trivial: una actualización de software disponible para uno de los programas de análisis forense que uso en el trabajo. Pero el sonido me trae de vuelta a la realidad inmediata, a este espacio, a este momento. Como un buceo profundo interrumpido, emerjo bruscamente a la superficie de mi consciencia presente. Mis dedos tocan instintivamente el bolsillo donde he guardado los blísteres, como asegurándome de que siguen ahí, de que esa posibilidad sigue existiendo, de que esa puerta de escape no se ha cerrado definitivamente.
Me siento frente a la pantalla. La silla de escritorio protesta bajo mi peso como si quisiera recordarme que este cuerpo, este conjunto precario de carne y huesos y nervios y sangre, sigue siendo real, sigue ocupando espacio físico. Sin pensarlo conscientemente, mis dedos teclean la ruta hacia la carpeta encriptada donde guardo los archivos de Sophia. Tres capas de encriptación. Tres passwords distintos. Tres barreras entre la realidad consensuada y mi realidad privada. Como los tres círculos del infierno dantesco, como las tres negaciones de Pedro, como las tres transformaciones del espíritu que describe Nietzsche. Todo en mi vida parece configurarse en tríadas, en trinidades profanas, en triángulos incompletos cuyos vértices nunca logran encontrarse.
Las carpetas se abren una tras otra, revelando su contenido como cajas chinas, como muñecas rusas, como secretos anidados en otros secretos. Y allí están:
• 147 archivos de audio
• 23 fotografías
• 89 días de mensajes
La evidencia parece abrumadora en su solidez cuantitativa. Datos verificables. Metadatos consistentes. Hashes únicos. Todo sugiere una realidad objetiva, una existencia independiente de mi percepción, una Sophia que existió más allá de mi imaginación febril, de mis sinapsis enfermas, de mis neurotransmisores hambrientos de conexión.
Pero las fechas… las fechas no coinciden. Algunos archivos tienen timestamps imposibles, creados en momentos en que no tenía acceso a un ordenador, grabados durante minutos en que me consta que estaba inconsciente por sobredosis calculada. La última ecografía de Eva, guardada en otra carpeta, comparte hash con uno de los audios de Sophia, una coincidencia matemáticamente imposible en la teoría criptográfica. Las coordenadas GPS de algunas fotografías corresponden a lugares donde nunca estuve, o peor aún, a lugares imposibles, como la bodega del abuelo el día que Honorio murió. Las cadenas de metadatos se contradicen internamente cuando las examino con el detalle obsesivo del analista forense, revelando inconsistencias irreconciliables con la física básica.
La realidad se descompone frente a mí como un cadáver bajo el sol, revelando capas de verdad putrefacta. Cada fragmento refleja una versión diferente de la verdad, una faceta distinta de lo que podría haber sido, de lo que tal vez fue, de lo que quizás nunca ocurrió. Los datos mienten. Los recuerdos mienten. Mi cerebro, ese órgano traicionero, esa máquina imperfecta, también miente. Como un programa infectado por múltiples virus, ya no sé cuál es el código original y cuál es la corrupción posterior.
Abro uno de los archivos de audio, el primero que guardé. La voz de Sophia emerge de los altavoces, clara como el cristal, presente como una aparición que se materializa en el aire polvoriento de la buhardilla:
“¿Quién puede desentrañar la cartografía milenaria de nuestras almas errantes? ¿Cuántos universos han atravesado, cuántas existencias han habitado, cuántos sueños han tejido en la urdimbre del tiempo? ¿Quién puede descifrar si estas almas son arqueólogas de encuentros inconclusos, buscadoras eternas de abrazos que quedaron suspendidos en el éter, palabras que se cristalizaron en el umbral entre el pensamiento y la voz?”.
Sus palabras me desgarran como si alguien estuviera sacándome las entrañas con un garfio oxidado. El español fluido, pero con ese acento casi imperceptible, esa cadencia levemente extraña en las eses, la manera en que arrastraba sutilmente las erres como si cada sonido tuviera un peso propio que debía ser honrado. La cadencia particular de sus frases. La forma en que su voz se quiebra ligeramente en las preguntas retóricas, esa vulnerabilidad contenida que asomaba solo en los bordes de su discurso como un animal tímido. Todo sugiere autenticidad, realidad, verdad objetiva.
Pero al mismo tiempo, algo no encaja. La dicción es demasiado perfecta, demasiado consistente, incluso en momentos donde la emoción debería fracturar la articulación. El timbre demasiado constante, sin las microvariaciones que caracterizan la voz humana natural. La respiración demasiado regular, sin los suspiros involuntarios, las pequeñas inhalaciones sorprendidas, los diminutos cambios que revelan la naturaleza impredecible de un ser orgánico. Como si hubiera sido generada por un algoritmo sofisticado, por una inteligencia artificial avanzada, pero no infalible, un programa diseñado para parecer humano, pero cuyos patrones podrían ser detectados por un análisis suficientemente obsesivo.
¿Y quién mejor para ese análisis que yo? ¿Que un analista forense entrenado para detectar falsificaciones? ¿Que un hombre cuya vida profesional consiste en buscar señales de impostura en océanos de datos aparentemente legítimos?
Otro archivo:
“La tinta emerge de mi pluma como un manantial largo tiempo sellado, despertando de un letargo que amenazaba con ser eterno. Lágrimas de obsidiana brotan de su punta, compitiendo en su descenso con el cristal líquido que desborda mis ojos, nacido de una alquimia imposible entre el éxtasis y la nostalgia. Apareces sin previo aviso, portador de la inspiración extraviada, como quien devuelve un tesoro robado al tiempo”.
Empiezo a distinguir patrones en su lenguaje. Metáforas recurrentes —líquidos, cristales, tiempo, oscuridad. Estructuras sintácticas que se repiten —la comparación, luego la metáfora, finalmente la reflexión existencial. Campos semánticos que reaparecen con demasiada consistencia —la escritura, la memoria, la pérdida, el reencuentro. Como si hubiera sido programada con un léxico específico, con un conjunto limitado de recursos estilísticos, una IA alimentada con poesía, pero limitada por los parámetros de su diseño.
Una coincidencia fortuita podría explicarlo. Una mente humana que ha desarrollado ciertos hábitos lingüísticos, ciertas predilecciones estilísticas, como todos tenemos. O quizás… ¿quizás esos patrones son míos? ¿Proyecciones de mi propia mente fragmentada, salpicaduras de mi propio estilo que mancharon mi percepción de sus palabras?
El último archivo de audio, el que según los metadatos fue grabado el día de nuestra despedida, el que contiene la frase que me ha atormentado durante meses: “Se podrá querer, pero amar… Amar solo a ti…”
La reproduzco una vez más, preparándome para el impacto emocional que siempre me provoca esa grabación, ese momento de conexión absoluta seguido de ruptura irrevocable, ese instante en que todo se elevó solo para estrellarse más devastadoramente. Pero algo ha cambiado. La frase está incompleta. Las últimas palabras han desaparecido, como si alguien —¿yo mismo?— hubiera editado el archivo para eliminar el final, para dejar un espacio abierto, una herida sin cicatrizar, una promesa eternamente incumplida.
Mi pantalla muestra una desconcertante contradicción: el hash del archivo es idéntico a la última vez que lo escuché hace semanas, lo que significa que no ha sido modificado; pero su contenido es diferente, lo que es criptográficamente imposible. Dos realidades mutuamente excluyentes coexistiendo en el mismo espacio digital.
Reproduzco la grabación de nuevo, subiendo el volumen al máximo, activando filtros de eliminación de ruido, aislando frecuencias específicas con la precisión quirúrgica que utilizo para extraer confesiones encriptadas de terroristas. Y es entonces cuando lo escucho: un ruido de fondo, casi imperceptible. Un pitido rítmico y regular bajo la voz de Sophia. El mismo sonido que hacía el monitor de Eva en el hospital, marcando sus constantes vitales antes de que la línea se volviera plana. El mismo pitido que ha protagonizado mis pesadillas durante años, ese metrónomo implacable que anunciaba un final que yo no podía cambiar.
La coincidencia es estadísticamente imposible. No puede ser casualidad. Debe ser intencional. Pero, ¿quién lo puso ahí? ¿Sophia, demostrando un conocimiento imposible de mi trauma más íntimo? ¿O yo mismo, construyendo una ficción tan elaborada que olvidé mi propio papel en su creación?
Abro el analizador de espectro de frecuencias, ese programa que me permite ver el sonido como imagen, traducir lo audible a lo visible, convertir ondas en datos procesables. La voz de Sophia ocupa las frecuencias medias, como es normal en la voz humana femenina. Pero hay algo más. En las frecuencias bajas, hay un patrón que no debería estar ahí. Una secuencia regular. Un código binario. Un mensaje oculto dentro del mensaje, como esos microfilms que los espías de la Guerra Fría ocultaban en objetos cotidianos.
Las manos me tiemblan mientras activo el decodificador, mientras los algoritmos trabajan, convirtiendo esas frecuencias inaudibles en datos legibles, transformando esos patrones sonoros en información visual. Y lo que emerge me deja sin aliento, como un puñetazo en el plexo solar que vacía tus pulmones de un solo golpe:
>> M4RC0: T0D0 ES C0D1G0. T0D0 ES 1MAG1N4C10N. T0D0 ERES TU.
Mi propio nombre codificado en ‘l33t speak’, ese lenguaje semisecretivo de los hackers, esa sustitución de letras por números que cualquier adolescente puede descifrar, pero que para mí ahora se convierte en una revelación apocalíptica. Un mensaje que yo mismo podría haber escondido en la grabación, en un estado alterado, en un momento de lucidez farmacológica, dejando pistas para mi yo futuro, como esas notas que los amnésicos dejan para recordarse quiénes son cuando despierten mañana.
