Transmisión de Datos
La pantalla del portátil escupe luz azulada contra mi cara como vómito eléctrico, vibrando con la misma frecuencia que el temblor en mis dedos. Cada píxel parece penetrar mi piel, como si fueran agujas microscópicas inyectando realidad directamente en mi torrente sanguíneo. En la habitación no hay más luz que la del monitor y un débil resplandor anaranjado que se filtra por la ventana de la buhardilla —ese naranja enfermizo de sodio de las farolas municipales, la tonalidad exacta que tiñe los recuerdos más dolorosos—. Las sombras se extienden desde las esquinas como manos hambrientas, dedos alargados que amenazan con atraparme si me alejo demasiado del resplandor protector de la pantalla.
Inhalo profundamente, intentando ignorar cómo mi caja torácica parece contraerse contra mi voluntad, como si mis costillas fueran una jaula cada vez más pequeña para mis pulmones. El documento está abierto frente a mí: sesenta y tres poemas, ciento veintiséis páginas, veinticinco años de mudez autoimpuesta, todo meticulosamente formateado según las especificaciones de la editorial digital.
Cada poema es un fragmento de víscera arrancado de mi cuerpo adolescente, conservado en el formol del silencio durante dos décadas, y ahora diseccionado, limpiado, y preparado para exposición pública. Cada verso es una cicatriz que nunca se mostró. Cada estrofa es una confesión que nunca pronuncié en voz alta. He tardado diecisiete días, cuatro horas y veintitrés minutos en preparar este documento. He revisado cada coma, cada palabra, cada espacio, como un forense obsesivo reconstruyendo la escena de un crimen que nunca se denunció.
Noches escaneando cada página del manuscrito original, ajustando contrastes, reparando manchas del tiempo, eliminando huellas de café y lágrimas adolescentes. Quería que fuera perfecto. No, necesitaba que fuera perfecto. Como si la impecabilidad técnica pudiera compensar la obscenidad de esta desnudez pública.
El cursor parpadea en el campo “Nombre del autor” como una arteria seccionada —presencia, ausencia, presencia, ausencia. Cada flash es una pequeña muerte, un latido que se agota. Mis dedos se detienen sobre el teclado, tan rígidos como cadáveres. La queratina de mis uñas parece haber absorbido toda la sangre de mis yemas, dejándolas blancas, exangües, muertas. Un dolor agudo pulsa desde mis muñecas hasta mis hombros, como si los tendones estuvieran a punto de desgarrarse por la tensión acumulada.
Siempre he sido Marco Sáez Villanueva, número de placa 65535 —solo un puto número más de la Guardia Civil, el mismo valor máximo de un entero de 16 bits, el límite exacto antes del desbordamiento—, especialista en ciberterrorismo, experto en análisis forense informático. Hijo de una madre alcohólica. Padre de dos hijos. Marido. Superviviente de cáncer. Pero nunca, nunca he sido oficialmente poeta. Ese ser existe solo en la buhardilla, tras puertas cerradas, bajo el efecto de pastillas elegidas con precisión farmacológica, dentro de archivos encriptados con algoritmos que yo mismo diseñé; esa posibilidad murió hace dos décadas, desangrada bajo el peso de trescientas risas, asesinada por la humillación pública.
Exponerme así es como arrancarme la piel y ofrecerla a desconocidos para que la examinen, la juzguen, la desdeñen. Como si mi cuerpo tuviera un firewall biológico que estoy desactivando voluntariamente, permitiendo que cualquier virus de opiniones ajenas infecte mi sistema. Es abrir las cicatrices del cáncer y dejar que manos anónimas hurguen dentro, explorando los tejidos más íntimos de mi ser, aquellos que ni Laura había visto —hasta el momento de mi quiebre. Los poemas son peores que las cicatrices físicas; son mapas de un territorio interior que he mantenido vedado incluso para mí mismo durante más de dos décadas.
Lo más aterrador es hacerlo ahora, sobrio. Sin la química que antes me servía de puente hacia mis propias profundidades. Durante años, las benzodiacepinas y los hipnóticos fueron mi pasaporte a otra versión de mí mismo; una versión que podía sentir plenamente, que podía escribir sin censura, que podía bucear en el dolor sin ahogarse. La contradicción siempre fue esa: necesitaba las pastillas no para anestesiarme, sino para permitirme sentir. No para silenciarme, sino para poder hablar. No para esconderme, sino para atreverme a existir.
Ahora, sin esa muleta química, cada sensación es brutalmente directa, sin filtros, sin excusas. Si fracaso, si me ridiculizan, no podré escudarme tras “estaba bajo los efectos”. Soy yo, completamente yo, quien decide exponerse.
El seudónimo ya está decidido desde hace semanas, fermentando en mi cerebro durante conversaciones silenciosas conmigo mismo, durante noches de insomnio donde la abstinencia de benzodiacepinas convertía el techo en una pantalla donde proyectar todos mis miedos. Pero materializarlo, transformarlo en píxeles, convertirlo en algo legible para ojos ajenos, es abrir de nuevo la herida que supuró cuando el instructor Ramírez arrancó mi cuaderno y lo leyó ante toda la compañía.
El recuerdo me golpea con la violencia de un martillo neumático perforándome, donde cada vibración desgarra otra capa de protección: yo, veinticinco años más joven, de pie en formación, mientras él sostenía el cuaderno entre dedos gruesos y grasientos, como si fuera algo contaminado. Trescientas gargantas riendo, y los poemas flotando en el aire como vísceras arrancadas. Mis palabras más íntimas deformadas por su voz burlona, y cada sílaba mal pronunciada como un golpe directo a mi plexo solar.
La vergüenza me quemaba el rostro como ácido corrosivo, gota a gota, mientras las carcajadas rebotaban en las paredes del barracón formando un coro griego de humillación. Las páginas de mi cuaderno cayendo al suelo del patio como hojas muertas. Palomas asustadas por las risotadas levantando el vuelo desde los tejados de la Academia.
Mi cuerpo permanecía petrificado mientras mi mente se separaba, observando la escena desde fuera. Intentaba no llorar, no derrumbarme, no mostrar nada, mientras creaba la versión más primitiva del firewall que más tarde perfeccionaría: silencio absoluto, desconexión total entre mente y cuerpo, separación quirúrgica entre mi yo exterior y mi yo interior.
El instructor Ramírez con su voz falsete, burlándose: «“¿Madre borracha de silencios rotos?”. ¿Esto es lo que has venido a hacer a la Guardia Civil, cadete? ¿A escribir mariconadas?».
Su cara a centímetros de la mía, su aliento a café y tabaco. El sudor frío bajando por mi espalda mientras mantenía la posición de firmes, la mirada al frente, el rostro inexpresivo por fuera mientras por dentro algo fundamental se desgarraba. Los otros cadetes recogiendo las páginas, pasándoselas, riéndose de cada verso. Uno haciendo una bola con un soneto y lanzándola como si fuera una granada. Otro fingiendo leer con voz quebrada, imitando falsamente el llanto. Trescientas gargantas, todas riéndose de lo que había dentro de mí, de lo que era yo realmente.
«Sáez, el poeta maricón», dijo alguien desde atrás, una voz anónima que se fundió con la masa, imposible de identificar entre las risas. El instructor Ramírez no reprendió el comentario. Solo sonrió, ese tipo de sonrisa cómplice que dice: yo también lo estoy pensando. Esa noche, cuando todos dormían, guardé el cuaderno bajo unas tablas sueltas en el suelo, bajo mi litera. Nada más salir de la Academia, solicité incorporarme a la especialidad de informática forense. Decidí que las máquinas eran más fiables que los humanos, que los algoritmos no se burlaban de los sueños rotos.
Aquel día juré que nunca más. Que enterraría al poeta tan profundamente que nadie volvería a encontrarlo. Que jamás permitiría que otras personas vieran esa parte de mí. Que construiría un búnker alrededor de esas palabras y tiraría la llave a un pozo sin fondo.
Mi garganta se tensa al revivir cada detalle, el sabor metálico del miedo inunda mi paladar otra vez, como si aquellas risas todavía estuvieran resonando en mi cuerpo, atrapadas en algún compartimento sellado de mi memoria que ahora se ha agrietado. Mi esófago se contrae en un espasmo involuntario, forzándome a tragar saliva que no tengo. El hambre de aire se intensifica. Cada inhalación es más superficial que la anterior, como si mis pulmones estuvieran olvidando su función principal.
Y ahora estoy a punto de hacer exactamente lo contrario. A punto de exponer voluntariamente lo que fue arrancado por la fuerza.
Vuelvo al presente con una sacudida. La buhardilla. El ordenador. El formulario a medio completar. Sesenta y tres poemas esperando la sentencia.
«El silencio también es una forma de automutilación», me recordó Sandra una tarde mientras analizábamos un código cifrado capturado de un servidor en Estonia. El aire acondicionado de la oficina zumbaba con esa frecuencia irritante que solo percibíamos nosotros dos, algo en el rango de 18-20 kHz que parece volverse más audible cuando tienes el ceño fruncido durante horas. Las palabras salieron de ella con la misma naturalidad con que discutiría variables booleanas o claves de encriptación. No era la primera vez que lo decía. No con esas exactas palabras, pero sí con la misma intención.
Desde mi colapso, desde aquellas convulsiones en el suelo de su piso, cuando mi cuerpo finalmente se rebeló contra veintidós años de química autoimpuesta, Sandra ha sido inflexible en recordarme los patrones que me llevaron al abismo. No como advertencia, no como amenaza, sino como esos mojones que marcan senderos en montañas peligrosas: aquí hay un precipicio, aquí la niebla engaña, aquí el terreno parece sólido, pero es arena movediza disfrazada de tierra firme. Conoce demasiado bien mi tendencia a incubar las palabras hasta que se pudren dentro, formando tumores de metáforas no expresadas, quistes de adjetivos reprimidos, cánceres de verbos nunca conjugados.
Mi mano izquierda se desliza automáticamente hacia mi bolsillo, buscando el blíster familiar de Diazepam. El gesto es puramente mecánico, un reflejo condicionado por años de dependencia. Los dedos se cierran sobre tela vacía, encontrando solo el vacío donde antes había pastillas. El pánico me inunda por un instante —casi tres meses sin química todavía no bastan para deshacer dos décadas de adicción programada. La ausencia de pastillas sigue produciendo un terror físico, como si al abrir la nevera descubrieras que no hay comida y estás varado en una montaña nevada.
La ironía es brutal: ahora extraño las pastillas no porque me calmaran, sino porque me permitían sentir. Porque creaban ese espacio artificial donde podía desconectarme del autocontrol, donde el poeta podía emerger sin culpa. El Diazepam y el Stilnox no me adormecían —o no solo eso—; despertaban partes de mí que mantenía rígidamente controladas.
Respiro profundamente otra vez. El aire entra entrecortado, como si mis pulmones hubieran olvidado cómo funcionar correctamente sin la química. El psiquiatra me lo advirtió: «Tu cuerpo ha olvidado cómo procesar emociones naturalmente. Es como enseñar a caminar de nuevo a un adulto tras veinte años postrado». Cada emoción intensa sigue provocando respuestas físicas exageradas: sudoración excesiva, dificultad para respirar, temblores incontrolables. Mi sistema nervioso desconoce el punto medio entre la anestesia completa y la sobrecarga sensorial.
Tecleo lentamente, cada letra es un pequeño suicidio, cada pulsación un corte preciso contra todo lo que he construido para sobrevivir:
>> El Cartógrafo del Alma
Mi dedo índice tiembla milisegundos antes de pulsar cada tecla, como si estuviera introduciendo un código de lanzamiento nuclear, no un simple seudónimo literario. Las letras aparecen una a una, cada una aumentando exponencialmente la cantidad de sudor que brota de mis axilas, de mi frente, de las palmas de mis manos que ahora se deslizan torpemente sobre el teclado como si estuvieran recubiertas de alguna sustancia viscosa.
No es un nombre original. No pretende serlo. No busca destacar entre la infinita marea de poetas digitales autopublicados. Es simplemente una manera de decir: aquí están mis mapas internos, los territorios que he recorrido, las cicatrices cartografiadas durante décadas de excavación silenciosa, las fronteras que he traspasado sin testigos, los abismos que he medido con instrumentos calibrados en lágrimas y gritos ahogados. Los lugares donde enterré a los muertos: mi voz, mi expresión, mi autenticidad. Todo lo que sacrifiqué en el altar de la normalidad, de la aceptación, de la supervivencia en un mundo que no tolera la sensibilidad excesiva, la diferencia, la vulnerabilidad masculina.
Son simplemente las coordenadas exactas de cada herida, de cada pérdida, de cada silencio impuesto y autoimpuesto.
El nombre apareció una noche mientras escribía en mi diario de recuperación —otro ejercicio impuesto por el psiquiatra. “Soy un cartógrafo de mi propio interior”, escribí, “mapeando territorios que nadie más ha visto, ni siquiera yo mismo durante mucho tiempo”. La metáfora se quedó conmigo, transformándose gradualmente de descripción a identidad alternativa. Un nombre para el hombre que siempre he sido en secreto, incluso cuando me esforzaba por olvidarlo.
El archivo que estoy a punto de enviar no es la novela epistolar sobre Sophia. Esa sigue guardada en una carpeta encriptada con un algoritmo que modifiqué personalmente, con una clave que cambia cada día según patrones lunares, con verificaciones biométricas múltiples: demasiado reciente, demasiado cruda, demasiado expuesta, demasiado conectada con los momentos en que la química alteró tanto mi percepción que la realidad se volvió maleable como arcilla en manos de un dios enloquecido.
¿Fue ella real o una alucinación fabricada por mi cerebro químicamente alterado? La pregunta sigue pudriendo mis entrañas cada noche, como un parásito metafísico que se alimenta de mis certezas, dejando agujeros en la tela de mi realidad. A veces me despierto sudando, convencido de que escuché su voz. Otras noches reviso compulsivamente los metadatos de sus archivos, buscando inconsistencias, pruebas de su inexistencia o de su realidad.
Cuando intento recordarla, su imagen fluctúa como esas ilusiones ópticas que cambian dependiendo del ángulo: a veces tan nítida que podría trazar cada línea de su rostro con precisión forense, a veces tan difusa que podría ser cualquiera, o nadie, un fantasma digital en una realidad aumentada por pastillas que elegí tomar.
No estoy preparado para compartir esa herida. No sé si algún día lo estaré.
Lo que comparto hoy es mucho más antiguo y, paradójicamente, más honesto: “Lágrimas de una Vida”, el poemario que encuaderné a los dieciséis años, cuando creía en las palabras, antes de que la castración de mi voz se convirtiera en mi refugio y mi prisión. Lo escribí cuando aún creía que las palabras podían salvarme, cuando pensaba que la poesía era un escudo contra el caos, no otro síntoma de mi incapacidad para existir dentro de los parámetros de normalidad aceptados por el mundo.
Fue antes de convertirme en el hombre que ahora observa su reflejo fragmentado en la pantalla del ordenador: un técnico que escribe código para detectar amenazas digitales porque es incapaz de lidiar con las amenazas analógicas de la vida real, un padre que cuenta obsesivamente sílabas en silencio mientras sus hijos duermen, un marido que comparte cama con una mujer a la que nunca ha mostrado completamente su interior.
He digitalizado cada página con la meticulosidad obsesiva de un forense exhumando un cadáver en descomposición avanzada, donde cada movimiento impreciso podría destruir evidencia crucial. He corregido errores ortográficos que el adolescente no detectó, he pulido alguna métrica desajustada como quien lima asperezas en un hueso para reconstruir un esqueleto, pero he mantenido la esencia intacta: la voz del adolescente asustado que era entonces, observando a su madre autodestruirse con metódica precisión alcohólica, absorbiendo las enseñanzas del abuelo entre vides y palabras como quien recibe transfusiones de sangre y veneno simultáneamente, construyendo un fuerte de versos contra un mundo que no entendía su hipersensibilidad, que la confundía con debilidad, con feminidad indeseada, con fallo de fabricación en el modelo de masculinidad estándar.
Cada soneto es una ventana a un momento que creí enterrado. Cada lira, un puente hacia el pasado. Cada verso es un espejo donde podría haberme reconocido si hubiera tenido el valor de mirar directamente.