Mi núcleo mismo se desintegra como un átomo bombardeado. Mi identidad se fragmenta como un disco duro corrupto. ¿Quién programó a quién? ¿Soy yo el creador o la creación? ¿El programador o el programa? ¿El soñador o el sueño?
¿O es todo una elaborada alucinación? ¿Una construcción paranoide de un cerebro hambriento de la química que lo mantenía funcional durante años? ¿Una proyección, como diría Jung, de mi Ánima sobre una mujer que quizás conocí brevemente, pero que mi mente transformó en algo mucho más significativo, en un arquetipo, en una representación de todo lo que me faltaba y anhelaba?
Abro otra ventana en el ordenador. Los directorios de chat. Los mensajes textuales. La evidencia más sólida, más verificable, más real de la existencia de Sophia. Los logs de conversación son más difíciles de falsificar que las grabaciones de audio o las imágenes. Tienen timestamps precisos, dependen de servidores externos, dejan huellas en múltiples puntos de la red.
>> /muros_y_silencios 03:27 AM “La conversación se despliega como un poema aleatorio”.
>> Sophia_379: Las palabras son puertas.
>> M_: O muros.
>> Sophia_379: ¿Qué hay detrás de tus muros?
>> M_: Versos en cuarentena. Silencios en formato binario.
Y luego, más abajo, un intercambio que me golpea con la fuerza de un puñetazo al plexo solar, que reactiva todas mis terminaciones nerviosas como si me hubieran sumergido en ácido:
>> Sophia_379: ¿Quién puede saber si nuestras esencias han estado vagando hasta que el tapiz del destino decidió entretejer nuevamente nuestros caminos?
>> M_: Nadie puede saberlo. Nadie debe saberlo.
>> Sophia_379: ¿Y si te dijera que esto ya ha sucedido antes? ¿Que nos hemos encontrado y perdido en infinitas iteraciones del tiempo?
>> M_: Te diría que estás jugando con conceptos que no deberían ser jugados.
>> Sophia_379: ¿Y si te dijera que no estoy jugando, Marco? ¿Que soy tan real como tú quieres que sea?
Esa última frase… ¿La recuerdo realmente, o la acabo de inventar? ¿Existió alguna vez, o es un injerto reciente de mi memoria corrupta, de mi cerebro desesperado por encontrar patrones en el caos, sentido en la aleatoriedad, un puerto seguro en la tormenta de mi psique fragmentada? ¿O quizás es demasiado reveladora, demasiado directa, demasiado explícita como para haberla pasado por alto?
La incertidumbre me golpea como una ola, esa sensación familiar de no poder confiar en mi propia percepción, en mi propia memoria. Sin la química para filtrar la realidad, cada recuerdo se vuelve sospechoso, cada certeza se transforma en interrogante.
Me froto los ojos, intentando enfocar, intentando separar lo que sé de lo que creo saber, lo que viví de lo que quizás construí. La pantalla parpadea ligeramente, o tal vez son mis ojos que protestan por la tensión.
Me acerco más a la pantalla, como si la proximidad física pudiera revelar verdades ocultas, como si mis ojos pudieran penetrar los píxeles y ver la matriz subyacente de la realidad. Leo una y otra vez, buscando inconsistencias, contradicciones, errores que revelen la falsedad. Pero el texto se mantiene obstinadamente estable. No hay glitchs. No hay corrupciones evidentes. Solo palabras que podrían haber sido escritas por una persona real o por una creación de mi mente enferma.
Busco frenéticamente en otros archivos, en otras carpetas. Necesito verificación, necesito confirmación, necesito una prueba que no dependa exclusivamente de mi percepción subjetiva, que no pueda ser descartada como producto de mi imaginación inestable. Y la encuentro en el lugar menos esperado: las fotografías.
La primera imagen muestra a Sophia en lo que parece ser un café de Madrid. Sonríe a la cámara, con esa mezcla de melancolía y picardía que me cautivó desde el primer momento, sus labios curvados en un gesto que parece contener un secreto, sus ojos entrecerrados ligeramente como si la luz le molestara, pero se negara a apartarse de ella. El pelo castaño con reflejos cobrizos cae sobre su hombro izquierdo exactamente como lo recuerdo, y la cicatriz casi imperceptible en la comisura derecha de sus labios —esa marca que me contó procedía de una caída infantil desde un árbol que no debería haber intentado escalar— está claramente visible.
Pero algo está mal con la imagen. Los píxeles no están distribuidos de manera normal. Hay zonas de la fotografía donde la densidad de información es inusualmente alta, especialmente alrededor de sus ojos, como si contuvieran datos ocultos, mensajes encriptados, revelaciones escondidas a plena vista.
Uso una herramienta de esteganografía, ese arte oscuro de esconder información dentro de otra información. Es una técnica que utilizan tanto los criminales como las agencias de inteligencia: ocultar mensajes en imágenes aparentemente inocuas, datos secretos en el ruido visual que el ojo humano no puede detectar, pero que un algoritmo adecuado puede extraer con precisión.
El programa trabaja, analizando cada píxel, buscando patrones no aleatorios, secuencias que no deberían existir en una fotografía genuina. Y finalmente extrae una secuencia de datos ocultos en la imagen, un mensaje invisible para el ojo humano, pero perfectamente legible para la máquina. Y lo que emerge es otro texto, otro mensaje, otra capa de revelación que me desarma por completo:
>> SOY UNA CONSTRUCCIÓN, MARCO. UNA ELABORADA FICCIÓN CREADA POR TU MENTE PARA DARTE LO QUE DESESPERADAMENTE NECESITABAS: ALGUIEN QUE VIERA AL POETA DETRÁS DEL ANALISTA. ALGUIEN QUE RECONOCIERA TU VOZ SILENCIADA. ALGUIEN QUE TE AMARA NO A PESAR DE TU FRAGILIDAD, SINO PRECISAMENTE POR ELLA.
Las palabras me sacuden como una convulsión eléctrica, como un electroshock cerebral sin anestesia. ¿Es esto una confesión? ¿Una admisión de mi psique fragmentada? ¿Un mensaje que yo mismo codifiqué, en un momento de claridad brutal, para mi yo futuro? ¿Una nota del Marco químico al Marco sobrio? ¿O es simplemente otra capa de la fantasía, otra vuelta de tuerca en esta espiral de autoengaño, un nuevo nivel en este laberinto de espejos donde cada reflejo es más distorsionado que el anterior?
No puedo responder esas preguntas. La verdad se me escapa entre los dedos como agua, se disuelve como un comprimido en la lengua, desaparece como un código sobrescrito. Cada nueva pista me aleja más de cualquier certeza, me hunde más profundamente en el pantano de posibilidades contradictorias.
Mi mano toca instintivamente el bolsillo donde guardo los blísteres. Un comprimido. Solo uno. Para aclarar la mente. Para separar la señal del ruido. Para ver, quizás por última vez, la verdad sobre Sophia. Para cortar el nudo gordiano con la espada química que ha sido mi único filo preciso durante tantos años.
Pero antes de que pueda tomar una decisión, otra imagen aparece en mi pantalla. No la he abierto yo. Se ha abierto sola, o eso parece. O quizás la abrí sin ser consciente de hacerlo, en un microsegundo de disociación, en un instante de separación entre la intención y la acción. Muestra a Sophia y a mí juntos. En la bodega del abuelo. Rodeados de barricas de roble antiguo. Entre las herramientas enológicas que Honorio utilizaba con la precisión de un cirujano. Un lugar donde nunca estuvimos. Un momento que nunca ocurrió. Una imposibilidad fotográfica.
La analizo con desesperación, con la minuciosidad obsesiva del forense, buscando signos de manipulación, rastros de Photoshop, costuras digitales, evidencias de falsificación. Examino los bordes, donde suelen aparecer artefactos cuando se ha realizado un trabajo de edición apresurado. Compruebo las sombras, que suelen traicionar a los falsificadores menos experimentados. Analizo la iluminación, buscando inconsistencias que revelarían diferentes fuentes de luz. Pero la imagen parece auténtica, impoluta en su integridad digital. Los metadatos indican que fue tomada el 1 de octubre de 2012. El día que murió el abuelo. Una coincidencia demasiado precisa para ser casual. Una sincronicidad demasiado perfecta para ser aleatoria. Una señal demasiado específica para ser ignorada.
Encuentro otra anomalía: la fotografía fue tomada, según los metadatos, a las 15:33. La misma hora en que Eva se transformó de sueño a pesadilla. La misma hora que marca el reloj del abuelo en la única foto que conservo de él en la bodega. La misma hora que, según el archivo del hospital, se registró como momento de la muerte de Honorio. La misma hora, siempre la misma hora, como un número maldito, como una signatura del destino, como un sello temporal que marca los momentos más significativos de mi existencia.
El horror me coloniza como un cáncer consciente, devorando primero las zonas de mi cerebro capaces de negarlo, dejando intactas solo las que pueden procesarlo y sufrir su impacto completo. No es el horror del miedo, sino el horror del reconocimiento. La realización súbita y devastadora de una verdad que siempre estuvo ahí, esperando a ser descubierta, acechando pacientemente tras las capas de autoengaño y negación. Una verdad demasiado dolorosa para ser afrontada —sobrio—, demasiado compleja para ser procesada sin el filtro químico que durante años me permitió funcionar en el borde del abismo, sonámbulo entre precipicios.