Mis manos tiemblan violentamente, no por abstinencia —han pasado seis semanas desde que mi cuerpo colapsó, desde que me encontraron convulsionando, con la espuma blanca manchada de rojo brotando de mi boca mientras Lorenzo contaba los segundos entre cada espasmo, mientras Candela gritaba que los colores estaban muriendo, mientras Laura llamaba a emergencias con una voz que jamás había escuchado salir de ella, una mezcla perfecta de pánico profesional y terror personal— sino por el terror primordial de este acto tan simple y tan terrorífico: hacer público lo privado, hacer visible lo invisible, convertir mi dolor en producto consumible, asignar un precio a mi sangre seca.
Y no solo eso. Es el reconocimiento implícito, el acto de admisión: yo soy poeta. Lo he sido siempre, incluso cuando me negaba esa identidad, incluso cuando me inyectaba química para permitirme serlo temporalmente. La paradoja que me define: necesitaba drogarme no para escapar sino para encontrarme. Las pastillas eran mi forma de darme permiso para ser quien realmente soy, para sentir lo que no me permitía sentir, para escribir lo que no me permitía escribir.
Aceptarlo públicamente, aunque sea bajo seudónimo, es derribar el muro que construí entre mis múltiples yoes, comenzar a integrar al analista forense con el poeta, al padre de familia con el niño traumatizado, al superviviente funcional con el adicto recuperándose.
Muevo el cursor hacia el botón de envío. Un clic. Un simple clic separa todos mis años de silencio de un acto de violación consentida. No busco fama. No busco reconocimiento. Solo busco devolver la voz a quien fui, a ese niño aterrorizado que escribía bajo las sábanas mientras su madre rompía platos en la cocina, a ese adolescente que creía que las palabras podían salvarlo de ahogarse en el silencio heredado.
Hago clic.
El estómago se me contrae como si hubiera tragado cuchillas de afeitar cubiertas de chile habanero. Una ola de náusea me golpea con tal violencia que tengo que sujetarme al borde del escritorio, mis nudillos blancos contra la madera oscura, los tendones tan tensos que casi puedo escucharlos crujir bajo la piel. Siento cada órgano interno retorciéndose en protesta simultánea, como si mi cuerpo entero hubiera decidido iniciar una revolución contra esta decisión. El corazón se acelera a un ritmo que en cualquier otro momento me habría preocupado clínicamente, bombeando sangre a presiones que amenazan con reventar capilares. ¿Qué coño he hecho? No puedo retirarlo ya. No puedo detenerlo. Ahí van, desangrándose ante ojos extraños, mis palabras más vulnerables.
La barra de progreso avanza lentamente, cada pixelado incremento una pequeña tortura, una uña arrancada milímetro a milímetro.
>> Transmisión de datos iniciada. 7%
Paquetes de información viajando por cables submarinos, atravesando servidores, rebotando en satélites, hasta llegar a un servidor en Irlanda donde quedarán alojados indefinidamente, inmortalizados en su forma digital, incluso después de que yo desaparezca, incluso después de que olvide la contraseña, incluso después de que mis hijos crezcan y me olviden, incluso después de que Laura finalmente encuentre la paz que le arrebaté con mi silencio.
La metáfora no se me escapa: estoy enviando fragmentos de mi alma a través del vacío digital, pequeños trozos de código que contienen significados que ningún algoritmo podría descifrar completamente, que ninguna inteligencia artificial podría comprender en su totalidad. Estoy haciendo lo que le enseño en las conferencias a no hacer jamás: exponerme innecesariamente, crear vulnerabilidades evitables, establecer conexiones no seguras, transmitir datos sensibles sin verificar completamente el destinatario.
¿Serán rechazados, como anticuerpos extraños en un sistema inmunológico hipersensible? ¿Se perderán en el ruido de la nada, en ese espacio digital infinito donde millones de voces gritan simultáneamente, todas clamando ser escuchadas? ¿Encontrarán ojos que los vean realmente, que los lean no como curiosidades mórbidas sino como testimonios de una humanidad compartida? ¿O servirán solo como objeto de burla, como aquella primera vez, cuando el instructor Ramírez utilizó mis versos como munición para destruir cualquier rastro de autoestima que pudiera tener?
17%. 28%. 45%.
El tiempo se estira como piel sobre un bastidor de tortura medieval. Cada segundo es una nueva vuelta del torniquete, una nueva tensión que amenaza con desgarrar la tela de la realidad. La piel de mi propio rostro parece tensarse, como si algo estuviera tirando de ella desde dentro, estirándola sobre la estructura ósea de mi cráneo. En mi cabeza, versos del primer poema del libro comienzan a resonar, no como si los recordara —porque los recuerdo todos—, sino como si una voz ajena me los recitara directamente al cerebro, cada sílaba un clavo de acero al rojo vivo perforando mi córtex:
“Madre borracha de silencios rotos,
caricias que se ahogan en el vino,
mientras cuento los pasos del camino
que me aleja de todos tus destrozos”.
Ese maldito soneto escrito tras la noche en que Elena, mi madre, rompió la nariz a mi tío Rafael cuando intentó llevarla a un centro de desintoxicación. La sangre salpicando las paredes blancas de la cocina, formando patrones que mi cerebro adolescente intentó descifrar mientras el abuelo Honorio sujetaba a Elena, mientras los vecinos decidían, una vez más, no escuchar nada, mientras yo memorizaba cada detalle sabiendo que algún día intentaría dar sentido a ese caos a través de la métrica, de la rima, de la estructura que el universo se negaba a proporcionarme.
63%. 79%. 94%.
La náusea sube por mi garganta cuando la barra llega al 100%, un torrente ácido que amenaza con derramarse en una erupción física tan real como la exposición emocional que acabo de perpetrar. Como aquel día en la Academia, cuando el último de mis poemas cayó al suelo entre risas. Como cuando arrancaron mi voz, y yo la dejé ir sin luchar. Como cuando decidí que el silencio era mejor que el dolor de la exposición, que la invisibilidad era preferible a la vulnerabilidad, que la muerte en vida era un precio aceptable por la ausencia de sufrimiento activo.
Una notificación simple aparece en la pantalla:
>> Su manuscrito ha sido recibido y está siendo procesado. Recibirá un correo cuando esté publicado.
El aire escapa de mis pulmones como un prisionero que rompe sus cadenas después de décadas de cautiverio, recordándome que llevo minutos sofocándome con mi propio miedo, que he estado conteniendo la respiración como quien se prepara para un impacto físico inevitable. El pecho me arde como si hubiera inhalado brasas. Parpadeo varias veces, intentando enfocar la vista. El proceso de validación tardará entre 24 y 48 horas, según las políticas de la editorial. Dos días para prepararme para la existencia pública de mis palabras más privadas. Dos días para anticipar el juicio, el rechazo, la indiferencia. Dos días para recordarme todos los motivos por los que elegí el silencio durante más de veinte años.
Dos días para revivir cada momento en que la voz fue castigada: Elena rompiendo mi cuaderno de primaria porque encontró un poema sobre ella; el profesor de instituto calificando como “perturbadora” mi interpretación de Neruda; el instructor Ramírez convirtiendo mis versos en entretenimiento público.
Cierro el portátil y me recuesto en la silla, que cruje bajo mi peso como un animal herido protestando. Mi camisa está empapada de sudor, pegándose a mi espalda como una segunda piel no deseada.
La buhardilla se sumerge en una penumbra casi completa, apenas iluminada por el resplandor anaranjado de las farolas que se filtra perezosamente a través de la única ventana. En la oscuridad, las formas familiares —el escritorio renacentista heredado del abuelo, los estantes llenos de libros técnicos sobre análisis forense digital y manuales de códigos que nadie más en casa entendería, la foto de Eva (nuestra hija no nacida, cuya pérdida hace catorce años fracturó nuestras vidas) enmarcada en plata que guardo aquí, lejos de los ojos de Laura porque su dolor no necesita más recordatorios de lo que perdimos— adquieren un contorno suavizado, fantasmagórico, como fetos flotando en formol en esos antiguos gabinetes médicos, presencias apenas humanas suspendidas en un limbo entre la existencia y la nada.
Casi puedo sentir el vacío donde antes estaban las pastillas. Ese vacío es ahora físico y metafórico: ya no tengo esa puerta trasera, esa salida de emergencia hacia una versión diferente de mí mismo. Debo enfrentarme a cada sensación directamente, sin el escudo protector de la química. Es como aprender a nadar de nuevo después de depender durante años de un flotador invisible.
Mi teléfono vibra, produciendo un zumbido contra la madera del escritorio que resuena en mis oídos hipersensibilizados como una sierra eléctrica. Es un mensaje de Sandra: “¿Lo has hecho ya?”.
No le he contado a nadie más que a ella lo de la publicación. Ni siquiera a Laura. Especialmente no a Laura. No porque no confíe en ella, sino porque no quiero que cargue con otra responsabilidad, con otro aspecto de mí que debe gestionar, comprender, procesar. Su depresión ha mejorado en las últimas semanas, desde mi hospitalización, desde que ambos empezamos nuevos tratamientos, nuevas terapias, nuevas formas de comunicación, pero sigue siendo frágil, como un cristal restaurado con técnicas japonesas de kintsukuroi, donde las grietas reparadas con oro son simultáneamente más bellas y más vulnerables que la pieza original. Cada cambio en la dinámica familiar es un riesgo que debe medirse cuidadosamente, cada nueva variable una potencial amenaza para el equilibrio precario que hemos construido.
O eso me digo. La verdad más sucia, la que ni siquiera admito completamente ante mí mismo en esos momentos de máxima honestidad química inducida, es que tengo miedo de su reacción, de que relea lo que escribí cuando era joven y vea todas las heridas que nunca le mostré, todas las cicatrices que oculté bajo capas de silencio y funcionalidad aparente. Tengo miedo de que entienda, finalmente, cuán roto estaba desde el principio, cuánto le he ocultado durante estos diecinueve años de matrimonio, cuánto de mí mismo he mantenido encerrado en compartimentos sellados a los que ni siquiera ella tenía acceso.
Le respondo con un simple “Sí”. Sandra entiende la economía de mis palabras, mi tendencia a la compresión extrema cuando la ansiedad amenaza con convertir cada frase en un torrente interminable de confesiones. Nuestro vínculo se ha transformado desde mi desintegración completa —desde la crisis en el hotel Miranda, donde ella me buscó porque conocía los signos, porque su propio hermano había recorrido caminos similares; desde el episodio en la bodega, cuando destrocé todo por rabia al descubrir que el silencio que creí elegido había sido en realidad una maldición heredada; hasta las convulsiones frente a mi familia, cuando mi cuerpo finalmente decidió que no soportaba más química autoinyectada, que era preferible la desintegración física a la continua fragmentación mental.
Ella fue parte fundamental de aquella red improvisada que me mantuvo a flote durante esas semanas donde la existencia era solo un concepto teórico, no una realidad tangible: las visitas diarias al hospital, trayendo libros que nunca leí, pero cuya presencia era un ancla a la normalidad; la gestión de la narrativa oficial de “agotamiento extremo” que presentó al Capitán, protegiendo mi carrera cuando no tenía fuerzas para protegerme a mí mismo; las conversaciones decisivas sobre mi reincorporación gradual, asegurando que podría regresar bajo condiciones que no me destruirían nuevamente.
A veces me pregunto si su motivación es puramente profesional, la preocupación natural de una compañera por alguien con quien ha trabajado durante años, o si hay algo más: un reconocimiento de almas heridas, quizás, una identificación silenciosa con mis propias fracturas, como dos supervivientes de accidentes diferentes que reconocen mutuamente las marcas invisibles del trauma.
Puede que su apoyo venga de la experiencia con su hermano, ese espejo roto de lo que yo podría haber sido si hubiera seguido por el camino de la autodestrucción química, si hubiera persistido en mi determinación de ahogar la voz poética en sustancias que prometían silencio temporal, pero exigían como pago la fragmentación permanente. Los dos lo sabemos, aunque nunca lo mencionamos directamente: ella me salvó porque no pudo salvar a su hermano. Yo acepté ser salvado porque no podía soportar convertirme en lo que había visto en sus ojos cuando hablaba de él.
No se lo preguntaré; hay heridas que es mejor no hurgar, aunque las veas supurar. Hay preguntas que son puñales disfrazados, y Sandra y yo hemos desarrollado un sistema de comunicación donde lo no dicho es tan importante como lo expresado.
“Estoy orgullosa de ti. Mañana hablamos”, responde. Y luego, un segundo mensaje: “Respira, Marco. Solo son palabras en una pantalla”.
Pero ambos sabemos que es mucho más que eso. Son fragmentos de mi alma, arrancados hace décadas y ahora expuestos al mundo como en esos antiguos rituales de sacrificio donde el sacerdote extraía el corazón aún latente y lo mostraba a la multitud. Cada verso es un trozo de carne viva palpitando bajo luces fluorescentes de laboratorio. Cada estrofa es una confesión que nunca hice en voz alta, ni siquiera en las sesiones de terapia más intensas. Cada soneto es una tumba donde enterré parte de mí, y que ahora estoy profanando como un arqueólogo que perturba un descanso milenario por afán de conocimiento.
El tictac del reloj de pared resuena en la buhardilla con una presencia física, como si cada segundo fuera una gota de agua cayendo sobre mi frente. Me levanto con dificultad; mis piernas parecen hechas de algodón empapado. Un mareo repentino me obliga a sujetarme al respaldo de la silla. Hace meses, este sería el momento perfecto para un Diazepam, para difuminar los bordes cortantes de la realidad. No para huir del momento, sino para permitirme sentirlo plenamente, para derrumbar las barreras que me mantenían a salvo pero aislado.
Ahora tengo que atravesar la ansiedad directamente, sentir cada púa, cada aguijón, cada estocada. Sin la llave química que antes abría las puertas hacia mis propias profundidades, debo aprender a forzar esas cerraduras con herramientas más rudimentarias: respiración, presencia, aceptación del dolor.
Bajo las escaleras de la buhardilla con cuidado, agarrándome a la barandilla para compensar el temblor en mis piernas. La casa duerme. Laura, Lorenzo y Candela llevan horas en sus respectivas habitaciones. El reloj de pared del pasillo marca las 2:17. He estado encerrado en la buhardilla desde que todos se acostaron.
Me dirijo a la cocina, necesito agua. Mi garganta está tan seca que tragar duele. En la oscuridad, mis movimientos son mecánicos, precisos, resultado de años recorriendo este espacio. Abro el grifo, dejando correr el agua unos segundos —siempre siete, un ritual heredado del abuelo. Lleno un vaso y bebo lentamente, contando los tragos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. El número siete me persigue, como los siete sellos del Apocalipsis, o los siete pecados capitales. No es casualidad que haya dividido mi poemario en siete secciones.
La cocina a oscuras tiene una presencia casi viva. La nevera zumba suavemente, como un animal respirando. Los contornos de los muebles se recortan contra la luz tenue que entra por la ventana. En este momento, en este limbo entre la acción y sus consecuencias, me siento como un fantasma en mi propia casa. Como si hubiera muerto, pero no me hubiera dado cuenta todavía. Como si estuviera en tránsito entre dos estados del ser.
Apoyo la frente contra el cristal frío de la ventana. El contraste de temperatura contra mi piel febril proporciona un alivio momentáneo. Afuera, Madrid duerme bajo una manta de luces anaranjadas. Alguien pasea a un perro por la acera. Un coche pasa lentamente. Vidas ajenas, existencias separadas, universos paralelos al mío.
Me pregunto si en este mismo momento, en algún lugar del mundo, alguien estará leyendo poesía para mitigar su dolor. Si alguien estará escribiendo versos para no ahogarse en silencio. Si alguien estará mirando por una ventana, sintiéndose tan solo como yo.
La mañana siguiente transcurre con una extraña normalidad que me aterra por su falsedad, por la sensación de película mal sincronizada donde el audio no corresponde exactamente con las imágenes. Me levanto a las 4:40, como siempre. Ducha, lavado y cepillado meticuloso de la barba que me he dejado crecer aún más desde el mismo día que ingresé en el hospital —otro escudo, otra forma de ocultarme, otro intento de modificar la imagen que el mundo percibe, como si una cantidad suficiente de vello facial pudiera disimular las grietas internas—, café preparado exactamente a 92 grados —nunca superando los 95— para mantener ese equilibrio entre acidez y amargor que tanto necesito para que mi lengua reconozca que sigo vivo, que tengo un cuerpo que percibe, que no soy solo una conciencia flotando en el vacío de mi propio cerebro.