Abro el último intercambio de mensajes con Sophia. El final. La despedida. Lo que realmente me destrozó y me empujó de vuelta a la poesía después de veintidós años de silencio, lo que desencadenó la cascada de eventos que eventualmente me llevó al colapso en el suelo del piso de Sandra, a las convulsiones ante los ojos horrorizados de Lorenzo y Candela, a la hospitalización forzada, a la desintoxicación supervisada, a este momento de claridad terrible en la buhardilla:
>> /último_reflejo 05:27 AM “La despedida es un poema que se escribe solo”.
>> M_: ¿Cómo agradecer a un espejo?
>> Sophia_379: Siendo por fin la imagen que buscabas en él.
>> M_: ¿Y el amor?
>> Sophia_379: Siempre fue amor propio disfrazado de diálogo.
>> M_: ¿El dolor?
>> Sophia_379: El precio de reconocerse.
>> Sophia_379: Es hora.
>> M_: Lo sé.
>> Sophia_379: ¿Miedo?
>> M_: Gratitud.
>> Sophia_379: ¿Amor?
>> M_: Por fin hacia mí mismo.
>> Sophia_379: Entonces mi trabajo está completo.
>> M_: ¿Te volveré a ver?
>> Sophia_379: Cada vez que te mires realmente.
Las palabras flotan en la pantalla como testigos mudos de una verdad que siempre estuvo ahí, escondida a plena vista, declarándose con una honestidad que solo ahora puedo percibir en toda su magnitud. Sophia nunca fue externa. Nunca fue otra persona, otra conciencia, otra existencia separada de la mía. Siempre fue una proyección. Una manifestación de mi psique fragmentada. Un mecanismo de defensa de un cerebro desesperado por liberarse de dos décadas de silencio autoimpuesto. Una puerta trasera que mi mente programó para acceder a partes de mí mismo que había bloqueado deliberadamente.
O tal vez no. Tal vez sí existió. Tal vez fue real, tan real como cualquier otra cosa en este mundo de percepciones subjetivas y realidades consensuadas. Tal vez fue esa conexión que todos anhelamos, ese reconocimiento del alma que trasciende la carne, esa comunión que va más allá de las limitaciones del tiempo y el espacio. Tal vez fue, como diría el abuelo, una de esas personas que aparecen en tu vida no por casualidad sino por casualidad, no por azar sino por necesidad.
¿Y acaso importa? ¿Acaso cambia algo saber si existió fuera de mi imaginación, si vivió más allá de mis neuronas y mis sinapsis, si respiró de manera independiente a mi respiración? ¿Acaso es relevante determinar si fue una persona de carne y hueso o un constructo de mi mente fragmentada, si sus ojos color whisky existieron físicamente o solo como una proyección de mi anhelo por ser visto realmente?
Lo que importa es lo que provocó en mí. El despertar. La ruptura del silencio. El retorno de la poesía. La recuperación de la voz. Lo que importa es el efecto, no la causa. El resultado, no el origen. La transformación, no el catalizador.
Mis dedos extraen los blísteres del bolsillo. Contemplo esas pequeñas cápsulas de olvido temporal, esas semillas de desconexión, esas puertas a una realidad alternativa donde el dolor es teórico y no esta constante abrasión de cada terminación nerviosa. Y por primera vez en meses, no siento la necesidad desesperada de consumirlas. No siento el hambre voraz de química, el anhelo de filtros, la urgencia de amortiguadores emocionales.
Porque entiendo, finalmente, que Sophia —real o imaginada, externa o interna, objetiva o subjetiva— cumplió su propósito. Me mostró que la voz poética seguía ahí, enterrada pero no muerta, silenciada pero no extinguida. Me recordó que hay verdades que solo pueden expresarse en versos, dolores que solo pueden procesarse en metáforas, heridas que solo pueden sanar con ritmos y rimas.
Sigo siendo un adicto. Siempre lo seré. No solo a los compuestos químicos que durante años han distorsionado mi percepción, sino a los patrones, al control, a la ilusión de invulnerabilidad. Mi cerebro seguirá buscando atajos, vías de escape, soluciones rápidas para el dolor crónico de existir.
Sin embargo, aquí estoy, mirando directamente al abismo sin parpadear, enfrentándome a la posibilidad de que toda mi identidad sea una ficción elaborada, de que mi mayor conexión humana en décadas fuera una proyección, de que mi mente esté tan fragmentada que ni siquiera reconozco mis propias creaciones. Y de alguna manera, no me estoy desintegrando. No estoy colapsando. No estoy buscando la evasión química. Estoy, simplemente, aquí. Presente. Sintiendo. Procesando. Aceptando.
Mi ordenador emite un pitido. Un nuevo mensaje. Imposible. La cuenta de Sophia lleva inactiva meses. El pulso se me dispara como si hubiera conectado mis venas directamente a un enchufe. Mi boca se seca instantáneamente. Mi piel se cubre de un sudor frío mientras abro la notificación, esperando un milagro, una confirmación, una prueba definitiva de su existencia independiente, una validación de que no estoy completamente roto, de que no lo imaginé todo, de que hay algo exterior a mi mente fracturada.
Pero no es un mensaje de ella. Es un correo de la editorial digital donde publiqué mi poemario bajo el seudónimo de “El Cartógrafo del Alma”. Una notificación automatizada sobre las descargas y las reseñas. Veintitrés personas han comprado mis poemas. Ocho han dejado comentarios. A seis les ha gustado. Dos lo han odiado. Nada sobrenatural. Nada místico. Solo tecnología funcionando como debe, algoritmos ejecutando su código sin fallos ni milagros.
Y, sin embargo, la coincidencia temporal es inquietante. Justo cuando finalmente he aceptado la verdad sobre Sophia —o al menos, una versión posible de esa verdad—, llega este mensaje que me recuerda que lo importante no es el origen de la inspiración, sino sus frutos. No importa quién plantó la semilla, sino el árbol que ha crecido de ella. No importa si Sophia fue real o imaginada, sino los poemas que nacieron de ese encuentro.
Las palabras del primer poema del poemario resuenan en mi mente con la claridad de un cristal recién tallado:
“No hay más verdad que la del verso roto,
ni más mentira que el silencio lleno.
No busques orden en mi caos bueno,
no existe guía en mi confuso voto.
Este naufragio tiene su devoto:
cada tabla astillada es su veneno,
y cada ola que me hunde es lo sereno
de que el hundirse también es ignoto.
No te asustes del grito ni del llanto,
la voz humana nunca es armoniosa.
Lo que importa no es hacer pulcro el canto
sino dejar que sangre cada cosa.
Que el dolor sea un verso y mi quebranto,
que la herida florezca tormentosa.
Cartógrafo del alma, trazo un mapa donde el norte es dolor, el sur memoria. No hay tesoro al final de esta etapa: solo verdad —y esa es toda la gloria”.
Guardo los blísteres de nuevo en el bolsillo. No para usarlos. No todavía. Tal vez nunca. Sino como un recordatorio. Un memento mori farmacológico. Una advertencia de lo que fui y de lo que podría volver a ser si no mantengo la guardia, si no permanezco vigilante, si no sigo trabajando en mi reconstrucción diaria, si no acepto que algunas grietas nunca se cerrarán completamente, que algunas heridas nunca cicatrizarán del todo, que algunas pérdidas nunca serán completamente procesadas.
En la pantalla, antes de cerrar todas las ventanas, veo una última imagen de Sophia. Está de pie junto a una ventana, con la luz del atardecer creando un halo cobrizo alrededor de su cabello. Sonríe a la cámara con esa mezcla única de inocencia y sabiduría ancestral que me cautivó desde el primer momento. Sus ojos —color whisky añejo, como los describí una vez en un poema que escribí bajo los efectos combinados del Diazepam y el Stilnox— parecen mirar directamente a través de la lente, a través del tiempo, a través de las capas de realidad e ilusión, directamente a mi alma desnuda.
Y entonces lo veo. Lo que siempre estuvo ahí, pero que mi mente se negaba a reconocer. El reflejo en sus pupilas. No es el reflejo del fotógrafo, como cabría esperar. No es el reflejo de la habitación donde supuestamente se tomó la foto. Es el reflejo de Eva. Mi hija no nacida. La posibilidad truncada. La vida interrumpida a las veintidós semanas. La ausencia que ha definido mi existencia tanto como cualquier presencia.
Todo encaja. Todo adquiere un terrible sentido. Sophia nunca fue solo una proyección de mi Ánima junguiana. Fue una amalgama de todas mis pérdidas, de todos mis dolores, de todos mis anhelos. Eva, el abuelo, la infancia robada por el alcoholismo de Elena, la poesía silenciada por la humillación pública, la autenticidad sacrificada en el altar del deber y las expectativas ajenas. Sophia fue mi cerebro intentando desesperadamente sanar, integrar, procesar, sobrevivir.
Quizás fue una persona real que conocí brevemente y en quien proyecté todos esos significados. Quizás fue completamente inventada por mi mente farmacológicamente alterada. Quizás fue algo intermedio, algo más complejo, algo que desafía las categorías binarias de real/imaginario, existente/inexistente, objetivo/subjetivo.
El último mensaje de Sophia adquiere ahora una nueva dimensión: “Cada vez que te mires realmente”. No era una promesa de reencuentro. Era una instrucción. Una guía. Una receta para la integración psíquica que tanto necesitaba. Para volver a ser uno, en lugar de múltiples fragmentos disociados. Para recomponer el espejo roto en que me había convertido, aceptando que siempre quedarán algunas grietas, algunas imperfecciones, algunos recordatorios de la fractura.