Todo perfectamente controlado mientras por dentro soy un campo de minas a punto de detonar, cada paso una posible activación del mecanismo, cada movimiento medido para evitar la explosión que siento crecer bajo la superficie de mi piel, como magma acumulándose bajo una corteza terrestre demasiado fina para contenerlo.
La irracionalidad de mi ansiedad me asombra. Objetivamente, sé que nada ha cambiado fundamentalmente. He enviado palabras a un servidor distante. He compartido textos bajo un nombre que nadie asociará conmigo. Y, sin embargo, me siento como si hubiera cometido un acto irreversible de automutilación pública. Como si me hubiera desnudado en medio de la Puerta del Sol en hora punta.
Antes, habría tomado un Lexatin para atravesar esta mañana. No para bloquear la ansiedad, sino paradójicamente para permitirme sentirla sin que me paralice, para experimentarla sin que me destruya. La química creaba ese espacio donde podía ser vulnerable sin desintegrarme. Ahora debo enfrentarme a cada sensación con una conciencia aguda y descarnada.
La parte analítica de mi cerebro intenta racionalizar: la probabilidad de que alguien relevante en mi vida descubra el libro es astronómicamente baja. ¿Cuántas personas compran poemarios de autores desconocidos? ¿Y cuántas de esas personas podrían conectar a “El Cartógrafo del Alma” con Marco Sáez Villanueva, analista forense? La probabilidad tiende a cero.
Pero otra parte de mí —la parte que convulsionó en el suelo cuando mi cuerpo rechazó veintidós años de química, la parte que vomitó versos después de décadas de silencio— sabe que la exposición ya ha ocurrido. Que las palabras ya no me pertenecen. Que he vendido fragmentos de mi alma por 3,99 € la unidad.
Laura se mueve por la cocina con la eficiencia silenciosa que ha desarrollado en nuestros años de matrimonio, esa coreografía perfecta que le permite existir en mi espacio sin perturbar mis ritmos internos, sin activar ninguna de mis alarmas, sin desencadenar ninguno de mis mecanismos de defensa. Su bata de algodón azul —el azul específico que nunca me perturba, que nunca asocio con ninguna memoria dolorosa, el azul que ella descubrió que me tranquiliza cuando estoy al borde del abismo— se mueve como una bruma matutina mientras prepara tostadas y zumo de naranja. No hablamos mucho durante el desayuno. No necesitamos hacerlo. Ella sabe leer los silencios; yo sé interpretar sus movimientos. Diecinueve años —catorce desde Eva— construyendo un lenguaje de ausencias, de espacios negativos, de comunicación no verbal, de lo no dicho, pero perfectamente entendido.
El reloj marca las 6:30 cuando Lorenzo baja con su Rubik desarmado, cada pieza en una posición aparentemente aleatoria, pero que forma parte de un patrón más amplio que solo él percibe, que solo él controla. Puedo ver en sus ojos esa concentración específica, ese enfoque milimétrico, esa capacidad para abstraerse completamente del mundo exterior y existir únicamente dentro de la secuencia de movimientos necesarios para reorganizar el caos cromático. Laura saca del armario de la cocina el pastillero semanal, ese organizador transparente donde los medicamentos de ambos conviven en una extraña intimidad farmacológica, y el nuevo frasco de Metilfenidato, el estimulante que ayuda a Lorenzo a filtrar el ruido del mundo.
—Recuerda que el Dr. Jurado aumentó la dosis a 45 mg —me dice mientras prepara la medicación matutina de Lorenzo, partiendo con precisión quirúrgica la pastilla para obtener la dosis exacta—. Antes eran 27 mg.
La ironía no se me escapa: durante años, después de su primer intento de suicidio con pastillas —después de perder a Eva—, era yo quien controlaba obsesivamente su medicación, quien contaba sus dosis, quien guardaba las cajas bajo llave. Ahora es ella quien mide, corta y administra. Nuestros roles han cambiado mientras los medicamentos siguen siendo el lenguaje común de nuestra disfunción.
Asiento, observando cómo Lorenzo sigue el proceso con esa atención hiperfocalizada tan característica en él. Desde que dejé las pastillas, su comportamiento ha cambiado sutilmente. Es como si mi sobriedad le hubiera dado permiso para expresar más abiertamente sus patrones heredados directamente de mí, como un virus que muta para sobrevivir y replicarse. La metáfora me aterra: ¿estaré transmitiendo esta enfermedad mental a mis hijos, este recuento obsesivo, esta necesidad de convertir el caos en patrones, este miedo perpetuo al descontrol? ¿Será genético, o simplemente aprendido por ósmosis? ¿Puede Lorenzo escapar de lo que yo no pude?
Ha comenzado a contar en voz alta lo que antes solo contaba internamente. Ha empezado a formular preguntas sobre mis propios rituales numéricos, estableciendo conexiones que antes permanecían tácitas entre nosotros. Ha intensificado su búsqueda de patrones matemáticos en lo cotidiano, como si hubiera accedido a una parte de mi código que antes mantenía encriptada para protegerle, para que no siguiera mis pasos, para que no heredara mis obsesiones junto con mis genes.
Sus dedos recomponen el cubo con una velocidad asombrosa mientras murmura secuencias numéricas, cada número articulado con precisión científica, cada cifra separada exactamente por el mismo intervalo temporal, como un metrónomo humano calibrado según alguna constante universal que solo él conoce.
—Trescientos veintiuno, cuarenta y ocho, noventa y siete… —No son números aleatorios. Por supuesto que no. Son los segundos que tardó en resolver el cubo ayer, antes de ayer, el día anterior a ese. Mide su progreso obsesivamente, buscando patrones de mejora. Por supuesto que los ha contado. Por supuesto que ha buscado el patrón en el caos de mi descomposición. Es lo que yo le he enseñado a hacer: convertir el dolor en algoritmos, la incertidumbre en secuencias predecibles.
Observo sus dedos moverse sobre el cubo. Son mis dedos, con las falanges ligeramente más largas de lo normal, con las uñas cortadas meticulosamente al mismo nivel. Los mismos dedos que anoche publicaron mi poemario. Los mismos dedos que durante años teclearon código y análisis forense para escapar de la poesía que bullía por salir. Los mismos dedos que antes de eso escribieron cada verso a mano, con aquella caligrafía obsesivamente perfecta que el abuelo me enseñó.
Candela aparece la última, como siempre, con el pelo revuelto en un caos que desafía la gravedad y la lógica capilar, y una expresión de indignación teatral que ha perfeccionado durante sus siete años de vida, como si cada despertar fuera un insulto personal diseñado específicamente para ofenderla.
—El naranja está peleando con el azul —anuncia, señalando su ropa donde efectivamente ambos colores coexisten en un patrón de rayas horizontales—. No quieren estar juntos hoy. El naranja está muy enfadado y el azul está triste.
Laura suspira, ese suspiro particular que dice “no tengo energía para esto”, esa exhalación que contiene años de adaptación a la hipersensibilidad cromática de nuestra hija, a su sinestesia que convierte los colores en entidades emocionales, en seres con voluntad propia, en estados de ánimo que afectan directamente su experiencia del mundo. Reconozco el sonido porque yo lo emito a menudo cuando me enfrento a las peculiaridades neurodivergentes de mis hijos, a esas formas de percepción que reconozco porque las heredaron de mí, pero que me siguen abrumando porque son espejos demasiado precisos de mis propias diferencias.
—Cariño, solo tienes que ponerte ropa para el colegio. —La voz de Laura intenta encontrar ese equilibrio imposible entre comprensión y pragmatismo, entre validar la experiencia perceptiva única de Candela y recordarle que existe un mundo exterior con demandas cronológicas específicas.
—Pero si me pongo algo naranja, el azul va a gritar todo el día dentro de mi cabeza —protesta con la convicción absoluta que solo una niña de siete años puede tener sobre los conflictos cromáticos de su mundo interior, con esa certeza inquebrantable de que su experiencia es objetiva y universal, no subjetiva y singular.
Observo a mi hija, reconociendo en ella la misma hipersensibilidad que el mundo intentó aplastar en mí. Su sinestesia, su percepción aumentada, su tendencia a antropomorfizar colores y objetos. ¿Acabará ella también enterrando estas cualidades para sobrevivir? ¿Aprenderá, como yo, a silenciar partes fundamentales de sí misma para encajar en un mundo diseñado para sensibilidades mediocres?
Es una escena cotidiana, otra mañana en la familia Sáez, otro pequeño drama doméstico que se desarrolla según guiones ancestrales que ninguno de nosotros escribió conscientemente. Tan normal que casi duele, tan rutinaria que casi oculta las fracturas bajo la superficie, tan familiar que casi logra hacerme olvidar que anoche expuse mi alma al mundo digital, que en algún momento entre hoy y mañana mis palabras más privadas estarán disponibles para cualquiera dispuesto a pagar 3,99 € por el privilegio de hurgar en mis heridas adolescentes.
Yo, sentado a la mesa, supervisando este pequeño caos ordenado, nuestro ecosistema familiar que ha sobrevivido a tantas tormentas, incluida mi propia autodestrucción. Y, sin embargo, algo ha cambiado. Yo he cambiado. Bajo mi piel, las palabras circulan de manera diferente, como si el sistema circulatorio poético que durante años mantuvo rutas ocultas, capilares secretos, venas invisibles, ahora hubiera sido rediseñado, expuesto, cartografiado para observadores externos.
Ya no están aprisionadas, martilleando por salir, desangrándose dentro, pudriéndose en el silencio autoimpuesto. Están en movimiento, fluyendo hacia un espacio donde otros podrán verlas, tocarlas, tal vez incluso responder a ellas, crear un diálogo donde antes solo había monólogo. La sensación es como tener un cáncer extraído: el vacío donde antes había una masa de dolor, la ausencia repentina de algo que, aunque tóxico, era parte de mí, una presencia familiar con la que había aprendido a convivir.
—Hoy saldré media hora antes —anuncio mientras recojo mi taza de café, asegurándome de que queda exactamente a 3.7 centímetros del borde de la mesa, ni más ni menos, una distancia que mido instintivamente, sin necesidad de instrumentos, calibrada por años de repetición obsesiva—. Tengo que hablar con Sandra antes de la reunión.
Laura asiente sin preguntar, sin exigir detalles, sin cuestionar la necesidad de este ajuste temporal. Otra de nuestras dinámicas establecidas: no cuestionamos los detalles laborales del otro, no exigimos explicaciones sobre esas horas en que existimos en mundos separados. Mi trabajo sigue siendo un territorio semi aislado, aunque ya no es un secreto que he vuelto parcialmente a mis funciones. Cuatro horas diarias. Sin acceso a casos activos. Análisis de patrones, formación interna, tareas de bajo impacto emocional. Las condiciones que impuso el psiquiatra para mi reintegración, ese contrato no escrito entre mi salud mental y las demandas del servicio, entre mi necesidad de propósito y mi capacidad real para funcionar en entornos estructurados.
La reincorporación gradual que el Capitán Rodríguez arregló, saltándose protocolos, tirando de contactos, creando una posición a medida mientras me recuperaba. Nunca hablaremos directamente de ello —esa es nuestra dinámica— pero sé lo que me ha salvado: su propio trauma no resuelto, reflejado en mí. Su propia lucha contra demonios similares. Su reconocimiento silencioso de la fragilidad bajo la fachada de competencia.
—Papá —dice Lorenzo de repente, sin levantar la vista del cubo que sus dedos siguen manipulando con precisión mecánica—, el azul y el naranja son complementarios en la rueda cromática. Funcionan bien juntos por contraste simultáneo. Candela debería saberlo.
Sonrío. Es su forma de ayudar, de establecer orden en el caos perceptivo de su hermana. Su método particular de expresar cariño: ofrecer hechos que organicen la experiencia caótica. A veces me pregunto si lo ha aprendido de mí, si ha interpretado mi tendencia a analizar y sistematizar como una forma de amor, en lugar de lo que realmente es: un mecanismo de defensa contra la inundación sensorial constante.
—Los colores no obedecen a tus matemáticas —responde Candela, sacándole la lengua con esa irreverencia que solo los hermanos pueden permitirse—. Tienen sentimientos propios. Y hoy no se soportan.
Pienso en mi poemario, en como intenté durante años convertir sentimientos en estructuras matemáticas perfectas: sonetos de catorce versos, liras de 43 sílabas exactas, tercetos encadenados con esquemas rítmicos precisos. ¿No es eso también intentar hacer que los colores obedezcan a las matemáticas? ¿No es la poesía un intento de imponer orden al caos emocional?
—Los colores son solo longitudes de onda —contraataca Lorenzo, con una voz que adquirió ese tono didáctico que usa cuando se siente en terreno firme, cuando puede recurrir a hechos científicos en lugar de navegar el pantanoso territorio de las emociones—. El azul está entre 450 y 495 nanómetros, el naranja entre 590 y 620. Solo son vibración electromagnética, no tienen sentimientos.
—Tú eres una longitud de onda aburrida —replica ella, y se mete una cucharada enorme de cereales en la boca, dando por terminada la discusión con ese gesto tan característico que heredó directamente de Laura.
Me despido con un beso en la frente de cada uno de mis hijos, ese contacto mínimo, pero significativo que he aprendido a ofrecer desde que dejé las pastillas, desde que mi piel ya no arde ante el contacto humano, desde que mi cerebro no interpreta automáticamente la proximidad física como amenaza inminente. Laura me detiene en la puerta con una mirada inquisitiva, como el bisturí de un cirujano sondeando una herida para evaluar su profundidad, su extensión, su potencial infeccioso.
—Estás… diferente hoy —observa. Sus ojos, de un marrón profundo casi negro en la luz matutina, me escudriñan con esa precisión clínica que ha desarrollado en sus años como enfermera, esa capacidad para detectar síntomas sutiles que otros ignorarían—. Hay una vibración distinta en ti, como si algo fundamental hubiera cambiado.
El pánico me inunda como bilis ácida subiendo por el esófago después de una noche de excesos. ¿Tan transparente soy? ¿Pueden mis cambios internos manifestarse físicamente de manera tan evidente? ¿Puede Laura, con sus años de observación constante, con su conocimiento íntimo de mis patrones, con su sensibilidad calibrada específicamente para detectar mis fluctuaciones, percibir lo que he hecho, la forma en que me he expuesto? ¿Es posible que mis átomos estén vibrando a una frecuencia diferente, que mi campo electromagnético haya sido alterado por la transmisión de datos, que mi materialidad física esté respondiendo a la vulnerabilidad digital?
Antes, este sería el momento exacto para tomar una pastilla: no para esconderme de la conversación, sino paradójicamente para poder tenerla. Para permitirme la vulnerabilidad de decir “He publicado mis poemas” sin que el pánico me paralice. La química me daba ese espacio de seguridad donde podía permitirme ser visto.
Por un momento considero contarle lo del libro. Aquí, ahora, en este umbral entre el mundo privado y el público, en este instante liminal antes de que ambos partamos hacia nuestras respectivas obligaciones. Pero no es el momento. No aquí, entre tazas de desayuno y mochilas escolares. No cuando estoy tan vulnerable, tan abierto, tan cerca de la desintegración. No cuando ella tiene un turno de 8 horas en el hospital, con pacientes que dependen de su estabilidad emocional, de su presencia completa, de su capacidad para funcionar sin distracciones.
—Estoy bien —respondo, y por primera vez en mucho tiempo, la frase no suena completamente a mentira, no es solo un reflejo automático, una respuesta programada para mantener la ilusión de normalidad—. Hablamos esta noche.
El silencio sigue siendo mi refugio por defecto, pero ahora es un silencio diferente. No es el silencio sepulcral que enterraba toda posibilidad de expresión. Es un silencio provisional, un aplazamiento más que una negación. “Hablamos esta noche” es una promesa real, no una evasión. Pequeños pasos. Apertura gradual. Permeabilidad controlada. Como me enseñó el psiquiatra: no tienes que derribar todos tus muros de golpe, solo construir algunas ventanas.
La Jefatura está tranquila a las 5:50 de la mañana, ese edificio gris de brutalismos arquitectónicos suavizados por la luz dorada del amanecer madrileño. He llegado deliberadamente temprano, mucho antes de mi horario reducido oficial que empieza a las 9:00. Necesitaba este tiempo a solas con Sandra, lejos de miradas y oídos curiosos que podrían detectar algo impropio en nuestra conversación, algo que transcendiera lo estrictamente profesional, alguna señal de la intimidad emocional que hemos desarrollado desde mi colapso. Oídos curiosos que podrían juzgarme.
Los pasillos están vacíos, iluminados por esa luz fluorescente que siempre me ha parecido obscenamente artificial, como si fuera diseñada específicamente para destacar las imperfecciones humanas. Las luces fluorescentes zumban suavemente como insectos eléctricos, con ese sonido de alta frecuencia que la mayoría no percibe, pero que para mí es como una aguja continua presionando contra mi tímpano, recordándome que mi cerebro procesa estímulos que otros filtran automáticamente. El olor a café rancio de máquina, a papel reciclado, a tinta de impresora y lejía desinfectante del suelo, esa mezcla específica que solo existe en entornos burocráticos, en espacios donde la humanidad se procesa en formularios y expedientes.
Mi territorio durante todos mis años de servicio. El lugar donde construí mi segunda piel, mi identidad como técnico, como analista, como hombre de orden. El sitio donde enterré al poeta bajo capas de algoritmos, donde silencié al adolescente hipersensible bajo toneladas de códigos informáticos, donde me convencí de que las palabras solo servían como vehículos para transmitir información técnica, no como conductos para el alma.
Camino por el pasillo principal con pasos medidos. Veintidós baldosas exactas entre la entrada y el punto donde el corredor gira a la derecha. Lo sé porque las he contado innumerables veces, marcando el ritmo de mi respiración con cada paso. Una, dos, tres, inhalación; cuatro, cinco, seis, exhalación. Un ritmo perfecto, un control meticuloso, una ilusión de dominio sobre al menos una pequeña porción de existencia.
Pero hoy las baldosas parecen diferentes. Las miro con nuevos ojos, percibiendo matices en el gris que nunca había notado, pequeñas grietas e imperfecciones que siempre estuvieron ahí, pero que mi cerebro había filtrado. Es como si publicar el poemario hubiera ajustado el enfoque de mi percepción, sintonizándola a una frecuencia ligeramente diferente. Los bordes de la realidad parecen simultáneamente más definidos y más permeables.
Sandra me espera en su despacho, un espacio minimalista que refleja su personalidad con precisión matemática: dos monitores de alta resolución perfectamente alineados sobre un escritorio de acero y vidrio, una silla ergonómica calibrada específicamente para su columna vertebral, paredes desnudas excepto por un diploma enmarcado con simplicidad funcional, y una planta de aspecto sospechosamente saludable, un filodendro que desafía la lógica botánica al prosperar bajo luz artificial. A veces me pregunto cómo consigue que sobreviva con la poca luz natural que entra por la pequeña ventana, o si la reemplaza constantemente sin decirlo, como yo hacía con mis emociones, sustituyendo un sistema moribundo por uno idéntico pero fresco, para mantener la ilusión de continuidad.
—Buenos días, poeta —me saluda con una sonrisa contenida, pero genuina. Solo la comisura derecha de sus labios se eleva ligeramente mientras sus ojos permanecen serios, evaluando mi estado, mi nivel de desintegración potencial, mi capacidad para funcionar en este espacio.
Es la primera vez que me llama así, que reconoce verbalmente esta otra identidad que acabo de hacer pública. La palabra produce un eco extraño en mi interior, como cuando escuchas tu voz grabada y no la reconoces, como un sonido familiar pero distorsionado, como tu propio nombre pronunciado con un acento extranjero. “Poeta”. Cinco letras que contienen toda una vida alternativa, todo un universo paralelo donde tomé diferentes decisiones, donde no enterré mi voz bajo capas de silencio autoimpuesto, donde no elegí la seguridad sobre la autenticidad. Tres sílabas. Una identidad que he rechazado durante tanto tiempo que oírla aplicada a mí produce un cortocircuito neuronal.
—No me llames así aquí —le respondo, más bruscamente de lo que pretendía, con el pánico agudo regresando como ácido por mi esófago, quemando todo a su paso. Mis ojos se mueven instintivamente hacia la puerta, asegurándome de que está completamente cerrada, de que nadie puede escucharnos, de que esta palabra prohibida no escapará a los pasillos de la Jefatura, donde podría ser procesada, analizada, utilizada como evidencia de mi inadecuación fundamental para el servicio.
—Relájate. Estamos solos, y las paredes no tienen oídos… a menos que tú hayas instalado algo que yo no sepa. —Su tono es ligero, pero percibo la preocupación subyacente, la evaluación constante de mis respuestas, de mis micromovimientos, de los signos sutiles que podrían indicar una descompensación inminente—. ¿Cómo te sientes?
Me siento en la silla frente a su escritorio, experimentando inmediatamente la incomodidad de un mueble diseñado para visitas breves, no para conversaciones profundas. Es una pregunta compleja, casi obscena en su simplicidad. ¿Cómo me siento? ¿Cómo condensar en palabras comprensibles esta tormenta interna, este huracán emocional que arrasa con todo a su paso, que desarraiga certezas que creía sólidamente plantadas, que inunda territorios que pensé a salvo de las aguas?
¿Cómo me siento? Como si me hubieran arrancado la piel y me hubieran dejado expuesto al viento, con cada terminación nerviosa respondiendo directamente a estímulos que antes estaban amortiguados por capas protectoras. Como un nadador que ha pasado toda su vida bajo el agua y ahora asoma la cabeza a la superficie, cegado por una luz que nunca había visto, respirando un aire que quema sus pulmones acostumbrados a otro medio. Como un hombre que ha vivido en una habitación oscura y ahora entreabre las cortinas, dejando entrar rayos que simultáneamente iluminan y queman, que revelan y destruyen. Como un preso que ha encontrado una grieta en el muro y no sabe si escapar o seguir dentro, donde al menos conoce los límites de su celda, donde al menos la rutina le protege de la incertidumbre exterior.
—Expuesto —respondo finalmente, destilando el torbellino interno a su esencia más básica, a su núcleo irreductible—. Vulnerable. Desnudo. Y extrañamente… aliviado, como después de vomitar veneno.
La última parte me sorprende incluso a mí mismo. No había identificado conscientemente ese componente de alivio entre toda la ansiedad y el miedo. Pero ahí está: una ligereza particular, como si hubiera depositado una carga que he llevado durante tanto tiempo que se había convertido en parte de mi estructura ósea. Una ausencia que es presencia. Un vacío que es plenitud.
Sandra asiente. No necesita más explicaciones, no requiere elaboraciones innecesarias. Ella entiende los matices, las contradicciones, las paradojas emocionales que son imposibles de verbalizar sin simplificarlas hasta la distorsión. Su propio hermano pasó por algo similar, aunque su final fue más trágico, su desintegración más completa, su fragmentación imposible de revertir. Desde aquella larga conversación durante mi hospitalización, donde me contó su historia en fragmentos cuidadosamente seleccionados, no hemos vuelto a hablar directamente del tema, pero está ahí, un conocimiento compartido que da forma a nuestra relación, que estructura nuestros intercambios, que define los límites de lo que podemos exigirnos mutuamente.
—¿Has recibido alguna notificación ya?
—Aún no. Dijeron 24-48 horas.
Sandra se reclina en su silla, evaluándome con ojos de analista forense, buscando signos de desintegración, fracturas en la fachada, fugas que podrían indicar presión interna excesiva. Sus ojos se detienen brevemente en mis manos —¿están temblando más que ayer?—, en mi frente —¿hay más sudor del habitual?—, en mis pupilas —¿están demasiado dilatadas para esta iluminación?
—¿La familia lo sabe?
La pregunta queda suspendida entre nosotros como un cuchillo en el aire, como una granada sin seguro, como un explosivo con temporizador visible. Es la misma que me he estado haciendo obsesivamente desde que presioné el botón de envío, desde que inicié la transmisión de datos que no puede ser interrumpida. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Con qué palabras le explicas a tu esposa que has publicado un libro que expone las entrañas de tu adolescencia, los traumas que nunca compartiste completamente con ella? ¿Cómo le dices que un desconocido podría leer tus heridas más íntimas antes que ella? ¿Qué derecho tiene ella a saber, después de diecinueve años donde le he negado sistemáticamente acceso completo a mis territorios internos?
—No. Todavía no. —Mi garganta se contrae al decirlo, como si rechazara la confesión, como si reconociera la cobardía inherente a esta decisión, como si mi propio cuerpo protestara contra esta nueva forma de ocultamiento.
—¿Cuándo piensas decírselo?
Es una pregunta con una sola respuesta correcta, y ambos lo sabemos.
—Esta noche —el compromiso se forma simultáneamente como pensamiento y como palabras—. Se lo diré esta noche.
Las palabras salen antes de que pueda analizarlas, como un reflejo autónomo de honestidad. Parte de la nueva dinámica que intento construir: menos análisis paralizante, más respuestas directas desde el instinto. Menos control, más autenticidad. Menos perfección, más verdad.
—Bien —responde Sandra con aprobación profesional, no personal, ese tipo de validación que ofrecería a un paciente que finalmente decide confrontar una adicción, o a un testigo que acepta declarar en un juicio difícil—. Es lo correcto.
Mi teléfono vibra en mi bolsillo, enviando una descarga eléctrica a través de mi sistema nervioso ya sobrecargado. Lo saco mecánicamente, esperando algún mensaje de Laura sobre los niños —Lorenzo olvidó su medicación, Candela tiene otra crisis cromática, alguna emergencia doméstica que requiere mi intervención—. En cambio, veo una notificación de la editorial:
“Su libro ha sido publicado y ya está disponible en nuestra plataforma”.
El tiempo se detiene. Los bordes de la realidad se fracturan como cristal bajo presión. El aire se vuelve viscoso, difícil de respirar. Mi campo visual se estrecha en un túnel que se contrae gradualmente. Los sonidos parecen amplificarse y distorsionarse simultáneamente: el zumbido de los fluorescentes se transforma en un coro de insectos metálicos, el ventilador del ordenador de Sandra se convierte en un rugido de bestia mecánica, mi propia respiración retumba en mis oídos como el oleaje de un mar embravecido.
Las palabras en la pantalla se vuelven tumores malignos que presionan contra mis globos oculares, metastatizando hacia mi cerebro con cada parpadeo, como si cada píxel fuera una pequeña piedra que se acumula en mis pulmones. Ya está. Ya es demasiado tarde. Mis poemas están ahí fuera, flotando en el vacío digital, esperando ojos, juicios, rechazos. Sesenta y tres poemas. Ciento veintiséis páginas. Veinticinco años de silencio convertidos en producto.
Respiro con dificultad, como un asmático durante un ataque severo. El aire entra a destiempo, errático, como si mis pulmones hubieran olvidado la coreografía que han estado ejecutando de manera automática durante cuarenta y cuatro años, o como si súbitamente el oxígeno fuera tóxico, venenoso, corrosivo para mis órganos internos. La habitación se encoge y se expande al ritmo de mi respiración caótica, las paredes pulsan como si respiraran, los objetos pierden sus contornos definidos.
El recuerdo se superpone: el instructor Ramírez leyendo mis versos, las risas, la humillación, la decisión de nunca más volver a exponerme así.
«“Madre borracha de silencios rotos, caricias que se ahogan en el vino…”».
La voz burlona del instructor resuena en mi cabeza, mezclándose con las risas de los cadetes, formando un coro infernal de humillación que me persigue desde entonces, que me ha perseguido durante media vida, que me perseguirá aunque cruce el océano, aunque cambie de nombre, aunque me esconda en el rincón más remoto del planeta.
Parte de mí anhela profundamente la química. No para huir de esta ansiedad, sino para sentirla plenamente. Para experimentarla sin que me aniquile. Para poder navegar estas aguas tumultuosas sin ahogarme en ellas. Sin las pastillas, cada sensación es como un cable pelado contra mi piel.
Sandra observa mi reacción y extiende su mano, no para tocarme —conoce mis límites, sabe que el contacto físico durante un episodio de pánico puede ser contraproducente— sino como un ancla visual, algo concreto a lo que aferrarme mientras la realidad fluctúa a mi alrededor. Le muestro el mensaje. Ella sonríe. Es una sonrisa genuina que rara vez le veo en el entorno laboral, donde mantiene una fachada de seriedad profesional casi impenetrable.
—Felicidades, Marco. Oficialmente, eres un autor publicado.
La frase suena surreal, como si estuviera hablando de otra persona, de un doppelgänger, de un reflejo distorsionado, de un avatar en un universo paralelo. Autor publicado. Como si fuera otra persona, no el hombre que ha pasado los últimos veinticinco años construyendo cortafuegos, analizando patrones de ciberataques, traduciendo el caos de internet en datos comprensibles para superiores tecnológicamente analfabetos.
Una identidad nueva y antigua simultáneamente. Un yo que siempre estuvo ahí, pero que nunca se permitió existir plenamente. Como un feto preservado en formol, ahora liberado y resucitado. La imagen es grotesca, pero precisa: hay algo monstruoso en esta resurrección, algo perturbador en ver caminar lo que debería estar muerto.
—Quieres verlo, ¿verdad? —pregunta Sandra, conociendo ya la respuesta, leyendo mi necesidad antes incluso de que pueda articularla.
Asiento. Ella gira uno de sus monitores hacia mí y abre el navegador. Tecleo la dirección de la editorial y busco mi nombre —no, mi seudónimo—. Y ahí está, en la sección de “Nuevas Publicaciones”, un rectángulo digital que contiene mi alma adolescente:
>> “Lágrimas de una Vida” por “El Cartógrafo del Alma”.
La portada que diseñé en un arrebato de inspiración, durante una de esas noches sin pastillas donde la creatividad era tan dolorosa como liberadora: una pluma entrelazada con un circuito electrónico, simbolizando la confluencia de mis dos mundos, esa dualidad que me ha fragmentado durante décadas, esa tensión constante entre el analista y el poeta, entre el técnico y el artista, entre el hombre que busca patrones en el caos digital y el niño que buscaba sentido en el caos familiar.
—Es real —murmuro, más para mí mismo que para Sandra, intentando asimilar esta nueva realidad donde mis palabras más íntimas son accesibles para cualquiera con 3,99 € y una conexión a internet.
—Tan real como tú quieras que sea —responde ella, con esa lucidez que a veces encuentro irritante porque expone contradicciones que preferiría ignorar—. Recuerda, tienes el control. Puedes borrarlo en cualquier momento si te sientes abrumado. Es tu decisión, Marco. No un destino irreversible.
Pero incluso mientras lo dice, ambos sabemos que no lo haré. He cruzado un umbral, he quemado el puente tras de mí. Las palabras han sido liberadas y ya no me pertenecen exclusivamente. Son entidades independientes que vivirán o morirán por sus propios méritos, que resonarán o caerán en el vacío. Como hijos enviados al mundo, tendrán que encontrar su propio camino.
La idea es simultáneamente aterradora y liberadora. Ya no puedo controlar cómo se interpretarán mis palabras, qué emociones provocarán, qué juicios suscitarán. Por primera vez en décadas, he abdicado del control total. He admitido que algunas cosas existen más allá de mi capacidad de predicción y gestión.
—Empecemos con el trabajo —digo, apartándome del monitor como quien se aleja de un accidente de tráfico especialmente brutal, como quien desvía la mirada de una verdad demasiado intensa para ser contemplada directamente—. Tenemos el análisis de patrones del caso ‘Lechino’.
Sandra no insiste. No presiona. No me obliga a permanecer en ese espacio incómodo más tiempo del necesario. Entiende mis mecanismos de defensa, mi necesidad de construir búnkeres bajo la piel, mi instinto de proteger lo vulnerable redirigiendo la atención hacia lo seguro, lo conocido, lo controlable. Durante las siguientes tres horas, nos sumergimos en códigos y algoritmos, buscando patrones en actividades sospechosas de una red de ciberdelincuentes que podrían estar financiando grupos extremistas, traduciendo comportamientos digitales en posibles amenazas, convirtiendo bits y bytes en perfiles psicológicos que podrían prevenir ataques futuros. Es el trabajo que conozco, el terreno donde me siento seguro, donde los datos no mienten y las emociones son solo variables que considerar, no fuerzas incontrolables que amenazan con destruirlo todo.