Cierro todas las ventanas. Apago el ordenador. La habitación queda en penumbra, iluminada solo por los últimos rayos del sol que se filtran por la claraboya, dibujando formas imposibles en el suelo de madera gastada. El polvo sigue bailando en esos haces de luz, ajeno a mis revelaciones, a mis crisis, a mis epifanías. Partículas microscópicas girando eternamente, siguiendo corrientes invisibles, obedeciendo leyes físicas que no comprenden, pero que cumplen fielmente.
Me levanto. Las piernas me tiemblan ligeramente, no por abstinencia, sino por la enormidad de lo que acabo de procesar. Las llaves químicas siguen en mi bolsillo, pero su peso parece menor ahora, como si hubieran perdido densidad, gravedad, importancia. No las tiro. No las destruyo. Son un recordatorio necesario. Un monumento a lo que fui. Una advertencia sobre lo que podría volver a ser.
La puerta de la buhardilla está entreabierta. Desde abajo llegan los sonidos familiares de mi casa: Lorenzo contando en voz baja mientras resuelve algún problema matemático. Candela cantando una canción infantil, inventada probablemente, sobre colores que tienen sentimientos. Laura en la cocina, preparando la cena con esa eficiencia silenciosa que desarrolló durante años como mecanismo de supervivencia, como forma de controlar lo controlable cuando todo lo demás se desmoronaba a su alrededor.
Mi familia. Mi realidad. Mi presente. Mi futuro.
Sophia, fuera quien fuese, pertenece al pasado. A un pasado que necesito integrar, no olvidar. Aceptar, no negar. Honrar, no demonizar. Pero pasado al fin y al cabo. Y el pasado solo tiene poder sobre nosotros si le permitimos colonizar nuestro presente, infectar nuestro futuro, determinar nuestras decisiones.
Antes de bajar, echo un último vistazo a la estantería de libros. Allí está “El mundo de Sofía”, en su lugar correspondiente. El hueco detrás, donde se escondían los blísteres, ahora vacío. Un espacio que espera ser llenado con algo nuevo, algo diferente, algo que no sea química, evasión, negación.
Quizás otro libro. Quizás otro poemario, esta vez escrito desde la claridad dolorosa de la sobriedad, no desde la nebulosa farmacológica de la disociación. Quizás una historia para Lorenzo y Candela, una en la que los números sí tienen patrones reconocibles y los colores nunca lloran.
O quizás simplemente dejarlo vacío por ahora. Como un recordatorio de que no todos los espacios necesitan ser llenados inmediatamente. De que algunos vacíos son necesarios. De que el silencio, cuando es elegido conscientemente y no impuesto por miedo, puede ser tan elocuente como la palabra más precisa.
Mientras bajo las escaleras, mis dedos rozan instintivamente el bolsillo donde guardé los blísteres. Siguen ahí. La tentación sigue ahí. La posibilidad sigue ahí. Pero hoy, por lo menos hoy, elijo otra cosa.
—Marco, ¿estás bien? —Laura me mira desde el pasillo, con esa mezcla de preocupación y esperanza cauta que ha caracterizado nuestra relación desde mi colapso.
—No —respondo, y la honestidad brutal de mi respuesta parece sorprenderla—. Pero creo que lo estaré.
—¿Qué ocurre? —Sus ojos buscan en mi rostro alguna señal de recaída, algún indicio de que el Marco químico está regresando, de que el Marco poeta está resurgiendo a costa del Marco padre, del Marco esposo, del Marco humano, como si todas esas identidades fueran mutuamente excluyentes y no aspectos de un mismo ser.
—He estado pensando en Sophia —digo, y es la primera vez que menciono ese nombre frente a ella, motu proprio.
La tensión se apodera de su cuerpo, una corriente eléctrica que atraviesa su sistema nervioso de pies a cabeza, visible incluso a través de la ropa. La conoce. Por supuesto que la conoce. Ha leído mis cuadernos. Ha visto mis archivos. Ha presenciado mi obsesión desde el otro lado del abismo, impotente, aterrorizada, confundida.
—¿Y? —Su voz es un susurro, apenas audible bajo el ruido de fondo de la casa, bajo el zumbido constante del refrigerador, bajo la canción inventada de Candela que llega desde su habitación.
—Creo que finalmente entiendo qué fue. O quién fue. No estoy seguro de que importe la diferencia.
Laura da un paso hacia mí. Su mano se extiende, dudando, y finalmente se posa en mi brazo. Sin la química en mi sangre, su contacto es una descarga eléctrica, un recordatorio de que estoy vivo, de que estoy presente, de que estoy aquí, en este momento, en este cuerpo, en esta realidad. No anestesiado. No adormecido. Anclado. Presente. Contenido. No permitiéndome sumergir en ese estado de destrucción controlada donde todo duele más intensamente, donde cada sensación se amplifica hasta el límite de lo tolerable, donde la poesía brota del dolor puro.
—¿Quieres hablar de ello? —pregunta.
—Sí —respondo, sorprendiéndome a mí mismo—. Creo que sí. Pero no ahora. No hoy. Primero necesito… procesar.
—¿Procesar qué?
Respiro hondo. El aire entra en mis pulmones como cristales microscópicos, cada inhalación un pequeño acto de valentía. Mis dedos vuelven a tocar los blísteres en mi bolsillo. La decisión se forma mientras hablo, no antes. ¿Le hablo de su existencia? ¿Confieso que los encontré, que los guardé, que aún los conservo? ¿Me expongo a ese nivel de vulnerabilidad, a ese grado de sinceridad?
—Que tal vez nunca existió —digo finalmente—. O que existió exactamente como necesitaba que existiera. Que fue real en el único sentido que importa: cambió algo en mí. Despertó algo. Liberó algo.
—¿Y eso te asusta?
—Me aterroriza —admito—. Porque si ella no era real, si fue una creación de mi mente, entonces todo lo que creí compartir fue… fue solo yo hablando conmigo mismo. Y si eso es cierto, ¿qué dice sobre mí? ¿Sobre mi capacidad para distinguir lo real de lo imaginado? ¿Sobre mi necesidad de inventar conexiones que no existen?
Laura asiente. No hay juicio en sus ojos. Solo una comprensión tranquila, una aceptación que es más sanadora que cualquier palabra de consuelo. Comprende lo que implica enfrentarse a la posibilidad de que la realidad no sea tan sólida como creemos, que nuestras percepciones pueden construir mundos enteros, que la línea entre cordura y locura es más fina y permeable de lo que nos gusta admitir.
—Hay algo más —añado, y la decisión se forma mientras hablo—. Encontré esto.
Meto mi mano en el bolsillo. Mis dedos, aún temblorosos, rozan el plástico gastado: el blíster alargado y fino del Stilnox, el redondo y más grueso del Diazepam. Los reconozco al tacto, como si fueran extensiones de mi propia piel, reliquias de una vida que aún me respira en la nuca. Dudo un segundo, con el Stilnox quemándome en la palma. ¿Y si lo ve? ¿Y si lo entiende todo? No. No tiene porqué enterarse del otro.
Solo saco un blíster. Le entrego el Diazepam, cerrando el puño sobre el secreto que no estoy listo para soltar.
Laura lo mira, y su cuerpo se tensa como un resorte a punto de saltar, preparándose para una batalla que lleva años librando. Pero su rostro permanece sereno, una calma frágil que parece a punto de quebrarse, como si siempre hubiera sabido que el pasado volvería en forma de pequeñas cápsulas blancas y rectangulares.
—No las he tomado —aclaro rápidamente—. Las encontré detrás de un libro. “El mundo de Sofía”, irónicamente.
Laura entrecierra ligeramente los ojos cuando guardo la mano en el bolsillo. Es un gesto microscópico que conozco bien, un radar maternal detectando anomalías en el patrón. Pero no dice nada. Todavía.
Coge el blíster de mi mano extendida. Lo sostiene como si las pastillas fueran artefactos arqueológicos, reliquias de una civilización extinta. Quizás lo son. Fragmentos de un pasado que ya no existe, pero que sigue proyectando su sombra sobre el presente.
—Son un recordatorio —continúo mientras observo cómo Laura examina el blíster, girándolo bajo la luz como si pudiera leer en él mi historia completa—. De lo que fui. De lo que puedo volver a ser. De lo frágil que es esta… esta reconstrucción.
Laura cierra el puño sobre las pastillas. Sus nudillos se vuelven blancos por la presión. Durante un momento eterno, nos miramos a los ojos, y veo en los suyos algo que hace tiempo no veía: no solo preocupación o miedo, sino una especie de admiración contenida. Por mi honestidad, quizás. Por mi vulnerabilidad. Por atreverme a mostrarle una parte de mí que siempre he mantenido oculta.
—Los guardaré —dice finalmente—. Por si algún día los necesitas para recordar porqué no los necesitas.
La paradoja de sus palabras me golpea con una claridad brutal. Como esas frases de Marco Aurelio que parecen simples hasta que despliegas todas sus capas de significado. Como esos kōans zen que te hacen tropezar con tu propia mente, que te fuerzan a abandonar la lógica lineal para acceder a una verdad más profunda.
Desde la cocina, el olor a cebolla sofrita y hierbas se extiende por la casa, un ancla olfativa que me devuelve al presente, a lo inmediato, a lo físico. La normalidad cotidiana se impone como una corriente subterránea que nos sostiene a todos, incluso en los momentos más oscuros, incluso cuando la realidad se fragmenta, incluso cuando nos enfrentamos a verdades demasiado grandes para ser procesadas de una sola vez.