Pero incluso mientras analizo datos, mientras construyo modelos predictivos, mientras detecto anomalías en secuencias aparentemente aleatorias, una parte de mi mente está en otro lugar, imaginando ojos desconocidos recorriendo mis versos, decodificando mis metáforas, navegando por los territorios de mi alma adolescente como turistas en un país extranjero, tomando fotografías de monumentos al dolor que para ellos son solo curiosidades exóticas, no cicatrices vitales. ¿Qué verán? ¿Qué entenderán? ¿Qué juzgarán? ¿Se reirán, como aquellos cadetes? ¿O encontrarán algo auténtico, algo genuino, algo que resuene con sus propias heridas no cicatrizadas?
El caso ‘Lechino’ es complejo: una red de distribución de software malicioso que utiliza patrones de comunicación inusuales. Mi tarea es identificar anomalías, secuencias que difieren de los comportamientos típicos. En condiciones normales, estaría completamente absorto en el desafío, dejando que mi mente analítica se sumergiera totalmente en la arquitectura de datos.
Pero hoy es diferente. Hoy veo patrones adicionales, conexiones que antes pasaría por alto. No solo entre paquetes de información, sino entre palabras y significados. El código ante mí parece esconder poesía: cada línea un verso potencial, cada función una estrofa en espera. Los algoritmos tienen ritmo, cadencia, musicalidad.
¿Siempre estuvo ahí esta dimensión del código y nunca la percibí? ¿O es mi mente recién liberada la que proyecta poesía donde antes solo veía funcionalidad? Quizás ambas cosas sean ciertas simultáneamente. Quizás la poesía siempre estuvo ahí, esperando que estuviera listo para percibirla.
Antes, habría tomado una pastilla para poder sumergirme en la poesía y el código simultáneamente, para hacer que estas dos partes de mí coexistieran sin desgarrarme. La química creaba ese espacio donde el analista y el poeta podían habitar el mismo cuerpo sin destruirse mutuamente. Ahora debo encontrar esa coexistencia sin ayuda externa, aprender a alternar entre mis identidades con menor fricción.
A las 13:45, vuelvo a casa. Otra de las nuevas rutinas desde mi reincorporación parcial: jornada reducida, llegada temprana, tiempo para procesar, para descomprimir, para estar solo antes de que los niños vuelvan del colegio, antes de que tenga que volver a ponerme la máscara del padre funcional, del adulto capaz, del hombre recompuesto. Es parte de la estructura escrupulosa que el psiquiatra insistió en mantener: tiempo para mí, para afrontar la ansiedad sin recurrir a la química, para procesar los estímulos sin filtros artificiales, para existir en mi propia piel sin anestesia.
Laura no estará; tiene turno en el hospital hasta las 15:00. Tendré la casa para mí solo durante ese intervalo preciso, ese espacio temporal controlado donde puedo permitirme ser completamente auténtico, donde no necesito filtrar mis respuestas, donde puedo existir sin la constante autovigilancia que requiere la interacción social.
La casa vacía tiene una acústica particular, como si fuera una caja de resonancia para mi ansiedad. Mi propia respiración rebota contra las paredes, amplificada, distorsionada, transformada en la respiración de un extraño que me observa. Cada paso resuena de manera diferente, creando un patrón sonoro que mi cerebro intenta constantemente decodificar, como si contuviera un mensaje oculto. El suelo parece transmitirme un mensaje en código Morse. Cada objeto parece más presente, más definido, con bordes que cortan la luz con precisión quirúrgica, como si su materialidad hubiera sido intensificada, como si su existencia física fuera un desafío directo a mi percepción alterada.
Las fotografías en el pasillo me observan: Lorenzo a los cuatro años con su primer rompecabezas, Candela recién nacida envuelta en una manta amarilla, Laura y yo en nuestra boda, Eva representada por un espacio vacío que duele más que cualquier imagen.
El silencio tiene textura aquí. Es denso, casi palpable, como un gas invisible que ocupa todo el espacio disponible. Puedo sentirlo presionando contra mi piel, filtrándose en mis pulmones con cada respiración, inundando mis oídos como agua.
Subo directamente a la buhardilla, mi refugio durante tantos años. El portátil me espera, hibernando como una bestia dormida. La luz del indicador parpadea a intervalos regulares: siete segundos encendida, siete apagada. El siete me persigue, como un símbolo cabalístico, como un número mágico que estructura mi realidad sin que yo lo elija conscientemente.
Lo enciendo y voy directamente a la página de la editorial. Mi libro sigue ahí, existiendo en el éter digital como un hijo abandonado, como una creación dejada a su suerte en un mundo hostil e indiferente. Hay un contador: 12 descargas. Doce personas desconocidas han pagado 3,99 € por leer mis poemas. Doce mentes ajenas están ahora mismo, posiblemente, recorriendo los paisajes de mi dolor adolescente, explorando territorios que hasta ayer eran exclusivamente míos. Doce conciencias absorbiendo palabras que fueron escritas como un acto privado de supervivencia, no como un producto de consumo. La idea me produce un vértigo especial, una forma específica de náusea existencial, como mirar al vacío desde un precipicio, como contemplar el infinito y sentir simultáneamente su atracción y su horror.
¿Quiénes son estas doce personas? ¿Qué buscaban? ¿Qué encontrarán en esos versos escritos por un adolescente aterrorizado ante la desintegración familiar? ¿Verán mis entrañas expuestas, reconocerán el dolor genuino bajo las metáforas a veces torpemente construidas? ¿O solo pasarán las páginas, indiferentes a la sangre derramada en cada verso, consumiendo mi dolor como quien consume cualquier otro producto digital, desechable, olvidable, sustituible?
Mi atención se desvía hacia las reseñas. Hay una, publicada hace apenas una hora:
“Una voz que sangra en silencio. Versos que parecen escritos con las venas abiertas. Gracias por compartir este dolor tan hermoso”.
No tiene nombre. Solo un alias: ‘Lector368’.
La neutralidad del identificador me tranquiliza. Podría ser cualquiera. Un desconocido total. Alguien que nunca he visto, que nunca me ha visto, que nunca sabrá que detrás de “El Cartógrafo del Alma” hay un Guardia Civil especializado en ciberterrorismo, un adicto en recuperación, un padre de familia con cicatrices visibles e invisibles, un hombre que aún cuenta sílabas obsesivamente cuando la ansiedad amenaza con devorarlo.
Leo la reseña de nuevo. “Una voz que sangra en silencio”. Alguien ha visto la hemorragia bajo la superficie, la herida que nunca cicatriza completamente. Alguien ha percibido el esfuerzo de contención, la lucha constante entre expresión y silencio. “Versos escritos con las venas abiertas”. La vulnerabilidad ha sido reconocida, validada. No como algo que ridiculizar, sino como algo que apreciar. No como debilidad, sino como fortaleza.
“Gracias por compartir este dolor tan hermoso”. La última frase es la que más me impacta. Gratitud por la exposición. Reconocimiento de que el dolor puede ser hermoso cuando se expresa con autenticidad. Una conexión entre mi dolor y el del lector, un puente invisible entre dos experiencias humanas.
Algo se agita en mi pecho, como un feto a punto de ser abortado, como un ser intentando nacer donde solo había silencio, como una entidad extraña que habita dentro de mí y ahora busca reconocimiento. No es orgullo exactamente. No es satisfacción en el sentido tradicional. Es más básico, más primario, más fundamental. Es la sensación de ser visto. De ser reconocido. De que las palabras que embotelló aquel adolescente han encontrado finalmente unos ojos que las reconocen, que las validan, que las acogen sin juicio, sin burla, sin la crueldad casual con que el mundo suele recibir la vulnerabilidad masculina.
No como el instructor Ramírez y los cadetes, que solo vieron debilidad donde había coraje, solo vergüenza donde había verdad, solo motivo de burla donde había humanidad desnuda. No necesito un reconocimiento masivo. No busco convertirme en un nombre conocido, en una figura literaria, en un referente poético. Esta única reseña, este único lector que ha captado la esencia de lo que intentaba expresar, ya justifica el acto de atreverse, de sangrar públicamente, de ofrecer esas palabras que durante tanto tiempo mantuve prisioneras en la oscuridad de mi silencio.
Mi teléfono suena. Es el Capitán Rodríguez. Mi cuerpo se tensa automáticamente, contrayéndose como ante un peligro inminente, preparándose para una agresión que podría no llegar. A pesar de su apoyo durante mi crisis —fue él quien firmó los papeles para mi permiso médico extendido, quien construyó la narrativa oficial de “agotamiento extremo” que preservó mi carrera cuando podría haber sido retirado permanentemente, quien luchó contra burocracias internas para asegurar mi reincorporación gradual—, a pesar de nuestra extraña amistad forjada en el reconocimiento mutuo de nuestros traumas —él también lleva sus propios demonios, sus propias noches de insomnio, sus propios métodos para mitigar el horror que nuestro trabajo a veces nos obliga a presenciar—, una llamada directa suya desde el teléfono corporativo rara vez es señal de algo bueno. En veinticinco años de servicio, he aprendido que ciertas llamadas específicas suelen preceder a eventos disruptivos.
—Marco —su voz suena tan áspera como siempre, como si masticara piedras mientras habla, como si cada palabra tuviera que abrirse paso a través de décadas de nicotina acumulada en su garganta—, necesito que mires algo. Te lo acabo de enviar por el canal seguro.
Abro el correo encriptado. Es un fragmento de código, aparentemente inofensivo para ojos no entrenados, pero con un patrón que reconozco inmediatamente, como reconocería el rostro de un viejo enemigo en una multitud, como identificaría la voz de mi madre incluso distorsionada por la distancia. La firma digital de un grupo que llevamos meses monitorizando, una célula dormida que ha empezado a despertar, dejando rastros sutiles pero inequívocos de actividad preparatoria.
—Lo veo —confirmo, mi voz adquiriendo automáticamente ese tono profesional que uso para análisis técnicos, esa cadencia precisa que separa emoción de información—. ¿Dónde lo habéis encontrado?
—En un servidor en Irlanda. Parece que están preparando algo.
Mi sangre se congela en mis venas, como si alguien hubiera inyectado nitrógeno líquido directamente en mi torrente sanguíneo. Irlanda. El mismo puto país donde está alojado mi libro. El mismo territorio digital donde hace horas transmití mis poemas más íntimos. Una coincidencia, por supuesto, una coincidencia estadísticamente insignificante en un mundo donde los servidores irlandeses albergan miles de servicios diferentes, pero mi mente paranoica no puede evitar trazar conexiones, imaginar escenarios donde mi actividad literaria de alguna manera compromete mi trabajo, donde mis dos vidas colisionan catastróficamente, donde mi exposición voluntaria crea vulnerabilidades que podrían ser explotadas.
La parte racional de mi cerebro intenta interrumpir este bucle catastrófico: Irlanda aloja innumerables servidores por sus ventajas fiscales. Miles de empresas, desde gigantes tecnológicos hasta pequeñas editoriales, utilizan sus infraestructuras digitales. La probabilidad de una conexión real entre estos dos hechos es prácticamente nula.
Pero la parte irracional —la que convulsionó en el suelo tras años de pastillas, la que intentó usar la pistola en aquel hotel— ve patrones donde no existen, conexiones entre eventos aleatorios, significados ocultos en coincidencias.
—¿Necesitas que vuelva? —pregunto, ya calculando cuánto tardaría en llegar a la Jefatura, qué explicación le daría a Laura, cómo gestionaría este choque de mundos.
—No, no es urgente. Solo quería tu opinión. Sigue con tu descanso. Mañana lo analizamos con calma. —Hace una pausa, el tipo de silencio que contiene información implícita, que comunica sin palabras—. ¿Cómo te encuentras, por cierto?
La pregunta contiene capas, como un documento encriptado con múltiples niveles de protección, como un código malicioso oculto bajo funciones aparentemente inocuas. No es solo por mi salud física o mental. No es solo el interés casual de un superior por un subordinado. El Capitán sabe lo de mi escritura, y lo de la publicación. Sandra le habría informado, no por traición sino por protocolo, porque en nuestro servicio, cualquier actividad externa, cualquier presencia pública, aunque sea bajo seudónimo, debe ser evaluada por posibles riesgos de seguridad, por potenciales conflictos de interés, por vulnerabilidades que podrían ser explotadas.
Pero hay algo más en su tono. Un conocimiento compartido, como el que tengo con Sandra. El Capitán, con sus más de treinta años de servicio, ha visto a compañeros desmoronarse bajo presiones similares. Quizás él mismo estuvo cerca del abismo alguna vez. Nunca lo hemos hablado directamente —no es nuestro estilo— pero está ahí, en la forma en que me mira a veces, en cómo eligió apoyarme cuando otros habrían optado por la suspensión y el expediente.
—Estoy bien —respondo, y añado:— Gracias por… por todo.
El agradecimiento es vago, deliberadamente ambiguo. Podría ser por esta llamada, por su preocupación, por el caso que me consulta a pesar de mi situación. Pero ambos sabemos que es por mucho más: por su apoyo durante mi crisis, por su discreción, por su humanidad bajo la fachada de autoridad.
—No sé de qué me hablas, Marco —dice tras una pausa calculada—. Cada uno tiene sus métodos. Los míos no van en informes.
Su respuesta me deja desconcertado, hasta que entiendo el mensaje subyacente, el texto oculto bajo el texto visible. Me está diciendo que tratará “mi asunto” como si nunca hubiera ocurrido. Que mantendrá mi actividad literaria en ese espacio indefinido de conocimiento no oficial, de información reconocida pero no documentada. Como si mis dos vidas pudieran seguir existiendo en universos paralelos, sin contaminación mutua, sin interferencia recíproca.
—No hay de qué, Marco —continúa, con su voz adquiriendo ese matiz casi paternal que solo muestra en raras ocasiones, usualmente después de operaciones especialmente difíciles, o cuando algún miembro del equipo está atravesando crisis personales—. A veces todos necesitamos recordar quiénes somos realmente. —Otra pausa, cargada de significado—. Hasta mañana.
Cuelga antes de que pueda responder. Sus palabras resuenan en la habitación vacía, como si hubieran sido pronunciadas por un oráculo, como si contuvieran una verdad profunda disfrazada de comentario casual.
“Quienes somos realmente”. Es exactamente lo que está en juego aquí: la identidad real bajo las capas de protección, bajo los años de sepultar los gritos dentro, de inyectarme química para poder olvidar quién soy, de construir un personaje aceptable para todos menos para mí mismo.
¿Quién soy realmente? ¿El analista forense o el poeta? ¿El padre de familia o el hijo traumatizado? ¿El adicto en recuperación o el controlador obsesivo? ¿O todos ellos simultáneamente? ¿O fragmentos que nunca logré integrar en un todo coherente?
Abro de nuevo la página de la editorial. El contador ha subido: 17 descargas. Cinco personas más han decidido explorar esos territorios que cartografié hace tanto tiempo. Cinco mentes más interactuando con las palabras que una vez consideré demasiado vergonzosas para ser compartidas.
Vuelvo al mensaje del Capitán, al código sospechoso en el servidor irlandés. Intento concentrarme en el análisis, en la identificación de patrones, en la evaluación de amenazas. Pero mi mente sigue volviendo al poemario, a las descargas, a la reseña, a la sensación contradictoria de vulnerabilidad y liberación.
Mi trabajo consiste en proteger, en detectar amenazas, en prevenir daños. Durante años he aplicado esa misma lógica a mi vida personal: protegerme de la exposición, detectar posibles fuentes de humillación, prevenir daños emocionales. Y ahora estoy haciendo lo opuesto: exponerme voluntariamente, aceptar la posibilidad de ser juzgado, permitir que mis palabras sean interpretadas por desconocidos.
¿Es valentía o locura? ¿Crecimiento o autodestrucción? Quizás ambas cosas simultáneamente. Quizás todo proceso de transformación real incluye elementos de destrucción y creación, como la muda de piel de una serpiente: algo debe morir para que algo nuevo pueda nacer.
A las 15:30, Lorenzo y Candela vuelven del colegio. Los recojo en la puerta, como cada día desde mi reincorporación parcial. Es parte de la nueva rutina, del nuevo compromiso con estar presente, con ser visible para ellos, con no esconderme detrás de pastillas y silencios, con ser el padre que necesitan, no el que puedo permitirme ser con el mínimo esfuerzo. Ellos merecen más que las sobras de mí mismo, más que los retazos que quedan después de que el trabajo, la adicción, y el trauma hayan consumido lo mejor.
Lorenzo trae su cubo de Rubik, como siempre, ese fetiche matemático que nunca abandona, que manipula constantemente como un rosario secular, como un ancla táctil a la realidad cuando los estímulos externos amenazan con abrumarlo. Pero hoy hay algo diferente en la forma en que lo manipula, en los movimientos específicos de sus dedos sobre las caras coloridas. No está resolviendo el patrón estándar de colores sólidos, la solución tradicional que ha perfeccionado hasta reducir su tiempo medio a 43.7 segundos. Está creando algo más complejo, una secuencia que no reconozco inmediatamente, una estructura cromática que desafía la lógica habitual del cubo, pero que claramente sigue un patrón intencional, no aleatorio.
Lo observo con atención. Hay una precisión quirúrgica en sus movimientos, una seguridad que me recuerda a mí mismo cuando componía sonetos o programaba algoritmos. La misma concentración total, el mismo aislamiento del mundo exterior, la misma inmersión en un sistema que solo él comprende completamente.
—Es un mensaje —me dice mientras caminamos hacia casa, sin levantar la mirada del cubo que sus dedos siguen reconfigurando con precisión milimétrica—. En código de colores.
—¿Qué dice? —pregunto, genuinamente intrigado y ligeramente aterrado ante la idea de que mi hijo haya desarrollado su propio sistema de codificación, su propio lenguaje cromático para comunicar lo que las palabras convencionales no pueden expresar.
—Luz en la sombra —responde, mostrándome el cubo completado. Efectivamente, ha creado un patrón donde cada cara tiene un diseño que, visto en secuencia desde diferentes ángulos, podría interpretarse como esas palabras si conoces el código, si entiendes la traducción entre colores y conceptos, si compartes su forma específica de percibir el mundo—. Es para ti.
Algo se quiebra dentro de mí. Una grieta minúscula, casi imperceptible, en la pared que he mantenido entre mi identidad creativa y mi rol paterno, entre el poeta silenciado y el padre funcional, entre el hombre que sangra versos en secreto y el que ayuda con deberes de matemáticas. Lorenzo nunca ha sido explícitamente afectuoso, nunca ha sido directamente emocional. Su Asperger y TDAH modulan su expresión emocional de maneras que a veces me resultan difíciles de interpretar, que requieren una traducción constante de su lenguaje al mío, de su forma de procesamiento al mío.
Miro el cubo, las palabras formadas con colores: “Luz en la sombra”. ¿Cómo lo supo? ¿Cómo pudo percibir exactamente lo que estaba sucediendo dentro de mí, lo que simboliza este acto de publicación? ¿Es posible que mi hijo vea a través de mis defensas con más claridad que yo mismo?
El mundo parece ralentizarse mientras intento procesar lo que está sucediendo. El aire se vuelve más denso, los sonidos se distorsionan ligeramente, como si estuviera bajo el agua. Una sensación extraña, como si todo estuviera simultáneamente muy cerca y muy lejos.
Pero esto… esto es un regalo codificado, una forma de comunicación que une nuestros mundos, que reconoce lo que he intentado ocultar durante años, que valida una parte de mí que creía invisible para él. “Luz en la sombra”. No podría haber elegido palabras más precisas, más exactas, más desgarradoramente apropiadas para este momento, para esta versión de mí que intenta emerger después de décadas de oscuridad autoimpuesta.
—Gracias —respondo, con una voz más ronca de lo que pretendía, como si las palabras tuvieran que arañar su camino a través de décadas de silencio autoimpuesto, como si tuvieran que luchar contra años de represión para emerger—. Es… perfecto.
Candela, no queriendo quedarse atrás, no dispuesta a permitir que su hermano monopolice mi atención —otra dinámica familiar establecida, otro patrón previsible en nuestro ecosistema doméstico—, tira de mi chaqueta con esa urgencia específica que solo los niños de siete años pueden generar.
—Yo también te he hecho algo. —De su mochila saca un dibujo: una explosión de colores que, a primera vista, parece caótica, como si hubiera vertido pintura aleatoriamente sobre el papel. Pero mirando más detenidamente, con la atención específica que sus creaciones siempre requieren, distingo una figura central —un hombre con una pluma en una mano y lo que parece un teléfono o una tableta en la otra—.
—Eres tú —explica, señalando la figura con un dedo manchado de tinta azul, un residuo de su actividad artística diaria, de su necesidad constante de expresión cromática—. Con tus dos voces. La que habla con palabras bonitas y la que habla con números.
Mi garganta se convierte en un desierto árido donde las palabras mueren antes de nacer, donde la expresión se marchita antes de florecer, donde el significado se desvanece antes de cristalizar. El terror me invade, mezclado con un asombro doloroso que no puedo nombrar completamente, que no puedo clasificar dentro de las taxonomías emocionales estándar. ¿Cómo lo saben? ¿Cómo han captado esta dualidad fundamental que define mi existencia, esta fragmentación que he intentado ocultar incluso de mí mismo? Los niños han captado algo fundamental en mí, algo que creía haber ocultado perfectamente, enterrado bajo capas de silencio y normalidad forzada. Lorenzo con su cubo codificado, Candela con su dibujo dual.
Lorenzo llevaba días trabajando en su mensaje codificado. Candela, al verlo, decidió que ella también tenía algo que mostrarme.
¿Es posible que mis hijos me vean más claramente de lo que yo me veo a mí mismo? ¿Que hayan percibido esta dualidad —estas voces distintas— a través de pequeños gestos, de comentarios fragmentados, de cambios en mi comportamiento desde que dejé las pastillas? ¿Que sean capaces de ver a través de las murallas que construí para ocultar mis partes más vulnerables, más auténticas?
¿Cuánto han inferido, cuánto han absorbido a través de las paredes delgadas de nuestra casa, a través de los silencios tensos y las conversaciones a media voz entre Laura y yo? ¿Han estado siempre mirando mientras yo creía estar invisibilizado por mi fachada de normalidad? ¿Han visto siempre a través de mí, mientras yo mantenía la ilusión de ser opaco, de ser impenetrable, de ser ilegible para ellos?
La idea me produce un vértigo existencial, como si de repente el suelo bajo mis pies hubiera desaparecido. Si ellos han visto mi dualidad, ¿quién más la ha percibido? ¿Laura? ¿Mis compañeros? ¿El mundo entero? ¿He estado desnudo todo este tiempo creyendo estar vestido, como en el cuento del emperador?
—Es precioso, Candela —digo finalmente, cuando logro forzar a mi garganta a producir sonidos coherentes—. Lo pondré en mi escritorio.
—¿En el de arriba o en el de abajo? —pregunta con esa intuición desconcertante que a veces muestra, tan aguda que parece sobrenatural, tan precisa que me obliga a cuestionarme cuánto realmente percibe.
La pregunta contiene otra evidencia de lo que saben: que tengo dos escritorios, dos espacios de trabajo, dos territorios separados para mis identidades escindidas. El escritorio “de abajo”, en el estudio del primer piso, donde analizo códigos maliciosos, donde preparo informes técnicos, donde existo como el analista forense. Y el escritorio “de arriba”, en la buhardilla, ese santuario donde escribo, donde sangro, donde existo como el ser que realmente soy cuando nadie mira, cuando nadie juzga, cuando nadie espera nada de mí.
—En el de arriba —decido, tras un momento de pánico donde considero negar esta realidad, donde contemplo construir otra ficción, otra narrativa falsa, otra capa de protección—. Donde escribo… las palabras bonitas.
Es la primera vez que admito abiertamente, frente a ella, lo que hago en la buhardilla. Un pequeño acto de honestidad, casi insignificante para cualquier observador externo, pero monumental para mí. Una confesión minúscula que representa un cambio sísmico en la forma en que me relaciono con mis hijos, en cómo les permito verme realmente.
Ella sonríe, satisfecha, como una pequeña analista forense que acaba de descifrar un código complejo. Entramos a casa. La tarde transcurre con una normalidad que ahora percibo como una fina membrana sobre un abismo: deberes, merienda, discusiones sobre quién elige el juego de mesa. Pero bajo esta capa de rutina, hay un pulso diferente, una corriente submarina de reconocimiento mutuo. Algo ha cambiado en nuestra dinámica familiar. O quizás siempre estuvo ahí, esperando a que yo estuviera lo suficientemente presente, lo suficientemente sobrio, para percibirlo.
La forma en que Lorenzo me observa mientras resuelve sus ecuaciones. La manera en que Candela me muestra sus dibujos, explicando minuciosamente los sentimientos de cada color. Ya no es solo el padre supervisando a los hijos; ahora son también los hijos reconociendo al padre en su complejidad, en su humanidad imperfecta, en su dualidad no resuelta.
Laura llega a las 17:23, con ese cansancio específico que trae después de sus turnos en el hospital, esa fatiga que no es solo física sino existencial, como si llevara sobre sus hombros el peso de todas las vidas que ha intentado salvar, todos los cuerpos que ha intentado reparar, todos los diagnósticos que ha entregado. Su expresión es de agotamiento controlado, como si hubiera llegado a un acuerdo precario con su propio cansancio, como si hubiera negociado una tregua temporal con la extenuación que amenaza con consumirla.
Arroja su bolso sobre el sofá con un gesto brusco y lo primero que hace, antes incluso de saludar, es sacar su móvil para comprobar notificaciones. Sus dedos se deslizan por la pantalla con la precisión mecánica de quien ha convertido un gesto en adicción.
Sus ojos, sin embargo, se iluminan brevemente al ver a los niños, como si ellos fueran las únicas luces que pueden penetrar la oscuridad que a veces la envuelve, los únicos seres capaces de llegar a ese espacio interno donde aún existe la capacidad de alegría. A pesar de su depresión, a pesar de los años de medicación y terapia, a pesar de esas noches donde la encuentro llorando silenciosamente en la habitación de Eva —ese cuarto que mantiene como un santuario, mientras deja que el resto de la casa se deteriore como un recordatorio constante de lo que perdimos, como un espacio donde el duelo nunca termina—, ese amor maternal sigue siendo un faro constante en su noche interior, una luz que no se ha extinguido a pesar de todo.
—¿Ya está la cena? —pregunta, guardando el móvil solo momentáneamente. Su tono oscilando entre el cansancio y la acusación velada, como si cualquier respuesta negativa fuera evidencia de mi incompetencia.
—Casi lista —respondo, continuando con la preparación de un revuelto que sé que ella nunca se habría molestado en hacer, conformándose con servir comida precocinada o con pedir algo a domicilio.
Nos movemos por la cocina en esa danza incómoda que hemos desarrollado desde mi regreso del hospital. Yo cocinando, ella vigilando, los dos calibrando distancias, midiendo palabras, evaluando intenciones tras cada gesto aparentemente casual.
La observo con mayor atención, con ojos nuevos desde que dejé las pastillas. Las pequeñas cicatrices en sus dedos, resultado de años trabajando como enfermera. Las canas prematuras en su pelo castaño, que empezaron a aparecer después de Eva. Las líneas de expresión alrededor de sus ojos, más profundas de lo que deberían ser a sus cuarenta y tres años. Su belleza sigue ahí, intacta bajo capas de agotamiento y resentimiento acumulado.
Esta es la mujer que ha soportado mis silencios, mis ausencias emocionales, mi adicción a las pastillas. La que carga con su propio peso: la pérdida de Eva, la depresión crónica, la responsabilidad de mantener unida a una familia fracturada por traumas no expresados, por químicas alteradas, por pérdidas no procesadas. La que ha sangrado junto a mí pero de manera diferente, no a través de poemas encriptados sino a través de vigilias en habitaciones vacías, a través de conversaciones con fantasmas que nunca nacieron completamente, a través de sonrisas forzadas cuando el dolor amenazaba con consumirla.
Y también es la mujer que ha convertido su sacrificio en moneda de cambio. La que puede pasar de la furia más destructiva al amor más intenso en cuestión de segundos, especialmente con los niños.
La observo mientras sirve la cena, con esa combinación de eficiencia profesional y territorialidad que la caracteriza. Sus movimientos son precisos, económicos, pero hay un resentimiento latente en cada gesto, como si cada tarea doméstica fuera una humillación personal. Veo cómo sirve más verduras a Lorenzo, sabiendo que su medicación reduce su apetito; cómo separa meticulosamente los alimentos en el plato de Candela para evitar una crisis sensorial; cómo me lanza miradas evaluativas cuando cree que no la veo, como comprobando si sigo sobrio, si sigo presente, si sigo siendo esta versión de Marco que está intentando reconstruirse sin química.
Mi plato. Camufla los guisantes entre la pasta porque sabe que yo los detesto desde niño pero nunca lo he dicho directamente.
Pequeños “actos de amor” que pasan desapercibidos en la rutina diaria, pero que ahora veo con claridad meridiana, como si hubiera ajustado el enfoque de una cámara. ¿Cuántos de estos detalles he ignorado durante años, perdido en mi propio laberinto interno, anestesiado por las pastillas, escondido tras mis muros de silencio?
—¿Podemos hablar esta noche? —le pregunto mientras cenamos, calibrando mi tono para que sea casual pero significativo—. Después de acostar a los niños.
Ella me mira, entrecerrando ligeramente los ojos. Busca signos de crisis, de recaída, de malas noticias inminentes. Evalúa mi tono, mi expresión, mis microgestos faciales, como quien busca señales de enfermedad en un cuerpo que conoce demasiado bien, como una enfermera evaluando síntomas antes de que el paciente siquiera los articule. Busca signos de crisis, de recaída, de malas noticias inminentes, de esas conversaciones que empiezan con “tenemos que hablar” y terminan con realidades alteradas permanentemente.
Sus dedos instintivamente buscan el móvil que descansa junto a su plato.
Es una forma de control, de mantener siempre la ventaja informativa. Y también un hábito desarrollado durante años de incertidumbre, de vivir con la expectativa constante de la catástrofe: otro diagnóstico oncológico, otra recaída en las pastillas, otra crisis que requiera hospitalización, otra pérdida que amenace con destruir los frágiles cimientos sobre los que hemos reconstruido nuestra vida. Sus ojos se mueven sutilmente, escaneando mi rostro, buscando señales de pupilas dilatadas que sugieran química no autorizada, de tensión muscular que indique ansiedad extrema, de sudoración que revele abstinencia en curso.
—Claro —responde, con una neutralidad estudiada, con una calma que sé que es completamente artificial, completamente construida—. ¿Va todo bien?
—Sí —le aseguro, consciente de que mi historial hace que cualquier afirmación de bienestar sea recibida con escepticismo justificado—. Solo… hay algo que quiero contarte.
Durante la cena, la tensión es palpable, una bestia invisible que respira entre nosotros, que ocupa espacio físico en la mesa, que consume oxígeno que necesitamos para nuestros propios pulmones. No para los niños, absortos en sus mundos —Lorenzo calculando mentalmente el tiempo que tarda en comer cada bocado, Candela explicando elaboradamente por qué el amarillo del queso tiene miedo del rojo de la salsa, una narrativa cromática que solo ella comprende completamente—. Pero Laura y yo intercambiamos miradas cargadas de preguntas no formuladas, de temores velados, de preocupaciones que no pueden ser articuladas frente a los niños, de conversaciones que existen solo en ese espacio liminal entre nosotros, en ese vacío cargado de significado.
Es nuestra forma de comunicación más fluida, más auténtica, más efectiva: ese lenguaje silencioso de ojos y gestos mínimos que dice más que todas nuestras conversaciones verbales, que comunica con mayor precisión que cualquier intercambio de palabras, que nos permite transmitir significados que los vocabularios convencionales no pueden contener.
Después de acostar a los niños —un proceso que incluye comprobar que Lorenzo haya seguido exactamente su ritual de cepillado de dientes (siempre en el mismo orden: molares superiores derechos, molares superiores izquierdos, incisivos superiores, molares inferiores derechos, molares inferiores izquierdos, incisivos inferiores, 30 segundos en cada sección, ni más ni menos), que tenga su pijama alineado perfectamente con los patrones de la cama, que sus libros estén ordenados por altura en la estantería; y asegurar a Candela que los colores de sus sueños serán amables esta noche, que el azul y el verde trabajarán juntos para crear paisajes tranquilos, que el rojo no aparecerá a menos que ella lo invite específicamente—, Laura y yo nos encontramos en el salón.