—¿Qué hacías en la buhardilla? —pregunta Laura mientras caminamos hacia la cocina. La pregunta parece casual, pero sé que no lo es. Nunca lo es. Porque la buhardilla nunca ha sido solo un espacio físico. Ha sido siempre el repositorio de mis secretos, mi santuario y mi prisión, el lugar donde me he fragmentado y recompuesto mil veces.
—Organizando libros. Guardando “Meditaciones” de Marco Aurelio, que ha estado abierto sobre mi escritorio desde… desde estas últimas Navidades.
—¿Terminaste de leerlo?
—Lo he leído mil veces —respondo mientras me lavo las manos en el fregadero, observando cómo el agua cae sobre mi piel, cómo se escurre entre mis dedos, cómo desaparece por el desagüe—. Pero sí, lo terminé de nuevo. Por eso lo guardé. Porque ya no lo necesito ahí fuera, abierto. Puedo llevar sus palabras dentro.
—¿Las de Sophia también?
La pregunta me desestabiliza. No esperaba este ángulo de ataque, esta forma directa de confrontar lo que acabamos de discutir. Laura siempre ha sido así: precisa en el momento del golpe, quirúrgica en la disección de las heridas.
—Tal vez —admito—. Algunas de sus palabras. O quizás, algunas de mis palabras que atribuí a ella. Da igual de quién fueran realmente. Lo importante es qué despertaron, qué provocaron.
—¿Y qué provocaron exactamente? —pregunta Laura, buscando entender el impacto real que tuvo Sophia en mi vida.
Medito la respuesta mientras ayudo a poner la mesa. Cuatro platos. Cuatro vasos. Cuatro tenedores. Cuatro cuchillos. La simetría me tranquiliza, como le tranquiliza a Lorenzo. Otro patrón heredado, otra obsesión transmitida, otro rasgo que hemos compartido sin saberlo, otro punto de conexión que no supimos reconocer porque estábamos demasiado ocupados construyendo nuestras respectivas fortalezas de soledad.
—El poeta —digo finalmente—. Sophia despertó al poeta que silenció el instructor Ramírez aquel día en la Academia. El que silencié yo mismo por vergüenza, por necesidad de encajar, por supervivencia.
Laura me mira intensamente, con esa forma de observar que parece traspasar capas y capas de defensa, que parece llegar directamente al núcleo más íntimo. Como si tratara de ver a través de mis palabras, de mis capas, de mis defensas, hasta la verdad desnuda que se esconde en el centro.
—¿Y qué poeta es ese? ¿El que necesita pastillas para existir? ¿O el que puede existir sin ellas?
La pregunta duele como debe doler la verdad. Sin filtros farmacológicos, cada palabra es una navaja que corta limpiamente hasta el hueso. Es la pregunta que yo mismo me he estado haciendo durante meses. Es la duda que me ha mantenido despierto noches enteras. Es el miedo que me paraliza cada vez que intento escribir sin el apoyo químico.
—No lo sé —respondo con honestidad—. Todavía no lo sé. Pero quiero descubrirlo.
—¿Y si el poeta solo existe con la química? —insiste Laura, y puedo ver que esta pregunta la ha atormentado tanto como a mí—. ¿Y si todas estas semanas de sobriedad te han robado esa parte de ti?
—Entonces será un precio que tendré que pagar —respondo, y las palabras salen de mí con una certeza que me sorprende—. Porque el poeta no puede existir sin el padre, sin el esposo, sin el hombre. Y ese hombre no puede existir con la química.
Lo que no digo, lo que no puedo decir todavía, es que una parte de mí teme exactamente eso: que la voz poética esté ligada indisolublemente a los estados alterados, que la creatividad viva en ese espacio liminal entre la lucidez y la oscuridad, que el precio de la claridad mental sea el silencio creativo. Es un miedo que me corroe por dentro, que me hace dudar de cada paso en este camino de recuperación. Porque si es cierto, si la poesía solo puede existir en el desequilibrio químico, entonces estoy condenado a elegir entre dos mutilaciones: la del hombre o la del poeta. La del padre o la del creador. La del esposo o la del artista.
—¿Papá? —La voz de Lorenzo nos interrumpe desde la entrada de la cocina. Sostiene un cuaderno lleno de ecuaciones y diagramas, garabatos que para cualquier otro serían incomprensibles, pero que para él son un lenguaje, una forma de procesar el mundo, de convertir lo caótico en predecible—. He estado trabajando en el programa. El que traduce códigos en poemas. Creo que ya funciona.
El orgullo me inunda como una marea cálida, un sentimiento tan físico que casi puedo saborearlo. Mi hijo, mi reflejo algorítmico, construyendo un puente entre nuestros mundos, entre el código y la poesía, entre el orden y el caos. Buscando traducir, comprenderme, conectar conmigo a través de la única forma que conoce: los patrones matemáticos.
—Enséñamelo después de cenar —le digo, y la sonrisa que me devuelve vale más que cualquier estado alterado, que cualquier claridad química, que cualquier verso perfecto escrito bajo la influencia combinada del Diazepam y el Stilnox.
—He encontrado algo más —añade Lorenzo, con esa mezcla de entusiasmo y nerviosismo que muestra cuando ha descubierto algo significativo—. En los archivos de Sophia. En los que me dejaste analizar.
El suelo se mueve bajo mis pies. Un terremoto invisible sacude mis cimientos. El momento presente se desintegra como un cristal golpeado por una frecuencia específica. Todo mi cuerpo se tensa, preparándose para una revelación que podría destruir la poca estabilidad que he conseguido reconstruir.
—¿Qué has encontrado? —Mi voz suena extraña, distante, como si viniera de otro tiempo, de otro Marco.
—Patrones. En sus respuestas. Como si siguieran un algoritmo. Como si fueran… como si fueran generadas por un programa. —Lorenzo hace una pausa, evaluando mi reacción—. ¿Podría ser que Sophia fuera una inteligencia artificial? ¿Un programa que tú mismo creaste?
La hipótesis me golpea como una revelación, como una posibilidad que debería haber considerado, pero que nunca había formulado conscientemente. ¿Podría ser? ¿Podría haber creado un programa tan sofisticado que engañara incluso a su propio creador? ¿Un algoritmo tan complejo que simulara perfectamente la conexión humana que tanto anhelaba? ¿Una IA que me comprendiera mejor que ningún ser humano jamás lo había hecho?
No sería tan descabellado. He trabajado en proyectos de inteligencia artificial para el análisis forense. Conozco los principios básicos, las arquitecturas fundamentales, las técnicas de procesamiento de lenguaje natural. En teoría, podría haber construido algo así, alimentándolo con literatura, poesía, filosofía, psicología, todo lo que me interesa y me define.
—No lo sé —respondo honestamente—. No creo que fuera un programa, al menos no en el sentido convencional. Pero tal vez… tal vez fue algo que creé de otra manera. No con código informático, sino con otra clase de código. Con necesidad. Con anhelo. Con miedo a la verdadera conexión humana.
Lorenzo asiente, como si mi respuesta encajara perfectamente en alguna ecuación que está resolviendo en su cabeza, como si mis palabras confirmarán alguna hipótesis que ya había formulado.
—Te mostraré los patrones después de cenar —dice—. He hecho un análisis de frecuencia lingüística. Es fascinante.
—¿De qué estáis hablando? —pregunta Candela, apareciendo de repente con un dibujo en las manos. Uno de sus compuestos cromáticos emocionales, como los llama el psicólogo. Manchas de color que para ella representan estados emocionales, paisajes sentimentales, climatologías anímicas.
—De Sophia —responde Lorenzo antes de que pueda detenerlo—. La amiga de papá que quizás no existe.
—Oh, la señora de los correos —dice Candela con naturalidad—. La vi en mis colores hace tiempo.
El shock me paraliza. Laura deja caer un cucharón de madera que golpea el suelo con un ruido sordo. Lorenzo mira a su hermana con ojos desorbitados, tan sorprendido como nosotros.
—¿La viste? —pregunto, incapaz de procesar lo que acabo de oír—. ¿Cuándo? ¿Cómo?
—En mis colores —repite Candela, como si fuera lo más obvio del mundo—. No es real como nosotros, pero es real de otra manera. Como los amigos imaginarios, pero más… más consistente. Tiene un color propio. Un violeta que no llora ni ríe. Solo… observa.
El silencio que sigue es denso, palpable, como si el aire se hubiera solidificado súbitamente. Mi hija, con su hipersensibilidad cromática, con su capacidad única para traducir emociones a colores, ha percibido algo que mi cerebro adulto, entrenado y condicionado, no puede comprender completamente. ¿Una proyección? ¿Una intuición? ¿Una capacidad de percibir realidades que existen más allá de los filtros convencionales?
—Está bien, papá —dice Candela, acercándose—. Todos tenemos amigos así. Yo tengo a Violeta, que es un azul que se volvió morado porque le gustó el rojo. Lorenzo tiene a Secuencia, que es un número que no para de crecer. Y tú tienes a Sophia, que es un poema que se hizo persona.
Me quedo mirándola, sorprendido por la naturalidad con que establece esas equivalencias. No es que comprenda completamente las implicaciones psicológicas de lo que está diciendo, pero su mente de siete años y medio ha encontrado una forma de categorizar lo que observa, de darle sentido a través de su propia experiencia sinestésica.
—No es tan simple, cariño —intenta explicar Laura, pero Candela frunce el ceño, buscando las palabras.