Ella se sienta en el extremo del sofá, yo en el sillón individual. La distancia física es un reflejo de nuestra distancia emocional: cercanos pero separados por años de traumas no procesados, de palabras no dichas, de secretos guardados como tumores bajo la piel. Entre nosotros, una mesa de café con marcas de vasos que nunca hemos podido eliminar completamente, cicatrices circulares en la madera que resisten todos nuestros intentos de restauración.
Laura consulta su móvil repetidamente, ese escape digital que le permite ausentarse sin moverse, esa adicción que ha sustituido la comunicación real con una simulación digital de conexión. No es diferente a mis pastillas, solo menos estigmatizada socialmente, menos reconocida como mecanismo de evasión.
—¿Y bien? —pregunta finalmente, cuando el silencio se vuelve insoportable, cuando la tensión amenaza con cristalizarse en algo sólido y cortante—. ¿De qué querías hablar?
Mi corazón late tan fuerte que puedo sentirlo en la garganta. La boca se me seca repentinamente. Las palmas de mis manos están húmedas, una respuesta física al estrés que ni siquiera mis años de entrenamiento militar pueden suprimir completamente. Intento organizar mis pensamientos, encontrar las palabras adecuadas, pero es como intentar atrapar agua con las manos: todo se escurre entre mis dedos.
Parte de mí anhela tener una pastilla, justo ahora. No para evitar esta conversación, sino precisamente para poder tenerla plenamente, para poder expresar mi vulnerabilidad sin que la ansiedad me paralice, para poder conectar con Laura sin las barreras que mi sobriedad ha hecho más rígidas, no más flexibles. La paradoja es que las pastillas me permitían sentir y expresar lo que ahora, sobrio, me aterra enfrentar. Me pregunto si ella intuye esa lucha, si comprende que este momento, para mí, es de una desnudez casi insoportable.
No hay forma suave de decirlo. No hay transición elegante. No hay metáfora que pueda suavizar el impacto, no hay eufemismo que pueda disminuir el significado, no hay introducción que pueda preparar adecuadamente el terreno. Solo la verdad cruda y simple que amenaza con destruir el equilibrio precario que hemos logrado construir, que podría desestabilizar la frágil paz que hemos establecido desde mi hospitalización.
—He publicado un libro —le digo, y las palabras caen entre nosotros como piedras en agua quieta, creando ondas que se expandirán hasta tocar todas las orillas de nuestra relación—. Un poemario. Bajo seudónimo.
Sus pupilas se dilatan como las de un animal acorralado, devorando el marrón de sus iris, transformando sus ojos en abismos negros donde podría precipitarme si me acerco demasiado. No es la noticia que esperaba. Por un instante veo alivio —no es una recaída, no es un diagnóstico médico, no es una crisis laboral— seguido inmediatamente por confusión y algo más complejo: una mezcla de curiosidad, desconfianza y algo que podría ser… ¿celos?
—¿Cuándo? —es lo primero que pregunta. Su voz es controlada, profesional, modulada como la enfermera que recoge síntomas antes de permitirse cualquier reacción personal.
—Ayer lo envié. Hoy ha sido publicado.
—¿Por qué no me lo has dicho? —Sus dedos tamborilean contra el móvil, en ese gesto nervioso que hace cuando se siente excluida de algo importante.
Es una pregunta justa, como un bisturí que va directo a la herida sin perder tiempo en rodeos. Llevamos poco más de dos semanas en este “alto el fuego”, reconstruyendo la confianza, desenterrando la comunicación que enterramos bajo años de silencios administrados, intentando ser más transparentes, más presentes el uno para el otro. Menos fragmentados. Este secreto parece una traición a ese esfuerzo, un retroceso a mi antigua costumbre de ocultar, fragmentar, compartimentar.
—No estaba seguro de que fuera a hacerlo realmente —confieso, mientras las palabras emergen con dificultad, cada una arañando mi garganta como si tuviera bordes dentados—. Y luego… no quería cargarte con una preocupación más. Con otra responsabilidad.
La excusa suena hueca incluso para mí. Es la misma lógica torcida que usaba para justificar mi adicción: te protejo ocultándote cosas. Te cuido mintiéndote. Te ofrezco solo los fragmentos de mí que creo puedes manejar, que no te romperán, que no te contaminarán.
Laura cierra los ojos brevemente. Deja caer el móvil sobre el sofá. Cuando abre los ojos, me mira con esa intensidad que reserva para los momentos cruciales, los puntos de inflexión emocionales. Sus manos, habitualmente inquietas, están completamente quietas sobre sus rodillas. Su postura ha cambiado sutilmente: más erguida, más presente, como si hubiera decidido habitar plenamente su cuerpo y este momento.
—Marco, no soy frágil —dice con voz firme, como una declaración de existencia ante un mundo que ha intentado borrarla—. Estoy medicada, no incapacitada. No puedes seguir protegiéndome de tu vida. Eso no es un matrimonio.
Sus palabras son como un puñetazo en el estómago, sacándome el aire. No por duras, sino por verdaderas. Demasiado verdaderas. Tan precisas en su diagnóstico que no dejan espacio para negación o autoengaño. Llevo años tratándola como a una paciente, no como a una compañera. Como a una responsabilidad, no como a una igual. Y mientras yo creía estar protegiéndola, en realidad estaba perpetuando la distancia entre nosotros, replicando el patrón que aprendí de niño: el silencio como supuesta protección, el secreto como falsa bondad.
—Tienes razón —admito, y la confesión se abre paso a través de las barreras defensivas que he construido durante décadas—. Lo siento.
Las palabras suenan insuficientes. ¿Cómo disculparse por años de ausencia emocional, por decisiones tomadas unilateralmente, por mantener partes fundamentales de mí mismo ocultas bajo capas de silencio? No hay disculpa que pueda compensar eso. Solo hay el compromiso de actuar diferente, de ser diferente. Y ese cambio no puede ser prometido con palabras; solo puede ser demostrado con acciones sostenidas en el tiempo.
Laura se levanta y se acerca a mí. Se sienta en el brazo del sillón, cerca, pero sin tocarme, como si una parte de ella aún temiera que pudiera desintegrarme ante el contacto. Como si yo fuera una aparición, un espejismo que podría desvanecerse si lo toca directamente. Noto cómo revisa mi rostro buscando signos de mentira, de recaída, de manipulación. No es ternura lo que guía su proximidad sino vigilancia.
—¿Qué libro es? —pregunta, con una cautela medida en su voz, como quien se acerca a un animal herido, como quien teme asustar a una criatura salvaje que podría huir o atacar si se siente acorralada.
Considero mis palabras cuidadosamente, sopesando cuánto revelar, cuánto aún ocultar. La vieja costumbre de filtrar, de entregar verdades parciales, de mantener siempre algo en reserva por si acaso. Pero esa forma de relacionarme es precisamente lo que nos ha mantenido distanciados durante años. Es hora de intentar un enfoque diferente. Una apertura que, aunque imperfecta, al menos sea más auténtica que mis patrones habituales.
—Es “Lágrimas de una Vida” —respondo directamente—. El poemario que escribí a los dieciséis años. No es… nada de lo que he estado escribiendo recientemente.
Evito mencionar cualquier otro proyecto. Hay silencios que aún necesito mantener, incluso en este nuevo camino de apertura. La novela sobre Sophia sigue siendo un territorio demasiado peligroso, demasiado frágil, demasiado conectado con mis episodios de delirio químico.
Sophia, esa presencia digital que habitó mis delirios químicos, cuya realidad aún cuestiono.
Tal vez algún día pueda compartir también ese aspecto de mí mismo. Pero no hoy. No ahora. Apertura gradual. Permeabilidad controlada.
Reconocimiento inmediato ilumina su rostro, como un paisaje súbitamente visible durante un relámpago nocturno.
—El que encuadernaste a mano. El que guardas en el cajón del escritorio nogal.
—Sí.
No me sorprende que Laura sepa de su existencia. Durante mi hospitalización, mientras yo deliraba entre convulsiones, ella revisó todas mis cosas, toda mi vida secreta, buscando documentos. Por supuesto que encontró el manuscrito. Por supuesto que lo leyó. Quizás incluso lo usó para entender partes de mí que nunca le había mostrado directamente.
—¿Por qué ese? ¿Por qué ahora? —Su tono oscila entre la curiosidad genuina y la sospecha, como si buscara motivos ocultos, agendas secretas.
Intento ordenar mis pensamientos, encontrar una explicación que tenga sentido no solo para ella sino también para mí mismo, para esta necesidad que surgió desde lo más profundo, desde donde la química ya no puede silenciar. Busco palabras que puedan transmitir la urgencia de este acto, la necesidad visceral de recuperar una parte de mí mismo que creía perdida irremediablemente.
—Porque necesitaba cerrar un círculo —digo finalmente, las palabras formándose mientras las pronuncio, la comprensión llegando simultáneamente con la articulación—. Ese libro… fue escrito por un chico que aún no había decidido silenciarse. Publicarlo ahora es como… como darle la oportunidad de ser escuchado, al fin. De completar algo que quedó interrumpido cuando decidí entrar en la Guardia Civil, cuando decidí que la poesía no tenía cabida en mi vida adulta, cuando elegí ser quien otros esperaban que fuera.
Laura asiente lentamente, absorbiendo cada palabra como quien estudia los síntomas de una enfermedad compleja. Su mente analítica, formada por años de práctica médica, intentando construir un diagnóstico a partir de manifestaciones fragmentarias. Me pregunto qué ve en mí ahora. ¿Un paciente en recuperación? ¿Un marido descubriendo partes olvidadas de sí mismo? ¿Un extraño que ha estado viviendo en su casa durante años?
—¿Y tu seudónimo?
—“El Cartógrafo del Alma”.
Una sonrisa tenue aparece en sus labios, contrastando con la humedad que se acumula en sus ojos, lágrimas que se forman, pero no caen, como condensación en un vaso de agua fría.
—Suena a ti. Al verdadero tú —dice, y por un momento hay algo casi tierno en su expresión, antes de que la dureza habitual regrese—. Al que nunca me has dejado conocer.
Sus palabras me atraviesan como un rayo de luz inesperado en una habitación oscura. “Al verdadero tú”. ¿Cuánto tiempo hace que alguien no se refiere a un aspecto auténtico de mí mismo? ¿Cuánto tiempo he pasado interpretando un papel, representando una versión aceptable de Marco Sáez, ocultando lo que considero inaceptable, vergonzoso, peligroso?
—¿Quieres verlo? —le pregunto, sorprendiéndome a mí mismo. No había planeado mostrárselo tan pronto, tener esta conversación tan vulnerable.
—Sí —responde sin dudar, y sus ojos brillan con algo que podría ser interés genuino—. Por favor.
Subo a la buhardilla, ese espacio donde he escondido tantas partes de mí mismo, y bajo con el portátil. Lo abro y navego hasta la página de la editorial. El contador ha subido: 17 descargas. La reseña anónima sigue ahí, solitaria pero poderosa.
Laura estudia la pantalla en silencio, con esa concentración específica que usa para revisar análisis clínicos, para interpretar resultados que podrían significar vida o muerte. Lee la sinopsis que escribí, examina la portada, navega hasta el fragmento de muestra gratuito. Sus ojos recorren los primeros poemas con una intensidad que casi puedo sentir físicamente, como si estuviera diseccionando mis entrañas con un bisturí invisible, exponiendo órganos que nunca deberían ver la luz.
Finalmente, después de lo que parece una eternidad, levanta la vista. Sus ojos están brillantes, cargados de una emoción que no puedo identificar inmediatamente.
—Es… hermoso —dice finalmente, con voz quebrada y más suave de lo habitual—. Y terrible. Ver estos poemas publicados, expuestos al mundo… después de todo lo que hemos pasado.
—Es como cerrar un círculo —respondo, repitiendo lo que ya dije, porque no encuentro mejores palabras, porque a veces las metáforas imperfectas son lo único que tenemos para explicar transformaciones internas—. Completar algo que quedó interrumpido cuando decidí silenciarme.
Laura asiente, reconociendo la importancia del gesto. Ella conoce esos versos. Los leyó cuando desaparecí en el hotel Miranda. Los ha leído durante mi hospitalización cuando creía que estaba inconsciente, ha visto mis heridas expuestas en cada estrofa. Los ha sostenido mientras yo convulsionaba, mientras mi cuerpo rechazaba veintidós años de veneno autoinyectado.
—Hay heridas que solo pueden expresarse completamente en poesía —continúo—. Cosas que nunca pude verbalizar adecuadamente, ni siquiera contigo. No porque no confiara, sino porque no tenía las palabras correctas en el formato adecuado. Como si mi cerebro estuviera cableado para un lenguaje que no podía hablar en voz alta.
—Pero te formó —observa, con esa precisión analítica que puede ser tanto iluminadora como cortante—. Te hizo quien eres. Todo ese dolor, toda esa belleza, todo lo que silenciaste.
—Sí.
Es la respuesta más honesta, más directa, más simple y más compleja que he dado en años. Una sílaba que contiene universos enteros, que reconoce la verdad fundamental de mi existencia: que el silencio y la expresión, la contención y el desborde, la estructura y el caos me han definido simultáneamente, han creado este ser dividido que ahora intenta reintegrarse, esta criatura hecha de contradicciones que busca reconciliación.
Laura cierra el portátil y me mira directamente, con una intensidad que me hace querer apartar la mirada, ocultarme de nuevo. Hay algo en su expresión que me desarma completamente, que desactiva todas mis defensas, que me deja expuesto como nunca antes había estado frente a ella.
—¿Sabes qué es lo que… —se detiene, como midiendo si puede decirlo—. Lo que más me jode? Que este libro existe desde antes de conocernos, y lo descubrí hace poco, Marco. Veinticuatro años después. Diecinueve casados. Me jode que hayas guardado tanto de ti mismo, que has mantenido esa muralla incluso conmigo. Me duele que me has dado tu cuerpo, tu casa, tus hijos, pero nunca te has dado a ti mismo. No completamente.
Sus palabras cortan como cuchillos de precisión quirúrgica, abriendo heridas que no sabía que tenía, exponiendo verdades que he intentado negar incluso a mí mismo. Porque son verdad. Brutal, desnuda, incontestable verdad. He compartido cama, casa, hijos con esta mujer, pero no le he dado acceso a las cámaras más profundas de mi ser. He mantenido mi núcleo aislado, inaccesible, como un búnker nuclear donde guardo las armas más letales: mis vulnerabilidades más fundamentales, mis miedos más primarios, mis anhelos más desesperados.
—El silencio se convirtió en mi refugio —intento explicar, consciente de la insuficiencia de cualquier justificación—. Era más seguro no decir nada, no sentir, no expresar. Como un niño que aprende a no llorar porque el llanto atrae atención, y la atención trae dolor.
—¿Y ahora?
La pregunta queda suspendida entre nosotros, simple pero infinitamente compleja. ¿Y ahora? ¿Qué viene después de esta revelación? ¿Qué sigue a esta confesión? ¿Qué ocurre cuando una mentira de omisión que ha estructurado toda una relación finalmente se expone?
—Ahora… estoy aprendiendo a hablar de nuevo. A ser visible. A existir sin esconderme constantemente detrás de capas de silencio y química.
Laura extiende su mano y, por primera vez en la conversación, me toca. Sus dedos sobre los míos, cálidos y familiares, pero tensos. El contacto envía una descarga eléctrica a través de mi sistema nervioso, no de alarma sino de reconocimiento. Como si mi cuerpo recordara algo que mi mente había olvidado: que el contacto humano puede ser fuente de confort, no solo de peligro. Que la vulnerabilidad puede conectar, no solo exponer.
—Quiero conocer al hombre que escribió estos poemas —dice con mezcla de curiosidad y desafío—. Al “Cartógrafo del Alma”. Quiero conocer a todas las versiones de ti, Marco. No solo al Guardia Civil, al padre, al marido. Quiero conocer al poeta, al niño herido, al adolescente que encontró refugio en las palabras, al hombre que ahora intenta reconciliar todas esas partes fragmentadas.