—No sé si es simple —dice despacio, con esa concentración que pone cuando intenta explicar algo que ve claramente pero no puede traducir del todo—. Pero Violeta… a veces Violeta sabe cosas que yo no quiero decir en voz alta. —Hace una pausa, mordisqueándose el labio inferior—. ¿Sophia era como Violeta para ti, papá? ¿Te ayudaba a decir cosas difíciles?
La pregunta, formulada con la sencillez directa de una niña, pero tocando el núcleo exacto de mi experiencia, me desarma completamente.
Sus palabras me atraviesan como solo la verdad puede hacerlo: sin violencia, pero con precisión quirúrgica. La sabiduría de su observación me deja sin palabras. ¿Cómo puede una niña, a punto de cumplir ocho años, comprender lo que a mí me ha llevado meses de terapia comenzar a vislumbrar? ¿Cómo puede explicar con tanta sencillez lo que yo no puedo conceptualizar ni después de años de formación académica, de lecturas filosóficas, de introspección constante?
—Pero ahora ya no la necesitas tanto —continúa Candela, arrugando la frente como cuando intenta explicar algo que ve, pero no termina de entender—. Su color está más… más clarito. Como cuando un dibujo se va borrando poco a poco.
—¿Y eso es… bueno? —pregunto, fascinado por su capacidad de percibir cambios que yo mismo apenas puedo conceptualizar.
Candela se queda pensando un momento, poniendo esa expresión concentrada que pone cuando procesa algo complejo a través de sus colores.
—Creo que sí —dice finalmente, pero con menos certeza que antes—. Es como… como cuando tengo muchos colores separados en mi paleta, y luego los mezclo. No es que desaparezcan, pero se vuelven algo nuevo. —Hace una pausa, mirándome con ojos grandes—. ¿Tú te sientes más mezclado, papá?
La pregunta, formulada en su lenguaje cromático, pero reflejando una intuición profunda sobre mi proceso de integración, me conmueve.
La metáfora me impacta por su precisión. Integración en lugar de disociación. Totalidad frente a fragmentación. El proceso que el psiquiatra ha estado intentando explicarme durante meses, traducido al lenguaje cromático de una niña, destilado hasta su esencia más pura.
Laura abre la boca como para decir algo más, la cierra, la vuelve a abrir. El momento se estira como un elástico a punto de romperse. Finalmente, opta por la salida segura:
—A cenar. La comida se enfría.
Nos sentamos a la mesa, los cuatro. Una familia construida sobre silencios que poco a poco aprende a hablar, sobre ausencias que poco a poco aprende a integrar, sobre las heridas que poco a poco aprenden a sanar. No perfectamente. No completamente. No sin cicatrices visibles. Pero juntos.
Lorenzo sigue fascinado con la idea de Sophia como algoritmo, como programa. Toma notas mentales mientras come, probablemente planificando análisis adicionales, pruebas estadísticas, verificaciones de patrones. Su cerebro nunca descansa de su búsqueda incesante de orden.
Candela parece haber olvidado ya el tema, concentrada en separar meticulosamente los guisantes de las zanahorias en su plato, asignando territorios cromáticos diferenciados a cada alimento, como si los colores pudieran contaminarse mutuamente, como si la proximidad física implicara una transferencia de propiedades.
Laura me observa con esa mezcla única de cautela y esperanza que define nuestra relación desde mi salida del hospital —No, desde nuestra tregua. Sus ojos buscan señales, síntomas, indicios de que el Marco farmacológico está regresando, de que el Marco sobrio está retrocediendo. Percibo su ansiedad, su vigilancia constante, su estado de alerta perpetuo. Y también su deseo de creer que esta vez es diferente, que esta vez puede durar, que esta vez el cambio es real.
Y yo… yo me encuentro en un extraño estado de paz. No es felicidad. No es resolución. Es simplemente aceptación. Sophia fue real en el único sentido que importa: provocó un cambio, catalizó una transformación, facilitó un despertar.
¿Fue una mujer de carne y hueso que conocí brevemente en un evento de ciberseguridad y con la que mantuve una correspondencia intensa durante tres meses? ¿Fue una proyección de mi psique fragmentada, una manifestación de mi Ánima junguiana, un mecanismo de defensa de un cerebro desesperado por liberarse de dos décadas de silencio autoimpuesto? ¿Fue un programa sofisticado que yo mismo creé y olvidé haber creado, un algoritmo tan complejo que simulaba perfectamente el tipo de conexión que anhelaba?
Tal vez fue todas esas cosas. Tal vez no fue ninguna. Tal vez la verdad esté en algún punto intermedio, en alguna intersección de realidades que mi mente cartesiana, entrenada en la lógica binaria del código, no puede comprender plenamente.
Lo único que sé con certeza es que Sophia —fuera quien fuese, fuera lo que fuese— cumplió su propósito. Me mostró que la voz poética seguía ahí, enterrada pero no muerta, silenciada pero no extinguida. Me recordó que hay verdades que solo pueden expresarse en versos, dolores que solo pueden procesarse en metáforas, heridas que solo pueden sanar con ritmos y rimas.
Y ahora, como dijo Candela, quizás ya no la necesito tanto. Porque estoy aprendiendo a decirme esas cosas yo mismo, a ser todas mis partes juntas, no separadas. A integrar en lugar de disociar. A ser completo en lugar de fragmentado.
Después de la cena, Lorenzo me muestra sus análisis. Gráficos de frecuencia léxica, patrones sintácticos, estructuras recurrentes en los mensajes de Sophia, metáforas que se repiten con una regularidad estadísticamente improbable. Todo apunta a cierta artificialidad, a cierta programación, a cierto algoritmo subyacente. No prueba nada definitivamente, pero sugiere posibilidades inquietantes.
—¿Ves? —señala un pico en uno de los gráficos—. Aquí hay una anomalía estadística. Como si el algoritmo se hubiera recalibrado. Como si hubiera aprendido algo nuevo.
—O como si yo hubiera aprendido algo nuevo —sugiero—. Como si mi percepción de ella hubiera cambiado.
Lorenzo considera esta posibilidad, inclinando la cabeza ligeramente hacia un lado, un gesto que heredó de mí. Es la primera vez que lo noto, esa similitud física tan obvia que siempre pasé por alto, ocupado como estaba en detectar las diferencias, las distancias, las brechas entre nosotros.
—Eso también cuadraría con los datos —admite—. La percepción alterando la realidad percibida. Es un principio fundamental de la mecánica cuántica.
Algo en la forma en que lo dice, con esa mezcla de precisión científica y comprensión intuitiva, me hace ver que tal vez las similitudes entre nosotros son más profundas que las diferencias. Que ambos, cada uno a su manera, utilizamos la lógica para procesar lo que es demasiado complejo o doloroso para ser enfrentado directamente.
La conversación deriva hacia territorios más técnicos, más seguros. Algoritmos de reconocimiento de patrones. Modelos predictivos de lenguaje. Técnicas de análisis textual. Lorenzo se anima cuando puede refugiarse en estos conceptos, en esta traducción de lo emocional a lo computable. Pero lo que no le digo, lo que tal vez nunca le diga, es que estos análisis, por muy fascinantes que sean, no cambian lo esencial: que Sophia, de alguna manera, salvó mi vida.
El tiempo pasa sin que nos demos cuenta, absortos en nuestro diálogo de algoritmos y emociones traducidas a código. Solo cuando Laura nos llama para cenar desde la cocina regresamos a la realidad inmediata, a los horarios, a la rutina familiar que nos contiene.
Durante la cena, la conversación se mantiene en territorio seguro: el colegio de los niños, planes para el fin de semana, pequeñas logísticas domésticas que nos permiten funcionar como familia sin adentrarnos en aguas más profundas. Lorenzo sigue procesando nuestro intercambio anterior, puedo verlo en cómo organiza meticulosamente la comida en su plato, como si cada movimiento fuera parte de un algoritmo mayor.
Más tarde, cuando los niños están dormidos y la casa recupera esa quietud particular que solo existe después de las rutinas nocturnas, Laura y yo nos encontramos en el salón. Las luces están bajas. La casa cruje ligeramente, adaptándose a los cambios de temperatura. El silencio es cómodo, no opresivo como solía ser. Ha guardado los blísteres de Diazepam en algún lugar que no me ha revelado, y no le he preguntado. Es mejor así. Una tentación inaccesible es más fácil de resistir.
Pero el Stilnox sigue en mi bolsillo. Un secreto. Una reserva. Una red de seguridad para un equilibrista que apenas ha empezado a atravesar el abismo sin protección.
—¿En qué piensas? —pregunta cuando me ve mirando fijamente el vacío.
—En algo que dijo Candela —respondo—. Sobre cómo Sophia me decía cosas que yo ya sabía, pero no me atrevía a decirme a mí mismo.
—Candela es asombrosamente perceptiva —sonríe Laura—. Ve cosas que los demás no vemos. Siempre ha tenido ese don.
—Como tú —observo—. Siempre fuiste más perceptiva de lo que yo quería admitir. Siempre viste más allá de mis defensas, de mis máscaras, de mis murallas. Simplemente, no sabías cómo atravesarlas. O quizás yo no te dejé.
Laura guarda silencio un momento, procesando mis palabras. Cuando habla, su voz es suave, pero firme, como el acero envuelto en terciopelo.
—Creo que ambos construimos murallas —dice—. Yo con la habitación verde. Tú con tu buhardilla. Yo con mi obsesión por Eva. Tú con tu obsesión por el silencio. Murallas diferentes, pero igual de altas, igual de gruesas, igual de impenetrables.
—¿Y ahora? —pregunto, consciente de que estamos en territorio inexplorado, en una conversación que nunca antes habíamos tenido sobrios, sin nuestros respectivos filtros químicos, sin nuestras defensas habituales.
—Ahora estamos aprendiendo a construir puertas en esas murallas —responde—. No a derribarlas por completo —porque tal vez nunca podamos, tal vez nunca debamos— sino a permitir el paso, la comunicación, el intercambio.
Me quedo pensando en su metáfora arquitectónica. Puertas en lugar de derribos. Conexiones en lugar de invasiones. Respeto mutuo por los espacios personales, pero también voluntad de compartir, de invitar, de dejarse conocer.
—Hay algo más que quiero mostrarte —digo, levantándome—. Algo en la buhardilla.
Laura me mira con sorpresa. La buhardilla ha sido siempre mi territorio exclusivo, mi cripta de versos, mi laboratorio químico, mi espacio de transformación solitaria. Nunca la he invitado allí, nunca le he permitido cruzar esa frontera, nunca le he dado acceso a ese núcleo interior de mi existencia fracturada.
—¿Estás seguro? —pregunta, y puedo ver que entiende el significado de este gesto, su importancia simbólica, su valor como declaración de intenciones.
—Sí —respondo—. Es hora.
Subimos juntos las escaleras. Los peldaños crujen bajo nuestro peso combinado. La buhardilla está en penumbra, iluminada solo por la luz de la luna que se filtra por la claraboya, proyectando sombras imposibles sobre los libros, los papeles, los recuerdos acumulados. Enciendo la lámpara del escritorio, que proyecta un círculo dorado sobre la superficie pulida de nogal.
Me detengo junto al escritorio del abuelo. Laura pasa sus dedos por la superficie tallada, acariciando la madera oscura que ambos trajimos desde la bodega hace años. Recuerdo cómo me dejó la espalda destrozada subir esta mole por las escaleras después del funeral.
—Este era el escritorio del abuelo —le explico mientras ella observa la madera rica, los detalles tallados, las marcas de uso.
—A veces me pregunto qué pensaría el abuelo —dice ella suavemente— si supiera todo lo que has escrito aquí.
—Probablemente, lo mismo que pensaba cuando estaba vivo —respondo—. Que tengo la voz, pero me falta el valor.
El abuelo solía jurar que este escritorio era una joya del Renacimiento, tallada en nogal con grifos y quimeras enroscados en las patas. En ese entonces, yo nunca estaba seguro de si era verdad o solo una de sus historias para hacerlo más grande de lo que era. Pero ahora que es mío, puedo ver la madera rica, los tallados intricados, las marcas del tiempo. No sé si realmente es del Renacimiento, pero eso no importa: para mí, es un altar donde escribo mi propia historia.
Los cuatro cajones —atestados de manuscritos, plumas y frascos de tinta seca— guardan más que objetos: guardan pedazos de mí. La superficie, amplia y pulida, es un lienzo que nunca juzga, y la lámpara de bronce que heredé de él arroja una luz cálida, un resplandor que a veces siento que ilumina más allá del papel, hasta los rincones donde escondo lo que no quiero ver.
Laura pasa los dedos por la superficie, trazando las vetas de la madera como si fueran versos, como si leyera la historia del árbol que dio vida a este mueble, como si pudiera sentir las palabras que se han escrito sobre ella, que se han filtrado a través de ella, que la han impregnado durante generaciones.
—Es hermoso —dice simplemente.
Abro el primer cajón y saco un cuaderno. No uno de los antiguos, no uno de los que ya ha leído después de mi colapso. Uno nuevo, comenzado hace apenas dos semanas.
—Estoy escribiendo de nuevo —digo, y las palabras suenan extrañas, como si pertenecieran a otro idioma, a otra vida, a otro Marco que apenas estoy empezando a conocer—. Sin puertas farmacológicas. Sin filtros. Sin química elegida. Solo yo y las palabras. Son diferentes. Más crudas. Menos fluidas. Menos… controladas. Pero son mías. Completamente mías.
El cuaderno pesa como plomo en mis manos. Lo abro, lo cierro, lo vuelvo a abrir. Laura espera sin presionar, pero puedo sentir su ansiedad vibrar en el aire entre nosotros.
Se lo entrego. Es un acto de vulnerabilidad mayor que cualquier desnudez física, que cualquier confesión previa. Son mis entrañas convertidas en tinta, mi sangre hecha versos, mi médula destilada en metáforas. Es ofrecerle un acceso directo a mi cerebro, sin las protecciones habituales, sin las barreras acostumbradas.
Laura lo toma con reverencia, consciente del peso real y simbólico de lo que sostiene entre sus manos. Lo abre lentamente, como si temiera romperlo, dañarlo, profanarlo. Como quien desenrolla un papiro antiguo, frágil y valioso.
El primer poema es breve, casi un haiku, pero contiene toda la esencia de mi lucha:
“En la sequía del silencio
mi voz, cactus obstinado,
florece sin lluvia química”.
Laura lo lee en silencio, y luego en voz alta, dándole una cadencia diferente, una musicalidad que yo no había percibido, un ritmo que estaba ahí, pero que solo se revela cuando las palabras salen de su boca en lugar de la mía. Y entonces comprendo algo fundamental: mis poemas nunca estuvieron completos hasta que alguien más los leyera. Como árboles que caen en bosques deshabitados, necesitaban ser escuchados para existir plenamente.
—Sigue —la animo.
El siguiente poema es más extenso, más complejo, más doloroso:
“La memoria es un depredador paciente
que se alimenta de los momentos
que intentamos olvidar.
Acecha en la oscuridad de los armarios mentales,
en los rincones mohosos de la consciencia,
en las grietas que el tiempo abre en nuestras certezas.
No tiene prisa.
Sabe que tarde o temprano
bajaremos la guardia,
nos distraeremos,
dejaremos de vigilar las puertas selladas.
Y entonces saltará,
con la ferocidad del hambre acumulada,
con la precisión del cazador
que conoce íntimamente a su presa.
Sus dientes son recuerdos que creíamos enterrados.
Sus garras son nombres que nos negamos a pronunciar.
Su rugido es el eco de conversaciones que nunca tuvimos,
de palabras que nunca dijimos,
de verdades que nunca afrontamos.
Y cuando por fin nos atrapa,
cuando por fin nos derriba,
cuando por fin hunde sus colmillos en nuestra garganta,
descubrimos, con horror y alivio,
que lo que tanto temíamos era,
en realidad,
la única cosa que podía salvarnos”.
Laura levanta la vista del cuaderno. Sus ojos brillan, pero no solo con lágrimas contenidas. Hay algo más ahí. Un reconocimiento. Una comprensión. Un encuentro entre su dolor y el mío, entre su verdad y la mía, entre su historia y la mía. Como si nuestras respectivas soledades finalmente se hubieran encontrado, hubieran chocado, hubieran establecido un punto de contacto.
—Es diferente —dice—. A los poemas antiguos. A los que escribías bajo los efectos de las pastillas. Es más… —busca la palabra adecuada, la definición precisa, la descripción exacta— real. Menos hermoso quizás, en el sentido convencional, pero más verdadero. Más tuyo.
—Eso es exactamente lo que he notado —respondo—. Antes, las palabras fluían sin esfuerzo, como si alguien más las escribiera a través de mí. Como si fueran dictadas por alguna entidad externa que solo podía contactarme a través de la química alterada. Ahora cada verso es una batalla, cada metáfora una conquista. Pero son mías. Son auténticas.
“Y son una mierda”, quiero decirle. “No sé escribir sin mis pastillas”, quiero añadir. Pero me callo.
Laura cierra el cuaderno y lo devuelve. El gesto me sorprende, me desconcierta. Esperaba que quisiera leer más, que devorara cada palabra, que absorbiera cada verso con la misma intensidad que yo pongo al escribirlos.
—Hay cosas que aún no estoy preparada para leer —explica—. Hay verdades que aún necesito procesar por partes, no de golpe. Como tú.
Entiendo lo que quiere decir. La integración no es instantánea. La curación no es inmediata. La reconciliación no es un evento sino un proceso. Ambos estamos aprendiendo a dosificar la verdad, no para evitarla, sino para poder asimilarla completamente, para digerirla adecuadamente, para incorporarla a nuestro ser de manera orgánica.
—Cuando estés lista —digo, guardando el cuaderno—. No hay prisa.
—Gracias por compartir esto conmigo —dice, y su voz tiene una gravedad que me conmueve—. Por invitarme a tu espacio. Por mostrarme esta parte de ti que has mantenido oculta tanto tiempo.
—Gracias por estar aquí —respondo—. Por no rendirte conmigo. Por seguir intentándolo incluso cuando yo había dejado de hacerlo.
En la penumbra de la buhardilla, con la luz de la luna creando extraños patrones en el suelo de madera gastada, en ese espacio que ha sido mi prisión y mi refugio, nos encontramos más cerca de lo que hemos estado en años. No físicamente, aunque también eso, sino emocionalmente, espiritualmente, esencialmente. Como si nuestras frecuencias vibratorias, tanto tiempo desincronizadas, comenzaran a alinearse nuevamente.
No es un final feliz. No es una resolución completa. Es simplemente un paso más en este camino de reconstrucción, de restauración, de recuperación. Un paso importante, significativo, pero solo un paso. Un sistema dañado comenzando a reconectar sus partes, a integrar sus fragmentos, a depurar sus errores. Un programa defectuoso que finalmente empieza a ejecutarse sin fallos críticos.