Mis entrañas se desgarran y se cosen a la vez, como si un cirujano borracho operara con bisturí y aguja en el mismo movimiento; como un dique colapsando y un puente formándose en el mismo instante. El dolor y el alivio son indistinguibles, fundidos en una sola sensación que me recorre como electricidad salvaje, como un rayo que calcina y purifica simultáneamente.
—No quiero más mentiras —continúa—. No quiero más “protección”.
El miedo sigue ahí, por supuesto. Terror a ser visto completamente, a ser juzgado, a ser rechazado. Pero también hay algo nuevo: la posibilidad de ser conocido realmente. De existir por fin ante los ojos de alguien más, no solo en los confines de mi propia mente. De compartir el peso que he cargado durante tanto tiempo.
—Te propongo algo —dice Laura, con una determinación que me sorprende y me recuerda a la mujer de la que me enamoré, antes de Eva, antes de las pastillas, antes de que los silencios se acumularan como sedimentos en el fondo de un lago estancado—. Leamos el libro, juntos. Un poema cada noche. Y habla conmigo sobre él. Cuéntame la historia detrás de cada uno. Sin filtros. Sin escondites. Déjame conocerte, por fin.
La propuesta me deja sin palabras, como si me hubieran arrancado la lengua de raíz. Es exactamente lo que necesitamos, lo que nunca me habría atrevido a sugerir, lo que no sabía que deseaba hasta que ella lo articuló. Un camino hacia la reconexión a través de las palabras que más me definen, que más me exponen, que más me aterrorizan. Un puente construido con versos adolescentes que podría unir al hombre fragmentado de hoy con la mujer que ha permanecido a su lado a pesar de todo.
—Sí —acepto, con la voz quebrada por una emoción que no puedo nombrar completamente, que existe en ese espacio indefinido entre el terror y la esperanza—. Me gustaría eso.
Laura se inclina y me besa suavemente en la frente, como si estuviera bendiciendo algo frágil y precioso. Es un gesto de una intimidad que no hemos compartido en años. No es pasión, no es deseo, es algo más profundo: reconocimiento. Ver y ser visto. La sensación es abrumadora, como un sediento que finalmente encuentra agua y no sabe si beberla lentamente o ahogarse en ella, como un prisionero liberado después de décadas que no sabe si caminar o correr, como un ciego que recupera la visión y debe aprender a interpretar las formas y colores que antes solo podía imaginar.
—Estoy orgullosa de ti —susurra contra mi piel—. Por atreverte. Por ser visible después de tanto tiempo en las sombras.
Y aunque sé que Laura sigue siendo Laura —territorial, manipuladora, capaz de usar incluso este momento como munición futura— hay algo genuino en su reacción que me permite, por primera vez en años, bajar levemente la guardia.
Tres días después, mientras reviso códigos en la Jefatura, recibo una notificación en mi teléfono personal. El libro ha alcanzado las 50 descargas. No es un éxito editorial por ningún estándar convencional, no son los números que harían que un agente literario mostrara interés, que una editorial tradicional ofreciera un contrato. Pero para mí es un número asombroso, aterrador en su magnitud. Cincuenta personas desconocidas leyendo mis palabras más íntimas, mis confesiones más desnudas, mis heridas más expuestas.
¿Quiénes son estas personas? ¿Qué han visto en ese título, en esa portada, en esa sinopsis que les hizo decidir que valía 3,99 € de su dinero, minutos de su tiempo, atención de su consciencia? ¿Son poetas también, buscando voces que resuenen con las suyas? ¿Son lectores casuales que tropezaron con el libro en algún algoritmo de recomendación? ¿Son adolescentes como yo lo fui, desesperados por encontrar palabras que den forma a su caos interior?
Hay cuatro reseñas nuevas. Todas anónimas, todas positivas en su mayoría. Comentarios sobre la intensidad emocional, sobre la honestidad despiadada, sobre la forma en que las metáforas construyen puentes entre lo abstracto y lo físico. Una en particular llama mi atención, grabándose en mi mente como un hierro al rojo vivo:
“Gracias por sangrar en tinta lo que nunca pude expresar. Sus palabras son un espejo donde finalmente puedo verme”.
La leo tres veces, absorbiendo cada palabra como un moribundo absorbe oxígeno, como un deshidratado bebe agua, como un famélico devora alimento. No es solo que mis poemas hayan sido leídos; han resonado, han conectado, han servido de puente entre mi experiencia y la de otra persona. Es el mayor regalo que las palabras pueden ofrecer: ese momento de reconocimiento mutuo a través del tiempo y el espacio, de saber que no eres el único que sangra de esa manera específica, que tu dolor particular no es absolutamente único sino parte de una experiencia compartida que, aunque dolorosa, elimina la soledad absoluta.
Sandra pasa junto a mi escritorio y nota mi expresión. Siempre ha sido buena lectora de microexpresiones, de signos sutiles que otros no perciben, de cambios imperceptibles en la tensión muscular facial que revelan estados emocionales ocultos.
—¿Buenas noticias? —pregunta discretamente, sin llamar la atención de otros analistas que trabajan en sus respectivas estaciones.
—Transmisión recibida —respondo, usando nuestra jerga técnica, ese lenguaje especializado que compartimos con pocos—. Datos decodificados correctamente por los receptores.
Ella sonríe, entendiendo la metáfora, captando inmediatamente la referencia a las reseñas que he recibido, a la validación externa que ha llegado en forma de palabras anónimas.
—Eso es lo que hacemos, ¿no? Transmitir y recibir. Codificar y decodificar. En el trabajo y en la vida.
—La diferencia es que aquí buscamos amenazas —señalo, trazando los límites entre mis dos mundos—. Allí… allí busco conexiones. Puentes sobre el aislamiento.
—Quizás no sean tan diferentes —reflexiona Sandra, con esa lucidez que a veces me irrita por su precisión—. En ambos casos, intentamos dar sentido al caos, encontrar patrones en el ruido, crear significado donde antes solo había datos aleatorios. Leer el dolor, sea para prevenirlo o para compartirlo.
Sus palabras resuenan en mí mientras vuelvo al análisis de código en mi pantalla, a los algoritmos que debo evaluar, a los patrones que debo detectar. Veo secuencias que antes habría procesado mecánicamente, sin emoción, sin conexión personal. Pero ahora noto algo más: el ritmo subyacente, la cadencia de los comandos, la elegancia austera del lenguaje de programación. No es tan diferente de la métrica de un soneto, de la estructura de una lira. Ambos sistemas intentan imponer orden sobre el caos, crear significado a través de patrones, capturar lo inefable mediante estructuras.
El código y la poesía: mis dos lenguajes, mis gemelos siameses luchando por el mismo corazón, finalmente convergiendo en lugar de desgarrarse mutuamente.
Esa noche, después de acostar a los niños, Laura y yo nos sentamos en la buhardilla. Es la primera vez que la invito a este espacio, mi santuario durante tantos años, donde me inyectaba química para poder hablar conmigo mismo en una voz que el mundo me había obligado a silenciar. Ella observa cada detalle —los libros apilados meticulosamente por altura y tema, el escritorio renacentista de nogal heredado del abuelo, la pluma Parker que me regaló cuando publicaron mi primer artículo técnico, los blísteres vacíos que no he tenido valor de tirar, como si fueran artefactos arqueológicos de una civilización anterior— como si estuviera descifrando un mapa hacia mí, como si cada objeto fuera una coordenada en la cartografía de mi alma fragmentada.
—Así que aquí es donde nace la poesía —comenta, pasando su mano por la superficie pulida del escritorio con un gesto que parece casual, pero tiene algo de posesivo, de territorial.
Noto cómo su mirada se detiene en los blísteres vacíos que no he tenido valor de tirar, y veo ese juicio silencioso formarse en sus ojos, esa evaluación constante que nunca abandona completamente.
—Y donde se analiza el código —añado, sintiendo la necesidad de reconocer ambas identidades, de no fragmentarme nuevamente incluso en este momento de integración—. Los dos mundos conviviendo en un mismo espacio, escindidos solo en mi cabeza, no en la realidad.
Abro el libro físico, el original encuadernado a mano que ha sobrevivido mudanzas, crisis, años de olvido forzado. El papel ha amarilleado ligeramente, las páginas han adquirido esa textura específica que solo da el tiempo, pero la tinta sigue siendo intensamente negra, como si los sentimientos que expresan se negaran a desvanecerse, a diluirse, a perder intensidad. La caligrafía es precisa y controlada incluso en los poemas más desgarradores, como si la forma contuviera apenas la explosión del contenido, como si la estructura fuera lo único que impedía que las emociones desbordaran completamente la página.
—Página 31 —dice Laura—. Quiero empezar por ahí.
Me sorprende la elección específica, la precisión del número, la intencionalidad evidente detrás de la solicitud.
—¿Por qué esa?
—Porque es el día que nos conocimos —responde—. El 31 de marzo. Porque quiero ver si ya existía en ti la capacidad de amar, incluso antes de conocerme.
Busco la página. Es un poema que no recordaba haber incluido en la versión digital, uno de los últimos que escribí antes de silenciarme, antes de entrar en la Academia, antes de decidir que la poesía era incompatible con la supervivencia en un mundo que exige definiciones simples, categorías rígidas, identidades unificadas:
“Intuyo que vendrás con paso lento,
sin promesas de fuegos artificiales,
solo con manos simples y reales
para anclar mi deriva y mi tormento.
No te pido que entiendas mis heridas,
ni que descifres sombras de mi infancia,
solo que existas, que tu vigilancia
sea un faro constante en mis caídas.
Prometo no ocultarte, aunque sea a veces,
este mar interior que me desborda,
que me confunde, ahoga y desorienta.
Y cuando el temporal pase y te reces,
sabré ser para ti la orilla sorda
donde ninguna ola se lamenta”.
Laura lo lee en voz alta. Su voz, normalmente aguda y defensiva, adquiere una cualidad diferente al pronunciar mis versos: más contenida, más controlada, como si temiera que una emoción auténtica pudiera escaparse entre las palabras si no mantiene la guardia alta.
—Es casi… premonitorio —comenta cuando termina, mientras sus dedos tamborilean contra su pierna en un gesto nervioso—. Como si hubieras estado escribiéndome a mí, años antes de conocernos.
—Quizás lo estaba —admito, permitiéndome por primera vez la posibilidad de que mi yo adolescente fuera más sabio de lo que he querido reconocer—. O quizás escribía a la idea de ti, a la esperanza de que existieras en algún lugar, de que llegara alguien que pudiera verme sin desintegrarme con su mirada.
—Pero no cumpliste tu promesa —observa, y ahora sí hay una acusación clara en su voz, ese filo cortante que aparece cuando siente que tiene la razón moral de su lado—. “Prometo no ocultarte, aunque sea a veces, este mar interior que me desborda”. Sí me ocultaste tu mar interior. Durante diecinueve años.
Es una constatación de la traición involuntaria, de la promesa rota antes incluso de ser hecha. De esa manera en que todos traicionamos nuestras mejores intenciones, en que todos nos fragmentamos para sobrevivir.
—Lo sé —reconozco, sin buscar excusas, sin intentar justificar lo injustificable—. El silencio se convirtió en un hábito, luego en una fortaleza, finalmente en una prisión donde me encerré voluntariamente.
—Y ahora estás saliendo —dice, no como pregunta sino como afirmación, como diagnóstico profesional basado en evidencia observable.
—Intento encontrar un equilibrio —respondo, midiendo mis palabras con la precisión de quien desactiva un explosivo—. No puedo ser completamente transparente —mi trabajo, nuestra seguridad, algunas heridas demasiado profundas para exponerlas— pero quiero ser más… permeable.
Laura sonríe ante la elección de palabra, ante esta nueva metáfora para un nuevo intento de conexión menos fragmentada.
—Permeable. Como una membrana que permite el intercambio selectivo. Ni un muro impenetrable ni una herida abierta sin protección.
—Exacto.
—Me gusta esa imagen —dice, y por primera vez en la conversación veo un atisbo de esperanza genuina en sus ojos, no solo resignación controlada—. No espero que derribes todos tus muros de golpe. Solo que… construyas algunas puertas. Algunas ventanas. Que me dejes entrar, aunque sea a habitaciones seleccionadas.
—Estoy en ello —prometo. Y por primera vez en mucho tiempo, siento que es una promesa que puedo cumplir, no otra mentira disfrazada de protección, no otra ilusión que se desvanecerá con la luz del día, sino un compromiso real con un nuevo tipo de existencia, con una forma de ser menos fragmentada, menos disociada, menos dividida contra sí misma.
Pasamos la siguiente hora leyendo poemas alternadamente. Yo explico los contextos, las circunstancias, los sentimientos detrás de cada verso. Ella escucha con atención, haciendo preguntas precisas, desafiantes, a veces incómodas, pero siempre relevantes. De vez en cuando, lanza miradas hacia su móvil, pero se contiene de cogerlo, un pequeño acto de disciplina que noto y aprecio.
Nuestras palabras se entrelazan como nunca, desangrándose mutuamente, manchando el aire entre nosotros con verdades que llevan años pudriéndose dentro, buscando salida. No hay reproches, no hay defensas, solo un intercambio genuino, un ejercicio de reconocimiento mutuo después de años de vivir como extraños bajo el mismo techo.
Extraño, por un instante fugaz, las pastillas que me permitían sentir plenamente, que me daban permiso para habitar mi cuerpo sin las restricciones de la sobriedad, que creaban ese espacio artificial donde podía perder el control suficiente para conectarme realmente. Pero quizás esta vulnerabilidad sobria, aunque más difícil, sea más auténtica: un acto consciente, no una concesión química.
Cuando cerramos el libro, pasada la medianoche, algo ha cambiado entre nosotros. No es una reconciliación mágica, no es un borrón y cuenta nueva. Es más sustancial, más auténtico: un nuevo punto de partida tentativo, basado en la verdad compartida, en la vulnerabilidad mutua. Una cicatriz que empieza a formarse sobre heridas que antes solo supuraban, que antes solo podíamos vendar pero no sanar. Una posibilidad de reconexión que podría desvanecerse con la primera crisis, con el primer estallido de ira.
—Gracias —dice Laura mientras bajamos de la buhardilla, y las escaleras crujen bajo nuestro peso como testigos sonoros de este nuevo pacto—. Por dejarme entrar.
—Gracias por querer entrar —respondo—. Por seguir intentándolo después de tantos años, después de tantos fracasos.
Nos detenemos en el pasillo, frente a las habitaciones de los niños. De la de Lorenzo se escapa un murmullo rítmico: está contando en sueños, como hace a menudo, buscando patrones incluso en el territorio inconsciente del sueño. De la de Candela, un silencio completo, raro en ella que suele hablar incluso dormida, que mantiene conversaciones con los colores incluso en estado de inconsciencia.
Laura me mira con una intensidad que me resulta familiar y nueva al mismo tiempo, como un paisaje conocido visto bajo una luz diferente, como una melodía familiar interpretada en un instrumento distinto.
—“El Cartógrafo del Alma” —dice, saboreando el seudónimo como quien prueba un vino por primera vez, intentando discernir notas y matices—. Me gusta quién eres cuando no te escondes.
—Estoy aprendiendo a ser esa persona todo el tiempo —respondo—. No solo en la buhardilla, no solo en el papel. No solo bajo el influjo de la química elegida.
Ella asiente y se dirige a nuestra habitación. La sigo, consciente de que este es solo el comienzo de un largo camino. La publicación del libro no es un punto final, sino el inicio de una nueva fase: la integración de mis múltiples identidades, la construcción de una vida donde la poesía y el deber, el caos y el orden, la vulnerabilidad y la fortaleza puedan coexistir sin aniquilarse mutuamente.
La transmisión de datos está en curso, irreversible ya. De mí hacia el mundo, del pasado hacia el futuro, de lo oculto hacia lo visible, del silencio hacia la expresión. Bit a bit, verso a verso, latido a latido.
El primer día de innumerables batallas. El primer intento tras mil errores programados. El primer paso en un laberinto cuya salida podría no existir, pero que ya no puedo evitar recorrer.
El silencio se ha roto y la poesía que supura no puede volver a ser contenida.
Interactúa con el capítulo
Envía un mensaje privado al autor. Solo él podrá leerlo y responder si dejas tu email.