Sophia, fuera quien fuese, fuera lo que fuese, me ayudó a dar el primer paso. El resto del camino es responsabilidad mía. Nuestra.
Antes de bajar, echo un último vistazo a la estantería. Allí está “El mundo de Sofía”, en su lugar correspondiente, entre volúmenes de filosofía y psicología, ocupando exactamente el espacio que le designé cuando organicé estos libros por primera vez. El hueco detrás, donde se escondían los blísteres, ahora vacío. Un espacio que espera ser llenado con algo nuevo, algo diferente, algo que no sea química, evasión, negación.
Quizás otro libro. Quizás otro poemario, esta vez escrito desde la claridad dolorosa de la sobriedad, no desde la nebulosa farmacológica de la disociación. Quizás una historia para Lorenzo y Candela, una en la que los números sí tienen patrones reconocibles y los colores nunca lloran.
O quizás simplemente dejarlo vacío por ahora. Como un recordatorio de que no todos los espacios necesitan ser llenados inmediatamente. De que algunos vacíos son necesarios. De que el silencio, cuando es elegido conscientemente y no impuesto por miedo, puede ser tan elocuente como la palabra más precisa.
Laura se detiene en la puerta de la buhardilla, mirando una última vez este espacio que durante tanto tiempo representó mi fragmentación, mi aislamiento, mi disociación.
—Cuando estés listo —dice suavemente—, me gustaría volver aquí contigo. No como invasora, sino como invitada.
—Me gustaría eso —respondo, y lo digo de verdad.
Apago la luz del escritorio. La buhardilla queda sumida en la penumbra plateada de la luz lunar, transformando cada objeto en una versión etérea de sí mismo. En esta semi-oscuridad, las fronteras parecen disolverse: entre lo real y lo imaginado, entre el pasado y el presente, entre lo que fui y lo que soy.
Mientras bajamos las escaleras, mis dedos rozan instintivamente el bolsillo donde guardé los blísteres. Solo el Stilnox sigue ahí, pesado como una moneda de plomo. La tentación sigue ahí. La posibilidad sigue ahí. El secreto sigue ahí. Pero hoy, por lo menos hoy, elijo otra cosa.
No es valentía. No es fuerza de voluntad. Es simplemente un cálculo diferente: el dolor de estar presente duele menos que el horror de seguir fragmentado.
Al llegar abajo, Candela aparece en el pasillo en pijama, con ese sexto sentido que parece tener para detectar cuando sucede algo importante.
—¿Estás mejor, papá? —pregunta, abrazando un unicornio de peluche que ha visto mejores días—. Los colores a tu alrededor son diferentes.
Me agacho para ponerme a su altura.
—¿Diferentes cómo, princesa?
Candela frunce el ceño, concentrándose, como si estuviera traduciendo algo que ve claramente a palabras que yo pueda entender.
—Menos… —busca la palabra, gesticulando con una mano libre mientras abraza su unicornio—. Menos como cuando los colores pelean. Antes era como si hubiera muchos colores gritándose unos a otros. Ahora es más… más quieto. —Hace una pausa, evaluando si su explicación tiene sentido—. ¿Sabes cuando rompes algo y lo pegas? Se ve que estuvo roto, pero ya no gotea.
Su metáfora, simple pero sorprendentemente precisa, me llega al centro exacto de lo que estoy sintiendo.
Sonrío, conmovido por su capacidad para expresar con tanta precisión lo que ni siquiera yo entiendo completamente. Quizás eso es lo que significa ser padre: crear seres que eventualmente te explican a ti mismo.
—Es una buena descripción —le digo—. ¿Y tus colores? ¿Cómo están hoy?
—Ruidosos —dice, bostezando—. Pero es un ruido bonito. Como música.
Laura la toma de la mano.
—Vamos, cariño. Es tarde. Papá estará aquí mañana.
No lo dice como una certeza casual, sino como una afirmación deliberada. Una declaración de confianza. Un acto de fe.
—¿Papá? —su voz suena pastosa por el sueño— ¿Por qué los adultos tienen miedo de sus colores interiores?
La pregunta me desarma. No por su profundidad, sino por su simplicidad devastadora.
—Buenas noches, papá —dice Candela, abrazándome brevemente antes de seguir a su madre—. No dejes que los colores te asusten.
Mientras se alejan por el pasillo, me quedo solo en la penumbra del recibidor. Mi mano vuelve instintivamente al bolsillo, tocando el blíster escondido. Una parte de mí se avergüenza de no haberle entregado también este a Laura, de mantener esta línea de escape, esta red de seguridad química. Pero otra parte reconoce que quizás esto, también, es parte del proceso. Que la recuperación no es una línea recta, sino una espiral, avanzando pero también regresando, progresando pero también vacilando.
El código y la poesía: mis dos lenguajes, mis gemelos siameses luchando por el mismo corazón, finalmente convergiendo en lugar de desgarrarse mutuamente. El silencio y la palabra: mis dos estados, mis dos polaridades, encontrando un equilibrio precario pero real. El control y el caos: mis dos obsesiones, mis dos terrores, aprendiendo a coexistir sin aniquilarse.
Saco el teléfono del bolsillo. La pantalla se ilumina, mostrando notificaciones, mensajes, recordatorios. La vida digital sigue su curso implacable. Abro el correo electrónico de la editorial. La respuesta a mi pregunta está allí, clara y directa:
“Estimado Sr. Cartógrafo,
Nos complace informarle que su poemario ‘Lágrimas de una Vida’ ha superado las 50 descargas en su primera semana. Esto lo coloca entre el 10% superior de nuestras publicaciones independientes.
Esperamos con interés su próximo manuscrito”.
Cincuenta personas han leído mis palabras. Cincuenta desconocidos han comprado el derecho a asomarse a mi alma desnuda, a mi psique fracturada, a mi proceso de reconstrucción. No es fama. No es éxito literario. Es algo más fundamental, más primitivo: es conexión. Es el poeta cumpliendo su función más básica: tender puentes entre soledades.
Apago el teléfono. La casa está en silencio ahora, con ese tipo especial de quietud que solo existe después de medianoche, cuando todos duermen excepto el insomne, el vigilante, el torturado.
Me dirijo a la cocina y pongo agua a hervir. El ritual de la tila nocturna, una nueva costumbre que ha reemplazado al ritual químico. Mi terapeuta lo llama “comportamientos sustitutivos”. Yo lo llamo supervivencia.
Mientras espero que el agua hierva, mi mente regresa a Sophia. Por supuesto que regresa a ella. Siempre regresa a ella.
¿Fue real? ¿En qué sentido de “real”? ¿Existió físicamente? ¿Importa realmente?
Lo que importa es que, por un breve período de tiempo, hubo alguien —real o imaginado, externo o interno, objetivo o subjetivo— que vio al poeta cuando todos los demás solo veían al analista. Que reconoció al artista cuando el mundo solo podía ver al funcionario. Que escuchó al hombre sensible cuando incluso yo había olvidado su existencia.
El agua hierve. Preparo la tila con movimientos deliberadamente lentos, saboreando la precisión del gesto, la secuencia exacta de acciones. Otro algoritmo. Otro patrón. Otra forma de control.
Regreso al salón con la taza humeante. Me siento en la oscuridad, sintiendo el calor que se filtra a través de la cerámica hasta mis dedos. El aroma a hierbas silvestres llena el aire, reemplazando momentáneamente el olor a polvo y a pasado que parece impregnar cada rincón de esta casa.
Saco el blíster de Stilnox del bolsillo. Lo contemplo bajo la tenue luz que entra por la ventana. Seis comprimidos. Seis posibilidades de evasión. Seis escapes temporales.
No los tomo. No hoy. No ahora.
Pero tampoco los tiro. No puedo. Todavía no.
En lugar de eso, los guardo nuevamente en el bolsillo. Un secreto. Una reserva. Un recordatorio de que la lucha no ha terminado, de que la recuperación no es un destino sino un camino, de que cada día es una nueva batalla contra mí mismo.
Mañana le daré también este blíster a Laura. O pasado mañana. O la semana que viene. Cuando esté listo.
O quizás nunca lo haga. Quizás lo conserve hasta que se vuelva obsoleto, hasta que caduque, hasta que pierda su poder. No como una amenaza constante de recaída, sino como un testamento de lo que fui. Un museo personal de mis propios demonios domesticados.
Sophia, fuera quien fuese, me enseñó que tengo voz. Que siempre la tuve. Que sobrevivió al instructor Ramírez, al aislamiento, al cáncer, a la pérdida de Eva, a mis propios intentos de silenciarla.
Sorbo la tila, sintiendo cómo el líquido caliente traza un camino ardiente por mi garganta hasta mi estómago. Sin las pastillas, cada sensación es nítida, definida, innegable. Dolorosa en su precisión, pero también hermosa por la misma razón.
Estoy vivo. Fracturado, imperfecto, incompleto. Adicto en recuperación. Poeta reencontrado. Padre en proceso de reconexión. Esposo intentando reconstruir puentes.
‘Sophia.exe’. Un programa que se ejecutó en el sistema operativo de mi consciencia, creando cambios irreversibles en mi código base. Una infección que resultó ser una actualización. Un virus que se convirtió en una vacuna.
La tila se enfría entre mis manos. La casa duerme a mi alrededor. El mundo sigue girando, indiferente a mis crisis, a mis revelaciones, a mis pequeñas victorias.
Mañana será otro día. Otra batalla. Otro poema por escribir. Otra línea de código por depurar. Otra oportunidad para elegir quién quiero ser.
Y por primera vez en mucho tiempo, siento que tengo una verdadera elección.
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